La paciencia de Dios
- 31 Julio 2018
- 31 Julio 2018
- 31 Julio 2018
El Soneto a Cristo Crucificado
Es un Poema a Cristo al que se le han atribuido muchos Santos... pero se desconoce su origen
Sus orígenes
El anónimo Soneto a Cristo crucificado, también conocido por su verso inicial «No me mueve, mi Dios, para quererte», es una de las joyas de la poesía mística en lengua española. Podría considerarse de lo mejor de la poesía en español de la segunda mitad del s. XVI. Aunque su autor permanece desconocido, se atribuye con gran fundamento al Doctor de la Iglesia san Juan de Ávila, aunque algunos lo atribuyen también al agustino Miguel de Guevara. El argumento más sólido para la atribución a Juan de Ávila, como señala Marcel Bataillon, es que el precedente de la idea central del soneto (amor de Dios por Dios mismo) se halla en bastantes textos del santo: “El que dice que te ama y guarda los diez mandamientos de tu ley solamente o más principalmente porque le des la gloria, téngase por despedido della.” En sus Meditaciones devotísimas del amor de Dios.
“Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra.” Glosa del “Audi filia”, cap. L.
La atribución a Santa Teresa de Jesús no se sostiene porque la mística abulense no supo manejar los metros largos; tampoco puede atribuirse a San Francisco Javier ni a San Ignacio de Loyola, porque de ellos no se conserva obra poética alguna estimable.
Montoliú, por otra parte, defiende la tesis de que el autor del soneto pueda ser Lope de Vega.
Soneto a Cristo crucificado
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Reflexionemos desde la perspectiva del soneto
Hoy lo queremos tomar prestado como para hacer una interesante reflexión: ¿Qué te mueve para servir a Dios? ¿En qué te basas para amarlo? A veces nos equivocamos sobre la forma de amar a Dios, buscamos beneficios o recompensas y evitamos castigos, pero ¿realmente reconozco que soy único y especial para Él? ¿Que me ama sobre todas las cosas y lo único que quiere de mi es mi amor para él?, pero que lo ame sin condiciones, sin ataduras, sin limites, sólo por el placer de amarlo porque a través de su crucifixión me manifestó a gritos su amor. Por medio de este soneto podemos apreciar el amor incondicional que Dios nos tiene y además nos sirve para reflexionar sobre cómo lo amamos nosotros. Buscar por qué amamos a Dios es nuestra tarea porque Él sólo pide de nosotros nuestro amor y como menciona Pablo en corintios “el amor es incondicional sin medida y único”.
San Ignacio de Loyola
Celebrado El 31 de Julio
San Ignacio de Loyola, presbítero y fundador
Memoria de san Ignacio de Loyola, presbítero, el cual, nacido en el País Vasco, en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje hasta que, herido gravemente, se convirtió a Dios. Completó los estudios teológicos en París y unió a él a sus primeros compañeros, con los que más tarde fundó la Orden de la Compañía de Jesús en Roma, donde ejerció un fructuoso ministerio escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios.
San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a mejorar, aunque la convalescencia duró varios meses. No obstante la operación, la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja.
Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalescencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalescencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación.
En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios Espirituales». Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. AqueIla experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
En febrero de 1523, Ignacio partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él.
Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare» se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528. Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta.
Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.
Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignació partió de París en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de «La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propitius ero (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignació ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda. Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamenle y de formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino».
La prudencia y caridad del gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios». A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
El amor de Dios era la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra cosa».
La publicación de Monumenta Historica Societatis Jesu ha puesto al alcance del público una inmensa cantidad de documentos. Ahí puede verse prácticamente todo lo que puede arrojar alguna luz sobre la vida del fundador de la orden. Particularmente importantes son los doce volúmenes de su correspondencia, tanto privada como oficial, y los memoriales de carácter personal que se han descubierto. Entre éstos se destaca el relato de su juventud, que san Ignacio dictó en sus últimos años, accediendo a los ruegos de sus hijos, a pesar de la repugnancia que ello le producía. Esa autobiografía está publicada en BAC. Es difícil recomendar qué bibliografía dejhar de la restante que trae Butler, ya que han pasado algunas décadas desde aquella publicaión y la actualidad, sin embargo, con esa limitación, copio los títulos que allí figuran, haciendo al salvedad de que seguramente hay estudios más actualizados sobre una personalidad tan relevante: La del P. de Ribadeneira [también editada en BAC] conserva su valor, ya que se trata de la apreciación personal de alguien que estuvo en contacto íntimo con el santo. El volumen I de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (1902) del P, Astráin es prácticamente la historia de la carrera y actividades del fundador. El P. Astráin publicó, además, un valioso resumen biográfico. Las biografías del P. H. J. Pollea (1922) y de Christopher Hollis (1931), muy diferentes entre sí, son excelentes. El P. J. Brodrick, dice, refiriéndose a las biografías escritas por H. D. Sedgwick (1923) y P. van Duke (1926): «Esas dos obras son, con mucho, las mejores biografías de San Ignacio que los protestantes han escrito hasta la fecha; desde el punto de vista histórico, son muy superiores a muchas biografías católicas"».
