Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a os que nos han ofendido

Evangelio según San Mateo 18,21-35.19,1. 

Se adelantó Pedro y le dijo: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?". 

Jesús le respondió: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. 

Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. 

Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. 

Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. 

El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". 

El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda.

Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: 'Págame lo que me debes'. 

El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: 'Dame un plazo y te pagaré la deuda'. 

Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. 

Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. 
Este lo mandó llamar y le dijo: '¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. 
¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de tí?'. 
E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. 
Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos". 
Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, dejó la Galilea y fue al territorio de Judea, más allá del Jordán. 

Santa Juana Delanoue

Santa Juana Delanoue, virgen y fundadora

En la localidad de Saumur, cerca de Angers, en Francia, santa Juana Delanoue, virgen, que, confiada totalmente en la ayuda de la divina Providencia, acogió primeramente en su casa a huérfanas, ancianas y mujeres enfermas y de mala vida, y después fundó con algunas compañeras compañeras, el Instituto de Hermanas de Santa Ana y de la Providencia.

La historia del cristianismo presenta numerosos casos de penitentes que, en cooperación con la gracia de Dios, consiguieron volver las espaldas a una vida de pecado y miseria espiritual y llegar a las alturas de la santidad. La vida de pecado de muchos de esos santos penitentes llega a veces a extremos verdaderamente inauditos de maldad y depravación. Santa Juana Delanoue no tuvo que arrancarse a una vida de pecados enormes, sino a una vida de mundanidad y egoísmo, a las pequeñeces y ridículas vanidades del materialismo de una existencia burguesa. Su padre, que era originario de Saumur, ciudad de Anjou, vendía telas, piezas de alfarería y objetos de devoción, ya que por la ciudad pasaban los peregrinos que iban al santuario de Nuestra Señora des Ardilliers. Aunque el negocio prosperaba, la situación de la familia Delanoue no era precisamente desahogada, pues el matrimonio tenía doce hijos. Juana, que era la menor, nació en 1666. La madre de Juana murió veinticinco años más tarde, después de largos años de viudez y Juana heredó la casa y la tienda, con poca mercancía y menos capital. Asoció inmediatamente al negocio a su sobrina de diecisiete años, llamada también Juana Delanoue, quien no sólo se parecía a ella en el nombre.

El primer objetivo de ambas jóvenes era ganar dinero, y los vecinos empezaron a notar pronto la diferencia con la época en la que la madre de Juana regenteaba la tienda y ayudaba generosamente a los mendigos que llamaban a la puerta. Ahora se daba a los mendigos con ella en las narices y la tienda estaba abierta aún los domingos, lo cual no era sólo una violación escandalosa del tercer mandamiento, sino también una injusticia para con los otros comerciantes. Por otra parte, las jóvenes alquilaban como posada a los peregrinos la habitación de la trastienda, que era una especie de cueva excavada en la falda de una colina. En una palabra, Juana empezó a internarse por el camino de «los negocios», sin darse cuenta de que se enredaba, cada vez más, en toda clase de triquiñuelas y pecados más o menos leves. De niña había sido muy devota y aún había tendido un tanto a los escrúpulos. Pero la atmósfera religiosa del lugar era seca y formalista: prácticamente se confundía el amor de Dios con una serie de devociones y se reducía el cumplimiento de la voluntad divina a una cuestión de reglas y prescripciones. Juana ya no era una niña y, en su nueva posición social de dueña de un comercio, no podía ignorar esa sustitución del espíritu por la letra; así, todo el mundo estaba al corriente de que Juana Delanoue mandaba a su sobrina a comprar los víveres poco antes de la comida, para poder decir a los mendigos con conciencia tranquila, que no tenía nada que darles.

La víspera de la Epifanía de 1693, se presentó por primera vez en Saumur una extraña mujer, ya entrada en edad, que durante varios años iba a desempeñar en la vida de Juana un papel curioso y difícil de definir. Francisca Souchet era una viuda, originaria de Rennes, que pasaba su tiempo en peregrinar de un santuario a otro. Unos la calificaban de loca, otros de santa visionaria y otros más de simplona. El hecho es que la viuda relataba a todo el mundo sus «visiones celestiales» con el lenguaje oscuro y misterioso de los oráculos y empezando siempre por las palabras: «Él (Dios) me ha dicho ... » En un arranque de generosidad, Juana ofreció posada a la viuda por un precio irrisorio. Lo único que dijo la viuda en aquella ocasión fue: «Dios me ha enviado por vez primera a conocer el camino». Como quiera que fuese, Juana se mostró particularmente inquieta y nerviosa mientras la viuda estuvo hospedada en su casa y, durante la cuaresma siguiente, fue a escuchar a los predicadores de diversas iglesias con la esperanza de encontrar algún consuelo a su intranquilidad. Finalmente, abrió su corazón al P. Geneteau, que era un hombre experimentado en la dirección de conciencia y ejercía el cargo de capellán del hospital municipal. El primer fruto de la dirección del P. Geneteau fue que Juana cesó de abrir la tienda los domingos.

