La perla de gran valor
- 01 Agosto 2018
- 01 Agosto 2018
- 01 Agosto 2018
San Alfonso María Ligorio
Celebrado El 1 de agosto
San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia
Memoria de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, que refulgió por su celo por las almas y por sus escritos, su palabra y su ejemplo. A fin de promover la vida cristiana en el pueblo, trabajó infatigablemente predicando y escribiendo, especialmente sobre teología moral, disciplina en la que es considerado maestro, y tras muchos obstáculos, fundó la Congregación del Santísimo Redentor, para evangelizar a la gente falta de formación. Elegido obispo de Sant'Agata dei Goti, se entregó de modo excepcional a este ministerio, que tuvo que dejar quince años después aquejado por graves enfermedades, y pasó el resto de su vida en Nocera dei Pagani, en Campania, entre grandes sacrificios y dificultades.
San Alfonso nació cerca de Nápoles en 1696. Sus padres eran don José de Liguori, capitán de las galeras del rey, y Doña Ana Cavalieri. Ambos esposos eran tan distinguidos como virtuosos. El santo recibió en el bautismo los nombres de Alfonso María Antonio Juan Francisco Cosme Damián Miguel Gasllar; pero prefería que le llamasen simplemente Alfonso María. El padre de Alfonso, deseaba que su primogénito recibiese una educación muy esmerada y le nombró tutores desde muy niño. Empezó a estudiar jurisprudencia a los trece años y a los dieciséis, por privilegio especial, pudo presentar en la Universidad de Nápoles el examen de doctorado en derecho civil y canónico y obtuvo el título por aclamación. Una leyenda afirma que Alfonso no perdió un solo caso en los ocho años que ejerció la abogacía. En 1717, Don José arregló el matrimonio para su hijo, pero la boda no llegó a celebrarse. Alfonso siguió trabajando como hasta entonces. Durante un par de años, el joven se resfrió un tanto en su vida religiosa y concibió cierto gusto por la vida social, aunque conservó siempre el propósito de no cometer un solo pecado mortal. Alfonso era muy afecto a oír música en el teatro, pero además se presentaban ahí otros espectáculos indecorosos. Para evitarlos, como Alfonso era muy miope, le bastaba quitarse los anteojos cuando se levantaba el telón, oír la buena música y no ver el mal espectáculo. En la cuaresma de 1722 hizo un retiro en el convento de los lazaristas; ello y la recepción del sacramento de la confirmación en el otoño del mismo año, reavivaron su fervor, de suerte que, en la cuaresma del año siguiente, el joven hizo voto de virginidad y de abandonar el ejercicio de su profesión en cuanto comprendiese que Dios se lo pedía. Pocos meses más tarde, Dios manifestó claramente su voluntad.
Cierto noble napolitano había puesto pleito al gran duque de Toscana para obtener la posesión de una propiedad valuada en una suma altísima. Una de las partes contendientes, probablemente el noble napolitano, solicitó los servicios de Alfonso, y el discurso que éste pronunció en favor de su cliente, impresionó mucho a la corte. Pero cuando Alfonso terminó de hablar, eI abogado de su adversario se contentó con decirle: «Todo vuestro discurso ha ido inútil, porque no habéis mencionado el punto del que depende esencialmente la solución del caso». Alfonso le pidió la prueba de ello, y el abogado le tendió un documento que Alfonso había leído varias veces, pero sin caer en la cuenta del sentido del párrafo subrayado. La cuestión que se trataba de aclarar era si la propiedad estaba sujeta a la ley de Lombardía o a las capitulares de Anjou. Ahora bien, el párrafo mencionado por el abogado del adversario resolvía la cuestión contra el cliente de Alfonso. Este guardó silencio un momento y después declaró: «Me he equivocado. Tenéis razón y habéis ganado la causa». Dicho esto, abandonó la sala. A pesar de la indignación de su padre, Alfonso se negó a seguir en el ejercicio de su profesión y a contraer matrimonio. En dos ocasiones, mientras visitaba a los enfermos del hospital de incurables, oyó una voz que le decía: «Abandona el mundo y entrégate a Mí». Alfonso se dirigió entonces a la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia, puso su espada sobre el altar y pidió ser admitido en el oratorio. Don José hizo lo imposible por disuadir a su hijo, pero al fin, viéndole tan decidido, le dio permiso de que recibiese la ordenación sacerdotal, a condición de que abandonase el oratorio y fuese a vivir a su casa. Siguiendo el consejo del P. Pagano, su director de conciencia, que era oratoriano, Alfonso aceptó la condición.
Después de hacer los estudios sacerdotales en su casa, fue ordenado en 1726. Pasó los dos años siguientes en trabajos de misión en el reino de Nápoles, donde dejó huella. En los comienzos del siglo XVIII, se exageró en el púlpito la tendencia renacentista a la oratoria ampulosa y florida y, en el confesionario, el rigorismo jansenista. El padre Alfonso se rebeló contra ambas tenciencias. Predicaba con tal sencillez, que alguien observó: «Es un placer escuchar vuestros sermones, porque os olvidáis de vos para predicar a Jesucristo». El santo decía más tarde a sus misioneros: «Emplead un estilo sencillo, pero trabajad a fondo vuestros sermones. Un sermón sin lógica resulta disperso y falto de gusto. Un sermón pomposo no llega a la masa. Por mi parte, puedo deciros que jamás he predicado un sermón que no pudiese entender la mujer más sencilla». El santo trataba a sus penitentes como almas que era necesario salvar y no como criminales que había que castigar para que volviesen al buen camino. Se dice que jamás rehusó la absolución a un penitente. Naturalmente, los métodos del padre Alfonso no agradaban a todos y no faltaba quien los mirase con suspicacia. El santo organizó en grupos a los «lazzaroni» de Nápoles para enseñarles la doctrina cristiana y la práctica de la virtud. En una ocasión, Alfonso reprendió a uno de los miembros porque ayunaba exageradamente, y a otro le dijo: «Dios quiere que comamos para vivir. Por consiguiente, cuando haya buena carne, comedla tranquilamente, pues os hará mucho bien». Los enemigos del santo se encargaron de desvirtuar esas palabras y transformar su sentido, afirmando que Alfonso se dedicaba a organizar la secta «de la buena carne» y que ello olía a epicureísmo, quietismo y otras herejías. Las autoridades civiles y eclesiásticas intervinieron en el asunto, arrestaron a algunas personas y obligaron a san Alfonso a explicarse. El arzobispo, después de oírle, le aconsejó únicamente que fuese más prudente: pero la secta «de la buena carne» siguió existiendo y se transformó, con el tiempo, en la gran Cofradía de las Capillas; sus miembros, que pertenecían a las clases trabajadoras, se reunían diariamente para orar en común y recibir instrucción en las capillas de la cofradía.