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Carta a Diogneto (c. 200)
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La paciencia de Dios
El Señor y Creador del universo, Dios, que ha hecho todas las cosas y las ha dispuesto con orden, se ha mostrado no solamente lleno de amor a los hombres, sino también paciente. Él ha sido siempre, es y seguirá siendo el mismo: caritativo, bueno, dulce, veraz; él solo es bueno. Sin embargo, cuando concibió su grande e inefable plan, sólo se lo comunicó a su Hijo único. Mientras que mantenía en el misterio el plan de su sabiduría y lo reservaba, parecía descuidarnos y no preocuparse de nosotros. Pero cuando lo reveló por medio de su Hijo amado y manifestó lo que había preparado desde el principio, nos lo ofreció todo a la vez: la participación en sus beneficios, la visión y la inteligencia. ¿Quién de nosotros hubiera podido esperarlo? Dios, pues, lo había todo dispuesto aparte con su Hijo: pero, hasta estos últimos tiempos, nos ha permitido dejarnos llevar por nuestras inclinaciones desordenadas, arrastrados por los placeres y las pasiones. No es que él se complaciera lo más mínimo en nuestros pecados: únicamente toleraba ese tiempo de iniquidad sin darle su consentimiento. Preparaba el tiempo actual de la justicia para que, convencidos de haber sido indignos de la vida durante este período por razón de nuestros pecados, nos hiciéramos dignos ahora por la bondad divina, y que después de habernos mostrado incapaces de entrar por nosotros mismos en le Reino de Dios, por su poder nos hacíamos capaces… Dios no nos ha odiado, ni rechazado, no ha guardado rencor, sino que durante mucho tiempo ha tenido paciencia con nosotros.
Santo Evangelio según San Mateo 13, 36-43. Martes XVII de Tiempo Ordinario.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor Jesús, aclara mi entendimiento y mi corazón para poder conocerte y comprenderte cada día más.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Es bueno tener claro quiénes somos, a dónde vamos y qué queremos en la vida, pero para tenerlo claro es necesario verlo bajo la luz de Dios. ¿Qué nos quiere decir, hoy?
Nos podemos detener en el Evangelio, y escuchar las dulces y hermosas respuestas de Dios, hablándonos al corazón y diciéndonos, quiénes somos, a dónde vamos y qué debemos querer.
En el Evangelio de hoy descubrimos claramente el ver que somos hijos de Dios, que hemos sido creados por Él y que nos ama infinitamente; también podemos descubrir que somos parte de este hermoso, pero a la vez complicado campo, llamado mundo y que como ciudadanos de este mundo, estamos llamados a realizar una misión específica a la cual Dios nos ha llamado, y ante la cual debemos responder con amor y alegría, siempre velando porque todo se haga para bien de aquellos que aman a Dios, ya que no será fácil.
Habrá dificultades, sí, cometeremos errores sí, habrá un enemigo asechándonos sí, pero a pesar de ello, Dios no nos dejará de amar, ni nos dejará solos.
Pidamos al Señor la gracia de poder vivir amando, con alegría y sencillez, para poder hacer su santa voluntad en aquello a lo cual nos ha llamado, para que al final de la vida, la cosecha de amor sea abundante a sus ojos.
La misión del cristiano es testimoniar con alegría y humildad el Evangelio.
(Papa Francisco).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Haré una visita al Señor y le pediré luz para ver qué dispone hacer con mi vida.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre de
Al hombre moderno le resulta difícil aceptar la idea de un juicio final de Dios sobre el mundo y la historia
Por: Raniero Cantalamessa, OFM Cap.
Con tres parábolas, Jesús presenta en el Evangelio la situación de la Iglesia en el mundo. La parábola del grano de mostaza que se convierte en un árbol indica el crecimiento del Reino, no tanto en extensión, sino en intensidad; la parábola de la levadura indica la fuerza transformadora del Evangelio que "levanta" la masa y la prepara para convertirse en pan.
Los discípulos comprendieron fácilmente estas dos parábolas; pero esto no sucedió con la tercera, la parábola del trigo y la cizaña, y Jesús tuvo que explicársela a parte.
El sembrador, dijo, era él mismo; la buena semilla, los hijos del Reino; la cizaña, los hijos del maligno; el campo, el mundo; y la siega, el fin del mundo.
Esta parábola de Jesús, en la antigüedad, fue objeto de una memorable disputa que es muy importante tener presente también hoy. Había espíritus sectáreos, donatistas, que resolvían la cuestión de manera simplista: por una parte, está la Iglesia (¡su iglesia!) constituida sólo por personas perfectas; por otra, el mundo lleno de hijos del maligno, sin esperanza de salvación. A estos se les opuso san Agustín: el campo, explicaba, ciertamente es el mundo, pero también en la Iglesia; lugar en el que viven codo a codo santos y pecadores y en el que hay lugar para crecer y convertirse. "Los malos --decía-- están en el mundo o para convertirse o para que por medio de ellos los buenos ejerzan la paciencia".
Los escándalos que de vez en cuando sacuden a la Iglesia, por tanto, nos deben entristecer, pero no sorprender. La Iglesia se compone de personas humanas, no sólo de santos. Además, hay cizaña también dentro de cada uno de nosotros, no sólo en el mundo y en la Iglesia, y esto debería quitarnos la propensión a señalar con el dedo a los demás. Erasmo de Roterdam, respondió a Lutero, quien le reprochaba su permanencia en la Iglesia católica a pesar de su corrupción: "Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que sea mejor, pues ella también está obligada a soportarme en espera de que yo sea mejor".