A las pocas semanas, la vida religiosa de Juana empezó a enfervorizarse, aunque el espíritu de avaricia seguía profundamente arraigado en ella. La Sra. Souchet volvió a Saumur en Pentecostés y al salir de la misa, empezó a referir a Juana sus visiones: «Él dice esto; Él dice lo otro ...» Lo que «Él» decía era absolutamente ininteligible. Sin embargo, Juana escuchaba atentamente a la viuda, pues empezó a sospechar que Dios podía valerse de aquella mujer andrajosa para comunicarle algo y aún empezó a entrever qué era lo que Dios quería decirle: «Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; era yo un forastero y no me recibiste en tu casa; estaba yo desnudo y no me vestiste; estaba enfermo y no me visitaste ...» Y súbitamente Juana comprendió que su verdadera vocación no era el comercio, sino el servicio de los pobres; que no estaba hecha para recibir, sino para dar y para dar sin distinción. Inmediatamente se dirigió a su guardarropa y sacó sus mejores vestidos: «Este es para la señora de tal. Sé perfectamente que no lo necesita, pero Dios ha dicho que se lo regale». Esta notable conversión se confirmó, por decirlo así, un par de semanas más tarde. Cuando la sobrina llegó a la tienda un día, encontró a Juana de pie, perfectamente inmóvil e insensible a cuanto sucedía a su alrededor. Cualquiera que haya sido la naturaleza de aquel éxtasis, el hecho es que duró tres días y tres noches. Durante él vio Juana que estaba llamada al servicio de los más abandonados, que otras personas la seguirían en esa ardua empresa y que el P. Geneteau sería su director y la Madre de Dios su guía. El tiempo demostró la veracidad de la visión.

¿Pero dónde estaban esos seres abandonados de los que Juana debía ocupars? Francisca Souchet se lo indicó: «Él me ha dicho que debéis transladaros a Saint-Florent y consagraros al cuidado de seis niños que encontraréis en un establo». Así lo hizo Juana y encontró en Saint-Florent, en un establo, una familia compuesta del padre, la madre y seis hijos, todos enfermos de hambre y de frío. Juana llenó una carreta con alimentos, vestidos y cobertores y, durante dos meses, dedicó dos o tres días de la semana al cuidado de aquella familia. Pero eso fue sólo el comienzo. Pronto empezaron a llegarle noticias sobre otros miserables y, en 1698, Juana acabó por cerrar la tienda. Su vocación no era recibir sino dar. Tres años má tarde, tenía ya una docena de huérfanos en su casa y en el antiguo local.

Las gentes empezaron a Ilamar a la obra «La Casa de la Providencia», pues no comprendían de dónde sacaba Juana dinero para sostenerla. La respuesta la dio Francisca Souchet: «El rey de Francia no va a abriros sus tesoros; pero los tesoros del Rey del cielo estarán siempre a vuestra disposición». Las malas lenguas no faltaban. Y los hechos justificaron aparentemente sus malos augurios, ya que una mañana de otoño de 1702, la casa de Juana se vino abajo, debido a una falla del terreno, y uno de los niños pereció en la catástrofe. «¡Buena está la casa de la Providencia!», murmuraron los detractores. Y aún los partidarios de Juana se expresaron en términos más propios de Job que de Jesucristo. La santa se transladó con sus huérfanos al establo de la casa de los padres del oratorio. Pero los mendigos y pícaros que empezaron entonces a frecuentar el lugar turbaban la paz religiosa de la casa, de suerte que, tres meses más tarde, Juana tuvo que emigrar. Durante los tres años siguientes, se alojó con su gran familia en una casa que constaba de tres habitaciones, una cocina y una cueva anexa. Por entonces se unieron a Juana y su sobrina otras dos jóvenes, Juana Bruneau y Ana María Tenneguin. La santa les abrió su corazón y les explicó que el Señor le había revelado que iba a fundar una congregación religiosa consagrada al cuidado de los pobres y de los enfermos. Según el testimonio del P. Cever, Juana poseía una elocuencia sencilla, más eficaz que los sonoros párrafos de los predicadores. El hecho es que las tres jóvenes se mostraron prontas a seguirla. 

El 26 de julio de 1704, con la aprobación del P. Geneteau, las nuevas religiosas vistieron el hábito por primera vez. Como era el día de la fiesta de Santa Ana, tomaron el nombre de Hermanas de Santa Ana. Por falta de sitio, la santa tenía que rechazar constantemente a huérfanos y ancianos que necesitaban de sus cuidados. Juana había soñado durante años en ver su pequeña Casa de la Providencia transformada en una gran mansión. Como decía Mons. Trochu, era la manera de demostrar a los detractores de la obra que aquella «burra de Balaam» sabía más que los sabios del mundo. En 1706, reuniendo todo su valor, la santa pidió a los padres del oratorio que le alquilaran la gran «Casa de la Fuente». Los padres aceptaron el trato, no sin elevar el precio de la renta 150%, ya que los nuevos inquilinos eran más sucios y revoltosos que sus predecesores. En ese mismo año, pasó por Saumur san Luis Grignion de Montfort (quien sería canonizado el año de la beatificación de Juana, 1947), y la santa decidió consultar con él su vocación y su obra. San Luis la reprendió al principio, diciéndole que el orgullo la había llevado a la exageración en la mortificación. Sin embargo, acabó por decirle, en presencia de las otras religiosas: «Proseguid por el mismo camino. El Espíritu del Señor os guía por el camino de la penitencia. Escuchad su voz y no temáis».

