Enviados por Cristo al mundo entero
- 04 Octubre 2018
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San Francisco de Asís
Celebrado el 4 de octubre
San Francisco de Asís, fundador
Memoria de san Francisco, el cual, después de una juventud despreocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de Umbría, en Italia, y encontró a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados, haciéndose pobre él mismo. Instituyó los Hermanos Menores y, viajando, predicó el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa. Con sus palabras y actitudes mostró siempre su deseo de seguir a Cristo, y escogió morir recostado sobre la nuda tierra.
Se ha dicho que san Francisco entró en la gloria desde antes de morir y que es el único santo a quien todas las generaciones hubiesen canonizado unánimemente. Estas exageraciones, que no carecen de fundamento, nos permiten afirmar con la misma verdad que san Francisco es el único santo de nuestros días a quien todos los no católicos estarían de acuerdo en canonizar. Ciertamente no existe ningún santo que sea tan popular como él entre los protestantes y aun entre los no cristianos. San Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus contemporáneos presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia en los términos que los trovadores empleaban para cantar al amor, y con su sencillez ha conquistado a nuestro mundo tan complicado. Los que sueñan en reformas sociales y religiosas acuden al ejemplo del Pobrecito de Asís para justificar sus aspiraciones, y los sentimentales no pueden resistir a su inmensa bondad. Pero los rasgos idílicos relacionados con su nombre -su matrimonio con la Pobreza, su amor por los pajarillos, la liebre acosada, el haIcón, el jilguero de la cueva, su pasión por la naturaleza (la naturaleza en el siglo XIII era todavía una cosa «natural»), sus hazañas y palabras románticas- todos esos rasgos no son, por decirlo así, más que chispazos de un alma que vivía sumergida en lo sobrenatural, que se nutría en el dogma cristiano y que se había entregado enteramente, no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado.
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en 1181 o 1182. Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza. Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas de gran probidad y ocupaban una situación desahogada. Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se hallase en dicho país cuando nació su hijo, las gentes le apodaron «Francesco» (el francés), por más que en el bautismo recibió el nombre de Juan.
En su juventud, Francisco era muy dado a las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su padre, ni los estudios le interesaban lo más mínimo. Lo que le interesaba realmente era gozar de la vida. Sin embargo, no era de costumbres licenciosas y jamás rehusaba una limosna a los mendigos que se la pedían por amor de Dios. Cuando Francisco tenía unos veinte años, estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís y el joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de Galterio y Briena en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados. Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le exhortaba a «servir al amo y no al siervo». El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. Las gentes, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. «Sí -replicaba Francisco- voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis». Poco a poco, con la mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso.
Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna y le dio un beso.
A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia de San Damián en las afueras de Asís, le pareció que el crucifijo le repetía tres veces: «Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas». El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal estado, creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote que se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él, pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de ocultarse. Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se burlaban de él como si fuese un loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco tenía entonces veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación. La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los vestidos que le había robado. Francisco no tuvo dificultad alguna en renunciar a la herencia, pero dijo a su padre que el dinero de los vestidos pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: «Dios no desea que su Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos». Francisco obedeció a la letra la orden del obispo y añadió: «Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos». Acto seguido se desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole alegremente: «Hasta ahora tú has sido mi padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: 'Padre nuestro, que estás en los cielos'». Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal «temblando de indignación y profundamente lastimado». El obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
En seguida partió en busca de un sitio conveniente para establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas divinas por el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le preguntaron quién era. El respondió: «Soy el heraldo del Gran Rey». Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su camino cantando las divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que le conocía, le llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón y unas sandalias de peregrino. El atuendo era muy pobre pero decente. Francisco lo usó dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián. Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida parcela de tierra. La Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla. Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de san Matías del año 1209. En aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta decía: «Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado ... Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente ... No poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ... He aquí que os envío como corderos en medio de los lobos ...» (Mt 10,7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas palabras: «La paz del Señor sea contigo». Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San Damián, acostumbraba decir: «Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día habrá ahí un convento de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el Señor y la universal Iglesia». La profecía se verificó cinco años más tarde en santa Clara y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un cáncer que le había desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero el santo se lo impidió y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente curado. San Buenaventura comentaba a este propósito: «No sé si hay que admirar más el beso o el milagro».
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo estas palabras: «Deus meus et omnia» (Mi Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era «verdaderamente un hombre de Dios» y en seguida le suplicó que le admitiese como discípulo. Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres. Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les «concedió el hábito» a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El tercer compañero de san Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual. Cuando el grupo contaba ya con unos doce miembros, Francisco redactó una regla breve e informal, que consistía principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. En 1210, fue a Roma a presentar su regla a la aprobación del Sumo Pontífice. Inocencio III se mostró adverso al principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva manera de concebir la pobreza era impracticable. El cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con los que el Evangelio exhortaba a la prefección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo comunicó a san Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla; en seguida le impuso la tonsura, así como a sus compañeros y les dio por misión predicar la penitencia.
San Francisco y sus compañeros se trasladaron provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno. Francisco respondió: «Dios no nos ha llamado a preparar establos para los asnos», y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes construyeron varias cabañas primitivas, porque san Francisco no permitía que la orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales. Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo «el hermano asno», porque lo consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba «hermano mosca» porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo de los otros y les resultaba molesto. Poco antes de morir, considerando que el hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión, viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno, Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos mortificado.