Pero quizá el tema principal de la parábola no es el trigo ni la cizaña, sino la paciencia de Dios. La liturgia lo subraya con la elección de la primera lectura, que es un himno a la fuerza de Dios, que se manifiesta bajo la forma de paciencia e indulgencia. Dios no tiene simple paciencia, es decir, no espera al día del juicio para después castigar más severamente. Se trata de magnanimidad, misericordia, voluntad de salvar.
La parábola del trigo y de la cizaña permite una reflexión de mayor alcance. Uno de los mayores motivos de malestar para los creyentes y de rechazo de Dios para los no creyentes ha sido siempre el "desorden" que hay en el mundo. El libro bíblico de Qoelet (Eclesiastés), que tantas veces se hace portavoz de las razones de los que dudan y de los escépticos, escribía: "Todo le sucede igual al justo y al impío... Bajo el sol, en lugar del derecho, está la iniquidad, y en lugar de la justicia la impiedad" (Qoelet 3, 16; 9,2). En todos los tiempos se ha visto que la iniquidad triunfa y que la inocencia queda humillada. "Pero --como decía el gran orador Bossuet-- para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, en ocasiones se ve lo contrario, es decir, la inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo".
La respuesta a este escándalo ya la había encontrado el autor de Qoelet: "Dije en mi corazón: Dios juzgará al justo y al impío, pues allí hay un tiempo para cada cosa y para toda obra" (Qoelet 3, 17). Es lo que Jesús llama en la parábola "el tiempo de la siega". Se trata, en otras palabras, de encontrar el punto de observación adecuado ante la realidad, de ver las cosas a la luz de la eternidad.
Es lo que pasa con algunos cuadros modernos que, si se ven de cerca, parecen una mezcla de colores sin orden ni sentido, pero si se observan desde la distancia adecuada, se convierten en una imagen precisa y poderosa.
No se trata de quedar con los brazos cruzados ante el mal y la injusticia, sino de luchar con todos los medios lícitos para promover la justicia y reprimir la injusticia y la violencia. A este esfuerzo, que realizan todos los hombres de buena voluntad, la fe añade una ayuda y un apoyo de valor inestimable: la certeza de que la victoria final no será de la injusticia, ni de la prepotencia, sino de la inocencia.
Al hombre moderno le resulta difícil aceptar la idea de un juicio final de Dios sobre el mundo y la historia, pero de este modo se contradice, pues él mismo se rebela a la idea de que la injusticia tenga la última palabra. En muchos milenios de vida sobre la tierra, el hombre se ha acostumbrado a todo; se ha adaptado a todo clima, inmunizado a muchas enfermedades. Hay algo a lo que nunca se ha acostumbrado: a la injusticia. Sigue experimentándola como intolerable. Y a esta sed de justicia responderá el juicio. Ya no sólo será querido por Dios, sino también por los hombres y, paradójicamente, también por los impíos. "En el día del juicio universal --dice el poeta Paul Claudel--, no sólo bajará del cielo el Juez, sino que se precipitará a su alrededor toda la tierra".
¡Cómo cambian las vicisitudes humanas cuando se ven desde este punto de vista, incluidas las que tienen lugar en el mundo de hoy! Tomemos el ejemplo que tanto nos humilla y entristece a nosotros, los italianos, el crimen organizado, la mafia, la ‘ndrangheta, la camorra..., y que con otros nombres está presente en muchos países. Recientemente el libro "Gomorra" de Roberto Saviano y la película que se ha hecho sobre él han documentado el nivel de odio y de desprecio alcanzado por los jefes de estas organizaciones, así como el sentimiento de impotencia y casi de resignación de la sociedad ante este fenómeno.
En el pasado, hemos visto personas de la mafia que han sido acusadas de crímenes horrorosos defenderse con una sonrisa en los labios, poner en jaque a jueces y tribunales, reírse ante la falta de pruebas. Como si, librándose de los jueces humanos, habrían resuelto todo. Si pudiera dirigirme a ellos, les diría: ¡no os hagáis ilusiones, pobres desgraciados; no habéis logrado nada! El verdadero juicio todavía debe comenzar. Aunque acabéis vuestros días en libertad, temidos, honrados, e incluso con un espléndido funeral religioso, después de haber dado grandes ofertas a obras pías, no habréis logrado nada. El verdadero Juez os espera detrás de la puerta, y no se le puede engañar. Dios no se deja corromper.
Debería ser, por tanto, motivo de consuelo para las víctimas y de saludable susto para los violentos lo que dice Jesús al concluir su explicación sobre la parábola de la cizaña: "De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre".
Al servicio del Evangelio
Honduras: En el Seminario Mayor existe un ambiente que sigue moral y normas de la Iglesia
“Es evidente que hay cizaña y maldad, sobre todo, en la elaboración de informes "anónimos"; en el airear los mismos, mezclando datos, sospechas e interpretaciones; en el ignorar el seguimiento dado a los retos que se plantean"
"Hay cizaña en la debilidad afectiva y sexual, que a todos nos afecta y que puede generar actitudes y comportamientos inadecuados. Hay cizaña en el pesimismo estéril, en la mundanidad espiritual, en la búsqueda de formas de poder, de glorias humanas o bienestar económico. Reconocemos que esas tentaciones nos afectan y que, caemos en ellas. Pero reconocemos, igualmente, que la fuerza de Dios se manifiesta en nuestra debilidad”.
