Quien se humille será ensalzado

Evangelio según San Lucas 14,1.7-11. 

Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. 
Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: 
"Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: 'Déjale el sitio', y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. 
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: 'Amigo, acércate más', y así quedarás bien delante de todos los invitados. 
Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado". 

San Carlos Borromeo, obispo

Memoria de san Carlos Borromeo, obispo, que nombrado cardenal por su tío materno, el papa Pío IV, y elegido obispo de Milán, fue en esta sede un verdadero pastor fiel preocupado por las necesidades de la Iglesia de su tiempo. Para la formación del clero convocó sínodos y erigió seminarios, visitó muchas veces toda su diócesis con el fin de fomentar las costumbres cristianas y dio muchas normas para bien de los fieles. Pasó a la patria celeste en la fecha de ayer.

Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI, lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto con san Pío Vsan Felipe Neri y san Ignacio de Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la contrarreforma. Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita, pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los dos varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dio muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su tío, Julio César Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia. Después de estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios.

La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por períodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío, el cardenal de Médicis, había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV. 

A principios de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero siguiente, le nombró administrador de la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los Países Bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que san Carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de san Carlos con el título de «Noctes Vaticanae». Por entonces, juzgó necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las circunstancias: pero en su corazón estaba profundamente desprendido de todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y paciente.

Muchas almas se convierten a Dios en la adversidad; san Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por proveer al gobierno de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El beato Bartolomé de los Mártires, arzobispo de Braga, fue por entonces a la Ciudad Eterna y san Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a quien indicó: «Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino, y sobrino predilecto, de un papa, y no ignoráis lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y yo existiésemos». El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando san Carlos se enteró de que Bartolomé de los Mártires había ido a Roma precisamente con el objeto de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia. 

Pío IV había anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias políticas y eclesiásticas eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante.

Así pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchos de los decretos dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a san Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse que él fue el director intelectual y el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento. En el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo cual san Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más difícil que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis. Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la «Missa Papae Marcelli». 

Milán, que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de san Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, san Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provincial y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia.

El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el texto «Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros». Diez obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados, que el Papa escribió a san Carlos para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento de su oficio como legado en Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió san Felipe Neri. El nuevo Papa, san Pío V, pidió a san Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición. 

San Carlos llegó a Milán en abril de 1566 y, en seguida empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la organización de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte a las obras de caridad y se oponía decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: «La mejor manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda estar». Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración fúnebre por san Carlos: «De sus rentas no empleaba para su propio uso más que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al responderme: `No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo mismo en el verano que en el invierno'». Cuando san Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30.000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de san Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan liberalmente al Colegio inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a san Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr. Crifiith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Owen, quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis, y llevaba siempre consigo una pequeña imagen de san Juan Fisher. Tenía el mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba ningún sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga que resultase la función. 

Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que san Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de unas cien personas; la mayor parte eran clérigos, a los que el santo pagaba generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la superstición y profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples instrucciones pastorales, san Carlos aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los excesos de los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: «Muchas veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y apenas se podía oír su voz; sin embargo, sus palabras producían siempre efecto». San Carlos ordenó que se atendiense especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. San Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo («barnabitas»), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.

Pero no en todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a las exhortaciones del santo, fueron aprisionados por orden suya. El senado amenazó, por ese motivo, a los funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de jurisdicción favoreció a san Carlos, ya que en la ley de la época un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa Maria della Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, san Carlos consultó a san Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.

Antes de que ese asunto se solucionase, la vida de san Carlos corrió un peligro todavía mayor: la orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones de san Carlos y, al fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a san Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de san Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras «Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió», el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que san Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su alma a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, san Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.

Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán atravesó por un período de carestía. San Carlos pidió ayuda para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dio de comer diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse, envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del «cuidado pastoral» que ensalza el oficio de la fiesta de san Carlos. Su tarea principal consistió en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió: «¡Bien se ve que no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!» Ya mencionamos arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra parte, san Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: «¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?» El santo fundó tres seminarios en la arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia. 

El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quienes san Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a san Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las procesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacías de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a la misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos para poner en mal a san Carlos con el Papa. Tal vez algunas de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia, san Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces fundar sus oblatos. En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos predicó ante él: era san Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, san Carlos le dio la primera comunión a san Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, san Carlos fue enviado a Suiza como visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado a degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiéndose enterado de que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó: «¡Estoy curado!» El santo le dio la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había recobrado la salud gracias a las oraciones de san Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata. 

En el año de 1584 decayó más la salud del santo. Después de fundar en Milán una casa de convalecencia, san Carlos partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P. Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos «inmediatamente» y los recibió de manos del arcipreste de su catedral. Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras «Ecce venio». No tenía más que cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó «un segundo Ambrosio», mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne. San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V en 1610. 

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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Nacido en 1538 en la ribera del Lago Mayor (Lombardía), fue llamado a Roma en 1558 por su tío el Papa Pío IV, que le confió el gobierno de los negocios eclesiásticos, nombrándole cardenal. A sus veintidós años, Borromeo se convertía en el primer Secretario de Estado en el sentido moderno de la función.  

Como tal trabajó con denuedo por llevar a buen fin las últimas sesiones del Concilio de Trento (1562-1563). Al morir Pío IV (1565), Carlos Borromeo pasó a Milán, de donde había sido nombrado arzobispo dos años antes. El joven prelado no tuvo en adelante otro anhelo que hacer poner en práctica en su Iglesia las prescripciones del Concilio. 

El cardenal Borromeo realizó plenamente el modelo de obispo postulado por el Concilio de Trento: reformador del clero por medio de sínodos y con la fundación de los primeros seminarios, restaurador de las costumbres del pueblo con sus visitas pastorales, que se extendían hasta los valles suizos, creador de múltiples obras sociales, padre de la ciudad hasta llegar a ofrecer su propia vida por ella con ocasión de la peste de 1576, vivo ejemplo de hombre evangélico...    

Si es cierto que resultaba de austera apariencia y de mano a veces dura era porque primero se exigía a si mismo. Es comprensible que Milán le haya concedido un puesto de privilegio junto a San Ambrosio entre sus padres en la fe. Pero el influjo de San Carlos superó las fronteras de Lombardía: todos los obispos reformadores trataron de reproducir el modelo de su acción pastoral. Murió en 1584.

