Timoteo y Tito, sucesores de los apóstoles
- 26 Enero 2018
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Evangelio según San Lucas 10,1-9.
El Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios adonde él debía ir.
Y les dijo: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos.
No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: '¡Que descienda la paz sobre esta casa!'.
Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de lo contrario, volverá a ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo y bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de casa en casa.
En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les sirvan; curen a sus enfermos y digan a la gente: 'El Reino de Dios está cerca de ustedes'."
San Alberico de Citeaux
San Alberico, abad
En Citeaux, en Borgoña, en la actual Francia, san Alberico, abad, que, siendo monje en Molesmes, fue uno de los primeros religiosos que fundaron el nuevo cenobio. Ya abad del monasterio, sobresalió por su celo en procurar la formación de sus monjes, como verdadero amante de la Regla y de los hermanos.
Los esfuerzos de san Alberico por encontrar un instituto religioso que correspondiese a sus aspiraciones de gran perfección arrojan una luz que nos hace temblar, sobre el temperamento de acero de los monjes del siglo XII. No sabemos nada de la niñez de Alberico. Cuando oímos hablar de él por primera vez, formaba parte de un grupo de siete ermitaños que vivían en el bosque de Collan, no lejos de Chatillon-sur-Seine. Ahí habitaba cierto abad Roberto, hombre de buena familia y muy reputado por su virtud. A pesar de que había fracasado anteriormente en el gobierno de una comunidad de monjes revoltosos, los ermitaños lograron con cierta dificultad que Roberto aceptase ser su superior, y en 1075, emigraron a las cercanías de Molesmes, donde construyeron un monasterio. Roberto era el abad y Alberico el prior. Pronto empezaron a llover regalos al monasterio; la comunidad aumentó, pero el fervor decayó. Durante cierta época, un grupo de monjes se rebeló contra la disciplina religiosa. Roberto, desalentado, se retiró del monasterio. Alberico ocupó su lugar e intentó restablecer el orden; pero los monjes le golpearon y le encerraron finalmente. Alberico y un inglés llamado Esteban Harding, no pudiendo ya soportar tal estado de cosas, abandonaron también el monasterio. Probablemente cuando el pueblo se enteró de la rebelión, las limosnas empezaron a escasear y entonces los rebeldes prometieron enmienda. Roberto, Alberico y Esteban retornaron al monasterio. Pero pronto reaparecieron los síntomas de la relajación, y Alberico parece haber lanzado la idea de partir con un grupo de los más fervorosos a fundar aparte una comunidad más observante.
Así se hizo y, en 1098, veintiún monjes se establecieron en Cister, un poco al sur de Dijón, a unos cien kilómetros de Molesmes. Tales fueron los principios de la gran Orden Cisterciense. Roberto, Alberico y Esteban fueron elegidos abad, prior, y subprior, respectivamente. Pero poco después, san Roberto retornó a la comunidad de Molesmes, y Alberico le sucedió en el cargo de abad, de manera que a él deben atribuirse con toda probabilidad, algunas de las principales características de la reforma cisterciense. Se trataba de una restauración de la primitiva observancia benedictina, pero con mucha más austeridad. Una de las manifestaciones externas del cambio fue la adopción del hábito blanco, con escapulario negro y capucha, para los monjes de coro. Según la leyenda, este cambio se debió a un deseo que comunicó la Santisima Virgen a san Alberico en una aparición. Una modificación más profunda fue la institución de una clase especial de "fratres conversi" o hermanos legos, a los que se confió el trabajo casero y, sobre todo, la explotación de las granjas distantes del convento. Sin embargo, todos los monjes estaban obligados en alguna forma al trabajo manual. El coro fue simplificado y abreviado; y se dejó más tiempo para la oración privada.