Al principio de su conversión, viéndose atacado de violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo sobre la nieve. Cierta vez en que la tentación fue todavía más violenta que de ordinario, el santo se disciplinó furiosamente; como ello no bastase para alejarla, acabó por revolcarse sobre las zarzas y los abrojos. Su humildad no consistía simplemente en un desprecio sentimental de sí mismo, sino en la convicción de que «ante los ojos de Dios el hombre vale por lo que es y no más». Considerándose indigno del sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el diaconado. Detestaba de todo corazón las singularidades. Así, cuando le contaron que uno de los frailes era tan amante del silencio que sólo se confesaba por señas, respondió disgustado: «Eso no procede del Espíritu de Dios sino del demonio; es una tentación y no un acto de virtud». Dios iluminaba la inteligencia de su siervo con una luz de sabiduría que no se encuentra en los libros. Cuando cierto fraile le pidió permiso de estudiar, Francisco le contestó que, si repetía con devoción el «Gloria Patri», llegaría a ser sabio a los ojos de Dios y él mismo era el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en esa forma. Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos. Por ejemplo, es famosa la reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en Alviano: «Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya habéis parloteado bastante». Famosas también son las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador, del conejillo que no quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como simples alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Los primeros años de la orden en Santa María de los Ángeles fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la caridad fraternas. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajó suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido que aceptasen dinero. Estaban siempre prontos a servir a todo el mundo, particularmente a los leprosos y menesterosos. San Francisco insistía en que llamasen a los leprosos «mis hermanos cristianos» y los enfermos no dejaban de apreciar esta profunda delicadeza. El número de los compañeros del santo continuaba en aumento; entre ellos se contaba el famoso «juglar de Dios», fray Junípero; a causa de la sencillez del hermanito, Francisco solía repetir: «Quisiera tener todo un bosque de tales juníperos». En cierta ocasión en que el pueblo de Roma se había reunido para recibir a fray Junípero, sus compañeros le hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera de las murallas de la ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle «el juguete de Dios».
Clara había partido de Asís para seguir a Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de religiosas llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un vergel escondido de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes. En el otoño de ese año, Francisco, no contento con todo lo que había sufrido y trabajado por las almas en Italia, resolvió ir a evangelizar a los mahometanos. Así pues, se embarcó en Ancona con un compañero rumbo a Siria; pero una tempestad hizo naufragar la nave en la costa de Dalmacia. Como los frailes no tenían dinero para proseguir el viaje se vieron obligados a esconderse furtivamente en un navío para volver a Ancona. Después de predicar un año en el centro de Italia (el señor de Chiusi puso entonces a la disposición de los frailes un sitio de retiro en Monte Alvernia, en los Apeninos de Toscana), san Francisco decidió partir nuevamente a predicar a los mahometanos en Marruecos. Pero Dios tenía dispuesto que no llegase nunca a su destino: el santo cayó enfermo en España y, después, tuvo que retornar a Italia. Ahí se consagró apasionadamente a predicar el Evangelio a los cristianos.
San Francisco dio a su orden el nombre de «Frailes Menores» por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen los siervos de todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia exhortaba a sus compañeros al trabajo manual y, si bien les permitía pedir limosna, les tenía prohibido que aceptasen dinero. Pedir limosna no constituía para él una vergüenza, ya que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. El santo no permitía que sus hermanos predicasen en una diócesis sin permiso expreso del obispo. Entre otras cosas, dispuso que «si alguno de los frailes se apartaba de la fe católica en obras o palabras y no se corregía, debería ser expulsado de la hermandad». Todas las ciudades querían tener el privilegio de albergar a los nuevos frailes, y las comunidades se multiplicaron en Umbría, Toscana, Lombardía y Ancona. Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o «perdón de Asís». Según la tradición, Jesucristo se apareció a san Francisco en la capillita de la Porciúncula. A causa de la aparición, Honorio III concedió indulgencia plenaria a quienes visitasen la capilla en un día determinado del año (actualmente el 2 de agosto). Se ha discutido mucho si tal indulgencia fue concedida en la época de San Francisco, pero lo cierto es que entonces no se empleaba el método de salir de la capilla y volver a entrar para ganar una nueva indulgencia. Como escribía Nicolás de Lyra, «eso es más bien ridículo que devoto». Y otros teólogos de la Edad Media opinaban como él. El año siguiente, conoció en Roma a santo Domingo, quien había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia en la época en que Francisco era «un gentilhombre de Asís». San Francisco tenía también la intención de ir a predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir más tarde la orden de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso cardenal Ugolino ejerció una gran influencia en el desarrollo de la orden. Los compañeros de san Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se procedió a dividir a la orden en provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un ministro, «encargado del bien espiritual dé los hermanos; si alguno de ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que responder de él ante Jesucristo». Los frailes habían cruzado ya los Alpes y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió en la Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo «de las esteras», así llamado por las cabañas que debieron construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un tanto. Los delegados encontraban que san Francisco se entregaba excesivamente a la ventura, es decir, con demasiada confianza en Dios, y exigían un espíritu más práctico. El santo se indignó profundamente y replicó: «Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos los que estén dispuestos a seguirme ... El Señor me dijo que deberíamos ser pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos llevaría. Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad, y aunque la encontréis tan defectuosa». A quienes le propusieron que pidiese al Papa permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización del obispo, Francisco repuso: «Cuando los obispos vean que vivís santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su autoridad, serán los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les han sido confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de privilegio alguno ...» Al terminar el capítulo, san Francisco envió a algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos y se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el papa Inocencio III había predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de Oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con doce frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a precio. Habiendo conseguido la autorización del legado pontificio, Francisco y el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: «¡Sultán, sultán!» Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco declaró osadamente: «No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio». El sultán quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo replicó: «Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así veréis cuál es la verdadera fe». El sultán contestó que probablemente ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo. Pocos días más tarde, Malek-al-Kamil mandó a Francisco que volviese al campo de los cristianos. Desalentado al ver el reducido éxito de su predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el santo pasó a visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le pedían urgentemente que retornase a Italia.