Es con estas palabras que el comunicado emitido por la Conferencia Episcopal de Honduras sale al paso a una serie de falsas noticias y acusaciones de las cuales ha sido objeto no solamente el cardenal Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa y coordinador del C9, el grupo creado por el Papa para reformar la Curia, sino también toda la Iglesia del país.
Ataques contra la Iglesia de Honduras
En días pasados, un medio estadounidense publicó una serie de noticias atacando a la Iglesia hondureña, y al cardenal. Todas infamias contra el Seminario Mayor en Honduras. Al respecto, la Conferencia Episcopal afirma que con toda certeza y verdad, no existe, ni ha existido, ni debe existir, en el Seminario, un ambiente como el que presenta ese reportaje en el cual da la impresión de que institucionalmente se promueven y sostienen prácticas contrarias a la moral y a las normas de la Iglesia, bajo la mirada complaciente de los Obispos.
La acción formativa del Seminario Mayor
El presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. Ángel Garachana, recuerda que el Seminario Mayor Nuestra Señora de Suyapa es una Institución interdiocesana que, aunque tiene su sede en la Archidiócesis de Tegucigalpa, está al servicio de la formación de los candidatos al sacerdocio de todas las Diócesis de Honduras, a excepción de la Diócesis de Comayagua.
En lo que respecta a la formación de los seminaristas, esta tarea la realizan desde 1997 la Congregación de Jesús y María (Padres Eudistas), de la Provincia de Colombia, a los que en los últimos años se han ido uniendo sacerdotes diocesanos hondureños. Por otra parte, la formación académica está atendida por un número importante de profesores, entre los que se encuentra el Cardenal Rodríguez Maradiaga, sacerdotes, religiosas y laicos. Y, en último término, se lee en el comunicado, cada uno de los Obispos de la Conferencia Episcopal son los responsables del proyecto formativo, del sostenimiento económico y del seguimiento del crecimiento humano, espiritual y pastoral de los seminaristas de las Diócesis.
Con oración trabajar por el bien de la comunidad
Por tanto, la Iglesia hondureña pide a los sacerdotes que acrecienten su entrega y dedicación generosa al servicio del Evangelio de manera que, siguiendo su ejemplo, surjan vocaciones libres, maduras y sin miedo a servir.
La Conferencia Episcopal ruega a los seminaristas, actuales y futuros, vivir con ilusión su discernimiento, crecer en confianza, autenticidad y transparencia con sus Obispos y formadores, y hacer ver honestamente en sus comunidades y parroquias las luces y sombras del Seminario. Pero sobre todo, acrecentar la oración por el Seminario Mayor y evitar toda clase de especulación que desconozca el respeto a la dignidad de Obispos, seminaristas, formadores y de todos los que, con limitaciones y fallos, buscan realizar el proyecto del Señor.
Novena a Santo Domingo de Guzmán
Oraciones para cada día de la novena, la puedes hacer tantas veces desees, de manera especial los días previos a la festividad (30 de julio al 7 de agosto)
Oración para todos los días
Dios todopoderoso que hiciste de nuestro Padre Domingo un testimonio vivo de la verdad y del amor, te rogamos nos concedas la gracia y la fuerza de seguir sus caminos, dejándonos guiar por tu sabiduría que viene de lo alto. Haz que por su mediación, sintamos en nosotros la urgencia de anunciar al mundo el Evangelio.
Haznos, Señor, vivir siempre en la esperanza y en la confianza de tu santa voluntad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
DÍA PRIMERO
Domingo Hablaba con Dios y de Dios
Ha sido siempre el objetivo de las almas grandes. Desde la experiencia cristiana que habla del Dios encarnado, a ese Dios se le busca en el propio interior, somos carne de Dios y en el otro, también encarnación de Dios. Surge así la relación clásica entre el cultivo de la vida interior y el darse a los demás: contemplación y acción; ¿complementarias?, ¿opuestas?.
Santo Domingo fue un fraile de su tiempo. Por lo tanto esencialmente contemplativo. Los momentos de oración eran los momentos más propios de su vida de canónigo regular. Pero las circunstancias – a través de las cuales es necesario descubrir el plan de Dios, y él lo descubrió, – le pusieron en contacto con una humanidad doliente y extraviada en el sur de Francia. Esto dio forma nueva a su oración.
La espiritualidad de Domingo es una espiritualidad de encarnación. Desde los hombres y para los hombres. Sus primeros biógrafos insisten en cómo continuamente hablaba de Dios. Pero también de cómo hablaba largamente con Dios. En este dialogo con Dios. La oración siempre es diálogo, y por lo tanto más escucha que charla, quería saber que sería de los pecadores.
A partir de ese momento su contemplación se centró en descubrir a Dios, su proyecto de amor a los hombres en esos hombres y mujeres con los que se encontró. Santo Domingo sabía de Dios en momentos de oración individual o comunitaria, en el estudio de su palabra. La contemplación le hizo a Domingo descubrir la necesidad de la predicación. Esta predicación, este contacto con esa humanidad, le hicieron humanizar su insistente oración.