Alberico no gobernó durante mucho tiempo, y probablemente muchos de los rasgos característicos en la organización definitiva del Cister se deben a su sucesor, san Esteban. Fue él quien nos dejó la noticia más personal sobre san Alberico, en una exhortación que pronunció con motivo de la muerte de éste, ocurrida el 26 de enero de 1109: «A todos nos afecta igualmente esta gran pérdida -dijo-, y difícilmente podré consolaros yo, que necesito de consuelo tanto como vosotros. Vosotros habéis perdido a un padre y a un director de vuestras almas; yo no sólo he perdido a un padre y un guía, sino también a un amigo, a un compañero de armas, a un valiente soldado del Señor, a quien nuestro venerable padre Roberto había educado con ciencia y piedad admirables, desde los primeros días de nuestro instituto monástico... Ha quedado entre nosotros el cuerpo de nuestro amado padre como una forma de su presencia, y él nos ha llevado consigo al cielo en su corazón... El guerrero ha triunfado, el atleta ha recibido el premio merecido, el vencedor ha ganado su corona; dueño ya del triunfo, pide que también a nosotros nos sea concedida la palma de los vencedores... No lloremos por el soldado que descansa ya; lloremos más bien por nosotros que seguimos en el frente de batalla, y transformemos en oraciones nuestras palabras de tristeza, rogando a nuestro padre triunfante que no permita que el león rugiente y el feroz enemigo nos derroten».
Santa Paula de Belén
Santa Paula, viuda
En Belén de Judea, muerte de santa Paula, viuda, que pertenecía a una noble familia senatorial. Renunció a todo, distribuyó sus bienes entre los pobres y se retiró con la beata virgen Eustoquio, su hija, junto al pesebre del Señor.
La principal de las santas viudas, Paula, sobrepasaba a todas las matronas romanas en riquezas, nacimiento e inteligencia. Había nacido el 5 de mayo de 347. Por las venas de su madre, Blesila, corría la sangre de los Escipiones, de los Gracos y de Paulo Emilio. Su padre pretendía ser descendiente de Agamenón, y su marido de Eneas. Paula tuvo un hijo, llamado Toxocio como su marido, y cuatro hijas: Blesila, Paulina, Eustoquio y Rufina. Paula poseía en alto grado todas las virtudes de una mujer casada, y ella y su marido edificaron a Roma con su ejemplo. Sin embargo, la virtud de Paula no carecía de defectos, particularmente el de cierto amor a la vida mundana, casi inevitable en una mujer de tan alta posición. Al principio, Paula no se daba cuenta de esa secreta tendencia de su corazón; pero la muerte de su esposo, ocurrida cuando ella tenía treinta y tres años, le abrió los ojos. Su pena fue inmoderada, hasta el momento en que su amiga santa Marcela, una viuda romana que asombraba con sus penitencias la persuadió de que se entregara totalmente a Dios. A partir de entonces, Paula vivió en la mayor austeridad. Su comida era muy sencilla, y no bebía vino; dormía en el suelo, sobre un saco; renunció por completo a las diversiones y a la vida social, y repartió entre los pobres todo aquello que le pertenecía y evitó lo que pudiera distraerla de sus buenas obras.
En una ocasión ofreció hospitalidad a san Epifanio de Salamis y a Paulino de Antioquía, cuando fueron a Roma. Ellos la presentaron a san Jerónimo, con quien la santa estuvo estrechamente asociada en el servicio de Dios mientras vivió en Roma, bajo el Papa san Dámaso.
Blesila, la hija mayor de santa Paula, murió súbitamente, cosa que hizo sufrir mucho a la piadosa viuda. San Jerónimo, que acababa de volver a Belén, le escribió una carta de consuelo, en la que no dejaba de reprenderla por la pena excesiva que manifestaba sin pensar que su hija había ido a recibir el premio celestial. Paulina, su segunda hija, estaba casada con Pamaquio, y murió siete años antes que su madre. Santa Eustoquio, su tercera hija, fue su inseparable compañera. Rufina murió siendo todavía joven.