En 1729, a los treinta y tres años de edad, San Alfonso abandonó la casa paterna y pasó a ejercer el cargo de capellán en un seminario en que se preparaban los misioneros destinados a China. Ahí conoció a Tomás Falcoia, con el que pronto trabó amistad. Tomás era un sacerdote de la edad de Alfonso, que había consagrado su vida a fundar un instituto, según una visión que tuvo en Roma. Pero hasta entonces, sólo había conseguido establecer un convento de religiosas en Scala, cerca de Amalfi, donde las religiosas se regían por las reglas de las visitandinas. Una de ellas, llamada María Celeste, comunicó al P. Falcoia que había tenido una revelación de las reglas que debían gobernar a la congregación, y el joven sacerdote quedó muy impresionado al ver que dichas reglas coincidían exactamente con las que le habían sido reveladas a él. San Alfonso empezó a interesarse en el asunto en 1730. Por la misma época, el P. Falcoia fue elegido obispo de Castellamare, lo que le permitió entrar de nuevo en contacto con las religiosas de Scala. Uno de los primeros actos de su episcopado fue invitar a Alfonso a predicar unos ejercicios a las religiosas. El hecho había de tener grandes consecuencias para todos.
San Alfonso predicó los ejercicios y aprovechó la ocasión para investigar, con la precisión de un abogado, el asunto de las visiones de María Celeste, hasta que llegó a la conclusión de que se trataba realmente de una revelación y no de una alucinación. Así pues, con la autorización del obispo de Scala y el consentimiento de las religiosas, les aconsejó que se atuviesen a las reglas de la revelación de María Celeste. El día de la Transfiguración de 1731, las religiosas vistieron el nuevo hábito, rojo y azul, y abrazaron la estricta clausura y la vida de penitencia. Tales fueron los comienzos de la Congregación de las Redentoristas, que todavía existen en algunos países.
San Alfonso se había encargado de explicar y comentar los puntos oscuros de la regla. Mons. Falcoia le propuso entonces que fundase una congregación de misioneros que se dedicasen a trabajar entre los campesinos. El santo aceptó, a pesar de la violenta tempestad que suscitó la empresa. En 1732, se trasladó de Nápoles a Scala, después de haberse despedido, con detenimiento y tristeza, de su padre. En noviembre del mismo año, fundó la Congregación del Santísimo Redentor, cuya primera casa pertencía al convento de las religiosas. La ongregación contaba con nueve postulantes. San Alfonso era el superior inmediato, Mons. Falcoia tomó por su cuenta la dirección general. Pero casi nmediatamente surgieron dificultades, pues unos sostenían que san Alfonso era la suprema autoridad de la congregación y otros apoyaban la causa del obispo. En una palabra, la congregación se vio pronto dividida por el cisma. Por otra parte, María Celeste partió a Foggia a fundar un nuevo convento, de suerte que, al cabo de cinco meses, el santo se encontró sólo con un hermano coadjutor. Sin embargo, más tarde se presentaron otros candidatos, y san Alfonso estableció la sede de la congregación en una casa más grande. En 1733, los nuevos misioneros predicaron en Amalfi con gran éxito. En enero del año siguiente, fundó otra casa en Villa degli Schiavi y se dedicó a misionar ahí. San Alfonso es tan famoso como moralista, como escritor y como fundador de los Redentoristas que, con frecuencia, se olvida su brillante actuación como misionero popular. De 1726 a 1752, san Alfonso predicó con enorme éxito en todo el reino de Nápoles, particularmente en las regiones rurales. Su confesonario estaba siempre asediado y Alfonso convertía a los pecadores más endurecidos a la práctica de los sacramentos, reconciliaba a los enemigos y restablecía la paz en las familias. De san Alfonso heredaron us hijos la costumbre de volver a los pueblos misionados algunos meses después de las prédicas para confirmar y consolidar el trabajo.
Pero las dificultades de la nueva congregación apenas habían comenzado. En el año de la fundación de Villa degli Schiavi, España reconquistó el Reino de Nápoles. Carlos III, monarca absolutista si los hubo, ocupaba el trono, y su primer ministro, el marqués Bernardo Tanucci, iba a ser durante toda su vida el gran enemigo de los Redentoristas. En 1737, un sacerdote poco honorable divulgó falsos rumores sobre los ocupantes de la casa de Villa degli Schiavi; algunos hombres armados atacaron a la comunidad y san Alfonso juzgó prudente suprimir esa fundación. Al año siguiente, se vio obligado a suprimir también la casa de Scala. Por otra parte, el cardenanal Spinelli, arzobispo de Nápoles, encomendó al santo la organización de una gran misión en toda su arquidiócesis. San Alfonso la organizó y predicó durante dos años, hasta que la muerte de Mons. Falcoia le permitió volver a ocuparse de su congregación. En el capítulo que fue convocado, san Alfonso fue elegido superior general; el mismo capítulo general se encargó de redactar las constituciones. Los misioneros así reorganizados fundaron varias casas en los años siguiente, a pesar de la oposición de las autoridades españolas. El regalismo estaba a la orden del día, y el anticlericalismo implacable de Tanucci era una espada que amenazaba constantemente la vida de la nueva congregación. En 1748, san Alfonso publicó en Nápoles la primera edición de su «Teología Moral», en forma de comentario a la obra del P. Busenbaum, teólogo jesuita. La segunda edición, que fue propiamente la primera de la obra completa, apareció entre los años de 1753 y 1755. El Papa Benedicto XIV la aprobó y el éxito fue enorme, ya que san Alfonso trazaba con extraordinaria sabiduría el camino intermedio entre el rigorismo jansenista y el laxismo. Durante la vida del santo se publicaron siete ediciones más. Los jansenistas habían acabado por introducir en el pueblo la costumbre de comulgar muy de vez en cuando, con el pretexto de estar mejor preparados para recibir ese altísimo sacramento, y habían considerado la devoción a la Santísima Virgen como una superstición. San Alfonso atacó ambos errores y defendió sobre todo la devoción a Nuestra Señora, con la publicación de «Las Glorias de María» (1750).
A partir de 1743, fecha de la muerte de Mons. Falcoia, san Alfonso desplegó una actividad increíble para guiar a su Congregación a través de los más peligrosos escollos, en el intento de obtener para ella la autorización regia; ayudaba a las almas, predicaba misiones en Nápoles y en Sicilia y escribía libros. Lo extraordinario era que aún encontraba tiempo para pintar y componer himnos y piezas musicales. Un prelado de Nápoles resumió la opinión popular en las siguientes palabras: «Si yo fuese Papa, le canonizaría sin hacer ningún proceso». El P. Mazzini escribía: «Cumplió de un modo perfectísimo el precepto divino de amar a Dios sobre todas las cosas, con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Ello es patente a todos y parlicularmente a mí, que pasé tantos años con él. El amor de Dios resplandecía en todos sus actos y palabras: en su manera de hablar de Dios, en su recogimiento, en la devoción con que oraba ante el Santísimo Sacramento y en su continuo ejercicio de la presencia divina». San Alfonso era estricto, pero a la vez tierno y compasivo. Como él mismo había sufrido de escrúpulos, sabía comprender a quienes los padecían. En el proceso de beatificación, el P. Cajone afirmó: «A mi modo de ver, su virtud característica era la pureza de intención. Trabajaba siempre y en todo, por Dios, olvidado de sí mismo. En cierta ocasión nos dijo: `Por la gracia de Dios, jamás he tenido que confesarme de haber obrado por pasión. Tal vez sea porque no soy capaz de ver a fondo en mi conciencia, pero, en todo caso, nunca me he descubierto ese pecado con claridad suficiente para tener que confesarlo.'» Esto es verdaderamente extraordinario, si se tiene en cuenta que san Alfonso era un napolitano de temperamento apasionado y violento, que podía haber sido fácilmente presa de la ira, del orgullo y de la precipitación.