Mirar a Domingo es necesario para entender y saber llevar a la práctica la siempre dialéctica relación entre oración y acción, silencio y predicación. Para que la espiritualidad no sea espiritualismo alienante, sino espiritualidad de ser humano que vive entre seres humanos, siente, goza y sufre con ellos, y está a su servicio para entregarles una Palabra escuchada, orada, estudiada, es decir, contemplada.
En la contemplación es donde más se une la inteligencia y la voluntad; gracia y naturaleza; y allí en la contemplación nace la predicación.
Con este espíritu Domingo fundó el Monasterio de Prulla, y desde entonces nuestras monjas dominicas están dedicadas al servicio divino, en oración continua y austeridad de vida que implica obras de penitencia, así como renuncias, con plena madurez de libertad. Su oración es contemplativa, pero en razón del carisma de toda la Orden, del que ellas participan, su oración es también apostólica. Las monjas predicadoras, sin abandonar el claustro, ni hacerse oír fuera de él, según requiere su vocación, cooperan de manera propia al ministerio de los frailes, invocando la iluminación del Espíritu Santo para que los predicadores, llevados por el amor de Dios, que es el alma del apostolado, sean voz de la palabra divina, en espíritu y en verdad, con integridad y pureza. Y a la vez instan al Espíritu Santo a que disponga, en actitud ampliamente receptiva, superadora de toda sabiduría humana, a los que escuchan el acto profético de la predicación, para que la palabra germine y obre eficazmente en ellos.
Oración Final
Santo Domingo, inspíranos a vivir un Evangelio integral, como respuesta a un mundo que busca y nos reta; y así, Padre, tu ejemplo nos estimule, y la Verdad nos ilumine en el estudio y la oración; y ambos nos urjan a transmitir a los demás lo que contemplamos y vivimos. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA SEGUNDO
Domingo Hombre de la Palabra: Predicador
A la oración Domingo, lleva los problemas de su predicación, las circunstancias en las que se hayan las personas a las que se dirige, las dificultades que encuentra en su misión: dificultades durante el día, oración más intensa durante la noche. Oración en la que, junto a la experiencia de Dios, une la experiencia de la humanidad pecadora, extraviada, con la que se encuentra, que le lleva a las lágrimas.
Ora de noche y de día. En realidad su predicación es oración y su oración predicación. Es una vida con dos vertientes, pero que se juntan en la cima. En ese lugar de conjunción es donde se sitúa la espiritualidad de Domingo.
En el santo es una oración cargada de afecto: oración “afectiva” como la llaman los teóricos de la mística. Afectiva porque en ella se junta el amor a Dios, el sentirse amado por él, con el amor a los hombres, por los que llora. Y su petición más continua que le diera Dios “verdadero amor para cuidar y trabajar eficazmente en la salvación de los hombres…” como nos dice el Beato Jordán. Es el mismo afecto que le impulsa en su misión de predicador.
Santo Domingo ha pasado a la historia precisamente por ser predicador y por fundar la Orden de los Frailes Predicadores. La predicación es el signo más distintivo de su relevancia histórica. Pero no fue el fundador de la predicación, que va unida al mismo ser de la Iglesia, sino un modo de predicar.
Es el corazón de Domingo quien le lleva a sus compromisos con las personas. Ese afecto le hace ser paciente con ellas. El diálogo largo y continuado es el modo de manifestar su interés por las personas. No es el catedrático que expone y defiende una tesis, para que triunfe la verdad, sin más, Domingo es predicador, va directamente al interior de la persona, les predica porque sufre con ellas, sus preocupaciones son las suyas, hace suyo su dolor, su error, su pecado y quiere caminar junto con ellas para superar todo lo que haya de negativo.
Oración Final
Concédenos, Santo Domingo, vocaciones nuevas, que continúen tu obra de la “Sagrada Predicación”, hablando con Dios o de Dios, para que, así, padre, se cumpla lo que tú mismo prometiste, en honor a la Verdad. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA TERCERO
“Caritas Veritatis”
A la espiritualidad de su Orden pertenece la expresión, que completa el lema general “veritas”, de “caritas veritatis”. La verdad querida, buscada, apasionadamente buscada incluso, con estudio, es decir con fervor. Sin embargo la expresión “caritas” va más allá de lo que podíamos llamar apasionamiento por la verdad. Hace alusión directa a las personas. Es la verdad de las personas y para las personas, la que se busca y ofrece: sólo la persona puede ser objeto de la caridad.
Por ello a su predicación pertenece la escucha del otro, el captar sus preocupaciones y también sus argumentos. Cuenta con el encuentro con las personas. Y con el diálogo con ellas. Y es que el predicador ha de estar pendiente de las dos direcciones de la verdad: la verdad escuchada, y la verdad expuesta. Amar la verdad es amar su escucha y su transmisión.
Al predicador le toca comunicar la verdad. Pero antes ha de tener capacidad de recibirla. En la recepción de la verdad los oídos han de estar abiertos, ser perspicaces para encontrarla. Domingo la encuentra en la Sagrada Escritura. El evangelio de San Mateo y las cartas de San Pablo las sabe de memoria.
Pero también en la gente con los que se encuentra, incluso en los herejes. Una vez más la verdad está en las personas. La caridad hacia la verdad empieza por la cercanía cordial a las personas, para descubrir en ese trato cordial, primero el valor absoluto del ser humano y segundo, que, serán herejes, pero la herejía está secuestrando verdades que existen en esa personas, verdades que hay que liberar.