Cuanto más progresaba santa Paula en el gusto de las cosas divinas, más insoportable se le hacía la tumultuosa vida de la ciudad. La santa suspiraba por el desierto, y deseaba vivir en una ermita, sin tener otra cosa en que ocuparse más que en pensar en Dios. Determinó, pues, dejar su casa, su familia y sus amigos y partir de Roma. Aunque era la más amante de las madres, las lágrimas de Toxocio y Rufina no lograron desviarla de su propósito. Santa Paula se embarcó con su hija Eustoquio, el año 385; visitó a san Epifanio en Chipre, y se reunió con san Jerónimo y otros peregrinos en Antioquía. Los peregrinos visitaron los Santos Lugares de Palestina y fueron a Egipto a ver a los monjes y anacoretas del desierto. Un año más tarde llegaron a Belén, donde santa Paula y santa Eustoquio se quedaron bajo la dirección de san Jerónimo.
Las dos santas vivieron en una choza, hasta que se acabó de construir el monasterio para hombres y los tres monasterios para mujeres. Estos últimos constituían propiamente una sola casa, ya que las tres comunidades se reunían noche y día en la capilla para el oficio divino, y los domingos en la iglesia próxima. La alimentación era escasa y mala, los ayunos frecuentes y severos. Todas las religiosas ejercían algún oficio y tejían vestidos para sí y para los demás. Todas vestían un hábito idéntico. Ningún hombre podía entrar en el recinto de los monasterios. Paula gobernaba con gran caridad y discreción. Era la primera en cumplir las reglas, y participaba, como Eustoquio, en los trabajos de la casa. Si alguna religiosa se mostraba locuaz o airada, su penitencia consistía en aislarse de la comunidad, colocarse la última en las filas, orar fuera de las puertas y comer aparte, durante algún tiempo. Paula quería que el amor a la pobreza se manifestase también en los edificios e iglesias, que eran construcciones bajas y sin ningún adorno costoso. Según la santa, era preferible repartir el dinero entre los pobres, miembros vivos de Cristo.
Paladio afirma que santa Paula se ocupaba de atender a san Jerónimo, y le fue a éste de gran utilidad en sus trabajos bíblicos, pues su padre le había enseñado el griego y en Palestina había aprendido suficiente hebreo para cantar los salmos en la lengua original. Además, san Jerónimo la había iniciado en las cuestiones exegéticas lo bastante para que Paula pudiese seguir con interés su desagradable discusión con el obispo Juan de Jerusalén sobre el origenismo. Los últimos años de la santa se vieron ensombrecidos por esta disputa y por las preocupaciones económicas que su generosidad había producido. Toxocio, el hijo de santa Paula, se casó con Leta, la hija de un sacerdote pagano, que era cristiana. Ambos fueron fieles imitadores de la vida de su madre y enviaron a su hija Paula a educarse en Jerusalén al cuidado de su abuela. Paula, la joven, sucedió a santa Paula en el gobierno de los monasterios. San Jerónimo envió a Leta algunos consejos para la educación de su hija, que todos los padres deberían leer. Dios llamó a sí a santa Paula a los cincuenta y seis años de edad. Durante su última enfermedad, la santa repetía incansablemente los versos de los salmos que expresan el deseo del alma de ver la Jerusalén celestial y unirse con Dios. Cuando perdió el habla, santa Paula hacía la señal de la cruz sobre sus labios. Murió en la paz del Señor, el 26 de enero del año 404.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Catecismo de la Iglesia Católica § 863-865
Timoteo y Tito, sucesores de los apóstoles
Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de san Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (Vaticano II: AA 2).
«Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia», es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero siempre es la caridad, alimentada sobre todo en la Eucaristía, «que es como el alma de todo apostolado» (AA 3).
La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios», que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él, hecho en él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor» (Ef 1,4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero», «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios; y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21,9-11.14).