A los sesenta y cinco años, san Alfonso fue nombrado por el papa Clemente XIII obispo de Santa Agata dei Goti, situada entre Benevento y Capua. El mensajero del Nuncio Apostólico se presentó en Nocera, saludó al santo con el título de Ilustrísimo Señor y le dio el documento en que se le anunciaba su nombramiento. San Alfonso, después de haberlo leído, lo devolvió con estas palabras: «Por favor, no volváis a llamarme Ilustrísimo Señor, porque eso me causaría la muerte». Pero el Papa no aceptó la renuncia, y el santo fue consagrado en la iglesia de la Minerva de Roma. Santa Agata era una diócesis pequeña. Tal vez era ésa su única cualidad. Había en ella 30.000 habitantes, diecisiete casas religiosas y cuatrocientos sacerdotes, de los que unos cuantos vivían confortablemente de las rentas de sus beneficios sin practicar los ministerios sacerdotales, y los otros no sólo eran negligentes, sino que positivamente vivían en el mal. Los fieles no eran mejores que sus pastores y la situación empeoraba de día en día. El nuevo obispo se estableció modestamente y organizó una gran misión. Para ello pidió ayuda a todas las congregaciones religiosas de Nápoles; la única que excluyó, con gran tacto y prudencia, fue la de los redentoristas. El santo sólo recomendó dos cosas a los misioneros: la sencillez en el púlpito y la caridad en el confesonario. Más tarde, dijo a un sacerdote que no seguía sus consejos: «Vuestro sermón me quitó el sueño toda la noche ... Si lo que queríais era predicaros a vos y no a Jesucristo, no valía la pena venir desde Nápoles a Ariola». San Alfonso emprendió también la reforma del seminario y de la manera negligente de conceder los beneficios eclesiásticos. Algunos sacerdotes celebraban la misa en menos de quince minutos. San Alfonso los suspendió «ipso facto», a no ser que se corrigiesen, y escribió un conmovedor tratado sobre ese punto: «En el altar el sacerdote representa a Jesucristo, como dice san Cipriano. Pero muchos sacerdotes actuales, al celebrar la misa, parecen más bien saltimbanquis que se ganan la vida en la plaza pública. Lo más lamentable es que aun los religiosos, y los religiosos de órdenes reformadas, celebran la misa con ial prisa y mutilando tanto los ritos, que los mismos paganos quedarían escandalizados ... Ver celebrar así el Santo Sacrificio es para perder la fe».
Algún tiempo después, se descargó sobre la diócesis de Santa Agata una terrible carestía, a la que siguió una epidemia de peste. San Alfonso había vaticinado esa calamidad desde hacía dos años, pero sin que nadie hiciese algo por evitarla. Las gentes morían de hambre por millares. El santo vendió cuanto tenía, desde su coche de mulas hasta su anillo pastoral, para comprar grano. La Santa Sede le dio permiso de emplear los fondos de la diócesis, y san Alfonso contrajo deudas a diestra y siniestra para socorrer a los necesitados. Cuando la chusma pidió que se condenase a muerte al alcalde de Santa Agata, a quien se acusaba injustamente de almacenar el grano, san Alfonso hizo frente a la multitud, ofreció su propia vida a cambio de la del alcalde y, finalmente, consiguió apaciguar al populacho adelantándole la ración de los dos días siguientes. El santo obispo se mostró particularmente enérgico en la reforma de la moralidad pública. Trataba siempre de proceder con bondad al principio, pero, cuando no obtenía promesas serias de enmienda o las gentes no las cumplían, no vacilaba en recurrir a medidas más vigorosas y aun en solicitar la ayuda de las autoridades civiles. Naturalmente, eso le creó numerosos enemigos; más de una vez los personajes de alcurnia y las gentes contra las que el santo había instruido procesos, le amenazaron con matarle. Probablemente los tribunales exageraron algún tanto la costumbre de imponer el destierro a los pecadores públicos y privados que no se enmendaban, y seguramente que los obispos de las diócesis circundantes no encontraban gran consuelo en la opinión del obispo de Santa Agata, quien decía: «Cada obispo está obligado a velar por su propia diócesis. Cuando los que infringen la ley se vean en desgracia, arrojados de todas partes, sin techo y sin medios de subsistencia, entrarán en razón y abandonarán su vida de pecado».
En junio de 1767 san Alfonso sufrió un terrible ataque de reumatismo. La enfermedad se complicó rápidamente, de suerte que el santo recibió los últimos sacramentos, y la diócesis empezó a preparar sus funerales. Sin embargo, después de doce meses de enfermedad, Alfonso salió del peligro, aunque quedó para siempre con el cuello torcido, como lo muestran varias pinturas. Al principio tenía el cuello tan doblado, que la presión del mentón le abrió una llaga en el pecho y no podía celebrar la misa; gracias a la intervención de los cirujanos pudo levantar un tanto la cabeza, pero aun entonces el santo tenía que sentarse para comulgar. Además de los ataques lanzados contra su teología moral, san Alfonso tuvo que hacer frente a los que sostenían que la Congregación de los Redentoristas era simplemente una continuación de la Compañía de Jesús (que había sido suprimida en los dominios españoles en 1767). El proceso comenzó en 1770; trece años después, los tribunales dieron la razón a san Alfonso. Clemente XIV murió el 22 de septiembre de 1774. Al año siguiente san Alfonso pidió a Pío VI que le permitiese renunciar al gobierno de su sede. Aunque Clemente XIII y Clemente XIV habían negado al santo ese permiso, Pío VI, teniendo en cuenta los efectos de la fiebre reumática, se lo concedió finalmente. San Alfonso se retiró entonces a la casa de los redentoristas en Nocera, con la esperanza de acabar tranquilamente sus días.
Pero Dios lo dispuso de otro modo. En 1777 las redentoristas fueron atacados de nuevo; san Alfonso decidió entonces hacer otro esfuerzo por conseguir la aprobación real de la congregación, que contaba ya con cuatro casas en los Estados Pontificios, además de las cuatro casas de Nápoles y Sicilia. Lo que sucedió fue una verdadera tragedia. De acuerdo con el consejo de Mons. Testa, capellán del rey, san Alfonso había suprimido las cláusulas referentes a la propiedad en común. Por su parte, Mons. Testa se había comprometido a presentar al rey el texto exacto de la solicitud de san Alfonso. Pero Mons. Testa, en vez de cumplir su palabra, alteró las constituciones en varios puntos vitales y aun suprimió los votos de religión de los miembros de la congregación. Después de ganar a su causa a uno de los consejeros de la congregación, el P. Majone, Mons. Testa presentó el nuevo texto a san Alfonso, pero escrito con letra muy pequeña y con muchas tachaduras. El santo, que estaba ya muy viejo, sordo y medio ciego, firmó el documento después de leer las primeras líneas, que conocía de memoria.