Durante la ausencia de Francisco, sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas inovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido esquema de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas de San Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un espléndido convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con los frailes predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la casa. Tales acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la orden sublimada o destruida. San Francisco se trasladó a Roma donde consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en 1221. El santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a la pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la orden, quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente. En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San Francisco: «Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y desearía que fuesen más». Al cabo de dos años, durante los cuales hubo de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer el espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de la regla. Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros, pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente la revisión al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal como fue aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el modo de vida por el que había luchado san Francisco desde el momento en que se despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís. Unos dos años antes san Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de laicos que se habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que actualmente llamamos tercera orden, fincada en el espirito de la «Carta a todos los cristianos», que Francisco había escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser una gran fuerza religiosa en la Edad Media.
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecchio, en el valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita: «Quisiera hacer una especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno». En efecto, el santo construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa de media noche, en la que Francisco actuó como diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad. Probablemente ya existía para entonces la costumbre del «belén» o «nacimiento», pero el hecho de que el santo la hubiese practicado contribuyó indudablemente a popularizarla. San Francisco permaneció varios meses en el retiro de Grecchio, consagrado a la oración, pero ocultó celosamente a los ojos de los hombres las gracias especialísimas que Dios le comunicó en la contemplación. El hermano León, que era su secretario y confesor, afirmó que le había visto varias veces durante la oración elevarse tan alto sobre el suelo, que apenas podía alcanzarle los pies y, en ciertas ocasiones, ni siquiera eso. Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de san Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el milagro de la estigmatización del santo, que la Orden celebra cada año el 17 de septiembre. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba calcetines y zapatos. Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo sucedido al hermano Iluminado y algunos otros, pero añadió que le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra. En cierta ocasión en que se hallaba enfermo, alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El santo respondió: «Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo libro me bastaría». Francisco se había enamorado de la santa pobreza mientras contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría en la persona de los pobres. El santo no despreciaba la ciencia, pero no la deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios para un fin y sólo aprovecharían a los frailes menores si no les impedían consagrar a la oración un tiempo todavía más largo, y si les enseñaban más bien a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión: «Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza». Antes de salir de Monte Alvernia, el santo compuso el «Himno de alabanza al Altísimo». Poco después de la fiesta de san Miguel, bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y curó a los enfermos que le salieron al paso.
Los dos años que le quedaban de vida fueron un período de sufrimiento tan intenso como su gozo espiritual. Su salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el «Cántico del hermano Sol» y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo. Después se trasladó a Monte Rainerio, donde se sometió al tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero la mejoría que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron entonces a Siena a consultar a otros médicos, pero para entonces el santo estaba moribundo. En el testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar la santa pobreza y a amar y honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. «Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta». Cuando Francisco volvió a Asís, el obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos que le dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida. «¡Bienvenida, hermana Muerte!», exclamó el santo y acto seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a la Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó: «¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla que prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma. Decidle que entre».
El santo envió un último mensaje a santa Clara y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del «Cántico del Hermano Sol» en los que alaba a la muerte. En seguida rogó que le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor fraternal diciendo: «Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de la vuestra». Sus hermanos le tendieron por tierra y le cubrieron con un viejo hábito que el guardián le había prestado. Francisco exhortó a sus hermanos al amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, «por encima de todas las reglas», y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a los ausentes. Murió el 3 de octubre de 1226, después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan. El 16 de julio de 1228, menos de dos años después de su muerte, Gregorio IX canoniza a Francisco en Asís. Nótese que hubo muchos casos de santos en los que el culto popular comenzó de manera inmediata, y, por así decirlo, «por aclamación», sin embargo son escasísimos (si no es acaso el único), en que la canonización regular, es decir, la proclamación oficial y explícita de un nuevo santo, llega tan rápidamente.
Francisco había pedido que le sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle d'Inferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado hasta dos años después de la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado a la gran basílica construida por el hermano Elías. El cadáver desapareció de la vista de los hombres durante seis siglos, hasta que en 1818, tras cincuenta y dos días de búsqueda, fue descubierto bajo el altar mayor, a varios metros de profundidad. El santo no tenía más que cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años al morir. No podemos relatar aquí, ni siquiera en resumen, la azarosa y brillante historia de la orden que fundó. Digamos simplemente que sus tres ramas -la de los frailes menores, la de los frailes menores capuchinos y la de los frailes menores conventuales- forman el instituto religioso más numeroso que existe actualmente en la Iglesia. Y, según la opinión del historiador David Knowles, al fundar ese instituto, san Francisco «contribuyó más que nadie a salvar a la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad Media». La literatura relacionada con san Francisco es tan vasta y los problemas que presentan algunas de las fuentes son tan complicados, que sería imposible entrar en detalles en el espacio de que disponemos. Digamos en primer lugar que se conservan algunos breves escritos ascéticos del santo, de los que hay, naturalmente, ediciones críticas. En segundo lugar, existe toda una serie de «legendae» (la palabra no indica aquí que se trate de relatos fabulosos), es decir, las biografías primitivas. Las más importantes, desde el punto de vista histórico, son la Vita prima, que se atribuye a Tomás de Celano, escrita antes de 1229; la Vita secunda, escrita entre 1244 y 1247, que completa la anterior y los Miracula, que datan aproximadamente de 1257. Hay que citar además la biografía oficial, escrita por san Buenaventura hacia 1263. La Legenda minor, destinada al uso litúrgico, se basa en la biografía escrita por san Buenaventura, quien la compuso con miras a pacificar los ánimos: en efecto, en aquella época había estallado una violenta controversia entre los frailes «zelanti» o «espirituales» y los partidarios de la observancia mitigada. Los miembros del primer partido se basaban en los dichos y hechos del fundador, tal como se conservaban en las primeras biografías. San Buenaventura suprimió muchos incidentes de la vida del fundador para evitar las ocasiones de discordia, y los superiores de la orden mandaron destruir las «legendae» primitivas. Por ello, los manuscritos de tales leyendas son por hoy muy raros y algunos de ellos sólo han llegado a ver la luz gracias a los esfuerzos de los investigadores. Está fuera de duda que el hermano León, confidente íntimo de san Francisco, escribió unas «cedule» o «rotuli» sobre el fundador de la orden. Otro de los textos primitivos más importantes es el «Sacrum commercium» (las conversaciones de Francisco y sus hijos con la santa Pobreza), escrito probablemente por Juan Parenti hacia 1227. Existen la «Legenda triza sociorum», la «Legenda Juliani de Spira» y otras obras por el estilo, así como los «Actas beati Francisci»; esta última obra, con el nombre italiano de Fioretti (Florecillas), ha sido traducida a todas las lenguas.