Santo Evangelio según San Marcos 4, 26-34. Viernes III de Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Jesús, quiero glorificarte y alabarte en este rato de oración. Gracias por todo lo que has hecho por mí a lo largo de mi vida. Quiero disponer mi corazón para que tu Palabra vaya penetrando poco a poco y, así, pueda conocerte y amarte cada día más.
Evangelio del día (para orientar tu meditación
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Es impresionante pensar que los grandes bosques y selvas comenzaron con una semilla. En el parque nacional Redwood existe un árbol que mide115. 55 metros de altura. Y pensar que todo comenzó con una semilla que no era más grande que la uña del dedo más pequeño de la mano.
Jesús nos trae a nuestra mente esta imagen. El reino de los cielos es semejante al hombre que echa la semilla en la tierra. Sin que él sepa cómo la semilla va produciendo su fruto. Crece, germina y se pone bella.
El reino de los cielos es impresionante, pero comienza con una semilla. Cada día el sembrador pasa para dejar en nosotros una semilla de su reino. Dios pasa en nuestra vida en cada momento, pero es tan sencillo como un grano de mostaza. Cuando dejamos que se plante la semilla se convierte en un gran arbusto. Quiere hacer de nuestro corazón un bosque vivo.
Todo lo que nos acerca a Dios es una semilla que Él planta en nuestro corazón. Ir a misa, ayudar a un hermano, ser honesto, rezar… todo esto va haciendo que el reino de Dios crezca en nosotros. ¿Qué es el Reino de Dios? Muy sencillo: Ser feliz. Vivir a un lado de Dios.
Pidámosle a María que nos ayude a mantener siempre vivo el deseo de que crezca en nuestro corazón el Reino de Dios.
El primer paso es acoger la palabra, el primer paso en el camino de la docilidad es acoger la palabra: abrir el corazón, recibirla, dejarla entrar como la semilla que luego germinará.
(Homilía de S.S. Francisco, 12 de mayo de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
En una visita al Santísimo Sacramento le pediré al Señor la gracia de estar atento a las semillas que Él quiere sembrar en mi corazón.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino! Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia. Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Echa simiente, duerme, y la semilla va creciendo sin que él sepa cómo.
Marcos 4, 26-34.
También decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega». Decía también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.
Reflexión
El Evangelio nos presenta dos parábolas de Jesús: la de la semilla que crece, y la del grano de mostaza. Ambas parábolas pueden ser aplicadas a la vida de la Iglesia, como a la vida del alma humana.
La vida de la Iglesia
“El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra”. ¿Quién es este sembrador?” Nada menos que Dios. El Señor ha querido compararse con un agricultor. Es Él quien arroja la semilla. ¿Y cuál es esta semilla? Es Jesucristo, nuestro Señor. Él es el grano de trigo, que vino del cielo y cayó en la tierra. Él mismo lo dijo: “Si el grano de trigo no muere queda infecundo”. Su misterio pascual, misterio de muerte y de resurrección es el misterio de un grano que muere y de un grano que resucita, que brota, y que va creciendo.
¿Y dónde va creciendo? Va creciendo en la Iglesia, fruto de la muerte de Cristo, de su sangre derramada. Si miramos la Iglesia el día en que el Señor ascendió a los cielos, nos espantamos por su pequeñez. Era el primer tallo, débil, tembloroso. La venida del Espíritu santo el día de Pentecostés hizo que ese grupo reducido tuviera el coraje de salir a la luz pública. Y allí comenzaron las conversiones.
Los apóstoles se repartieron por todo el mundo, siguiendo las rutas del Imperio Romano, por tierra y por agua. Brotaron, entonces, las pequeñas comunidades, plantadas también ellas sobre la sangre de los mártires. Y así esa Iglesia, que vimos tan pequeña en el Cenáculo, se fue extendiendo, creciendo, de día y de noche, hasta hacerse inmensa. Como dice la parábola de hoy: La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano.