Los siguientes diez años fueron un período de altibajos, de consuelos y pruebas. El obispo de Angers, Mons. Poncet de la Riviére, aprobó las reglas de la nueva congregación. La santa, al hacer los primeros votos, tomó el nombre de Juana de la Cruz. Pero los padres del oratorio, que procedían como señores feudales, dieron a la santa no pocos dolores de cabeza, ya que pretendían apoderarse de la dirección de las religiosas y de la obra. Embebidos en el espíritu jansenista, los oratorianos veían con malos ojos que el P. Geneteau hubiese autorizado a Juana y a su comunidad a comulgar diariamente. No sabemos de dónde sacaba la santa el dinero necesario para sostener su obra. En el año de carestía de 1709, había más de cien personas en la Casa de la Providencia. Dos años después, el escorbuto puso en peligro la vida de las religiosas y de sus pupilos. En uno de los peores momentos, se presentó inesperadamente un nuevo bienhechor, Enrique de Valliére, gobernador de Annecy, quien estableció la obra sobre bases más firmes, regalando a la comunidad «La Casa de los Tres Angeles». Otros tres bienhechores se encargaron de la construcción de las dependencias y del pago de las reparaciones que fue necesario hacer. Cuando los edificios quedaron terminados, casi hacía falta un guía para encontrar el camino, pues había sitio para los huérfanos, los enfermos y los ancianos. En esa forma, en 1717, la Casa de la Providencia se convirtió en la Gran Casa de la Providencia. Antes de tomar posesión de la «Casa de los Tres Angeles», la madre Juana hizo un retiro espiritual de diez días, en el que tuvo las experiencias místicas más extraordinarias. 

Por entonces se retiró el P. Geneteau y le sustituyó el P. de Tigné, quien dirigió a las religiosas con no menor prudencia, bondad y generosidad. También él se vio obligado a moderar a la santa en sus penitencias, que dos siglos más tarde Pío XI calificó de «increíbles». Desde la época de su conversión, dormía sentada en una silla o recostada en un cofre, con una piedra por almohada. Ya en vida, se atribuyeron a la madre Juana varias curaciones milagrosas. Sin embargo, Dios permitió que ella sufriese de atroces dolores de muelas y de oídos y de un extraño mal de las manos y los pies, cuyo origen, sin duda, no era puramente físico. En 1721, la congregación empezó a extenderse en Francia, donde pronto tuvo una docena de casas. Pero la santa nunca creía haber hecho bastante. Finalmente, en septiembre de 1735, fue presa de una violenta fiebre, a la que siguieron cuatro meses de grandes sufrimientos espirituales. Dios quiso que recobrase la paz del alma, pero no la salud del cuerpo. La madre Juana murió apaciblemente el 17 de agosto de 1736, a los setenta años de edad. «Aquella modesta tendera hizo más por los pobres de Saumur que todos los miembros del Consejo juntos. El rey les mandó que construyesen un hospicio gratuito para cien ancianos y no lo hicieron. Juana Delanoue, sólo con limosnas, consiguió construir un asilo para trescientas personas.» «¡Fue una gran mujer y una gran santa!» Tal era la opinión de los habitantes de Saumur. Y la Iglesia proclamó ante el mundo entero la santidad de Juana Delanouecon su beatificación en 1947, y su canonización por SS Juan Pablo II en 1982. 

La fuente biográfica principal son las memorias de la hermana María Laigle, quien vivió en la comunidad de Saumur a principios del siglo XVIII. El primer biógrafo de la beata fue el P. Cever (Discours). La biografía oficial es la de Mons. Trochu (1938).

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

San Cipriano (c. 200-258), obispo de Cartago y mártir La Oración del Señor, 23-24

«Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a os que nos han ofendido»

El Señor nos obliga a perdonar las ofensas de los que nos han ofendido, tal como nosotros pedimos que nos perdone las nuestras (Mt 6,12). Hemos de saber que no podemos obtener lo que pedimos en lo referente a nuestros pecados, si no hacemos lo mismo con los que han pecado contra nosotros. Por esto Cristo dice en otra parte: «La medida que usaréis la usarán también con vosotros» (Mt 7,2). Y el siervo que, después de haber sido perdonado de toda su deuda, no ha querido hacer él lo mismo con el compañero de servicio que le debía, es metido en la cárcel. Porque no quiso tener compasión con su compañero, perdió lo que su amo le había concedido gratuitamente. Y esto, Cristo lo establece aún con más fuerza en sus preceptos, cuando decreta...: «Cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas. Pero si no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en el cielo os perdonará vuestras culpas» (Mc 11,25-26)...