Aun el mismo vicario general de San Alfonso, el P. Andrés Villani, parece haber participado en la conspiración, probablemente por miedo. El rey aprobó íntegramente el documento, que por el mismo hecho adquirió fuerza de ley. Cuando se leyeron a los redentoristas las nuevas constituciones, estalló la tempestad. Los miembros de la congregación dijeron al santo: «Habéis destruido la congregación que habíais fundado». San Alfonso dijo al P. Villani: «Jamás imaginé que podríais traicionarme en esa forma» y se reprochó su propia debilidad y negligencia: «Yo hubiese debido leer el documento; pero bien sabéis cuán difícil me es leer aun unas cuantas líneas». Negarse a aceptar las constituciones aprobadas por el rey equivalía a la supresión de la congregación; aceptarlas, acarreaba forzosamente una sentencia de supresión por parte de la Santa Sede, que había aprobado las reglas en su forma original. San Alfonso llamó a todas las puertas para evitar la catástrofe, pero todo resultó en vano. El santo hubiese querido ir a consultar al Sumo Pontífice, pero no podía hacerlo, porque los redentoristas de los Estados Pontificios habían apelado ya al Papa contra las nuevas constituciones y se habían puesto bajo su protección. Pío VI les prohibió aceptar las constituciones aprobadas por el rey y suprimió la jurisdicción de san Alfonso sobre ellos; tomando provisionalmente a los redentoristas de los Estados Pontificios por los únicos redentoristas legítimos, Pío VI nombró superior general al padre Francisco de Paula. En 1781, los redentoristas de Nápoles aceptaron las constituciones, después de lograr que el rey las modificase ligeramente. Pero la Santa Sede, que juzgó inadmisibles dichas constituciones, hizo definitiva la supresión de la jurisdicción de san Alfonso, de suerte que el santo se vio excluido de la congregación que había fundado.
El santo llevó con increíble paciencia la humillación que le había infligido una autoridad que él amaba y respetaba tanto y vio la voluntad de Dios en aquella medida de la Santa Sede, que aparentemente ponía fin a todas las esperanzas que había acariciado. Pero Dios le reservaba una prueba todavía más dura. Entre los años de 1784 y 1785, el santo atravesó por un terrible período de «noche oscura del alma», durante el cual sufrió tentaciones contra todos los artículos de la fe, todas las virtudes y se vio abrumado por los escrúpulos, vanos temores y alucinaciones diabólicas. La tortura duró dieciocho meses, con algunos intervalos de luz y reposo. A ello siguió un período de éxtasis muy frecuentes, en el que las profecías y milagros sustituyeron a los escrúpulos y tentaciones. El santo murió apaciblemente en la noche del 31 de julio al 1 de agosto de 1787, dos meses antes de cumplir noventa y un años. Pío VI, el Pontífice que por error le había condenado, decretó en 1796 la introducción de la causa de beatificación de Alfonso María de Ligorio. La beatificación tuvo lugar en 1816 y la canonización en 1839. San Alfonso fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1871. El santo había predicho que la Congregación de los Redentoristas había de extenderse y prosperar en los Estados Pontificios y que la reunión con las casas del reino de Nápoles se efectuaría poco después de su muerte. Sus profecías se cumplieron. En 1785, San Clemente Hofbauer fundó la primera casa de la congregación más allá de los Alpes y, en 1793, el gobierno de Nápoles reconoció las constituciones originales de los redentoristas y la unión se llevó a cabo.
La primera biografía importante de san Alfonso fue la que escribió su amigo e hijo espiritual, el P. Tannoia (3 vols., Nápoles, 1798-1802). En la obra del P. Castle hay una crítica muy pertinente de la obra del P. Tannoia (vol. II, pp. 904-905). Las biografías del cardenal Villecourt (1864) y del cardenal Capecelatro (1892) presentan pocos datos nuevos; en cambio, la biografía que escribió en alemán el P. K. Dilgskron (1887) se apoyaba en muchos documentos inéditos y corregía los errores de muchos de los anteriores biógrafos. Sin embargo, la biografía más completa es la que escribió en francés el P. Berthe (1900). SS Juan Pablo II escribió la carta apostólica Spiritus Domini en conmemoración, en 1989, del segundo aniversario de la muerte del santo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Obispo y doctor (1696-1787). Casi todos los Santos traen un "mensaje" para la Iglesia y surgen cuando el pueblo de Dios los necesita. San Alfonso María de Ligorio ha legado a la Iglesia un mensaje que no pasa de moda y que siempre es de palpitante actualidad:
1) Profunda vida y sabia doctrina sobre la oración.
2) Devoción tierna y transformante a la Sagrada Eucaristía.
3) Filial devoción a la Virgen María. Mensajes todos estos prolongados hasta nosotros por dos conductos: Su vida y sus preciosas Obras, y por medio de sus hijos los Redentoristas que heredaron su espíritu. Perteneció a una familia noble napolitana. A los siete años ya lo ponen a estudiar las letras clásicas. A los doce se matricula en la universidad y a los dieciséis ya es investido con la toga de doctor en ambos Derechos. Estudia las lenguas modernas, esgrima, arte, música y pintura que después le servirá todo esto para su apostolado.
Su padre le había preparado un ventajoso y lujoso matrimonio, pero Alfonso abrazó el camino de seguimiento de Cristo en el sacerdocio. Se ordenó sacerdote en el año 1726. Aquel mismo día hizo este propósito: "La Iglesia me honra concediéndome este don, yo procuraré honrar a la Iglesia trabajando incansablemente por ella, con mi pureza, con mi santidad".
Se entregó a recorrer toda Italia predicando Misiones populares y escribiendo preciosos tratados sobre todos los temas que sabía interesaban al pueblo fiel: Moral, Catecismos, Sermones, Visitas al Santísimo, Tratados sobre la Virgen María. Las Glorias de María será su obra inmortal juntamente con sus tratados de Teología Moral en la que hasta ahora goza de una gran autoridad. El año 1732 funda la Congregación de los Redentoristas para que sigan su obra.
A sus 66 años el Papa Clemente XIII le obliga a aceptar ser obispo de Santa Águeda de los Godos. Es un padre y un Pastor maravilloso. No pierde un instante por formar a los demás y por santificarse él. El Padre bueno le llama a sus 91 años, el 1 de agosto de 1787.
La perla de gran valor
Entre los dones espirituales recibidos de la generosidad de Dios, Francisco obtuvo, particularmente, el de enriquecer siempre su tesoro de simplicidad gracias a su gran amor a la pobreza. Viendo que aquella que había sido la compañera habitual del Hijo de Dios había llegado a ser, a partir de entonces, objeto de una animadversión universal, la cogió como esposa y se consagró a ella con un amor eterno. No contentándose con «dejar por ella al padre y a la madre» (Gn 2,24), repartió entre los pobres todo lo que podía tener (Mt 19,21). Nadie ha guardado su dinero tan celosamente como Francisco conservó su pobreza; nunca nadie ha vigilado su tesoro más cuidadosamente como él ésta perla de la que habla el Evangelio.
Nada le producía una herida mayor que encontrar en sus hermanos alguna cosa que no fuera conforme a la pobreza de los religiosos. Desde el inicio de su vida religiosa hasta su muerte, no tuvo otra riqueza que su túnica, una cuerda como cinturón, unos pantalones; no le hacía falta nada más. A menudo, pensando en la pobreza de Jesucristo y de su Madre, lloraba: «He aquí, decía, el porque la pobreza es la reina de las virtudes; es ella la que ha brillado en el Rey de reyes (1Tm 6,15) y en la Reina, su madre».