Impresiona como el Señor escogió a un grupito de personas débiles para convertir al Imperio más grande de aquella época. Dice San Pablo que Dios eligió a los necios del mundo para confundir a los fuertes. Los apóstoles eran humildes y pequeños, pescadores y publicanos. Eran la semilla de mostaza que, cuando se la siembra, es la más pequeña, pero después crece y llega a ser la más grande de las legumbres.
La vida del alma humana
Esto que hemos considerado con respecto a la Iglesia universal, podemos también aplicarlo a cada uno de nosotros. El día en que fuimos llevados a la pila bautismal, Dios sembró la fe en nuestra alma. La fe es un don de Dios, viene de Dios, el sembrador de la vida divina. Una fe inicial, pequeña, como el grano de mostaza. Pero, a partir del día, en que adquirimos el uso de la razón, esa fe comenzó a crecer. Porque nuestra fe tiene una historia, con sus altos y sus bajos. Pero si nos mantenemos fieles, nuestra fe tiende a crecer contra viento y marea, hasta hacerse un árbol sólido donde anidan los pájaros.
La fe es, pues, como una semilla en nuestra alma, comparable a un grano de mostaza. También lo es la palabra de Dios, gracias a la cual nuestra fe va creciendo. El mismo Jesús comparó la palabra con una semilla que se anida en el corazón. Esa palabra está allí para edificar e implantar nuevas virtudes, para destruir y arrancar viejos vicios.
Si la ahogamos con nuestras preocupaciones terrenas, con nuestro egoísmo, con nuestras deslealtades, entonces esa semilla queda sofocada y perece. En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos la hermosa expresión: “la palabra del Señor crecía”. Así debe suceder en el interior de cada uno de nosotros.
¡Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica!
Queridos hermanos, pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo de Jesús, de ese Jesús que se hizo semilla por nosotros, grano de trigo molido en la pasión, alimento de las almas en la Eucaristía. Pidámosle, por eso, que crezca cada día más en nuestro corazón y que nos transforme por dentro, para que así su semilla se vuelva fecunda.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
4º dia del Seminario: "El destino del Eros: El lugar de la sexualidad en la plenitud humana"
La castidad es el deseo sexual integrado; la castidad es la virtud de los amantes que aman con todo su ser. La fuente de la castidad es el amor que se recibe, la virtud de la castidad es reconocerse amados.
Estructura de la virtud de la castidad
Las virtudes se estructuran en 2 partes: integrales, subjetivas y potenciales.
Parte Integral de la virtud de la Castidad:
La castidad se divive en dos, el pudor y la nobleza
El pudor, es la reaccion natural de vergüenza ante una manifestación inadecuada del cuerpo y la palabra. El pudor nace, por que reconoce el peligro de cosificar la vida afectiva de las personas.
El pudor tiene una dimensión cultural.
La nobleza
Si la experiencia del pudor nos hace dar un paso atras, la nobleza nos hace dar un paso adelante. La nobleza es el orgullo de saber que se tiene el don de una presencia y nos ayuda a cuidarlo.
La bondad es la intención y la energía para cuidar los deseos.
La castidad afecta a todo el que ama, todo el que ama esta llamado a poner excelencia en su actuar.
La castidad conyugal no es continencia, es entonces excelencia .
Virtudes que potencian la Castidad
1.- Continencia: Es el dominio del deseo en cualquier circunstancia de la vida.
2.- Mansedumbre: Modera aquello que es contrario a uno
3.- Humildad: Serena la pretención de conseguirlo todo. Acepta que no podmeos pretender demasiado.
4.- Studiositas: Foco del corazón. Saber enfocar los fines importantes de la vida.
5.- Eutrapelia: Sabe como hacer que el alma no quede presa del estres.
6.- Ornato: El cuidado del cuerpo.