Oremos

Conserva en tu pueblo, Señor, el espíritu que animara a San Carlos Borromeo, obispo, para que tu Iglesia se renueve siempre, y, cada vez más transformada en Cristo, presente ante los hombres una imagen auténtica de su Señor, Jesucristo, tu Hijo. Que vive y reina contigo.

San Bruno de Segni (c. 1045-1123), obispo 
Comentario sobre el Evangelio según san Lucas 2,14

«Quien se humille será ensalzado»

«Tú preparas ante mí una mesa a la vista de mis enemigos» (Salmo 22:5)…¿Que más podríamos desear? ¿Porqué tendríamos que escoger los primeros puestos? sea cual sea el puesto que ocupemos, tenemos todo en abundancia y nada nos hace falta. Pero tú, que buscas tener el primer puesto, sea quien seas, ve a sentarte al último puesto. No permitas que tus conocimientos te inflen de orgullo; no te dejes exaltar por el renombre. Entre más grande eres, más debes humillarte en toda cosa y «hallarás gracia delante de Dios» (Lc.1:30), de manera que en el momento oportuno él te dirá: «Amigo, siéntate en un lugar más digno», esto «será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa». 

Seguramente, en la medida en que esto dependía de él, Moisés ocupaba el último puesto. Cuando el Señor quería enviarlo hacia los hijos de Israel y lo invitó a ocupar un rango más elevado, él le contestó: «¡por favor, Señor! Envía a quien quieras, pues yo nunca he sido hombre de palabra fácil» (Ex.4:13) Es como si hubiese dicho: «No soy digno de un cargo tan alto». Saúl se consideraba  también como un hombre de humilde condición, cuando el Señor hizo de él un rey. De igual manera Jeremías, temiendo subir al primer puesto, decía «Ah Señor! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho» (1:6) Es entonces por medio de la humildad, y no por el orgullo, por las virtudes, y no por el dinero, que debemos buscar a ocupar el primer puesto.   

San Carlos Borromeo, 4 de noviembre  Cardenal arzobispo de Milán

San Carlos Borromeo

«Cardenal arzobispo de Milán, otra de las grandes figuras de la Iglesia. Ascendió al cardenalato apenas entrado en la veintena. Ejerció su fecunda misión pastoral sellándola con su gran caridad, ardor apostólico, piedad y devoción»

Entre otros santos, este ilustre cardenal fue contemporáneo de Felipe Neri, Ignacio de Loyola, y Francisco de Borja. Se convertiría en una de las figuras representativas de la Contrarreforma. California honra su memoria con una misión que lleva su nombre gracias al gran apóstol franciscano y santo mallorquín, fray Junípero Serra, que lo eligió para nominar su segunda fundación en 1770. Los restos mortales de este heroico misionero, que fue beatificado por Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988, se custodian en el Duomo de Milán.

Carlos nació el 2 de octubre de 1538 en la fortaleza de Arona, propiedad de sus padres, los nobles Gilberto Borromeo y Margarita de Médicis, hermana del papa Pío IV. Era el tercero de seis vástagos, aunque la familia vivió la tragedia de la desaparición del primogénito que se cayó de un caballo. Precisamente este suceso fue interpretado por el santo como una señal del cielo que le invitaba a centrarse en la búsqueda del bien, para no ser sorprendido por la postrera llamada de Dios sin estar preparado. Fue un niño devoto, prematuro en su vocación, muy responsable, como lo fue en la asunción de las altas misiones que le serían confiadas. Con solo 12 años recibió la tonsura. Luego cursó estudios en Milán y en la universidad de Pavía, formación que completó provechosamente, a pesar de que no era excesivamente brillante, y además tenía una seria dificultad para expresarse. Su conducta intachable, en la que se advertía su gran madurez, le convirtió en modelo para otros estudiantes.

Ya había muerto su hermano mayor, cuando determinó ser ordenado sacerdote después de renunciar a sus derechos sucesorios y a los bienes que llevaba anejos. También se alejó de una vida, que sin ser disipada, era bastante despreocupada, por así decir. El lujo, la música, y el ajedrez formaban parte de su acontecer. Se doctoró a los 22 años. Unos meses antes, en enero de 1560, su tío Giovanni, elegido pontífice Pío IV tras la muerte de Pablo IV, lo designó cardenal diácono. Con posterioridad le encomendó la sede de Milán, a la que ascendió como arzobispo a la edad de 25 años, y en la que permaneció hasta el fin de sus días. Evidentemente, su carrera estaba siendo meteórica. Por si fuera poco, el pontífice añadió nuevas misiones como legado de Bolonia, de la Romagna, de la Marca de Ancona, del protectorado de Portugal, de los Países Bajos, de los cantones de Suiza y otras. Fueron tantas y de tal envergadura las responsabilidades que recayeron sobre él que no pueden sintetizarse en este espacio. Asumió todas con dignidad, y lo más sorprendente: aún sacaba tiempo para ocuparse de asuntos familiares, hacer ejercicio y escuchar música.

Como Pío IV lo retuvo junto a él, inicialmente no pudo afrontar in situ los graves desórdenes que había en Milán. Un día el arzobispo de Braga, Bartolomé de Martyribus, acudió a Roma, y Carlos le confesó: «Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino, y sobrino predilecto de un papa, y no ignoráis lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si solo Dios y yo existiésemos». El consejo que le dio el noble prelado luso fue que se mantuviese fiel a su misión. Pero más tarde, Carlos supo que el motivo del viaje de este obispo había sido renunciar a la suya, y naturalmente le pidió una explicación, que aquél le proporcionó con sumo tacto y delicadeza.

Gracias a su fe, tesón y energía logró que salieran adelante proyectos de gran calado en circunstancias adversas y sumamente difíciles. Fue un hombre de oración, caritativo, exigente y severo consigo mismo, piadoso y misericordioso con los demás, muy generoso con los pobres a los que constantemente daba limosna; un gran diplomático y defensor de la fe, así como restaurador del clero. Convocó sínodos, erigió seminarios y casas de formación para los sacerdotes, construyó hospitales y hospicios donando sus bienes, visitó en distintas ocasiones la diócesis, alentó en la vivencia de las verdades de la fe a todos, etc. Fue un ejemplar pastor entregado a su grey que luchó contra la opresión de los poderosos, e hizo frente también a las herejías, además de cercenar las costumbres licenciosas. «Las almas se conquistan con las rodillas», solía decir, sabiendo el valor incomparable que tiene la oración, siempre bendecida por Dios.