Cuando Abel y Caín, ofrecieron los primeros sus sacrificios, no fueron su ofrendas lo que Dios miró, sino su corazón (Gn 4,3s). Aquel cuya ofrenda le agradó, es aquel cuyo corazón le agradaba. Abel, pacífico y justo, ofreciendo en su inocencia un sacrificio a Dios, enseñaba a los demás a acercarse con el temor de Dios a ofrecer su ofrenda sobre el altar, con un corazón sencillo, el sentido de la justicia, y mereció llegar a ser él mismo una preciosa ofrenda y dar el primer testimonio de martirio. Prefiguró, por la gloria de su sangre, la Pasión del Señor, porque poseía la justicia y la paz del Señor. Los hombres semejantes a él son los que se ven coronados por el Señor, y que, en el día del juicio, obtendrán la justicia.

Una gota del perfume del perdón

Santo Evangelio según San Mateo 18,21-19,1. Jueves XIX de Tiempo Ordinario.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Jesús, enséñame en este día a llevar tu amor. No quiero vivir esta oración para mí sino quiero encontrarme con tu amor que me perdona siempre y no mira la grandeza de mis faltas. Me amas profundamente y quiero aprender amar como Tú lo has hecho conmigo. Quiero estar aquí y ver la historia maravillosa de tu amor en mi vida. Quiero ver todas las veces que he salido de casa, me he perdido, me he manchado y Tú, me has esperado con la mesa puesta y con los brazos abiertos.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Con los brazos abiertos. Cuántas veces al sentirnos libres abrimos los brazos, podemos decir que es el símbolo de la libertad. Pero si pensamos un poco en ese gesto podemos darnos cuenta de que solamente quien es libre puede recibir a otro. Solamente quien aprende a perdonar se libera de unas cadenas pesadas. Pensemos por un momento en eso que nos puede estar atando. Esas cadenas que puedan estar quitándonos la libertad y la paz. ¡Cuántas noches sin dormir pensando en alguna palabra, tal vez muy pequeña, que me pudo haber ofendido!

Muchas veces el problema lo agrandamos más y nos pesa. Es verdad que en ocasiones es más difícil ya que nuestra confianza ha sido pisada. ¿Qué hacer? Perdón. Es una palabra de seis letras pero que sana el corazón. Es una fragancia que llena las estancias más pobres y más tristes. Es una palabra, en fin, que da vida y libertad.

"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" Un hombre en una cruz insultado supo decir "te perdono", pero no sólo eso, esa palabra era la fragancia más valiosa porque estaba cargada de amor. Ese amor me sana y me da vida cada vez que pienso que no soy digno. Detrás del "Yo te absuelvo de tus pecados" hay una mirada de amor que da vida a nuestro corazón, que sana, que libera, que da paz. Ese perdón ilumina nuestras vidas e historias. ¿Qué pasaría si no recibiésemos el perdón de Dios?

Y nosotros somos instrumentos del amor para los demás. A veces podemos encontrarnos con personas que pueden sufrir por dentro y nos hacen sufrir por sus acciones. A veces no las comprendemos, pero es importante ir más allá de un acto ofensivo. Mirar como Jesús mira es el ideal del cristiano. Amar, aunque duela y perdonar siempre, es lo que puede cambiar el mundo de hoy. Una mirada que llega al fondo y no se queda en la primera impresión es lo que puede iluminar a mi hermano que puede estar sufriendo.

En esta escena encontramos todo el drama de nuestras relaciones humanas. Cuando estamos nosotros en deuda con los demás, pretendemos la misericordia; en cambio cuando estamos en crédito, invocamos la justicia. Todos hacemos así, todos. Esta no es la reacción del discípulo de Cristo ni puede ser el estilo de vida de los cristianos. Jesús nos enseña a perdonar, y a hacerlo sin límites: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete".

(Homilía de S.S. Francisco, 4 de agosto de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy, o durante la próxima semana, voy a acercarme al sacramento de la reconciliación con una actitud de querer encontrarme con Jesús que sana mi vida y mi corazón.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Por qué es tan difícil perdonar?

Para perdonar tenemos que elevar nuestra memoria a un nivel superior, reemplazando el recuerdo doloroso por las palabras de Jesús

Una de las pruebas más difíciles que se enfrentan en la vida es la constatación de que se es incapaz de perdonar a alguien que nos lastimó. Jesús nos dio un ejemplo de esa actitud cuando relató la parábola del hijo pródigo que malgastó su herencia.

Cuando a este jóven se le acabó todo el dinero y empezó a pasar necesidad en una tierra donde había sobrevenido un hambre extrema, decidió volver a su padre, pedir perdón y solicitar ser tratado como a uno de sus jornaleros. El padre misericordioso, que nunca dejó de amar a su hijo, lo perdonó en el acto y le devolvió su lugar en la casa, como su hijo.

Pero el hermano mayor, que había permanecido fiel a su padre, se quejó. Estaba celoso de la fiesta que se había organizado en honor de su hermano pródigo.

Al hermano mayor le pareció completamente injusto que su padre honrara a ese hermano descarriado, mientras que a él nunca lo había recompensado por su lealtad y su trabajo. En lugar de alegrarse por la conversión y el regreso de su hermano, el mayor se irritó y se entristeció, y se negó a entrar en el banquete.