La caridad es el núcleo del seguimiento radical de Cristo, y el núcleo del perfil evangélico de Domingo. El testamento de Domingo es muy sencillo: caridad, humildad, pobreza. Legó todo lo que poseía, diciendo; estas cosas son, hermanos carísimos, las que os dejo, como a hijos, para que las poseáis por derecho hereditario: “tened caridad, guardad la humildad y abrazad la pobreza voluntaria”.
Domingo dejo como herencia a sus hijos lo que él mismo había considerado el mejor tesoro de su vida al servicio del Evangelio.
Oración Final
Confiamos en tu ayuda, Santo Padre Domingo, y en la de los intercesores de la Orden que la Providencia ha querido para un servicio de “caridad en la verdad” en beneficio de toda la humanidad. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA CUARTO
La Verdad Transmitida
La Compasión Se usa con frecuencia la palabra compasión para manifestar el sentimiento que le producían las gentes a las que se dirigía en su predicación. Puede resultarnos un tanto paternalista en el significado que tiene en nuestra lengua. Pero si buscamos su etimología, vemos que es la misma, que la palabra “simpatía”. Las dos quieren decir “compartir sentimientos”. Es decir lo que se necesita para predicar es sintonizar afectivamente con la gente, sentir sus alegrías y sus tristezas. En expresión sencilla y evangélica querer a aquellos a los que se predica: no buscar ni la gloria propia, ni el triunfo de una idea, sino su salvación, su liberación. Esa es la compasión de Domingo. Sin esa compasión no hay predicación evangélica.
El problema que encierra ese estilo evangélico de predicación, puede ser su lentitud. Se somete al ritmo de la reflexión y decisión libre del ser humano.
Se enfrenta con las prisas de la necesidad del éxito experimentado y celebrado. Algo que fue de siempre y que hoy se hace más apremiante en esta sociedad que tiene necesidad de satisfacciones inmediatas.
Domingo se muestra como persona de una gran riqueza afectiva. El Beato Jordán decía de él:
“Consideraba un deber suyo alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran y, llevado de su piedad, se dedicaba al cuidado de los pobres y desgraciados.”
“Todos los hombres cabían en la inmensa caridad de su corazón y, amándolos a todos, de todos era amado.”
La compasión de nuestro Padre, es una de las notas más claras de la espiritualidad dominicana y anima toda la vida de sus hijos, porque no solamente me reconstruye a mí, sino también construye la fraternidad, no me aísla, no me encapsula, sino que soy más santo, cuanto más puedo llorar y dolerme con mi hermano.
Oración Final
Te confiamos a todos los que se han alejado de la Iglesia que puedan recuperar la luz de la fe, el consuelo de la esperanza y la alegría del amor que se nos da. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA QUINTO
La Alegría de Domingo
Esta alegría es subrayada tanto por el beato Jordán como por Sor Cecilia: alegría de su mismo semblante, expresión, como dice el beato Jordán, de su mundo interior; y que subraya también sor Cecilia. Y como el corazón alegre, alegra el semblante, la benignidad del suyo trasparentaban la placidez y el equilibrio del hombre interior. Y ciertamente no le faltaron motivos en la vida a santo Domingo para turbar esa alegría.
No se puede decir que su predicación hubiera sido plena de éxitos, ni que sus frailes y monjas no le dieran motivos de preocupación, que su Orden no fuera rechazada en diversos lugares. Incluso su sensibilidad le hacía reconocerse pecador y sufrir interiormente por su propio pecado. Por eso, el ver que mantenía esa alegría tan manifiesta, y, por ello, tan resaltada en quienes le conocieron, constituye una peculiaridad relevante de su carácter.
La alegría y la afabilidad en su trato, la proximidad de Domingo con la gente, su capacidad de amistad con cuantas personas se acercan a él… son el mejor testimonio de una personalidad madura y de la integración de los valores del amor humano en un proyecto de vida evangélico y apostólico. Domingo puede dar cauce a estas virtudes humanas precisamente porque ha conseguido liberar al amor humano de todas sus desviaciones. Por eso puede vivir la amistad humana con pleno equilibrio y serenidad. Y este es el objetivo más inmediato de la opción por la virginidad y el celibato.
Sólo las penas del prójimo quebraban ese carácter risueño. El hacer suyo el dolor del otro, es algo que sobresale en las descripciones de sus contemporáneos. Deberíamos detenernos en esa, llamemos, sensibilidad, de Domingo hacia el otro: sensibilidad que le llevaba a padecer con él y a alegrarse con él, a disfrutar de la presencia de los suyos frailes, monjas y laicos.
Domingo lloró mucho, dicen sus biógrafos. Siempre en el silencio y en la soledad de la oración, oración espiada por sus frailes. Las lágrimas, para muchos tratadistas de la mística son un don de Dios, que se encuentra en personas de alta sensibilidad espiritual. Cuando Domingo llora manifiesta efectivamente su sensibilidad exquisita a los motivos de sus lágrimas, los pecados de los demás y sus propios pecados. Y, en efecto, tener esa delicadeza interior de quien se duele de la falta de fidelidad propia y la de los demás al plan amoroso de Dios hacia los hombres, retrata un modo de ser. Nada humano le es ajeno y menos aquello que degrada la condición humana, el pecado.