Pío IV murió en 1565 y Carlos pudo regresar a Milán. Desempeñó un papel decisivo en el Concilio de Trento y no tuvo reparos en sujetar a los religiosos y al clero con una severa disciplina. Por este motivo, los violentos se cebaran en él al punto de atentar contra su vida, como hizo Farina en su fallido intento el 26 de octubre de 1569, después de haberla tasado en veinte monedas de oro. Durante la epidemia de peste su objetivo principal fue atender a los enfermos acogidos en su propia casa; palió las carencias que tenían para poder vestirse utilizando los cortinajes del palacio episcopal. En 1572 participó en el cónclave que eligió a Gregorio XIII. Ese mismo año se convirtió en miembro de la Penitenciaría Apostólica.

Cuando en Milán se desató la epidemia de peste en 1576, socorrió a los damnificados, consoló a los afligidos enfermos en los lazaretos y ayudó a dar sepultura a los fallecidos. En 1578 fundó los Oblatos de San Ambrosio, congregación de sacerdotes seculares, las «escuelas dominicanas», una academia en el Vaticano, fundó el Colegio helvético para ayudar a los católicos suizos, y encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli, entre otras acciones. Maestro y confesor de san Luís Gonzaga, le dio la primera comunión en julio de 1580. Sus conferencias y reflexiones se hallan compendiadas en la obra Noctes Vaticanae. Murió el 3 de noviembre de 1584. Pablo V lo beatificó el 12 de mayo de 1602, y también lo canonizó el 1 de noviembre de 1610.

Carlos Borromeo, Santo
Obispo de Milán, 4 de noviembre


Cardenal Obispo de Milán

Martirologio Romano: Memoria de san Carlos Borromeo, obispo, que nombrado cardenal por su tío materno, el papa Pío IV, y elegido obispo de Milán, fue en esta sede un verdadero pastor fiel, preocupado por las necesidades de la Iglesia de su tiempo, y para la formación del clero convocó sínodos y erigió seminarios, visitó muchas veces toda su diócesis con el fin de fomentar las costumbres cristianas y dio muchas normas para bien de los fieles. Pasó a la patria celeste en la fecha de ayer (1584)

Fecha de beatificación: en el año 1602 por el Papa Clemente VIII
Fecha de canonización: 1 de noviembre de 1610 por el Papa Pablo V

Etimologicamente:: Carlos = Aquel que es dotado de noble inteligencia, es de origen germánico

Breve Biografía

La gigantesca estatua que sus conciudadanos le dedicaron en Arona, sobre el Lago Mayor en el norte de Italia, expresa muy bien la gran estatura humana y espiritual de este santo activo, bienhechor y comprometido en todos los campos del apostolado cristiano.

Había nacido en 1538. Sobrino del Papa Pío IV, fue creado cardenal diácono cuando sólo tenía 21 años. El mismo Papa lo nombró secretario de Estado, siendo el primero que desempeñó este cargo en el sentido moderno. Aún permaneciendo en Roma para dirigir los asuntos, tuvo el privilegio de poder administrar desde lejos la arquidiócesis de Milán.

Cuando murió su hermano mayor, renunció definitivamente al título de conde y a la sucesión, y prefirió ser ordenado sacerdote y obispo a los 24 años de edad. Dos años después, muerto el Papa Pío IV, Carlos Borromeo de jó definitivamente Roma y fue recibido triunfalmente en la sede episcopal de Milán, en donde permaneció hasta la muerte, cuando tenía sólo 46 años.

En una diócesis que reunía a los pueblos de Lombardía, Venecia, Suiza, Piamonte y Liguria, Carlos estaba presente en todas partes. Su escudo llevaba un lema de una sola palabra: “Humilitas”, humildad. No era una simple curiosidad heráldica, sino una elección precisa: él, noble y riquisimo, se privaba de todo y vivía en contacto con el pueblo para escuchar sus necesidades y confidencias. Fue llamado “padre de los pobres”, y lo fue en el pleno sentido de la palabra. Empleó todos sus bienes en la construcción de hospitales, hospicios y casas de formación para el clero.

Se comprometió en llevar adelante las reformas sugeridas por el concilio de Trento, del que fue uno de los principales actores. Animado por un sincero espíritu de reforma, impuso una rígida disciplina al clero y a los religiosos, sin preocuparse por las hostilidades que se iban formando en los que no querían renunciar a ciertos privilegios que brindaba la vida eclesiástica y religiosa. Fue blanco de un atentado mientras rezaba en la capilla, pero salió ileso, perdonando generosamente a su atacante.

Durante la larga y terrible epidemia que estalló en 1576, viajó a todos los rincones de su diócesis. Empleó todas las energías y su caridad no conoció límites. Pero su robusta naturaleza tuvo que ceder ante el peso de tanta fatiga. Murió el 3 de noviembre de 1584. Fue canonizado en 1610 por el Papa Pablo V.

Corazón humilde

Santo Evangelio según San Lucas 14,1.7-11. Sábado XXX del tiempo ordinario.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

A Ti, Señor, elevo mi alma; Dios mío, yo pongo en Ti mi confianza.

Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque Tú eres mi Dios y mi Salvador, y yo espero en Ti todo el día.

Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos. No recuerdes los pecados ni las rebeldías de mi juventud; por tu bondad, Señor, acuérdate de mí. Amén. (Salmo 25)

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Hay en la ciudad de Roma una iglesia que contiene un tesoro. Aunque se encuentra en una avenida importante, está un poco escondida, así que hay que buscarla con atención, para no perderse este sitio tan especial y su contenido. Originalmente estaba dedicada a san Ambrosio, pero su título comparte ahora también el nombre de san Carlos Borromeo, pues dentro de este templo se encuentran las reliquias de su corazón. ¡Qué corazón tan valioso el de este santo obispo!