Directorio Franciscano, donde se encontrará escritos de toda clase: las obras atribuidas al fundador, las diversas legendae, hagiografías sobre san Francisco, santa Clara y los principales hermanos de la época fundacional, historias de la Orden, estudios críticos, no sólo mencionados sino reproducidos, etc. Destacables son, allí mismo, las Obras de san Francisco (tanto en latín como en castellano), la Enciclopedia franciscana, la edición de las Florecillas, y mucho más material que el lector seguramente encontrará a gusto navegar.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Santo Evangelio según San Lucas 10, 1-12. Jueves XXVI de Tiempo Ordinario.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Jesús, te pido que aumentes cada día más mi fe, mi esperanza y mi caridad, para poder ser santo en todo momento.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
La santidad es la vocación a la que todos estamos invitados. Todos, como hijos de Dios, estamos llamados a ser santos como nuestro Padre celestial es Santo. Al esforzarse por alcanzar la santidad, se alcanza la plenitud en la vida.
Pero este llamado tiene una característica que es el abandono total, es la confianza absoluta en Dios. Él quiere que todo lo que hagamos sea confiando en que Él nos ayudará, en que nada nos pasará, y si algo sucede, es para un bien mayor. La confianza es el paso más difícil, pero es el paso que nos libera. Estar totalmente confiados en Dios es lo mejor que podemos hacer.
Esta confianza debe ser absoluta porque vamos a estar como corderos en medio de lobos. No es un camino fácil de recorrer sin la ayuda de Dios. Nos vamos a cansar, abrumar, etc., pero nada podrá contra nosotros pues es Dios quien nos ayuda. Es en los momentos y en los tiempos más difíciles, oscuros, donde Dios está más cerca. Él nunca se va de nuestro lado, y nunca nos dejará solos, pero lo que quiere es que confiemos totalmente en Él.
No olvidemos que la vocación a la santidad es para todos, y es un llamado al abandono total y confiado en las manos de Dios. Ésa es la mejor respuesta de nuestras vidas, vivir solamente confiados.
Y, sin embargo, el mandato misionero, que es más que la diakonia y que la promoción del desarrollo humano, no puede ser olvidado ni vaciado. Se trata de nuestra identidad. El anuncio del Evangelio hasta el último confín es connatural a nuestro ser cristianos. Ciertamente, el modo como se realiza la misión cambia según los tiempos y los lugares y, frente a la tentación -lamentablemente frecuente-, de imponerse siguiendo lógicas mundanas, conviene recordar que la Iglesia de Cristo crece por atracción. ¿En qué consiste esta fuerza de atracción? Evidentemente, no en nuestras ideas, estrategias o programas. No se cree en Jesucristo mediante un acuerdo de voluntades y el Pueblo de Dios no es reductible al rango de una organización no gubernamental. No, la fuerza de atracción radica en aquel don sublime que conquistó al apóstol Pablo: "conocerlo a él [Cristo], y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos".
(Discurso de S.S. Francisco, 21 de junio de 2018).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Buscar un tiempo para estar con Jesús Eucaristía para recordar todo su amor por mí y pedirle la gracia de abandonarme en sus manos.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¡Quiero ser santo! Es lo que han dicho,pensado, escrito, rezado las almas que han llegado a la perfección.
Una vez la hermana religiosa de Santo Tomás le escribió preguntándole qué cosas eran necesarias para llegar a la santidad. El santo de Aquino era ya un teólogo reconocido y, probablemente, su hermana esperaría una especie de pequeño tratado sobre la perfección –hay libros que surgieron como respuesta a una pregunta por el estilo–, pero él no le respondió con un tratado, tampoco con algunas páginas, ni siquiera con una frase, solo escribió una palabra: “¡querer!”.
“¡¡Quiero ser santo!!” Es lo que han dicho/pensado/escrito/rezado las almas que en todos los tiempos han llegado a la perfección. Siendo la santidad un llamado de Dios (el segundo llamado, luego del llamado a la vida), sólo se llega a ella respondiendo libremente a ese clamor divino; por eso es absolutísimamente imposible alcanzarla sin quererlo de verdad y con todas las fuerzas.
El beato José Allamano, Fundador de los Misioneros y de las Misioneras de la Consolata, en sus predicaciones, una y otra vez insistía en la importancia del “quiero” sincero y decidido:
“Al Señor no le gusta esta poquedad de fe. Nos quiere confiados y decididos en decir: «Lo quiero»[1]”.
“Cuando vayáis a la iglesia, mirando a Nuestro Señor en el Sagrario, y luego viéndole también en el pesebre, decidle: «¡Quiero tener todas tus virtudes, todas las virtudes de un niño!»”.