Un día que los hermanos le preguntaron cuál es la virtud que nos hace más amigos de Cristo, abriendo, por así decir, el secreto de su corazón, les respondió: «Saben, hermanos, que la pobreza espiritual es el camino privilegiado para la salvación, porque es la savia de la humildad y la raíz de la perfección; sus frutos son innumerables aunque escondidos. Ella es ese «tesoro escondido en el campo» que, para comprarlo, dice el Evangelio, es preciso venderlo todo y cuyo valor nos debe empujar a despreciar toda otra cosa».
Santo Evangelio según San Mateo 13, 44-46. Miércoles XVII de Tiempo Ordinario.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, acércame a tu corazón, quiero estar a tu lado, contemplarte y amarte, tengo esa inquietud; me pregunto ¿cómo será estar en tu presencia, contemplando todo el amor que me has querido regalar?
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Medita lo que Dios te dice en el EvangelioCuando era niño, siempre me preguntaba cuál era esa perla preciosa de la que habla el Señor. Me puse a buscarla para saber a qué se refería el Señor. No entendía a ciencia cierta qué era lo que tenía que buscar y cómo reconocería que tenía esa perla preciosa; porque me parece un poco exagerado el tener que venderlo todo para conseguirla.
Jesús, no entiendo, ¿cuál es esa perla? ¿De verdad tiene tanto valor?
Con el paso del tiempo me vas dando más claridad, me dejas ver cuáles son las perlas que van surgiendo en mi vida, y cómo es que no puedo conseguir la siguiente si no tengo la anterior. Las perlas preciosas que me vas dando son los días que van pasando, Tú no quieres que pasen en balde, simplemente me invitas a que deje el pasado, con sus cosas buenas y malas, y que sepa contemplar y vivir el hoy con ilusión y esperanza.
Otra perla que siempre me ofreces y que en muchas ocasiones no he sabido cuidar es mi sonrisa, y no me refiero simplemente a lavarme los dientes o a no meterme objetos a la boca, me refiero a saber dar una sonrisa a los demás, a pesar de mi mal humor, de un mal día, de las dificultades.
O, también he manchado esas perlas preciosas con palabras que no te han gustado, sea por ser groseras o porque con ellas he ofendido y herido a los demás…
Señor, dame la capacidad de los niños de saber sonreír en cualquier circunstancia y de poder disfrutar al máximo el momento presente.
Dame esas dos perlas, que yo me comprometeré a cuidarlas y comerciar con ellas; solo me pides una cosa: darlo todo, hoy quiero darte todo, porque te amo.
El experto conocedor, ha identificado una perla de gran valor. También él decide apostar todo a esa perla, hasta el punto de vender todas las demás. Estas similitudes destacan dos características respecto a la posesión del Reino de Dios: la búsqueda y el sacrificio. Es verdad que el Reino de Dios es ofrecido a todos -es un don, es un regalo, es una gracia- pero no está puesto a disposición en un plato de plata, requiere dinamismo: se trata de buscar, caminar, trabajar. La actitud de la búsqueda es la condición esencial para encontrar; es necesario que el corazón queme desde el deseo de alcanzar el bien precioso, es decir el Reino de Dios que se hace presente en la persona de Jesús. Es Él el tesoro escondido, es Él la perla de gran valor. Él es el descubrimiento fundamental, que puede dar un giro decisivo a nuestra vida, llenándola de significado.
(Homilía de S.S. Francisco, 30 de julio de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Agradecer a Dios por el día de hoy. Siendo consciente del gran don que recibo, expresarlo con una sonrisa para los demás.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
No es fácil encontrar un tesoro que valga de verdad y pueda llenar nuestro corazón.
De niños nos gustaba buscar tesoros. De grandes nos gustaría encontrarlos, hacernos con ellos sin peligros y sin graves esfuerzos.
No es fácil encontrar un tesoro que valga de verdad. Para el cristiano, sin embargo, el tesoro ya está a nuestro alcance, es posible conseguirlo en cualquier lugar, en cualquier momento.
Aquel que más puede llenar nuestro corazón, que puede darnos la vida eterna, el único que puede hacernos felices y dichosos, vino a la Tierra, habitó entre nosotros, nos enseñó cómo nos ama el Padre, nos abrió el camino del cielo.
No todos, sin embargo, han llegado a descubrir este tesoro. Muchos se aferran a cisternas rotas (Jer 2,13). Creen que el agua de esta vida los puede saciar, piensan que es mejor un poco de dinero en el banco que no el sacrificio de buscar algo que no termine. Se abrazan a un rato de placer inmediato como si fuese eterno. Luego, todo lo terreno pasa, se esfuma, dejando quizá recuerdos más o menos alegres, mientras no se apaga una extraña inquietud que bulle dentro de nuestro espíritu vagabundo...
Otros, de niños, han oído hablar del tesoro. Les han enseñado la fe, aprendieron a rezar, iban a misa los domingos. Pero quizá algunos no llegaron a comprender todo el valor de lo que tenían en sus manos. Cuando llega un problema, cuando vivir como cristianos implica algún sacrificio, cuando arrecian las críticas o las incomprensiones, dejan de lado el tesoro, lo pierden, incluso, con el gesto más dramático, con la herida más profunda que puede dañar un corazón humano: el pecado. ¿Conocían de verdad el tesoro que llevaban en sus manos? ¿Lo amaban sinceramente?
Otros siguen en la búsqueda. Nada les ha llenado su hambre de lo eterno. Nada ha podido satisfacer sus corazones sedientos. Heridas y golpes, fracasos y desilusiones, les han hecho ver que todo aquí pasa, que la riqueza y el bienestar de un momento es algo frágil, que los cariños de hoy pueden ser sombras errantes del mañana.
El tesoro sigue escondido en el campo. Algunos lo han encontrado. Han visto que era aquello que buscaban. Una vez descubierto, llega el momento de tomar decisiones: dejarlo todo, vender el pasado, romper con vicios arraigados, luchar por conquistar virtudes y sosiego. La oración se convierte en una necesidad, y la abnegación, palabra extranjera en muchos hogares del planeta, se convierte en moneda preciosa, en medio para llegar a la conquista, en necesidad para que el tesoro no se pierda, para que la vida no nos aparte de la meta.
Hoy es un día para abrir el Evangelio y escuchar al Maestro. Para sentir su voz sencilla, su doctrina de amor y de esperanza. Para ver que nos mira y nos dice, desde lo profundo de su cariño por el hombre, una parábola: “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo...” (Mt 13,44).
Papa Francisco: Tolerancia y Solidaridad
Caridad del Papa Francisco hacia los refugiados yemenitas en Corea
A través del nuncio apostólico Alfred Xuereb, el Pontífice ha entregado la suma de 10 mil euros al obispo Peter Kang U-il, que ha defendido los derechos de los más de quinientos refugiados procedentes de Yemen, acogidos en la isla de Jeju, en la diócesis de Cheju. Lo dio a conocer este domingo 29 de julio la nunciatura al día siguiente de la visita realizada por el arzobispo Xuereb a la isla para renovar el apoyo del Papa al prelado coreano, que tantas veces ha exhortado a los fieles a la tolerancia y a la solidaridad.