El valor de este corazón no se mide por el "rango" que san Carlos ocupó en la Iglesia. Más bien, su vida nos muestra al hombre que Cristo menciona hoy en el Evangelio: ése que se humilla y se coloca en el último lugar. Aunque su tío –el papa Pío IV –creía darle un honor cuando lo nombró arzobispo de Milán, Carlos en realidad tomó esta elección como un llamado a servir. Se desgastó trabajando por renovar espiritualmente a su diócesis; ayudó en silencio escribiendo el catecismo, para enseñar con claridad la fe a sus fieles y a toda la Iglesia Católica. Su último y más grande acto de abajamiento consistió en ayudar a los contagiados de peste. Su corazón dejaba de latir en 1584, después de tanto haber amado y servido a Dios y al prójimo.

Incluso quien no es obispo está invitado a imitar este corazón humilde. Todo el que ha sido bautizado está llamado a vivir para servir. Nuestra fe sólo resplandece si la vivimos así, como un banquete en el que todos buscamos el último lugar y somos elevados por la humildad de otros. Más aún, este movimiento tiene la belleza de un baile que gira en torno a Cristo. Él fue el primero en bajar hasta nuestro pecado y en resucitar para alzarnos a todos con Él.

Fueronpastores del rebaño de Cristo y, a imitación suya, se gastaron, se entregaron y se sacrificaron muchas veces por la salvación del pueblo a ellos encomendado. Lo santificaron mediante los sacramentos y lo guiaron por el camino de la salvación; llenos de la fuerza del Espíritu Santo anunciaron el Evangelio; con amor paternal se esforzaron por amar a todos, especialmente a los pobres, a los indefensos, a los necesitados. Por eso, al final de su existencia, pensamos que al Señor "los aceptó como sacrificio de holocausto". Con su ministerio, grabaron en los corazones de los fieles la consoladora verdad de que "la gracia y misericordia son para sus devotos". En el nombre del Dios de la misericordia y del Perdón, sus manos han bendecido y absuelto, sus palabras han confortado y enjugado lágrimas, su presencia ha testimoniado con elocuencia que la bondad de Dios es inagotable y que su misericordia es infinita. Algunos de ellos fueron llamados a dar testimonio del Evangelio de manera heroica, soportando grandes tribulaciones. […] Alabamos a Dios por todo el bien que el Señor ha hecho por nosotros y por su Iglesia a través de estos nuestros hermanos y padres en la fe.

(Homilía de S.S. Francisco, 4 de noviembre de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy buscaré ceder algún lugar preferente o de importancia (en casa, en el trabajo o en medios de transporte).

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Señor, ayúdame a ser humilde

Desconéctame, Señor, de las cosas de mi vida que tanto amo....quiero que tu me ayudes a vivir en la humildad.

Aquí estoy, Señor, para darte ese tiempo de mi vida, que es muy poco, comparado con el tiempo que siempre tengo para trabajar, para distraerme y pasear. Es muy poco pero quiero que sea tuyo y que será el mejor de mi tiempo porque es para ti.

Dame paz, tranquilidad. Auséntame de todas mis preocupaciones, quedarme vacía de todos los problemas y dolores que llevo en mi alma, muchas veces causados por mi equivocado proceder, y entregarme de lleno a ti.

Desconéctame, Señor, de las cosas de mi vida que tanto amo.... quiero que tu me ayudes a encontrar esa "perla escondida" que es aprender a vivir en la humildad.

A veces pienso, al acercarme a ti, que es el único momento en que siento mi nada, mi pequeñez, porque cuando te dejo y me voy a mis ocupaciones me parece que piso firme, que hago bien las cosas, muchas de ellas, muy bien y casi sin darme cuenta reclamo aplausos, reclamo halagos y me olvido de ser humilde, de aceptar, aunque me duela, mis limitaciones, mis errores, mis faltas y defectos de carácter, que siempre trato de disimular para que no vean mi pequeñez y cuando llega el momento de pedir perdón... ¡cómo cuesta! Qué difícil es reconocer que nos equivocamos, qué juzgamos mal, que lastimamos y rogar que nos perdonen.

Ante ti, Señor, buscando alcanzar esa HUMILDAD, que tanta falta me hace, me atrevo a rezarte la hermosa:

ORACION POR LA HUMILDAD

Señor Jesús, manso y humilde.
Desde el polvo me sube y me domina esta sed de que todos me estimen, de que todos me quieran.
Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la humildad,mi Señor manso y humilde de corazón.

No puedo perdonar, el rencor me quema, las críticas me lastiman, los fracasos me hunden, las rivalidades me asustan.
No se de donde me vienen estos locos deseos de imponer mi voluntad, no ceder, sentirme más que otros... Hago lo que no quiero. Ten piedad, Señor, y dame la gracia de la humildad.
Dame la gracia de perdonar de corazón, la gracia de aceptar la crítica y aceptar cuando me corrijan. Dame la gracia, poder, con tranquilidad, criticarme a mi mismo.
La gracia de mantenerme sereno en los desprecios, olvidos e indiferencias de otros. Dame la gracia de sentirme verdaderamente feliz, cuando no figuro, no resalto ante los demás, con lo que digo, con lo que hago.
Ayúdame, Señor, a pensar menos en mi y abrir espacios en mi corazón para que los puedas ocupar Tu y mis hermanos.
En fin, mi Señor Jesucristo, dame la gracia de ir adquiriendo, poco a poco un corazón manso, humilde, paciente y bueno.
Cristo Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo. Asi sea. 

(P. Ignacio Larrañaga)

¿Qué hacer con imágenes religiosas quebradas o rotas?

Un desastre natural o un accidente doméstico puede dejarnos con un objeto religioso roto o deteriorado ¿Qué hacemos con él?

En muchos templos y santuarios se crea una seria dificultad con las imágenes de yeso, en mal estado, que los peregrinos dejan por diversos lugares.

Eso habla de un respeto por lo que la imagen representa y por lo sagrado que la imagen recuerda. Es como las fotos antiguas de los padres, las madres, los abuelos, los hijos ya fallecidos. Se guardan con respeto y cariño aunque estén dañadas o borrosas.