La castidad es bella por que revela la intimidad
El verdadero ecumenismo
Es la participación de la verdad ontológica que, en su dimensión trascendente y sobrenatural, se encarna en Jesucristo Dios y hombre verdadero
Para entender el verdadero ecumenismo es necesario integrar la fe y la razón, porque en el catolicismo la gracia no anula la naturaleza sino que la perfecciona. Por eso es fundamental comprender que la pluralidad no tiene sentido sin la unidad de la verdad. Sin unidad, la pluralidad se disuelve en la nada. De modo que hablar de la unidad en la verdad es hablar de ecumenismo verdadero como participación de la verdad ontológica que, en su dimensión trascendente y sobrenatural, se encarna en Jesucristo Dios y hombre verdadero.
Una vez que comprendemos la necesidad de la unidad y la verdad como fundamento de todo ecumenismo, el otro término necesario es el diálogo que no tiene sentido si no hubiera unidad en la verdad, o si el hombre fuera incapaz de alcanzar la verdad del ser. De aquí que el falso ecumenismo se caracterice por la negación de la Verdad. Su esencia es el intento de llegar a un acuerdo a partir de verdades y opiniones parciales que no tienen referencia a la Verdad objetiva y única. Por todo eso es muy importante resaltar que sin verdad objetiva no hay diálogo ni hay ecumenismo sino infinidad de conflictos.
Otro punto importante es que el Cuerpo Místico de Cristo es esencialmente ecuménico, de modo que todo movimiento que tienda a restaurar la plenitud de la unidad de la única Iglesia para que todos sean uno, bajo un solo Pastor, es verdadero ecumenismo. El ecumenismo hace referencia a la humanidad salvada por Cristo, que es la Iglesia verdadera. Por eso el sincretismo que se funda en la opinión equivocada de que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y laudables, acaban rechazando la verdadera religión y oponiéndose al ecumenismo.[1]
Si queremos un verdadero ecumenismo es necesario mencionar que la primera premisa para que el ecumenismo sea verdadero es que ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquella que se funda en la palabra revelada de Dios, es decir, fuera de la Iglesia Católica, que tiene como única Cabeza a Jesucristo (Mt 16,18; Lc 22, 32; Jn 21, 15-17).[2] Una verdad, una comunidad sobrenaturalmente perfecta. Esta es la razón por la que la Sede Apostólica no debe participar en Congresos en donde se sostenga que la Iglesia está dividida en partes, porque no debe dar autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera Iglesia de Cristo.[3]
Los falsos ecumenismos buscan transacciones sobre algo imposible que es el hecho de que la Iglesia Católica es la depositaria de la doctrina íntegra y sin errores. Y es que esto es tan sencillo como el principio de contradicción. No pueden formar una comunidad de hombres quienes afirman que la Sagrada Tradición es la fuente genuina de la Revelación y quienes lo niegan.[4] El único modo de unir a los cristianos es procurar su retorno a la única y verdadera Iglesia de Cristo. Porque quien no está unido al Cuerpo místico de Cristo no puede ser miembro suyo por no estar unido con a la Cabeza del mismo Cristo (Ef 5, 30; 1, 22). La Constitución Lumen Gentium, en su número 15 califica la comunión de los disidentes, como cierta comunión imperfecta. Pero eso no contradice que los elementos dispersos en esas comunidades sólo existen juntos en su plenitud en la Iglesia Católica. Por eso el verdadero ecumenismo, debe intentar hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos, hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad.[5] El verdadero ecumenismo consiste en el retorno pleno con miras a alcanzar la plenitud en el tiempo, encaminándonos a la unidad absoluta del Cielo, El decreto Unitatis redintegratio del Concilio ecuménico Vaticano II, manifiesta la finalidad del Concilio, que fue promover la restauración de la unidad de todos los cristianos en la única Iglesia fundada por Cristo. De modo que la división actual es un escándalo y un obstáculo que impresiona porque es como si Cristo estuviera dividido. Lamentablemente en la única Iglesia verdadera, se han producido escisiones de las que han surgido comunidades que se nutren de la fe en Cristo, pero que a pesar de las divisiones tienen alguna comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia Católica. Y por eso, a pesar de las discrepancias graves en doctrina, disciplina y estructura, los miembros de estas comunidades son reconocidos como hermanos en el Señor[6]. Pero hay que aclarar que los hermanos separados no gozan de la unidad, y que sólo por medio de la Iglesia Católica de Cristo puede conseguirse la plenitud total de los medios salvíficos, porque el Señor entregó todos los bienes del Nuevo Testamento a un solo Colegio apostólico que constituye un solo cuerpo. La caridad, el perdón, la conversión y la santidad son el alma de todo movimiento ecuménico.[7] Nada es tan opuesto al ecumenismo como el irenismo que consiste en el intento de desvirtuar la pureza de la doctrina católica y oscurecer su genuino y verdadero sentido.[8]
Uno de los problemas centrales que enfrenta el ecumenismo, es que en lo que respecta a las comunidades occidentales que discrepan entre sí y con la Iglesia Católica, hay discrepancias esenciales de interpretación de la verdad revelada.[9] Una falta grave de un falso ecumenismo, es ocultar los temas esenciales que podrían dificultar o incluso hacer imposible el diálogo. Eso es muy grave porque denota falta de fe y de ecumenismo, al ir en contra la unidad de la Iglesia. También son muy graves los intentos de acuerdos y compromisos que confunden a todos en lo que se refiere a la verdad única e indefectible de la Iglesia. Eso confunde a los hermanos separados y a los fieles de la Iglesia, lo cual también constituye una falta de fe, de esperanza y de caridad, porque el error debe ser rechazado.[10] Para reintegrar la unidad es indispensable conservar íntegro e intacto el depósito de la fe (Ef 5, 20) para que todos vengan a compartir con nosotros el don de Dios.[11] Por eso San Juan Pablo II nos alerta de ese falso ecumenismo que invade y corrompe, confunde y disuelve.[12] Si hay discordancias en temas esenciales, la verdad exige que se llegue hasta el fondo.[13]
Por otra parte hay que añadir que el problema no se reduce al ecumenismo, es decir, respecto a las iglesias cristianas, sino al diálogo interreligioso que es el diálogo con otras religiones no cristianas. Para enfrentar este reto, es necesario vacunar de una falsa complementación con las otras religiones, ya que absolutamente ninguna religión histórica fuera de la Iglesia Católica, ofrece la verdad completa sobre Dios.
Un ecumenismo que no señala claramente las divergencias esenciales en cuanto a la interpretación de la Verdad revelada, es un falso ecumenismo. Los protestantes son nuestros hermanos por la fe en Jesucristo y por el Bautismo en Cristo, pero lamentablemente están fuera de la unidad orgánica de la Iglesia y por lo mismo no disponen de la plenitud de los medios sobrenaturales de la salvación y están separados de la comunión perfecta.
Además de todo lo anterior, los católicos debemos saber que todos los hombres, de cualquier religión o sin religión, son nuestros hermanos por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, son miembros potenciales del Cuerpo Místico, ya que esperan la predicación de la Palabra de la única Iglesia verdadera que es la Iglesia Católica. De aquí se desprende la importancia de la Evangelización, porque gracias a la evangelización es posible que todos los hombres lleguen al conocimiento y a la plena comunión con la Verdad.
En suma, no hay verdadero ecumenismo ni diálogo sin unidad y sin verdad. Porque sin unidad, la pluralidad se disuelve en la nada. La unidad en la verdad es la esencia del ecumenismo auténtico, por lo que todo “ecumenismo” que pretende ocultar las discrepancias esenciales y realizar acuerdos y compromisos que confunden, constituye una falta grave de fe, esperanza y caridad.
NOTAS:
[1] Cfr. Pío XI. Mortliun animos, n.3.
[2] Cfr. Idem, n.8.
[3] Ibidem.
[4] Cfr. Idem, n.14.
[5] Cfr. Juan Pablo II. Ut unum sint, I, 14.
[6] Cfr. Unitatis redintegratio, I, n.3.