“He aquí la importancia de mirar bien al blanco. Si nosotros le damos el principio de las obras, el Señor nos ayuda en lo demás. Lo que ha hecho a los santos y los hace es la voluntad, la buena voluntad; es no poner límites ni reservas al servicio de Dios. No decir: «Sí, quiero ser bueno, pero sin exceso». No hay excesos en el servicio de Dios.¡Haré, cueste lo que cueste, todo cuanto me mandéis, Señor!”.
“Cada uno se dirá a sí mismo: «He resucitado, no quiero morir más, quiero ser un verdadero misionero». No tengáis miedo de haceros demasiado fervorosos…”.
“¡Elevémonos! ¡Quiero vivir del cielo, del cielo!”.
Enseña la filosofía que la “causa final” es la primera en la intención y la última en la ejecución. Primero me decido a alcanzar tal o cual objetivo/fin, y luego, entonces, pongo en marcha toda la serie de medios y disposiciones necesarias para llegar a él. De ahí también que sea llamada “causa de las causas”, por la importancia que tiene –sin ella no hay ni el más mínimo movimiento hacia algún fin– y su omnipresencia en todo el proceso de la realización de una obra. En la vida espiritual la causa final es justamente la santidad.
Tomás de Cory fue un franciscano que, luego de ser maestro de novicios, vio que en su orden se abría una rama más contemplativa. En 1684 pidió permiso y llamó a la puerta del convento con una carta personal de presentación, clara y escueta; rezumaba humildad: “Soy fray Tomás de Cori y vengo para hacerme santo”. Ahora lo llamamos, justamente por eso, “santo” Tomás de Cori[2].
En abril del 2003 Juan Pablo II beatificó a María Cristina Brando (1856-1906), fundadora de la Congregación de las Hermanas Víctimas Expiadoras de Jesús Sacramentado, religiosa napolitana que desde su infancia repetía: “Tengo que ser santa, quiero ser santa”.
El domingo 5 de septiembre de 2004, el mismo pontífice canonizaba al médico y sacerdote catalán Pere Tarrés i Claret, apóstol de los enfermos y de los más pobres, y en la homilía decía:
“Se consagró con generosa intrepidez a las tareas del ministerio, permaneciendo fiel al compromiso asumido en vísperas de la ordenación: «Un solo propósito, Señor: sacerdote santo, cueste lo que cueste»”.
El “magis ignaciano”, ese buscar siempre “lo que más”, a lo que el santo de Loyola nos impele en los Ejercicios Espirituales, se concreta puntualmente en el deseo de santidad.
“¡Quiero ser Santo!” Escribe Nando Frigeiro, joven italiano, al finalizar los Ejercicios, que han de ser los últimos de su corta, pero fructuosa vida (vivió 23 años y murió en olor de santidad).
Con 23 años y movido por la llamada de Dios, San Gerardo Mayela pide al P. Cáfaro, misionero redentorista en su pueblo, que lo lleve con ellos. Pero no fue tan fácil… su madre lo encerró en su habitación para que no se marchase. ¿Quedarse allí con tal deseo?… Escapó por la ventana ayudado con unas sábanas y dejando escrito: “No piensen en mí; voy a hacerme santo”…
Este deseo deber ser firme a pesar de vernos tan distintos de los santos; le escribía Santa Teresita a su priora:
“Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables[3]”.
Podríamos seguir y seguir citando pero creo que ya alcanza para demostrar que no ha habido santo –ni tampoco habrá–, sin deseo firme y concreto, de llegar a esas cumbres de la vida espiritual.
El P. Leonardo Castellani, jesuita argentino, no está canonizado, pero hay muchas muestras en su vida de su ferviente deseo de alcanzar esa meta, cuyo quizás mejor exponente –como las llagas que en el Señor Resucitado daban muestras de su Cruz– fue la persecución que tuvo que sufrir. Él, en su hermoso libro de fábulas “Camperas”, luego de poner como ejemplo la obstinada terquedad y perseverancia de una tortuga que se escapó de su improvisada jaula, escribe esta poética oración:
“Por lo tanto Dios hombre que te hiciste carne siendo espiritual, yo te juro con todos los recursos de mi natura racional-animal, ya que patas de liebre no tengo y las alas quebradas me duelen tanto, yo te juro que me haré santo.
Que saldré algún día -no sé cómo- del cajón oprimente en que doy vueltas en redondo y tropiezo continuamente ‘Padre, propongo no hacerlo más’, y mañana lo hago tranquilamente.
Pero setenta veces siete aunque tuviera que levantarme y aunque tuviera línea por línea milimétricamente que arrastrarme y yo sé que el diablo es fuerte, pero yo soy más terco y cabezudo y yo sé que el diablo es diablo, pero la oración es mi escudo; y es malo, pero Tú sólo puedes sacar bien del mal –con tal que no me dejes nunca caer en pecado mortal–.
Yo te juro que saldré con tu gracia del cajón desesperadamente que andaré de las virtudes iluminativas el camino rampante y me hundiré en el río de la contemplación con una terca, de tortuga, tosca y humilde obstinación[4]”.
Este deseo, como decíamos arriba, responde a un llamado de Dios, y por tanto no tienen nada de presuntuoso, ¡al contrario!, encierra en sí toda la humildad de quien ve con total claridad la completa imposibilidad de llegar ¡allá! sin Su ayuda.
Y, además, este llamado a la santidad es el primero que el hombre tiene que responder en su camino hacia Dios, faltando el cual, es una quimera preguntarse por el otro llamado, que conocemos más propiamente con el nombre de “vocación”; porque es ilusorio y contradictorio querer saber en qué estado Dios quiere que me haga santo (eso es la vocación en definitiva) si primero no quiero, de hecho, serlo.