El paso del tiempo, los temblores y otras causas hacen que en nuestras casas se nos destruyan las imágenes del Señor, de la Virgen y de los santos. Actualmente el yeso no es trabajado con materiales que lo refuercen (alambres, estopa, etc.), por lo tanto, al menor golpe tenemos en casa una imagen destrozada.

Pareciera que lo primero que surge en la mente es llevarlas a un templo. Sin embargo, en los templos hay que eliminarlas con respeto y cuidado. Es tarea a veces complicada, por la cantidad de yeso que se acumula.

Tampoco es bueno llevarla a los cementerios.

La Iglesia nos enseña:

“La veneración de las imágenes, sean pinturas, esculturas, bajorrelieves u otras representaciones, además de ser un hecho litúrgico significativo, constituyen un elemento relevante de la piedad popular: los fieles rezan ante ellas, tanto en las iglesias como en sus hogares. Las adornan con flores, luces, piedras preciosas; las saludan con formas diversas de religiosa veneración; las llevan en procesión; cuelgan de ellas exvotos como signo de agradecimiento; las ponen en nichos y templetes en el campo o en las calles”.

”Sin embargo, la veneración de las imágenes si no se apoya en una concepción teológica adecuada, puede dar lugar a desviaciones. Es necesario, por tanto, que se explique a los fieles la doctrina de la Iglesia, sancionada en los concilios ecuménicos y en el Catecismo de la Iglesia Católica, sobre el culto a las imágenes sagradas”.(Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, principios y orientaciones. Ciudad del Vaticano, 2002).

Es conveniente que desterremos de nosotros la idea, muy generalizada, de que una imagen dañada es algo mágico, que tenerla en casa trae mala suerte, que es malo tenerlas. No es malo ni ueno.

“Es necesario, sobre todo, que los fieles adviertan que el culto cristiano de las imágenes es algo que dice relación a otra realidad. La imagen no se venera por ella misma, sino por lo que representa. Por eso a las imágenes se les debe tributar el honor y la veneración debida, no porque se crea que en ellas hay cierta divinidad o poder que justifique este culto o porque se deba pedir alguna cosa a estas imágenes o poner en ellas la confianza, como hacían antiguamente los paganos, que ponían su esperanza en los ídolos, sino porque el honor que se les tributa se refiere a las personas que representan”. (Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, principios y orientaciones. Ciudad del Vaticano, 2002).

Así como nos enseña la doctrina de la Iglesia Católica, nos vamos acercando a la forma cómo debemos actuar con una imagen destruida. Nunca con miedo, nunca pensando o actuando como si nos fuera a pasar algo malo. Nada de eso. La imagen se destruyó, se rompió y nada nos va a pasar, fuera de la pena que a veces sentimos porque era imagen que teníamos desde niños.

¿Qué son las imágenes sagradas?

Según la enseñanza de la Iglesia, las imágenes sagradas son:

- Traducción iconográfica del mensaje evangélico, en el que la imagen y palabra revelada se iluminan mutuamente; la tradición eclesial exige que las imágenes estén de acuerdo con la letra del mensaje evangélico.

- Signos santos, que como todos los signos litúrgicos, tienen a Cristo como último referente; las imágenes de los Santos, de hecho, representan a Cristo, que es glorificado en ellos.

- Memoria de los hermanos Santos que continúan participando en la historia de la salvación del mundo y a los que estamos unidos sobretodo en la celebración sacramental.

- Ayuda en la oración: la contemplación de las imágenes sagradas facilita la súplica y mueve a dar gloria a Dios por los prodigios de gracia realizados en sus Santos.

- Estímulo para su imitación, porque cuanto más frecuentemente se detienen los ojos en estas imágenes, tanto más se aviva y crece en quien lo contempla, el recuerdo y el deseo de los que allí están representados; el fiel tiende a imprimir en su corazón lo que contempla en sus ojos: una “imagen verdadera del hombre nuevo, transformado en Cristo mediante la acción del Espíritu y por la fidelidad a la propia vocación”.

- Una forma de catequesis, puesto que a través de la historia de los misterios de nuestra redención, expresada en las inturas y de otras maneras, el pueblo es instruido y confirmado en la fe recibiendo los medios para recordar y meditar asiduamente los artículos de fe.

No podemos olvidar que actualmente hay en el mercado muchas imágenes feas, decadentes, deformes. Hay que evitar esas imágenes para nuestras casas y comunidades. Las representaciones del Señor, de la Virgen y de los santos deben ser de materiales nobles y deben transmitir belleza.

¿Qué hacer con las imágenes en mal estado?

- No llevarlas a los templos, santuarios ni cementerios.

- Si se trata de telas (pinturas), hay que buscar una persona entendida que nos oriente en la forma de devolverle la belleza a esas pinturas. Algunas pueden ser muy valiosa.

- Cuando se trata de imágenes de madera, bronce, mármol o piedra, hay que conservarlasd en casa y buscar algún buen restaurador. Si no se tiene los medios para hacerla restaurar, hay que entregarlas a algún museo, de preferencia religioso (católico). O bien, a un convento o parroquia.

- Si son imágenes de yeso, hay que ver si es posible restaurarlas, porque se puede hacer, especialmente cuando se trata de imágenes con alambres o estopa al interior. Esas imágenes son valiosas. Hay que conservar con cuidado todos los trozos, de manera particular los rostros. Un buen artesano en yeso hace maravillas con esos pequeños trocitos. En el Santuario de Lourdes tenemos las direcciones de algunos artesanos que trabajan muy bien porque conocen las antiguas técnicas.

Cuando la imagen está totalmente destruida...

- Si es yeso, se coloca en un tiesto hasta que se deshaga, y con cuidado se vierte en algún lugar del jardín de la casa donde no haya cultivos de hortalizas, arboles frutales ni de flores ornamentales. Con el paso del tiempo se mezcla solo con la tierra. Tarda un poco el proceso.

- Si se da el caso de alguien que viva en departamento o en casa sin patio, pues se muele completamente la imagen, se reduce a polvo y se elimina en un lugar adecuado, coforme cada persona lo estime. Se ha sabido que algunas personas hacen artesanías con el yeso molido. Lo mezclan con arena de diversos colores y hacen hermosos adornos en botellas blancas.