Oración Final
Haznos, padre, como tú: confiados en la Providencia, dóciles al Espíritu, constantes en contemplar, convincentes en predicar, prudentes al enseñar, generosos en servir, valientes en emprender; en la alegría agradecidos, en el dolor esperanzados, en el cansancio perseverantes, en el convivir sinceros. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA SEXTO
Hombre de Iglesia
Domingo quería una predicación con sentido de Iglesia (in medio Ecclesiae) y una predicación desde la comunidad.
Domingo tenía un profundo afecto a la Iglesia, a pesar de todo lo que veía en ella. Lo había adquirido como acólito con su tío en Gumiel, como canónigo en Osma, en sus viajes a Roma y en sus contactos con fieles, sacerdotes, obispos, cardenales y papas… Sabía que el mandato misionero o la misión apostólica nos llega a través de la Iglesia. No quiso predicar sin la misión eclesial y, menos, contra la Iglesia. Y le decía a sus frailes: “Cuando vayan a predicar, visiten primero al obispo…
Y quiso predicar desde una comunidad o en equipo: por eso, nació la familia dominicana. Para que ni la muerte de Domingo ni la muerte de las sucesivas generaciones terminara con ese ministerio tan esencial en la Iglesia.
La leyenda habla del encuentro entre santo Domingo y san Francisco. Es verosímil, aunque no haya comprobación histórica. Lo importante es que quienes le conocieron y se impregnaron de su estilo de vida vieron algo lógico el abrazo entre los dos patriarcas. Veían en ellos hombres de abrazo. Son muchos los testigos de canonización y otros biógrafos que en santo Domingo destacan el cariño que tenía a los religiosos de otras órdenes.
Hay que subrayar no sólo su fidelidad a la Iglesia, fidelidad que se realiza en el intento de reformar y dar nuevo impulso a la predicación, sino también esas relaciones cordiales con otros miembros significados de la Iglesia. Santo Domingo fundó una Orden, no una secta. No necesitaba cerrarse en sí misma, dedicar tiempo a defenderse o a valorarse frente a otras instancias, sino abrazarse a ellas, colaborar con ellas, mantener cordiales relaciones entre los miembros de distintas órdenes o grupos de Iglesia. La historia nos dice que es necesario destacar este hecho porque más de una vez han surgido entre los institutos, movimientos, organizaciones eclesiásticas disputas poco evangélicas, sobre todo, propósitos poco eclesiales en la pastoral, en el intento de cultivar cada uno su huerto. ¡Qué lejos todo eso del estilo de santo Domingo!
Oración Final
Santo Domingo, padre y fundador nuestro, hombre del Evangelio, de oración y apostolado. Mira a tu familia que es llamada a seguirte consagrada a Cristo, y a su Iglesia en pobreza y fraternidad. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA SÉPTIMO
Activo en la Contemplación; Contemplativo en la Acción
Anuncia salvación en Cristo Jesús. Es una predicación llena de optimismo teológico. Este es un rasgo esencial de la espiritualidad y de la tradición dominicana. Los temas preferidos de Domingo son: la persona de Jesucristo, la cruz que redime, la salvación, la gracia, el amor y la misericordia de Dios.
No es una predicación negativa, de anatemas, de amenazas, de preceptos morales… Esa predicación inhibe y paraliza, pero no convierte, no es capaz de engendrar la fe.
Le interesa fomentar la experiencia de fe y confianza en la bondad de Dios. Es una predicación llena de esperanza, de buena noticia. La predicación del evangelio es liberadora. “Para ser libres os ha liberado Cristo”. Aviva la esperanza de pobres, pecadores, cautivos, herejes…Es una predicación profética, que ayuda a discernir en cada momento y en cada situación la voluntad de Dios y los caminos de Dio.
Este es un rasgo fundamental de la misión dominicana. La familia dominicana ha tomado hoy especial conciencia de que su misión debe ser una misión de fronteras.
Domingo predica sobre todo a aquellos que se encuentran en los márgenes de la sociedad (pobres y esclavos) y de la Iglesia (pecadores, herejes, paganos). “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.”
No anunciamos meras doctrinas o teorías, que es preciso aprender: anunciamos vida…, y por tanto hay que comenzar por mostrar en qué consiste la verdadera vida. El que anuncia el evangelio debe vivir, pues, conforme al Evangelio.
Domingo aprendió esto con la experiencia. Quiere imitar la vida apostólica, es decir, el estilo de vida de los Apóstoles: caminando a pie, sin oro ni plata, acompañado por otros que compartan su misión, itinerando de ciudad en ciudad, siguiendo a Cristo pobre… Así Domingo anuncia lo que él mismo está viviendo. Es la única forma de que le crean.
Oración Final
Santo Padre Domingo, llamado desde siempre “Luz de la Iglesia” y “Maestro de la Verdad”, con gran confianza nos dirigimos a ti. Intercede por los hombres, que encuentren en Cristo el modelo ideal del hombre nuevo y en su Evangelio la luz que orienta en el camino de la vida. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA OCTAVO
El Lema de su Orden: Alabar – Bendecir – Predicar
Laudare – Alabar
La alabanza es un deber de toda criatura frente a su creador, por el cual la criatura reconoce la belleza de su creador y la pequeñez de ella misma.
Domingo quiso que este oficio fuera también para su Orden, porque hasta esa época, era exclusivo de la Ordenes monásticas y canónicas, que hacían del oficio el corazón de su trabajo. Para Santo Domingo la alabanza es la que le da vitalidad a la predicación del dominico.