El padre le explicó por qué debía alegrarse: porque el hijo que estaba perdido había vuelto. En ese momento, el hermano mayor tuvo que elegir. ¿Haría caso a la súplica de su padre y se uniría a su alegría, o se encerraría en sí mismo y en su tristeza autocompasiva? ¿Iba a aceptar reconciliarse con su hermano, aunque no fuera más que por amor a su padre, o se retiraría amargado y con el corazón endurecido?

Jesús no nos contó cuál fue la reacción del hermano mayor. Tal vez quería que reflexionáramos sobre cuál sería nuestra reacción, ya que es una opción que todos, tarde o temprano, vamos a tener que hacer.

Sea porque tenemos a un alcohólico en la familia, o un ser querido se hace adicto a las drogas, o un cónyuge nos es infiel o un amigo nos traiciona, todos, en algún momento, nos enfrentaremos con la opción de perdonar a quien nos hirió, incluso si esa persona no nos pide perdón.

El único remedio veraz para curar ese tipo de sufrimiento es perdonar a quien nos hirió. Por eso es que Jesús nos regaló el “Padrenuestro”.

Si nosotros no perdonamos a los demás, cada vez que rezamos el Padrenuestro, ¡estamos pidiendo a Dios que no nos perdone las ofensas que hacemos contra Él! Jesús también nos dio Su propio ejemplo en la Cruz cuando dijo: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

¿Por qué es tan difícil perdonar y olvidar?

Yo lo llamo “vivir en el recuerdo”. Cuando nuestra Fe y nuestra Esperanza son débiles, podemos vivir inmersos en un recuerdo triste.

Durante años revivimos y reavivamos ese momento de dolor y enojo, hasta que se nos deforma el alma y se nos endurece el corazón.

En ese estado, empezamos a justificar todas nuestras debilidades por esa experiencia dolorosa que recordamos una y otra vez.

A esa altura, es imposible ver las propias faltas con humildad y tratar de cambiar nuestra conducta indeseable para bien. Al final, un día nos percatamos de que estamos atrapados en un ciclo sin fin de frustración, enojo y tristeza.

Esa es una situación peligrosa ya que, a menos que rompamos ese patrón, todo lo que nos suceda cada día será un recuerdo de ese incidente que nos lastimó tanto.

La tensión va a ir en aumento hasta que la vida entera se va a ver destruida por frustraciones que no existen. Es fácil imaginarse al hermano mayor cargado de amargura contra su hermano descarriado durante mucho tiempo.

Si eligiera rechazar la alegría de la reconciliación y el sacrificio, cosecharía solamente tristeza y tormentos. Se estaría cargando sobre las espaldas ese rencor cada vez que viera a su hermano. Pero sería la opción que él mismo escogió la que le causaría tristeza.

¿Cuál es la solución? ¿Cómo logro perdonar?

Sin duda, perdonar no es hacer de cuenta que no tenemos problemas ni sentimientos, ni que nunca hubo ofensa. No se pueden enterrar los sentimientos ni los recuerdos a costa de una gran fuerza de voluntad. Eso no sirve.

No, la respuesta requiere de un enfoque completamente distinto. Debemos usar esos sentimientos que nos provocan dolor como una oportunidad para imitar al Padre, nuestro Dios Compasivo, Misericordioso y Amante, que hace salir el sol sobre justos e injustos.

Tenemos que empezar a ver lo sucedido como algo que Él permitió que pasara para nuestra santificación, para hacernos santos según nuestra reacción ante ese acontecimiento doloroso.

En lugar de tratar de hacer de cuenta que no nos sentimos heridos, tenemos que elevar nuestra memoria a un nivel superior, reemplazando el recuerdo doloroso por las palabras de Jesús o por algún incidente de Su vida.

La memoria, una de nuestras facultades mentales, es un regalo precioso que nos dio Dios. Pero debe ser usada correctamente. La memoria debe considerarse un depósito tremendo donde podemos guardar todo lo que nos relatan los Evangelios acerca de Jesús y Su vida, llenando el lugar con Oración, Escrituras y los Sacramentos.

Cada vez que recordamos una ofensa pasada, debemos reemplazar el recuerdo con palabras de Jesús, trayendo a la memoria los episodios en que Él perdonó, y cómo utilizó cada oportunidad para dar Honor y Gloria a Su Padre.

Entonces, cuando aparezca un recuerdo inquietante, podemos “cambiar de carril” hacia un pensamiento diferente: uno centrado en Jesús. Esto va a lograr que nuestra memoria se eleve por sobre las cosas de este mundo, y empiece a vivir en la Palabra de Dios.

Sin embargo, este proceso de sustituir un mal recuerdo por buenos pensamientos puede utilizarse incorrectamente. Si se realiza en una esfera completamente natural, puede ayudar a cambiar el pensamiento, pero nunca nos va a provocar un cambio de vida que nos acerque a la unión con Dios.

Por ejemplo: un colega nos ofende con un comentario antipático. Uno permanece callado, pero las palabras que dijo nos queman por dentro como el fuego. Hay quienes nos aconsejarán salvar esta situación a través del “pensamiento positivo”, o mediante alguna técnica como la formación de una imagen mental de una flor que flota en un lago espejado.