Consultado un fabricante de imágenes, nos ha señalado que el yeso ya procesado no sirve. No se puede reutilizar, no sirve para estucos, es material inútil que daña bastante la tierra. Por eso es bueno tratar de cuidar las imágenes, y las que pueden ser restauradas hay que repararlas para que duren mucho.

Rosarios, Libros y otros artículos bendecidos: Lo mejor es reparar o restaurar lo que se pueda reparar. Muchos Rosarios pueden ser desarmados de tal manera que sus cuentas terminen formando las de uno nuevo y listo;  sus cruces, también, son susceptibles de ser separadas para usarlas con una cadena. Con relación a los libros una nueva encuadernación puede ser la solución.

Cuando se reciclan Rosarios, puede que sobren partes, también puede que la restauración  de los libros sea mas costosa que comprar uno nuevo, algo similar puede ocurrir con las imágenes. Para estos casos, lo mejor es conseguir un recipiente de plástico lo suficientemente grande para contenerlos y colocar en él estos objetos o restos de los mismos. 

Siempre hay alguna Capilla, Templo, Colegio Católico, Centro de Atención Católico, etc. que esté en construcción. Pues habla con el sacerdote responsable de esta obra y ofrecele tu caja con los objetos para que sean colocados en los cimientos de la edificación. 

Recordemos que, aunque rotos o desgastados, siguen siendo benditos, por lo que seguirán bendiciendo esa construcción.

EL EDITOR DE 'LA CIVILTÀ CATTOLICA' ANALIZA EL ENCUENTRO ENTRE TRUMP Y EL PAPA
Spadaro: "La geopolítica bergogliana consiste en no dar apoyos teológicos al poder para que pueda imponerse"
"Para Francisco, la misericordia se delinea a nivel político en una fluida libertad de movimiento"

Antonio Spadaro, sj., 04 de noviembre de 2017 a las 10:48

Encuentro entre Donald Trump y el Papa FranciscoAgencias

Francisco, el Papa de los puentes, quiere hablar con cualquier jefe de Estado que se lo pida porque sabe que en las crisis no hay "buenos" y "malos" absolutos

(Antonio Spadaro, sj., en La Civiltà Cattolica).- El miércoles 24 de mayo el presidente de Estados Unidos, Donald Trump,[1] acudió a visitar al Papa Francisco en el Vaticano. El encuentro duró cerca de treinta minutos y tuvo lugar a las 8:30 horas de la mañana con el fin de permitir que el pontífice se desplazara a la plaza de San Pedro para la audiencia general.

Por ese motivo, el presidente accedió al Vaticano por la puerta del Perugino, una entrada secundaria situada junto al edificio de la casa Santa Marta.

Se trataba de un encuentro organizado en el marco de un viaje que llevó a Donald Trump en primer lugar a Arabia Saudita, donde se encontró con los líderes del mundo islámico sunita y donde vendió armamento por valor de 110.000 millones de dólares. Después, su viaje prosiguió por Israel y Palestina. Se encontró con el primer ministro de Israel, Benyamín Netanyahu, y con el presidente palestino, Mahmud Abás.

Trump es el primer presidente estadounidense en ejercicio que ha visitado el Muro de los Lamentos: sus predecesores habían evitado hasta ahora esta etapa en razón de su significado político. En efecto, el muro se encuentra en la parte oriental de Jerusalén, ocupada por Israel en la Guerra de los Seis Días en 1967[2] y reivindicada por los palestinos como capital de su estado. A continuación, el presidente visitó el museo de Yad Vashem.

Por tanto, Roma fue la cuarta etapa de su itinerario, después de Riad, Jerusalén y Belén. El viaje prosiguió por Bruselas y, finalmente, por Taormina, para participar en el encuentro del G7, el foro político de los siete gobiernos más poderosos de la Tierra desde el punto de vista económico: Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y Canadá (Rusia está suspendida en la actualidad).

La historia del mundo no es una película de Hollywood

El encuentro entre el Papa y el presidente fue un acontecimiento importante y, de alguna manera, necesario. La visita de Trump durante su viaje al G7 implicaba también, casi de forma natural, la reunión con Francisco. No obstante, era un encuentro bastante imprevisible en comparación con los inmediatos precedentes en el viaje del presidente: no comportaba intereses específicos ni intercambios comerciales de índole alguna que implicaran eventos formales concordados. Y esto lo convirtió, en efecto, en un momento muy franco.

La visita resultó significativa para el papel que Estados Unidos despliega en el tablero de ajedrez internacional. Lo había sido la de Barack Obama, y lo fue la de Donald Trump.

Frente a esta cita, el sentimiento predominante en algunos ambientes de los medios fue de interés, unido a una cierta curiosidad a causa de la "contraposición" entre el Papa y el presidente, dada a menudo por obvia sin más. Pero el pontífice no es un ideólogo ni piensa en blanco y negro. Al responder a una pregunta que le plantearon en la conferencia de prensa durante el viaje de regreso de Fátima el 13 de mayo, Francisco hizo referencia al encuentro con el presidente y dijo: "Yo no juzgo nunca a una persona sin haberla escuchado. Creo que no debo hacerlo. Cuando hablemos saldrán las cosas: yo diré lo que pienso, él dirá lo que piensa. Pero nunca, nunca he querido juzgar sin escuchar a la persona".

Francisco es también muy realista: sabe que la situación del mundo en este momento pasa por una seria crisis. Y los que a menudo están en peligro son los más débiles. Crecen los nacionalismos, los populismos, la pobreza, los "muros". Por tanto, Francisco, el Papa de los puentes, quiere hablar con cualquier jefe de Estado que se lo pida porque sabe que en las crisis no hay "buenos" y "malos" absolutos. Para él, la historia del mundo no es una película de Hollywood: no llegan los "nuestros" a salvarnos de "ellos". Sabe que siempre y de todas maneras hay en danza juegos de intereses. Por eso no entra en redes de alianzas ya constituidas y mantiene las debidas relaciones entre la dimensión política y los valores espirituales.