¡Todos! Todos somos llamados a la santidad; y en ese “todos”, hay que hacer el esfuerzo intelectual de incluirnos, de sabernos y entendernos “capaces de”, “partes de”. Sí, por pura misericordia de Dios, pero con toda la realidad que nos viene de esa infinita y omnipotente misericordia. En estas cosas puede pasar algo análogo a lo que, al menos en mi caso, me sucedía en los primeros tiempos de sacerdote: antes de ser ordenado, no me resultaba difícil tener fe en que el sacerdote obraba “in persona Christi”, y en Su nombre y ocupando Su lugar consagraba y absolvía; pero cuando ese “otro Cristo” comencé a ser yo… fue un poco más difícil…
Así también puede acontecer que no se nos haga difícil pensar en que “fulano” o “mengano” puede ser santo, pero quizás no podamos decir lo mismo de nosotros. Esa será la tarea, entonces: tener la serena convicción de que “yo puedo ser santo si lo quiero”.
Todo un Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros… ¡cómo no vamos a poder llegar a la santidad así! Sí –repetimos–, con nuestras propias fuerzas es imposible, pero sabemos que nada es imposible para Dios (Lc 1,37) y que todo lo puedo en aquel que me conforta (Fil 4,13)
“La verdad es que todos estamos llamados —no tengamos miedo de la palabra— a la santidad (¡y el mundo tiene hoy mucha necesidad de santos!), una santidad cultivada por todos, en los diversos géneros de vida y en las diferentes profesiones, vivida según los dones y las funciones que cada uno ha recibido, emprendiendo sin vacilación el camino de la fe viva, que suscitó la esperanza y actúa en la caridad”[5]. (San Juan Pablo II)
“La santidad no es un lujo, no es un privilegio de unos pocos, una meta imposible para un hombre normal; en realidad, es el destino común de todos los hombres llamados a ser hijos de Dios, la vocación universal de todos los bautizados”[6]. (Benedicto XVI)
“Mirad que convida el Señor a todos; pues es la misma verdad, no hay que dudar. Si no fuera general este convite, no nos llamara el Señor a todos, y aunque los llamara, no dijera: Yo os daré de beber. Pudiera decir: venid todos, que, en fin, no perderéis nada; y los que a mí me pareciere, yo los daré de beber. Mas como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que todos los que no se quedaren en el camino, no les faltará esta agua viva[7]” (Santa Teresa)
En la encíclica Rerum omnium (26-1-1923) sobre San Francisco de Sales, Pío XI, glosando la doctrina de este santo Doctor de la Iglesia, insistía en la universalidad de la vocación cristiana a la perfección:
“Que nadie juzgue que esto obliga únicamente a unos pocos selectísimos y que a los demás se les permite permanecer en un grado inferior de virtud. Están obligados a esta ley absolutamente todos sin excepción”.
Juan Pablo II dirá:
“Ya en tiempo de los santos Padres, era costumbre afirmar: Christianus alter Christus («el cristiano es otro Cristo»), queriendo con eso resaltar la dignidad del bautizado y su vocación, en Cristo, a la santidad”[8].
En la Catequesis del Papa Benedicto XVI sobre san Simeón el Nuevo Teólogo, refería:
“Para Simeón esa experiencia de la gracia divina no constituye un don excepcional para algunos místicos, sino que es fruto del bautismo en la existencia de todo fiel seriamente comprometido[9]”.
Será cuestión entonces, de mantener bien en alto estos santos deseos y reavivarlos cada día. Escuchemos a la Santa de Ávila, que con el ímpetu de “varona”, o sea con esa fortaleza propia de los santos, nos dice:
“Digo que importa mucho, y en todo una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella [la santidad], venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabajase lo que se trabajase, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo[10]”.
“Tener gran confianza, porque conviene mucho no apocar los deseos, sino creer de Dios que, si nos esforzamos, poco a poco, aunque no sea luego, podremos llegar a lo que muchos santos con su favor; que si ellos nunca se determinaran a desearlo y poco a poco a ponerlo por obra, no subieran a tan alto estado. Quiere Su Majestad y es amigo de ánimas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí. Y no he visto a ninguna de éstas que quede baja en este camino; ni ninguna alma cobarde, con amparo de humildad, que en muchos años ande lo que estotros en muy pocos. Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas[11]”.
Este deseo de la santidad, cuando se vive de este modo, hace al hombre feliz en la tierra y eternamente en el cielo; según nos lo indica el Señor con aquelBienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia (es decir, de santidad), porque ellos serán saciados (Mt 5,6).
¿Puede un hombre caminar sobre el agua? Solo si mira constantemente a Jesucristo y con la confianza que viene de la fe firme, no se inmuta por el viento y las olas; de lo contrario… ¡Señor, sálvame! (Mt 14,30). Caminar a la santidad es más milagroso que caminar sobre el agua, pero tanto lo uno como lo otro puede llevarse a cabo confiando en Quien dijo te basta mi gracia (2Cor 12,9), y en Quien confirmó con su vida esa verdad con aquel Hizo en mí grandes cosas el Todopoderoso (Lc 1,49).
¿Por qué no se debe poner nombres a los Ángeles Custodios?
La Iglesia Católica admite una devoción hacia los Ángeles Custodios, pero no adorarlos y ponerles un nombre
Los Ángeles Custodios acompañan y protegen al ser humano desde el momento de la concepción, y la Iglesia Católica admite una devoción hacia ellos, pero no adorarlos y ponerles un nombre.
El motivo está explicado en el Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia, elaborado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos de la Santa Sede y publicado en el año 2002.
El Capítulo VI titulado “La Veneración a los Santos y Beatos”, indica que a lo largo de los siglos los fieles “han traducido en expresiones de piedad las convicciones de fe respecto al ministerio de los Ángeles”. Por ejemplo, los han nombrado patronos de ciudades, han construido santuarios en su honor y han establecido días festivos.
Otra devoción es la del Ángel Custodio, que si bien es “legítima y saludable” puede dar “lugar a desviaciones”.