Esto puede cambiar el patrón de pensamiento y calmar los ánimos, pero no nos va a hacer semejantes a Jesús. No, no es esa la manera de proceder.

Jesús es el centro del perdón

Es Jesús quien debe ocupar el centro de nuestras facultades mentales. Jesús es el Camino a seguir para controlar nuestra memoria y nuestra imaginación. Es Jesús la Verdad que nos ayuda a elevar nuestro entendimiento por encima de nuestra limitada capacidad para ver los Misterios de Dios. Y Jesús es la Vida a través de la cual se fortalece nuestra voluntad para superar los más grandes obstáculos.

Como cristianos, debemos luchar por vivir una vida santa, la vida de un hijo de Dios –no simplemente una “buena” vida como meras criaturas de Dios-.

Es solamente a través de Jesús que podemos elevarnos de una vida de imperfección o tristeza o amargura a una vida de santidad y esperanza y alegría.

Dios siempre saca cosas buenas de toda situación para quienes lo aman, si no en esta vida, en la otra.

Cuando ponemos nuestra confianza en nuestro Dios Amor, todas nuestras penurias pueden convertirse en escalones que nos lleven al Cielo.

6 consejos realistas para no caer de nuevo en tentación

Contra las tentaciones hay que luchar, pero... hay que luchar bien, o la lucha puede ser contraproducente.

Herido por el pecado original, el hombre se enfrenta cotidianamente a tres enemigos: el demonio, el mundo y la carne. Y tras la "crítica" decisión de seguir a Cristo, en seguida se descubre que la vida cristiana se parece mucho al deporte: para perfeccionar el juego hay que entrenar mucho más de lo que parecía.

Es la comparación a la que recurre un joven sacerdote para ofrecer unos buenos consejos para la vida espiritual. Clayton Thompson es vicario en la parroquia de San Bonifacio en Lafayette (Indiana, Estados Unidos) y fue ordenado en 2013.

En un artículo en Those Catholic Men explica que luchar contra el pecado y la tentación que conduce a él es complicado en ocasiones, pero que "son las cosas pequeñas las que, con la gracia de Dios, nos llevan a la victoria".

Siguiendo las pautas de un "gigante espiritual" como San Francisco de Sales (1567-1622) y su Introducción a la vida devota el padre Thompson desmonta seis estrategias equivocadas y propone las contrapuestas. Traducimos, con algunas adaptaciones, sus propuestas (las citas de San Francisco de Sales son todas de la Parte IV: Los avisos necesarios contra las tentaciones más ordinarias; el número indica el capítulo del que están tomadas).

1. No ames la tentación.
Parece obvio, ¿no? Pero, asumámoslo, incluso después de romper con ciertos pecados, la tentación hacia ellos aún puede hacernos sentir bien. Cuando un tipo ha apartado de su vida la rabia y la ira, regodearse en el pensamiento de lo que le diría a la gente que le ha hecho mal puede darle una gran sensación de victoria. Un hombre que nunca traicionaría a su mujer puede sentirse muy a gusto dándole vueltas a la idea de hacer una visita a esa chica de la oficina que le mira con buenos ojos.

¿Qué aconsejaba San Francisco de Sales?
"La complacencia sirve, ordinariamente, de paso para llegar al consentimiento” (3).

2. No te pongas en tentación.
Esto es un asunto tanto de previsión como de honestidad. Primero, requiere previsión: si sé que cada vez que converso con esas personas a la hora de comer terminamos hablando de asquerosidades y cotilleando de los demás, es culpa mía si caigo en murmuraciones y deshonestidades. Al mismo tiempo, requiere honestidad: a menudo, cuando nos ponemos en situaciones porque nos decimos a nosotros mismos que estamos “por encima” de ciertos pecados. Esto puede ser verdad, pero es menos frecuente de lo que nos gusta pensar. Si me he dado cuenta de que me gustan ciertas tentaciones, tengo que ser honesto en evitar las situaciones que me conducen a ellas. Es lo que se llama “evitar la ocasión de pecado”.

¿Qué aconsejaba San Francisco de Sales?
“Ocurre, a veces, que la sola tentación es pecado, porque somos causa de ella” (6).

3. No te angusties.
La tentación no es pecado (punto 1) siempre que no seamos causa de la tentación poniéndonos en la situación que la genera (punto 2). Si quiero algo que no es mío y siento el impulso de llevármelo cuando nadie me ve, mientras sea un sentimiento se queda solo en una tentación molesta. Las cosas empiezan a ir mal cuando nos ponemos histéricos por sentirnos tentados. Cuando perdemos la paz, empezamos a creernos la gran mentira del Tentador de que nunca superaremos el sentimiento de una lucha cuesta arriba… hasta que nos rindamos. Y cuando esa mentira se instala en nuestra mente, el siguiente paso es la caída.

¿Qué aconsejaba San Francisco de Sales?
“La inquietud es el mayor mal que puede sobrevenir a un alma, fuera del pecado” (11).