El Papa no se casa nunca con mecanismos interpretativos rígidos para encarar las situaciones y las crisis internacionales. Por lo tanto, en los años del pontificado de Francisco la acción de la Santa Sede en el mundo lleva la marca de un diálogo de 360 grados con los protagonistas de la escena internacional: desde Trump hasta Putin, desde Maduro hasta Rouhaní, desde Castro hasta los líderes colombianos, etc. Para Francisco, la misericordia se delinea a nivel político en una fluida libertad de movimiento. Todo esto desencadena lógicas imprevisibles, propias de una visión poliédrica, o sea, una visión que considera las cosas en su complejidad. Si acaso, encuentra socios justo en aquellos que representan una discontinuidad respecto del pensamiento único y en aquellos que están dispuestos a "jugar" el partido de la política fuera del campo y de las convenciones, como outsiders, hallando soluciones para el bien común.

En lo sustancial, la actitud del Papa consiste en no asumir posiciones a priori, sino en encontrarse con los jugadores más importantes en el campo mismo para razonar juntos, así como para proponer a todos un bien mayor y ejercitar el soft power, que es el rasgo específico de su política internacional. Y esto fue lo que ocurrió en la cita con el presidente estadounidense.

Las puertas abiertas pueden hallarse siempre, y en el diálogo Francisco tiende a partir de lo que se comparte con el interlocutor. Se trata de una actitud que forma parte asimismo de la tradición de los jesuitas: es el principio del denominado praesupponendum (Ejercicios espirituales, n.o 22), clave del pensamiento y de la actitud de Bergoglio desde siempre. Este principio afirma de manera sustancial que hay que estar más dispuesto a salvar una afirmación del interlocutor que a condenarla. Si no se la puede salvar, se procura saber en qué sentido la entiende el otro, permaneciendo en disposición de corregirla con delicadeza. Si ello no bastara, se deben intentar todas las vías posibles: diálogo a ultranza.

El Papa lo confirmó en sus declaraciones durante el vuelo de regreso de Fátima: "Siempre hay puertas que no están cerradas. Hay que buscar las puertas que al menos están un poco abiertas, para entrar y hablar sobre ideas comunes y avanzar. Paso a paso". Aun así, el encuentro no responde nunca a una estrategia o a una táctica simplemente. Al periodista que le preguntaba si esperaba que Trump fuese a suavizar sus decisiones, Francisco le respondió: "Este es un cálculo político que no me permito hacer".

Los valores y el intercambio de regalos

Durante el tradicional intercambio de presentes, el Papa le regaló al presidente un bajorrelieve en bronce que representa un olivo que con sus ramas mantiene unidas dos franjas de tierra separadas. "Hay una fractura", dijo, "que significa la división de la guerra. Esta imagen representa mi deseo de paz. Se lo regalo para que usted sea instrumento de paz". El presidente Trump, por su parte, regaló al Papa una colección de escritos de Martin Luther King. ¿Por qué estas elecciones?

Sin duda, Estados Unidos es un país portador de grandes valores como la libertad, la identidad y la igualdad, vividos a lo largo del tiempo de manera muy tensa, tal vez también contradictoria. El Papa es consciente de los valores espirituales y éticos que han plasmado la historia del pueblo estadounidense, encarnados por personas como el célebre pastor de Atlanta, activista de los derechos humanos. Ello mismo se ha inferido muy bien durante su viaje a Estados Unidos cuando, dirigiéndose al Congreso, habló de "valores fundantes que vivirán para siempre en el espíritu del pueblo estadounidense". Estos valores han permitido "construir un futuro de libertad" que "exige amor al bien común y colaboración con un espíritu de subsidiaridad y solidaridad".

Sin duda, el tema que más le importa a Francisco es el de las graves crisis humanitarias, que exigen respuestas políticas con amplitud de miras. En esta visita el pontífice expresó una vez más y con franqueza la importancia de preservar esos grandes valores del pueblo estadounidense y, de una manera particular, la preocupación por la justicia, la atención específica a los pobres, excluidos y necesitados. Recordemos que ya lo había hecho en el telegrama de felicitación por la asunción del mando de Trump como 45.º presidente de la nación.[3] Pero en esta ocasión, el encuentro cara a cara tuvo un valor diferente, más profundo y también más franco.

El presidente Trump certificó con su propio regalo dicha acentuación. Y el Papa intercambió con él una edición especial de sus exhortaciones apostólicas Evangelii gaudium y Amoris laetitia, de su encíclica Laudato si' y del Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2017. Con independencia del modo en que se quiera entender el regalo de estos textos oficiales, en ellos se cifran mensajes muy fuertes, coincidentes con el sentido profundo de este pontificado; dos en particular: la paz, tal como la entiende Francisco, fundada en la justicia social, y la protección de la creación, que implica toda una serie de compromisos que hoy corren el peligro de ser puestos en discusión, también por el gobierno estadounidense.

El mensaje del Papa Francisco sobre la paz es también un mensaje político. "Paz" significa actuar sobre los cuadrantes más delicados de la política internacional en nombre de los "descartados" y de los más débiles. Muchos conflictos armados tienen su raíz en los temas sociales. Para Francisco, exhortar a la paz significa continuar en el surco trazado por Juan XXIII en el radiomensaje del 25 de octubre de 1962: "Promover, favorecer y aceptar los diálogos a todos los niveles y en cualquier tiempo es una regla de sabiduría y de prudencia que atrae la bendición del Cielo y de la tierra".

Por tanto, en este caso se trata de una invitación dirigida al presidente Trump para que preste mucha atención al modo en que se mueve en el tablero de ajedrez internacional. Por ejemplo, una ingente venta de armas puede exhibirse como una medida para contribuir a la paz, pero es evidente que nos encontramos lejos de la intención del Papa. No es posible promover la paz declinándola solo con la "seguridad". En efecto, esta sería solo una acción disuasoria incapaz de resolver las fuentes de los conflictos. Por el contrario, siempre debe identificarse la raíz de la injusticia social que los hace surgir. "El desarrollo es el nuevo nombre de la paz", dijo Pablo VI,[4] frase que ha sido retomada a menudo por Francisco.

El comunicado final de la Oficina de Prensa, que resume el sentido del encuentro entre el Papa y el presidente, habla de promoción de la paz en el mundo y cita también las vías maestras para conseguirla, que son "la negociación política y el diálogo interreligioso".