La alabanza va llenando la vida del dominico, impidiendo que ese día sea absorbido por lo mundano que pasa; evita que la fugacidad de las cosas pierda el día y este se escape. “Desde el Ángelus, hasta el Salve, el dominico debe alabar al Señor”.
Entonces, esto de “hablar con Dios y de Dios”, se hace realidad, porque para santo Domingo la alabanza le pone al apóstol la meta hacia donde debe dirigirse el alma.
La alabanza va impregnando el pensamiento y el alma de los misterios de Cristo. Celebro la vida del que amo, y del que después puedo hablar por abundancia del amor.
Estamos llamados a tocar la realidad. En la alabanza se produce el milagro de hablar de lo que hemos visto y oído.
Benedicere – Bendecir
Es una Orden sacerdotal canonical, por eso tomó la regla de San Agustín, que era propia de las reglas sacerdotales, y pidió a sus hermanos ser fieles a sus compromisos canónicos, que no dejen esta condición sacerdotal.
Santo Domingo, no sólo quiere predicar, sino salvar a los hombres, asumir el oficio redentor del Verbo. De la humanidad de Cristo, Domingo y sus hijos, quieren ser servidores, ministros, porque Jesús ha querido participar su sacerdocio, para ser mediador entre Dios y los hombres, con el inmenso poder de comunicar la pascua del Señor, los frutos de la redención, por eso se dice que es una orden canónica.
Santo Domingo ha querido hacerse ministro y predicador de la gracia, que es irrenunciable para el dominico. ¿Cómo no va ha dejar este legado sacerdotal, aquel que no podía terminar la Misa sin ponerse a llorar?. Quiere asemejarse tanto al único sacerdote, que es capaz de desgarrarse en un grito de angustia: “¿Padre, qué será de los pecadores?”
Es el ser de todo dominico “Amar a todos y en todos ser amados”. Esto es lo que Santo Domingo le pedía a Dios: caridad, para entregarse el mismo por la salvación de los hombres.
Praedicare – Predicar
Así como la alabanza está en primer lugar, la predicación está en último lugar; porque así lo ha entendido nuestro padre, como una conquista, una consecuencia, y como el fin último hacia el cual Santo Domingo ha querido orientar a sus hijos. El modo en que Santo Domingo ha querido imprimir un rasgo en su Orden, es el oficio del Verbo, ser palabra viva y eficaz de revelación y salvación. Por eso es que la Orden tiene esta constante figura, como modelo, “la predicación de Jesucristo”.
Esta función por primera vez la iglesia, la confía a la Orden de Santo Domingo. En las primeras constituciones de la Orden, Santo Domingo establece que la orden desde sus orígenes fue instituida para la predicación y salvación de las almas. La Orden de predicadores es la única institución eclesial que tiene como función y como vida la predicación. En la Bula de Diciembre de 1.221, Honorio III aprueba la Orden, y reconoce que Dios mismo ha inspirado este carisma: “ustedes son predicadores”. Es la firma de la propia Iglesia.
Oración Final
Bienaventurado Padre Domingo, te aclamamos tus hijos, por ser tú nuestra esperanza y te damos gracias por hacernos herederos de tu vida y misión. Varón evangélico, amigo de cristo y de los hombres, Domingo, intercede por nosotros. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.
DÍA NOVENO
La Devoción a María, Reina del Santísimo Rosario
La devoción a María es parte integrante del ideal de Domingo. La devoción particular de los dominicos, a María Reina de Rosario, tiene su lógica explicación en el hecho de que el Rosario consiste en la contemplación de los misterios de la salvación, en los cuales María ha participado directamente y más intensamente que cualquiera otra criatura.
El Rosario, además, es para el dominico escuela de contemplación y fuente fecunda de celo apostólico. Los “misterios”, son objeto de contemplación y de predicación.
A María, Reina de la Misericordia, como a su especial patrona, Domingo había confiado toda la Orden. Los primeros frailes predicadores, son conscientes de que gozan de una especial protección de María y la consideran “singular auxiliadora”, “abogada de la Orden”; porque ella “promueve la Orden y la defiende”. Cuando María se aparece a los frailes, llama a la Orden Dominicana “mi Orden”, y a los frailes “mis frailes”. Ella asiste a sus frailes durante la vida y en el momento de su muerte.
A cambio de esta protección especial, la Orden mantiene una devoción particular a María, desde sus comienzos. La vida dominicana es considerada por los primeros frailes como un servicio a María y a su hijo.
En la mañana, se canta las alabanzas de María recitando su oficio; en la noche, antes de ir a descansar, se invoca nuevamente a María con el canto de la Salve. También se introdujo la costumbre de invocar a María con el canto de la Salve en el momento del tránsito de los religiosos, a la vida eterna.
A María, “Patrona singular de la orden, y Madre de Misericordia”, se confía de esa manera el alma de sus hijos.
Oración Final
Santa María que elegiste a tu siervo Domingo de Guzmán para que, empuñando el santo Rosario, extendiera tu nombre a lo largo y a lo ancho del mundo. Haz que tu nombre y el nombre de tu Hijo sean siempre nuestro programa y nuestra consigna, y lleguemos así limpios y salvos al eterno hogar donde el Padre de todos nos espera. Por Cristo nuestro Señor.
Amén.