4. No escuches a la tentación.
San Francisco de Sales distinguía entre tentaciones mayores y menores: por ejemplo, la tentación de matar a alguien y la de enfadarse con él; la de robar algo y la de codiciarlo; la de cometer perjurio y la de decir una mentira; la de cometer adulterio y la de no guardar la vista. Mientras que contra las grandes tentaciones tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas, con las tentaciones pequeñas dice San Francisco de Sales que nuestra principal tarea es simplemente dejarlas pasar: deshacernos de ellas tranquilamente y no dejar que nos roben la paz. Es el viejo truco del elefante rosa: cuando más intentamos no pensar en elefantes rosas, más ocupan nuestra conciencia. Cuando surjan las tentaciones y las reconozcas como tales, recházalas y sigue tu camino, no dedicándoles ni solo pensamiento más. Si no, se hacen abrumadoras.

¿Qué aconsejaba San Francisco de Sales?
“Desprecia, pues, estos pequeños ataques… No hagas otra cosa que alejarlos sencillamente, sin combatirlos ni responderlos de otra manera que con actos de amor a Dios” (9).

5. No conviertas la tentación en una cuestión de voluntad.
Cuando un hombre está intentando superar un cierto pecado en su vida, con frecuencia se descorazona por su debilidad al luchar contra las tentaciones hacia ese pecado. Muchas veces, el problema es de perspectiva. Si mi aproximación a la vida moral es decir “le voy a demostrar a Dios lo bueno que soy no pecando”, en vez de “amo a Dios y por tanto odio el pecado y quiero dominarlo porque perjudica mi relación con Él”, no hay que sorprenderse si Dios me permite caer: pensaría que soy mi propio salvador. La confianza en uno mismo es una de las principales causas de la caída. Cuando vienen las tentaciones, la claves está en confiar más intensamente en la gracia de Dios, humillarse ante Él y amarle más.

¿Qué aconsejaba San Francisco de Sales?
“Espera tu liberación más de la bondad y providencia de Dios que de tu industria y diligencia; si buscas tu liberación por amor propio, te inquietarás y acalorarás en pos de los medios, como si este bien dependiese más de ti que de Dios” (11).

6. No te calles. 
Quizá una de las verdades más importantes que recordar al hablar del pecado y de la tentación es que no estamos solos en esta lucha. Dios está ahí, pero también el Maligno. El Maligno no es un cuento de brujas: es real e influye en tu vida. Aunque una buena parte de las tentaciones provienen del desorden en nuestras almas, Satán y los espíritus malignos son también intensamente activos. Uno de los mayores peligros esintentar luchar por tu cuenta contra una inteligencia-angélica-entregada-al-mal. Comenta con otras personas tus luchas: ten otras personas a quienes rendir cuentas, un confesor habitual que conozca tu alma y comprenda las tretas de Satanás. Esa apertura y honestidad es esencial para vencer los pecados que nos conducen a la desgracia.

¿Qué aconsejaba San Francisco de Sales?
“El gran remedio contra todas las tentaciones, grandes y pequeñas, es desahogar el corazón y comunicar a nuestro director todas las sugestiones, sentimientos y afectos que nos agitan. Fíjate en que la primera condición que el Maligno pone al alma que quiere seducir es el silencio” (7).

"Son las pequeñas cosas las que cuentan en la vida", concluye el padre Thompson: "Así que haz caso a San Francisco de Sales y lucha contra las tentaciones en la forma correcta".

7 formas de mantenerte en oración cuando estás de viaje

Poder viajar nos hace afrontar desafíos espirituales como el de poder mantener una vida de constante oración, por ello estas recomendaciones

Viajar es una excelente opción para rodearse de gente nueva y conocer otras culturas, y también para encontrar inspiración en todo lo que nos rodea y más aún en las personas que uno logra conocer. Cuando decidas viajar, hazlo con Dios, porque desde el momento que le permitas actuar a través de ti y guiarte en tu viaje, seguro vivirás una gran aventura.

En lo personal, poder viajar ha llenado mi memoria de recuerdos inolvidables y permitido vivir encuentros inesperados, pero también me ha llevado a afrontar desafíos tanto físicos como espirituales. Uno de esos desafíos ha sido siempre poder mantener mi vida de constante oración las veces que viajo, con la permanente diferencia horaria, los lugares desconocidos y las personas que recién conozco. A continuación te doy 7 recomendaciones para que puedas orar durante tu viaje:

1. No esperes viajar para comenzar a orar, ¡hazlo ya!

Una vez, un sacerdote con el que me encontraba conversando acerca de la vocación, me dijo que un hombre que no ora es un seminarista que no ora, y un seminarista que no ora es un sacerdote que no ora. Lo que quiso decir con esto fue que no podemos pensar que nuestra vida de oración va a crecer de un momento para otro en el transcurso de nuestro viaje, sino que tiene que estar presente desde mucho antes.

De igual manera, no podemos suponer que en nuestro viaje vamos a encontrar ‘‘un momento para orar’’ de improviso. Es importante considerar que la oración que hagas cuando viajes estará fundada en la vida de oración que hayas tenido en tu hogar.

Tal vez tengas muchos momentos para orar a solas durante tu viaje, sin embargo, por lo general, si no oras en tu casa, entonces no serás capaz de orar de un momento para otro cuando estés fuera de ella. Así que, ¡comienza desde ya!