En ese sentido, el documento precisa que se debe “rechazar el uso de dar a los Ángeles nombres particulares, excepto Miguel, Gabriel y Rafael, que aparecen en la Escritura”.
En tanto, el numeral 328 del Catecismo de la Iglesia Católica explica que los Ángeles son “seres espirituales, no corporales”, como las demás cosas de la tierra sobre las cuales el hombre tiene dominio y puede nombrar.
Ese mismo texto agrega que los ángeles “tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales (Pío XII, enc. Humani generis: DS 3891) e inmortales (Lc 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles”.
El Santo Padre invita pedir a la Virgen y a San Miguel Arcángel que protejan a la Iglesia
Acompañemos al Papa: un Rosario cada día durante octubre
El Papa Francisco invita a todos los fieles del mundo arezar diariamente el Santo Rosario, durante todo el mes mariano de octubre y a unirse así en comunión y penitencia.
De acuerdo con un comunicado del Vaticano, el objetivo de este llamado es unirnos como pueblo de Dios para pedir a la Santa Madre de Dios y a San Miguel Arcángel que protejan a la Iglesia del diablo, que siempre pretende separarnos de Dios y entre nosotros.
El Santo Padre pide a los fieles que recen para que la Santa Madre de Dios ponga a la Iglesia bajo su manto protector, para defenderla “de los ataques del maligno, el gran acusador, y hacerla, al mismo tiempo, cada vez más consciente de las culpas, de los errores y de los abusos cometidos en el presente y en el pasado”.
Para terminar el rezo del Rosario, el Papa Francisco recomienda la antigua invocaciónSub Tuum Praesidium (Bajo Tu Protección), y con la oración a San Miguel Arcángel escrita por León XIII:
Sub Tuum Praesidium
Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!
Oración a San Miguel Arcángel
San Miguel Arcángel,
defiéndenos en la lucha.
Sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio.
Que Dios manifieste sobre él su poder,
es nuestra humilde súplica.
Y tú, oh Príncipe de la Milicia Celestial,
con el poder que Dios te ha conferido,
arroja al infierno a Satanás,
y a los demás espíritus malignos
que vagan por el mundo para la perdición de las almas.
Amén.
Jóvenes, fe y discernimiento vocacional
Comienza en Roma el Sínodo de los Obispos con una Misa presidida por el Papa Francisco
Después de meses de preparativos, comenzó en Roma este miércoles 3 de octubre la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos centrada en los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.
En una plaza de San Pedro llena de fieles, frente a la Basílica vaticana, y en un día especialmente luminoso, el Papa Francisco presidió la Misa de apertura del Sínodo, Misa de gran solemnidad que se desarrolló en gran parte en latín.
En su homilía, el Santo Padre animó a los Padres Sinodales en los trabajos que comenzarán esta misma tarde, y les aseguró que “la Iglesia los mira con confianza y amor”.
El Papa pidió a los Padres Sinodales “trabajar para revertir las situaciones de precariedad, exclusión y violencia a las que están expuestos nuestros muchachos”.
“Nuestros jóvenes, fruto de muchas de las decisiones que se han tomado en el pasado, nos invitan a asumir junto a ellos el presente con mayor compromiso y luchar contra todas las formas que obstaculizan sus vidas para que se desarrollen con dignidad”.
Aseguró que los jóvenes “nos piden y reclaman una entrega creativa, una dinámica inteligente, entusiasta y esperanzadora, y que no los dejemos solos en manos de tantos mercaderes de muerte que oprimen sus vidas y oscurecen su visión”.
Toda la homilía del Papa se articuló en torno a la importancia de que los Padres Sinodales se dejen guiar por el Espíritu Santo para el éxito del Sínodo.
El Papa invocó al Espíritu Santo para que “nos dé la gracia de ser Padres sinodales ungidos con el don de los sueños y de la esperanza para que podamos, a su vez, ungir a nuestros jóvenes con el don de la profecía y la visión”.
“Que nos dé la gracia de ser memoria operante, viva, eficaz, que de generación en generación no se deja asfixiar ni aplastar por los profetas de calamidades y desventuras ni por nuestros propios límites, errores y pecados, sino que es capaz de encontrar espacios para encender el corazón y discernir los caminos del Espíritu”.
Recordó que “nuestros jóvenes serán capaces de profecía y de visión en la medida que nosotros, ya mayores o ancianos, seamos capaces de soñar y así contagiar y compartir esos sueños y esperanzas que anidan en el corazón”.
Pidió también permanecer durante todo el Sínodo en “escucha los unos de los otros para discernir juntos lo que el Señor le está pidiendo a su Iglesia. Y esto nos exige estar alertas y velar para que no domine la lógica de autopreservación y auto-referencialidad que termina convirtiendo en importante lo superfluo y haciendo superfluo lo importante”.
El Pontífice insistió en la importancia de la escucha para el éxito de los trabajos sinodales, una escucha “sincera, orante y con el menor número de prejuicios y presupuestos” que permita “entrar en comunión con las diferentes situaciones que vive el Pueblo de Dios”.
“Escuchar a Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escuchar al pueblo, hasta respirar en Él la voluntad a la que Dios nos llama”, insistió.
El Papa finalizó repitiendo las palabras del Papa Pablo VI en el mensaje a los jóvenes del 8 de diciembre de 1965 con motivo de la clausura del Concilio Vaticano II, en el que exhortaba a “ensanchar” los corazones “a las dimensiones del mundo, “a escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vuestras energías”. “Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males”, concluyó.
Comienzo de los trabajos sinodales
Los trabajos sinodales comenzarán este mismo miércoles 3 de octubre por la tarde con el discurso apertura que pronunciará el Papa Francisco.