En lo concreto, sin embargo, es muy difícil realizar diálogo y negociación en Oriente Próximo excluyendo por completo o demonizando a uno o más de los actores del conflicto. Sigue siendo, pues, un auténtico interrogante comprender la actitud de los Estados Unidos de Trump hacia el Irán del presidente Hasán Rouhaní, tal como se ha hecho explícito en las etapas precedentes del presidente estadounidense. Más aún: sigue resultando inquietante la idea de la exasperación de una lucha interna en el seno del islam entre sunitas y chiitas. Recordemos, entre otras cosas que, al igual que ocurrió con Trump, también el presidente iraní fue recibido por el Papa, el 26 de enero de 2016. La Oficina de Prensa vaticana comunicó que en aquella circunstancia "se puso de relieve el importante papel que Irán está llamado a desempeñar junto a los demás países de la región para promover soluciones políticas adecuadas a las problemáticas que afligen al Oriente Próximo, contrarrestando la difusión del terrorismo y el tráfico de armas".

Política y religión sin tentaciones

En el mencionado encuentro con Rouhaní se recordó "la importancia del diálogo interreligioso y la responsabilidad de las comunidades religiosas en la promoción de la reconciliación, de la tolerancia y de la paz". El elemento religioso no debe confundirse nunca con el político. Hay quienes creen que el presidente Trump, al visitar primero a los líderes políticos de Arabia Saudita, Israel y Palestina, habló también a los jefes de las otras dos grandes religiones monoteístas, el islam y el judaísmo. En realidad, ello es fruto de una simplificación que nivela lo religioso con lo político. Pero no: Trump se encontró con líderes políticos de diversos Estados. Confundir poder espiritual y poder temporal significa poner el primero al servicio del segundo.

Este es el trasfondo inmediato de la visita del presidente estadounidense al Papa, que escapa a toda lógica que pudiéramos denominar "constantiniana". Con Francisco va concluyendo el proceso iniciado precisamente en tiempos del emperador Constantino, en el que se establece una ligazón orgánica entre cultura, política, instituciones e Iglesia.[5] Un rasgo claro de la geopolítica bergogliana consiste en no dar apoyos teológicos al poder para que pueda imponerse o para encontrar un enemigo al que combatir. La espiritualidad no puede ligarse a gobiernos o pactos militares: está al servicio de todos los hombres. Las religiones no pueden ver a unos como enemigos jurados y a otros como amigos eternos.

La tentación de proyectar la divinidad sobre el poder político, que se reviste de ella para sus propios fines, es transversal. También en los pactos del mundo católico retorna a veces una tentación semejante. Pero la fe no tiene necesidad de un apoyo en el poder. Si se siguiera este camino, al final la religión se convertiría en la garantía de los grupos dominantes. Justo eso es lo que Francisco teme y no quiere. Es difícil que las alianzas políticas que piden legitimación a las religiones sepan respetarlas como pulmones espirituales de la humanidad. Por tanto, este ha sido otro asunto implícito en el encuentro ocurrido el 24 de mayo.

Francisco se ha enfrentado con dos presidencias estadounidenses: primero, la de Obama, y hoy, la de Trump. El Papa no escoge entre gobiernos elegidos de forma legítima ni pone muros: lo ha dicho varias veces. Por el contrario, confronta las opciones realizadas, sobre las que nunca ha faltado su juicio. Pero el encuentro fue el primer e indispensable paso de un diálogo abierto, sin puertas cerradas.

Y el diálogo parte de los temas comunes, de los pasos en los que se reconoce un posible camino ya iniciado en común. Este es el sentido del comunicado de prensa al final de la visita del presidente Trump, que puso de manifiesto "el común compromiso a favor de la vida y de la libertad religiosa y de conciencia". Al mismo tiempo, se ha identificado el vasto campo en el que, por el contrario, se desea "una serena colaboración entre el Estado y la Iglesia católica en Estados Unidos", es decir, "el servicio a las poblaciones en los ámbitos de la salud, de la educación y de la asistencia a los inmigrantes". El espacio para un camino positivo está abierto a la buena voluntad.

[1] A propósito del presidente Trump, véanse también T. J. Reese, "L'elezione di
Donald Trump", La Civiltà Cattolica I (2017), pp. 54-66; G. Sale, "El "Muslim Ban". Donald Trump y la Magistratura estadounidense", La Civiltà Cattolica Iberoamericana 3, abril de 2017, pp. 21-35; íd., "La politica estera di Donald Trump", La Civiltà Cattolica II (2017), pp. 158-171.

[2] Véase también G. Sale, "A cincuenta años de la Guerra de los Seis Días", La Civiltà Cattolica 6, julio de 2017, pp. 49-61.[3] Escribió Francisco para esa ocasión: "Le envío mis cordiales augurios asegurándole que rezaré al Dios Altísimo para que le regale sabiduría y fuerza en el ejercicio de su elevada función". Y prosiguió: "En un tiempo en que nuestra familia humana está atormentada por graves crisis humanitarias que exigen respuestas políticas unidas y con amplitud de miras, ruego para que sus decisiones estén guiadas por los ricos valores espirituales y éticos que han plasmado la historia del pueblo estadounidense y el compromiso de la nación por el avance de la dignidad humana y de la libertad en todo el mundo. [...] Que, bajo su conducción -continuaba el Papa-, la estatura de Estados Unidos pueda seguir midiéndose sobre todo por su preocupación por los pobres, los excluidos y los necesitados, que, como Lázaro, esperan frente a nuestra puerta". El mensaje del Papa a Donald Trump terminaba con la invocación a Dios para que "dé su bendición de paz, concordia y prosperidad material y espiritual" al nuevo presidente, a su familia y a todo el pueblo estadounidense.

[4] Pablo VI, Carta encíclica Populorum progressio, del 26 de marzo de 1967, n.o 87.

[5] En el año 590, bajo el pontificado de Gregorio Magno (ca. 540-604), la Iglesia comenzó a asumir el papel de custodia del Imperio romano de Occidente, con lo cual aquella se procuró un nuevo objetivo. León III (750-816) coronó a Carlomagno emperador.

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