Llevar el apoyo del Papa al obispo de Cheju
Durante una visita precedente a Jeju el representante pontificio había encontrado también a los refugiados yemenitas y había concelebrado la misa con mons. Kang U-il.
“El objetivo de la visita era el de reiterar el apoyo del Papa Francisco al obispo, quien algunos días atrás ha publicado una carta pastoral sobre los 527 refugiados yemenitas llegados recientemente a Jeju, en perfecta armonía con las enseñanzas y los documentos sobre los refugiados del Santo Padre”, ha explicado el nuncio apostólico en un comunicado de prensa.
Oración en el parque de la paz por la tolerancia y la solidaridad
Los yemenitas llegaron a Corea utilizando el programa que permite a los extranjeros entrar en la isla sin necesidad de vistos y poder quedarse hasta tres meses. Su llegada improvisa ha causado preocupaciones y polémicas. Por esto, antes de dejar Jeju, mons. Xueren visitó el “Parque de la paz del 3 de abril” para recogerse en oración. El parque conmemora a las víctimas de los enfrentamientos entre gobierno y civiles del 1948 al 1954, a causa de la división ideológica que siguió a la liberación de Japón en el 1945.
Son muchos los mensajes que intentan transmitir las canciones
La música va de copiloto en el carro, ameniza las horas que me encuentro frente a una computadora y, a veces, me susurra ideas al oído que luego transcribo, convirtiéndolas en historias. Pero, lo cierto es que siempre -o casi siempre- está ahí.
Es versátil, pues se adapta perfectamente a cualquier situación. Por ende, varía sus estilos conforme lo deseen mis oídos. Desde un jazz improvisado, pasando por un flamenco hondo y sentido, los clásicos vallenatos, las denominadas llaneritas o el reggaeton, todos son parte de mi playlist diario. Como verás, son muchos los mensajes que intentan transmitir las canciones y puede que alguno de ellos se aloje en mis pensamientos durante el día.
¡Comprobado!
Paola Bahamón, reconocida socióloga y poeta colombiana, dice:
“…la música en general es un objeto simbólico, pero aquellas melodías con letra tienen una transmisión de discursos que son determinantes en la conformación de la personalidad, la identidad, la memoria y la visión del mundo que conforman los adolescentes y jóvenes…”
Cabe destacar que la música es una herramienta de implantación de valores y generadora de conductas. Por ello, tiene un alto impacto psicológico.
Ahora bien, ¿nuestros temas preferidos o las canciones que están de moda se reproducen solo en la mente? ¿Acaso pueden tocar también lo más profundo de nuestro ser?
Dime qué escuchas y te diré quién eres
Muchas veces nos encontramos en la ducha repitiendo como loros la letra de una canción, sin darnos cuenta de lo que realmente dice. Pareciera que pasamos por alto -en el caso del reggaeton- su lenguaje obsceno y la degradación constante hacia la mujer. Lo mismo ocurre con las frases de índole destructivo y violento que ofrece, por ejemplo, el heavy metal. De esta manera, somos transmisores de un mensaje que nos perjudica como individuos y al mismo tiempo, empobrece nuestro lenguaje, limitando nuestra capacidad de raciocinio.
Por el contrario, existen una infinidad de temas que denotan calidad en cada estrofa. Letras que cuentan historias y voces que no se olvidan. Géneros como el jazz y el flamenco se conciben desde la necesidad del artista por expresar sus sentimientos, transmitir pasiones, alegrías y desventuras a través de su voz e instrumentos. Aquí, la creatividad se hace presente, combinando sonidos y ritmos que dan forma a una auténtica obra de arte. Se puede decir entonces, que aportan valor agregado tanto al individuo como a la sociedad.
Lo que no sabemos o no nos damos cuenta es que las canciones pueden influenciar nuestro actuar y, en cierta forma, moldear el alma. Es decir, esta pasa a ser una especie de cofre que atesora todo aquello que depositamos dentro. Por consiguiente, deberíamos -sí, me incluyo- ampliar nuestro abanico musical y educar los oídos con piezas que nos nutren culturalmente, que transmiten armonía lírica y rítmica y que, en consecuencia, elevan el intelecto.
En mi caso, suelo acompañar cada momento del día con un estilo de música en particular. Por ejemplo: un buen flamenco para empezar la semana. Este se caracteriza por transmitir fuerza y sentimiento y me brinda el empuje necesario para arrancar a tope. A mitad de semana bajo un poco el tempo y el exquisito jazz entra en escena. Así pues, suelo escuchar temas con gran profundidad lírica que me inspiren a escribir historias (en este caso, las canciones de Jorge Drexler son ideales). Llegado el fin de semana, el vallenato y las llaneritas toman protagonismo, dando paso a música más tranquila como el reggae.
¿Y dónde quedó el reggaeton?, te preguntarás. Pues sí, admito que de vez en cuando se cuela en mi lista. Incluso, coincidiremos en que su ritmo es pegajoso y parece indispensable en las fiestas que organizan nuestros amigos. Ahora bien, si sabes que su mensaje va en contra de tus valores, no pierdas más el tiempo y escucha canciones que realmente aporten algo a tu vida.
Dicho todo esto, me gustaría hacerte una pregunta… ¿qué escucha tu alma?
¿Por qué confesarme si vuelvo a cometer los mismos pecados?
¿Tiene sentido confesarse de manera frecuente si al poco tiempo se volverán a cometer los mismos o más pecados?
Desde hace algún tiempo he procurado confesarme de manera frecuente, por lo menos una vez al mes. Pero¿qué tan necesario es seguir haciéndolo? ¿Estoy perdiendo mi tiempo? ¿Es importante la confesión frecuente?
He escuchado a muchos decir que en realidad no tiene sentido confesarse de manera frecuente si al poco tiempo se volverán a cometer los mismos o más pecados. Pero creo que tiene mucho sentido para quien se sabe amado por Dios.
De la misma forma en que con frecuencia nos lavamos las manos aún a sabiendas que pueden volverse a ensuciar en el transcurso del día, eso no nos impide hacerlo las veces que sean necesarias con tal de permanecer limpios el mayor tiempo que sea posible. De la misma manera debemos tener el mismo cuidado por preservar nuestra alma purificada y limpia de los pecados.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica los beneficios de confesar con frecuencia los pecados veniales:
“En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso” (CEC 1458).
Quien acude ordinariamente al sacramento de la confesión, alimenta y fortalece su espíritu y, por tanto, madurará en su fe. Con esto, podrá hacer frente a las tentaciones que hacen caer a tantos que no cimientan su voluntad en Cristo Jesús. La confesión es el camino para crecer en la santidad, que es la vocación universal a lo que todos estamos llamados.
Por supuesto que, para cuidar nuestra gracia, debemos ser conscientes y cuidarnos de no caer en los mismos pecados, lo que no es tarea fácil. Hay que luchar por permanecer unidos a Dios, invoquemos al Espíritu Santo para que sea él quien nos ayude a formar y reforzar nuestra propia consciencia.