[7] Cfr. Idem, II, n.7 y 8.
[8] Cfr. Idem, II n.9-11.
[9] Cfr. Idem, III, 19.
[10] Cfr. Pacem in Terris, V, n.129 y 130.
[11] Cfr. Pablo VI, Ecclesiam Suam, B. n.53.
[12] Cfr. Juan Pablo II, Ut unum sint.
[13] Cfr. Idem, III, n79.
Timoteo y Tito, Santos
Memoria Litúrgica, 26 de enero
Obispos y Discípulos de San Pablo
Martirologio Romano: Memoria de los santos Timoteo y Tito, obispos y discípulos del apóstol san Pablo, que le ayudaron en su ministerio y presidieron las Iglesias de Éfeso y de Creta, respectivamente. Les fueron dirigidas cartas por su maestro que contienen sabias advertencias para los pastores, en vista de la formación de los fieles (s. I).
Etimología: Timoteo = Aquel que siente amor o adoración a Dios, es de origen griego.
Etimología: Tito = Aquel que es protegido y honrado, es de origen latino.
Breve Biografía
San Pablo nombró obispos a Timoteo y Tito, sus discípulos y colaboradores.
Los Santos Timoteo y Tito vivieron en la órbita del grande apóstol de las Gentes, y el nuevo calendario los coloca después de la fiesta de la “conversión” de San Pablo.
Timoteo es la imagen del discípulo ejemplar: obediente, discreto, eficaz, valiente. Por estas cualidades Pablo quiso que fuera su compañero de apostolado, en vez de Juan Marcos, durante el segundo viaje misionero en el año 50.
Había nacido en Listra, en donde Pablo lo encontró durante el primer viaje, y fue de los primeros convertidos al Evangelio; había sido educado en la religión hebrea por la abuela Loida y por la madre Eunice. Desde su encuentro con Pablo, siguió su itinerario apostólico; lo acompaña a Filipos y a Tesalónica.
Después los encontramos juntos en Atenas, en Corinto, en Éfeso y finalmente en Roma durante el primer cautiverio de Pablo. Fue un infatigable “viajero enviado” por el apóstol de las Gentes, y mantuvo los contactos entre Pablo y las jóvenes comunidades cristianas fundadas por él.
A menudo le llevaba las cartas y le daba noticias respecto de las mismas comunidades. Entre el 63 y el 66, cuando recibió la primera carta que le envió Pablo, Timoteo era el jefe de la Iglesia de Éfeso. Desde Roma Pablo le escribió una segunda carta, invitándolo a visitarlo antes del invierno. Es conmovedora la petición del anciano apóstol al “hijo” Timoteo, para que le llevara el abrigo que había dejado en Tróade, pues le servía para el frío en la cárcel de Roma. Timoteo estuvo presente en el martirio de Pablo; después regresó definitivamente a la sede de Éfeso, en donde, según una antigua tradición, murió mártir en el año 97.
El segundo fiel colaborador de Pablo fue San Tito, de origen pagano. Convertido y bautizado por el mismo apóstol, que lo llama “hijo mío”, se encuentra en compañía de Pablo en Jerusalén, en el año 49. Hizo con él el tercer viaje misionero y fue Tito quien llevó la “carta de las lágrimas” de Pablo a los fieles de Corinto, entre los cuales restableció la armonía y organizó la colecta para los pobres de Jerusalén.
Después del cautiverio de Roma, Pablo, de paso por Creta, dejó ahí a Tito con la misión de organizar la primera comunidad cristiana. Aquí recibió la carta de Pablo. Es un documento muy importante, porque nos informa sobre la vida interna de la Iglesia apostólica. Después Tito fue a Roma donde su Maestro, que lo mandó probablemente a evangelizar a Dalmacia, en donde todavía hoy está muy difundido su culto. Una antigua tradición, históricamente no confirmada, dice que Tito murió en Creta, de edad muy avanzada.