2. La misa. ¿Por qué está todo el mundo de pie?

Cuando estás de viaje, participar de la eucaristía puede suponer todo un desafío, pero jamás permitas que el idioma o las costumbres propias del lugar sean un impedimento para participar fervorosamente de ella. La asamblea podría, en algunos casos, ponerse de pie cuando generalmente tú te arrodillas o, sentarse, cuando normalmente tú te pones de pie, pero ¡no te preocupes!, lo importante es que estás ahí, participando de la misa.

Lo más práctico en esos casos es imitar a la asamblea. La Conferencia Episcopal local deberá disponer de las normas litúrgicas correspondientes para ser aplicadas por los feligreses, y rápidamente notarás cómo te irás adecuando el ritmo de la celebración.

Hace poco conocí la Liturgia según el Rito Bizantino, puesto que donde yo me encontraba no se celebraba la misa según el Rito Latino y, sin duda, fue algo distinto pero hermoso a la vez, algo que no había vivido nunca antes, y de lo cual estoy muy agradecido.


3. Hazte hábitos (pero prepárate para los cambios)

Cuando te vayas de viaje, piensa en cosas que vayas a ser capaz de hacer e inclúyelas en tu rutina diaria. Puede ser una simple oración cada mañana, o durante el trayecto que realizas a diario, o en cualquier otro. La clave está en elegir cosas que seas capaz de hacer todos los días.

Una vez me encontraba acampando en un hermoso lugar de la costa de Croacia y cada mañana me sentaba alrededor de 20 minutos en la orilla de la playa a rezar el rosario, lo cual funcionó muy bien para mí. No fue algo que haya planeado, sino que la oportunidad se presentó y yo la tomé, y así se volvió un hábito. 

Por suerte donde quiera que vayas habrá un lugar magnífico que podrás visitar a diario como un estímulo para orar. Lo puedes hacer en un momento del día que no tengas nada que hacer, o en ese lugar con vista increíble que te deja sin palabras. Ambas pueden ser buenas oportunidades.

 4. Ora junto a un amigo/a

Si estás acompañado de más personas (ya sea con un compañero/a de viaje, alguien a quien te encuentras visitando, o incluso alguien que conociste de camino) seguramente querrás saber si a ellos les gustaría rezar contigo. Esto no solo permite que ellos sepan que necesitas tener un momento para hacerlo, sino que también se vuelve una oportunidad para que ellos lo hagan contigo. Orar junto a un amigo/a, o con un grupo de amigos, es indescriptiblemente especial.

Una vez visité a un amigo en España, y una noche mientras nos preparábamos para dormir, me preguntó si quería rezar con él y rezamos juntos. Este se ha convertido en uno de mis recuerdos más preciados. Cuando rezamos con un amigo/a estamos invitando a Dios a esa amistad que es compartida.

 5. ¡Llama a tu madre!

Cada vez que me voy de viaje, a mi mamá le gusta que la mantenga al tanto sobre el lugar donde me encuentro y hacia dónde me dirijo, pero ¡siempre olvido llamarla! (lo siento mamá). Sin embargo, soy muy bueno para mantener al corriente a mi madre celestial.

La Virgen María es quien guía nuestro caminar, así lo dice una famosa canción. Estar a su lado es lo que alegra el corazón del viajero. Ella toma nuestras preocupaciones, proyectos (aunque no los haya), tristezas y alegrías para ponerlas a los pies de su Hijo Jesús.

¿Cómo te pones en contacto con ella? Ya le había recomendado a los viajeros rezar el rosario. Es fácil y muy efectivo.

6. Reza la oración de Jesús

Esta oración es nueva para mí, un descubrimiento reciente que no he podido profundizar todavía, pero del cual he escuchado historias conmovedoras donde gracias a ella se ha podido encontrar alegría y consuelo. Esta oración es simple pero sumamente poderosa, y se puede rezar donde y cuando tú quieras (ideal para cuando viajes). Tiene su origen en la Iglesia Oriental y fue considerada por los primeros padres de la Iglesia como la clave para descifrar la oración incesante del más íntimo interior del corazón.

Tienes que decir: «Señor Jesús, ten piedad de mí que soy pecador», y decirlo varias veces en silencio, y en el silencio profundo de tu corazón.

7. Contempla

Mi último consejo para que puedas orar en tu viajes es que lo disfrutes. No permitas que la ansiedad te aleje de las maravillas que vas a apreciar y las experiencias que vas a vivir. El viaje puede ser nuestra oración mientras tengamos a Dios ante nuestros ojos y Él nos revele sus misterios.

Hildebrand, al hablar de la contemplación, nos dice: «Quién de nosotros no conoce el momento supremo cuando una gran verdad, la belleza gloriosa de una pieza de arte o de la naturaleza, o el alma de una persona amada se manifiesta por sí sola a la nuestra como el esplendor de un relámpago, adornando nuestros ojos con una visión de realidad alternativa e impulsandonos a exclamar, ‘‘¡Oh Señor, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!»

De eso se trata viajar.

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