¿Cada cuánto hay que confesarse? La Iglesia nos pide que al menos una vez al año (CEC 1457). Pero, ¿Por qué esperar tanto si podemos hacerlo más seguido?El Santo Cura de Ars decía: “Piensan que no tiene sentido recibir la absolución hoy, sabiendo que mañana cometerán nuevamente los mismos pecados. Pero Dios mismo olvida en ese momento los pecados de mañana, para darles su gracia hoy”. Dios no se preocupa por los pecados o faltas que cometeremos el día de mañana o pasado, Él ama un corazón sincero y arrepentido que se acerca a encontrarse con su gracia hoy.
En la confesión se nos otorga la fuerza para luchar en las cosas por las que nos hemos confesado. Dios no solamente se limita a darnos su perdón, sino que se compromete en ayudarnos a superar todas las tentaciones y dificultades que puedan llegar. Así por medio de la confesión frecuente vamos abriéndonos paso en el camino de la santidad.
En nosotros como cristianos debe existir el firme rechazo al pecado y, por tanto, el deseo de alimentarnos para permanecer siempre cerca de Dios. La confesión no es un lavadero para ir a tirar sólo los pecados mortales, sino que es ir a tener una experiencia con la Misericordia y el Amor de Dios. Es por eso que también la confesión de los pecados veniales es importante.
Termino compartiendo unas palabras de San Agustín:
“Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. […] Practicas la verdad y vienes a la luz” (San Agustín, In Iohannis Evangelium tractatus 12, 13) (CEC 1458).
El contexto del Caso Galileo: el "derrumbamiento de un imaginario cósmico consolidado"... que no era el de la Iglesia
Entre una verdad de fe y una verdad científica nunca ha habido ni podrá haber contradicció
Es el 12 de abril de 1615. Paolo Antonio Foscarini, sacerdote y científico, está teniendo problemas con el Santo Oficio por sostener la compatibilidad entre el sistema copernicano y la Biblia.
Recibe ese día una carta del cardenal Roberto Belarmino, inquisidor a la sazón, quien le expresa sus inquietudes: “Si hubiese una verdadera demostración de que el sol está en el centro del mundo y la tierra en el tercer cielo, de que el sol no rodea a la tierra sino la tierra al sol, entonces sería necesario andar con mucho cuidado al explicar las Escrituras, que parecen contrarias. Habría que decir que no las entendemos, más que decir que sea falso lo que está demostrado. Mas yo no creeré que exista tal demostración, mientras no me la muestren”.
Este párrafo de San Roberto Belarmino expresa a la perfección la doctrina de la Iglesia sobre la unidad de la verdad: entre una verdad de fe y una verdad científica nunca ha habido ni podrá haber contradicción. Si la hay, una de las dos pretendidas verdades no es tal. Aquí no había una verdad de fe concernida, sino un problema de interpretación de las Sagradas Escrituras no sobre un punto teológico, sino sobre una cuestión física.
El cardenal se muestra dispuesto a ponerla entre paréntesis en cuanto aquello que se presentaba como hipótesis científica, en pugna con las verdades -también científicas- comúnmente aceptadas, recibiese una comprobación palmaria.
Y eso tardó en llegar. Cuando el santo inquisidor escribe a Foscarini, han pasado seis años desde que Johannes Kepler publicara su Astronomia Nova (1609) y Galileo Galilei descubriese primero los montes lunares mediante la sombra del Sol, y después las lunas de Júpiter, deshaciendo así las objeciones más potentes al sistema que Nicolás Copérnico, un clérigo, había publicado en De revolutionibus orbium (1543). Por cierto que, si bien Copérnico “sabía que sus ideas también serían comprometidas por sus implicaciones teológicas... no se sentía especialmente intimidado en ese sentido, ya que justamente exponentes del mundo eclesiástico le habían apoyado y animado en su trabajo”, entre ellos el cardenal Nikolaus von Schönberg, quien “le animó muchas veces a completar y divulgar su obra”.
De izquierda a derecha, Nicolás Copérnico (1473-1543), Galileo Galilei (1564-1642) y Johannes Kepler (1571-1630).
El caso es que ni Copérnico ni Kepler ni Galileo habían conseguido demostrar la hipótesis heliocéntrica. En rigor, y aunque el modelo de Kepler se ajustaba tanto a las observaciones que las "pegas" se fueron esfumando, la demostración que pedía Belarmino no llegó hasta que Isaac Newton formuló la teoría de la gravitación universal en 1687. O, incluso, hasta que, en 1838, Friedrich Bessel pudo medir con éxito y precisión la paralaje estelar, un sueño perseguido y nunca logrado por varias generaciones de astrónomos, aunque para entonces ya nadie dudaba del fenómeno.
Galileo fue condenado en 1633. Un error que la Iglesia empezó a pagar caro en cuanto los filósofos de la Ilustración anticatólica repararon en su potencial propagandístico. Hoy sigue contaminando la mentalidad corriente con la idea de que la Iglesia ha perseguido la ciencia porque teme que acabe con la religión.
El desmoronamiento de una visión del Universo
Un reciente libro evidencia que no es así, aunque no sea ése su objeto. El gran espectáculo del cielo, de Marco Bersanelli (Encuentro), presenta ocho visiones del Universo desde la Antigüedad a nuestros días, en un extraordinario trabajo de divulgación.
Bersanelli ha trabajado en varias universidades norteamericanas y participó en dos expediciones científicas a la Antártida para captar la radiación cósmica de fondo, ese espectro de microondas procedente de los límites del universo en expansión en cuyo estudio se ha especializado. En 2009 fue uno de los responsables del lanzamiento de la Misión Espacial Planck, sofisticado satélite de la Agencia Espacial Europea diseñado para penetrar en los grandes misterios del Big Bang.
En vez de asumir cómodamente lo que hoy sabemos y con ello ir analizando el pasado, el autor de El gran espectáculo del cielo nos sitúa en la piel de las personas que, a lo largo de cada periodo histórico, elevaron sus ojos al cielo. Veían lo mismo que vemos nosotros y tantearon unas explicaciones que concordasen con aquello que veían. Bersanelli nos hace así recorrer el doble camino que sigue el conocimiento científico: la formulación de un modelo y su verificación con los datos empíricos.
La resistencia al heliocentrismo
De esta forma, cuando llegamos al momento de examinar la aportación de Galileo, estamos en disposición de situarnos también en la piel del sabio pisano y de sus contemporáneos, y de entender cómo reaccionaron. Este libro no trata sobre el Caso Galileo. Dedica solo media página a describir el hecho en sí de su condena y de su revocación en 1820, con el Imprimatur a sus obras completas. Sin embargo, si queremos pensar el Caso Galileo a la luz de lo que Bersanelli nos ha ido relatando, lo veremos con unos matices que desmienten completamente la leyenda negra anticatólica.
Primero. La visión del universo que tenían los hombres de Iglesia entre mediados del siglo XVI y mediados del siglo XVII (el arco que va de Copérnico a Galileo) no era específicamente cristiana, ni siquiera específicamente bíblica, sino griega. Provenía del triunfo del modelo de Aristóteles (completado siglos después por Ptolomeo) sobre el modelo pitagórico de Filolao y Aristarco.