Se trata del tercer Sínodo convocado durante el presente Pontificado. El primero fue la III Asamblea General Extraordinaria y el segundo la XIV Asamblea General Ordinaria sobre el tema de la familia.
Los trabajos del Sínodo abierto hoy se desarrollarán en tres unidades de trabajo bajo los epígrafes de “Reconocer: la Iglesia en escucha de la realidad”, “Interpretar: fe y discernimiento vocacional”, “Elegir: caminos de conversión pastoral y misionera”.
"TODO LO QUE FUE Y ENSEÑÓ SE RESUME EN UNA PALABRA: HERMANO"
Francisco de Asís, signo del futuro
"Solo la revolución de la fraternidad y de la ternura podrán vencer la violencia de unos y de otros"
José Arregi, 04 de octubre de 2018 a las 08:41
San Francisco de Asís. El Greco
Su figura nos devuelve la fe en lo mejor que llevamos como frágil tesoro, la fe en nuestra pobre arcilla, en la humanidad, en la Tierra, en la santa materia, en el poder de la bondad para transformar el mundo
- José Arregi: "Me disgusta que alguien me ofenda, pero me disgusta más que le impongan castigos"
- José Arregi: "Jesús vivió hasta morir, y murió hasta resucitar, como el profeta mártir, sin etiquetas"
(José Arregi).- Hoy es la fiesta de Francisco de Asís, el bendito Poverello. Lo celebraré. Me gustaría que también tú, quien quiera que seas, te acuerdes de él y lo mires de cerca. Te hará bien. Su figura nos devuelve la fe en lo mejor que llevamos como frágil tesoro, la fe en nuestra pobre arcilla, en la humanidad, en la Tierra, en la santa materia, en el poder de la bondad para transformar el mundo.
Todo lo que fue y enseñó se resume en una palabra: hermano. O hermana, pues estoy seguro de que el género (el masculino, el femenino y todas sus variantes y gamas, con permiso de nuestros obispos) no era para él exclusivo ni excluyente. Llamaba hermanas a todas las personas, a todas las criaturas. Las sentía y las hacía ser hermanas. Hay que ser muy humilde para ser tan hermano, tan humano, y poner perdón donde hay ofensa, amor donde hay odio, verdadera alegría donde hay tristeza. Hay que ser muy pobre de sí y creer en sí mismo para poder hacerlo.
Francisco lo hizo. Todos sus sueños juveniles y medievales de grandeza, riqueza y dominio se le fueron desvaneciendo a medida que miraba los ojos y el cuerpo desnudo de Jesús, tan crucificado y luminoso, en la penumbra de la ermita de San Damián a las afueras de Asís. Y a medida que miraba el rostro y el cuerpo llagados de los leprosos, los más humillados de la sociedad de la época. “Al principio me resultaba muy amargo verlos –escribe en su testamento–, pero tuve compasión de ellos, y lo que me era amargo se me volvió dulzura de alma y de cuerpo”. La mirada y el gusto se le fueron transformando. Jesús le llevó a los leprosos, y los leprosos le llevaron a Jesús. Y así se encontró a sí mismo. Y, libre de sí, pudo hacerse hermano de todos.
Fue hace 800 años. En una época crucial, un cambio de época en la historia de Europa, cuando la sociedad feudal de señores y vasallos tocaba a su fin, cuando en los burgos o ciudades medievales emergían y empezaban a imponerse los mercaderes burgueses como nueva clase de señores, Francisco optó por los más pequeños y sometidos. Rompió con su padre mercader y escogió ser de la clase de los menores, vivir con ellos y como ellos. Hasta al ladrón y al asesino los llamaba hermanos, convencido como estaba de que la violencia de los pobres tiene su origen principal en la violencia institucional que padecen, y de que solo la revolución de la fraternidad y de la ternura podrán vencer la violencia de unos y de otros. De eso nos habla aquella florecilla en la que Francisco amansa al “hermano lobo”, que no mataba sino porque nadie le daba de comer.
En una época en que la institución eclesial –clerical, dogmática, autoritaria– se hallaba corrompida por las riquezas, enredada en conflictos de poder con ejército propio incluido, obsesionada en eliminar todas las herejías y a todos los herejes, obstinada en sus cruzadas contra los pérfidos sarracenos, soñó una Iglesia fraterna-sororal, más allá de la vieja división, hoy todavía tan vigente, entre clérigos y laicos. Una Iglesia humilde, pobre y humana, hermana. Una Iglesia que no condena a nadie y que proclama la misericordia por encima de todos los dogmas y leyes.
Profesaba profunda veneración al clero, sobre todo a los sacerdotes más pobres e ignorantes, por el poder sobrenatural que habían recibido de perdonar los pecados y de hacer presente a Jesús en el pan y el vino. Así se lo habían enseñado, y él lo creía. Pero algo le decía que no. Y de hecho no quiso ser sacerdote, y no se trababa en el fondo de un gesto de humildad, sino de rechazo inconsciente -¿o tal vez consciente?– de aquel modelo de Iglesia que aún sigue en pie. Ni quiso ser monje, bien instalado en un monasterio, muy por encima de la gente pequeña. Quiso ser “hermano menor” de todos.
Tampoco quiso, por eso mismo, fundar una nueva Orden, sino una fraternidad de hermanos (¡y de hermanas!) menores con los menores de la sociedad, caminando por los campos y aldeas, como Jesús, sin conventos y sin propiedad alguna, sin dominio sobre nadie, trovadores de la paz. A aquel movimiento innovador se apuntaron multitudes, y todos admiraban y amaban al Poverello, pero solo un puñado le siguió de verdad. Los demás se convirtieron en Orden clerical poderosa, volvieron al pasado.
Pero Francisco, hermano menor humilde y bueno, sigue ahí señalando el futuro.