"La posición central de la Tierra y su absoluta inmovilidad estaban sostenidas por los filósofos más influyentes. Se había afirmado una visión del mundo alternativa a la pitagórica, destinada a dominar la imagen del cosmos durante los siglos siguientes: la de la escuela de Aristóteles”, explica Bersanelli. De las antiguas intuiciones de los pitagóricos solo sobrevivió la creencia en que el único movimiento posible para los cuerpos es el circular y uniforme: "Con este principio el sistema ptolemaico atravesaría toda la Edad Media, siendo el modelo cosmológico estándar hasta el umbral del siglo XVII”.
Podríamos preguntarnos por qué nadie retomó durante siglos el camino de los pitagóricos. La causa fue el "desinterés casi embarazoso por las ciencias naturales" del Imperio romano, unido al desconocimiento generalizado de la lengua griega en el mundo latino. En ese contexto de ausencia de una imagen del universo a la que se prestase la atención debida, la cultura cristiana emergente reintrodujo "elementos arcaicos recogidos de una interpretación semiliteral de los textos bíblicos”.
Sin embargo, cuando a partir del siglo XI empezaron a traducirse al latín los autores griegos (que sí habían conservado árabes y hebreos), “la Edad Media cristiana acogió con entusiasmo la ciencia griega y adoptó la visión ptolemaica del universo como modelo de referencia”.
Segundo. El auténtico quebradero de cabeza de los astrónomos desde la Antigüedad era encajar el movimiento de los planetas. Pues bien: el modelo planteado por Ptolomeo en su Almagesto, principal víctima de la revolución copernicana, resolvía los principales problemas que planteaba ese movimiento “con una precisión muy superior a la requerida para cualquier objetivo práctico, desde el agrícola hasta la navegación, desde el calendario hasta la astrología”.
Existe la tendencia de pensar que la imagen antigua del Universo es un mero constructo filosófico o teológico. Nada más lejos de la realidad, y en ese sentido los primeros capítulos de El gran espectáculo del cielo exponen muy bien cómo se fue ajustando ese modelo a las mediciones astronómicas. El modelo ptolemaico “seguía concordando con las observaciones” más de mil años después de formularse.
Tercero. La propaganda anticatólica, al explicar el conflicto entre geocentrismo y heliocentrismo, atribuye a la Iglesia una reticencia a que la Tierra abandonase su lugar central, porque ello implicaría degradarla. A Bersanelli le sorprende que “casi todos los libros de texto y de divulgación científica, e incluso científicos de un valor irrefutable”, repitan una idea que es exactamente contraria a la realidad de la cosmovisión medieval: “Según la física aristotélica, los cuerpos pesados caen porque tienen a su lugar natural, que en este caso es el fondo del universo“, de modo que no es que la Tierra tuviese, por ser central, una “posición privilegiada”, sino que “estaba colocada en el peor sitio del universo”.
“En la concepción medieval”, añade, “el punto medio del universo era el lugar más bajo y mezquino de toda la creación. Al quitar la Tierra del centro y hacerla correr por el cielo, Copérnico la estaba elevando a un rango de nobleza mayor. Nuestro planeta pasaba de ser como un desprendimiento que ha caído al fondo del valle cósmico a ascender a las altas cumbres del cielo”. De hecho, no solo Copérnico, sino también Galileo y Kepler destacaban “el sentido de elevación, no de degradación, que traía la nueva concepción”, al alzar la Tierra a la condición de cuerpo celeste.
Cuarto. No solo los genios de la revolución copernicana sabían que su modelo no estaba demostrado (aunque se adecuaba a los resultados experimentales que cuestionaban el modelo ptolemaico), sino que ellos mismos tenían sus dudas. No en vano, explica Bersanelli, "el escenario heliocéntrico chocaba con una física muy consolidada, que se enseñaba en las universidades más prestigiosas”. El mismo Copérnico “estaba convencido de la validez de las doctrinas aristotélicas”, por lo que se sentía inseguro en sus proposiciones, “un malestar que no le abandonaría en toda su vida”.
También Tycho Brahe, cuyos descubrimientos de estrellas y cometas cuestionaban la inmutabilidad del cielo y con ello la doctrina aristotélica, y que admiraba el sistema de Copérnico por su solidez matemática, “como casi todas las personas de aquel tiempono conseguía creer, ver y concebir que la Tierra estuviera en movimiento”. Había intentado infructuosamente medir la paralaje. Y por eso rechazó el heliocentrismo, buscando un camino intermedio entre el geocentrismo y el sistema copernicano.
Por su parte, Galileo recibió con escepticismo la Astronomia Nova de Kepler y desdeñó su sugerencia de que las órbitas fuesen elípticas y no circulares, como propugnaba el sistema ptolemaico.
Quinto. La reacción contra la revolución copernicana, que encuentra en la condena de Galileo su momento más significativo, no nace de miembros de la Iglesia en cuanto tales, sino en su papel de partícipes activos (en la investigación y en la enseñanza) deuna concepción del Universo que se estaba viniendo abajo. Las objeciones venían así tanto de los filósofos aristotélicos -católicos o no, pues en el ámbito protestante la reacción no faltó-, “que veían que su reputación académica se ponía en riesgo”, como de “algunas autoridades eclesiásticas que apelaban a algunos de los pasajes de las Escrituras que, interpretados de forma literal, parecían indicar la movilidad de la Tierra”.
Pero “no eran más que pretextos”, explica Bersanelli: “El verdadero problema, tanto para unos como para otros, era el derrumbamiento de un orden milenario, de un imaginario cósmico consolidado, apoyado plenamente por la ciencia oficial, incorporado desde hacía siglos a la visión religiosa y filosófica de toda una época y profundamente enraizado en la mentalidad común”.
Y, sin embargo, durante décadas el debate permaneció abierto.
Esa reacción universitaria y eclesiástica no era generalizada, y otros profesores y otros eclesiásticos apoyaron a Copérnico primero y a Galileo después.
Incluso el arte más vinculado al Papa iba asumiendo los nuevos hallazgos sin mayor problema. En 1610, Ludovico Cardi, El Cigoli, pintó en Santa María la Mayor una Asunción a cuyos pies se ve claramente una luna rocosa, de superficie irregular, que respondía exactamente a la descripción de su amigo Galileo, quien, frente a la idea de una superficie lunar "lisa y pulida", pudo detectar sus rugosidades interpretándolas como sombras causadas por el Sol. Si una de las cuatro basílicas mayores de Roma asumía sin problema una de las imágenes características del nuevo paradigma heliocéntrico, ¿qué podía temer de la Iglesia esa hipótesis?
Y, sin embargo, la Iglesia se equivocó. Eso es indudable. El 22 de junio de 1633, Galileo fue condenado por sostener “la falsa opinión de que el sol está en el centro del mundo y que no se mueve y de que la tierra no esté en el centro del mundo y que se mueva”, porque “dicha doctrina es contraria a la Sagrada Escritura”.
Los detalles del proceso no se abordan en El gran espectáculo del cielo. Tampoco hace falta. En este punto, como en todo el panorama histórico que traza Bersanelli desde el hombre prehistórico hasta las ultimísimas discusiones sobre la materia oscura que estamos empezando a conocer, lo que sí consigue el lector es un perfecto cuadro de lo que los hombres de las edades respectivas veían e interpretaban. En esa perspectiva, el error cometido al condenar a Galileo es claro, pero no significa absolutamente nada respecto a la actitud de la Iglesia ante la ciencia.