La confianza filial
- 10 Octubre 2018
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Se debe buscar el conocimiento propio de la etapa que se está viviendo para poder crecer en el amor mutuo
Es sumamente importante que los novios sepan dialogar entre sí, que conversen con apertura, escuchando al otro no sólo con los oídos, sino con el corazón. Sólo el diálogo, por el que el otro se nos comunica, puede hacer posible nuestro conocimiento de él en cuanto persona humana.
1- Dialogar, dialogar mucho; no reducir sus relaciones a charlas insustanciales, no ocultar al otro el propio yo por miedo a quedar mal, a perderlo; decir con sinceridad la propia opinión, aunque no concuerde con la del otro. No hay veneno que corroa más el matrimonio y el noviazgo que la mentira, la insinceridad, la desconfianza.
2- Dialogar con el Otro, con Dios Nuestro Señor. Tratar a solas con Él todos sus progresos, problemas e ilusiones. Ponerse ante Él tal cual son, y pedirle que les ayude a conocerlo mejor a Él, a conocerse mejor a sí mismos, a la persona amada y a la pareja que forman los dos. Tratar que Dios Nuestro Señor sea siempre un “Tercero” que esté junto con los dos. Pregúntenle: "Señor, ¿qué quieres de mí? ¿me creaste para el matrimonio o para que me consagre sólo a ti? Señor, ¿estás contento con nuestro modo de vivir el noviazgo?".
Es evidente que no se podrá alcanzar un conocimiento perfecto del otro desde el inicio. Será de toda la vida. Pero si se debe buscar el conocimiento propio de la etapa que se está viviendo, el noviazgo, y que permita crecer en el amor mutuo como adhesión afectiva y de voluntad al otro en su verdadera realidad.
3- Aceptarse a sí mismo y al otro: ¡Acéptate!. No basta conocer, hay que saber aceptar. A veces resulta difícil, pero es una medida muy sabia y muy sana.
4- El discernimiento: Precede a la aceptación. Lo primero será pensar serenamente si ese joven o esa chica es una persona adecuada al propio modo de ser y pensar. La reflexión sobre el otro y sobre uno mismo debe llevar a una resolución madura y práctica. Si se ve que los temperamentos de ambos o el modo esencial de ver la vida, o las creencias religiosas de cada uno, etc., son incompatibles habrá que pensar seriamente si conviene seguir con esa relación o es mejor cortar con ella.
Las simples diferencias, aún notorias, entre ambos -pueden incluso ser motivo de mutuo enriquecimiento complementario-, pero hay situaciones de grave y clara incompatibilidad que en ocasiones se da entre dos personas. Es cierto que el amor cambia muchas cosas, pero hay que ser realistas y pensar que los rasgos fundamentales de la persona permanecen siempre, y que el matrimonio es para toda la vida. ¿Estoy dispuesto a casarme con una persona con la que tendré siempre graves desavenencias y disgustos? ¿Puedo cargarme la responsabilidad de la posible infelicidad de ella, mía, y de los hijos que traigamos al mundo? En algunas ocasiones será mejor romper a tiempo y quedar como amigos. Cuesta, duele, porque en ese momento parece el único amor posible. Pero con frecuencia se entiende después que fue mejor así, y aquella experiencia dolorosa se convierte en un auténtico faro de luz.
Luis Beltrán, Santo
Presbítero, 9 de octubre
Religioso Presbítero
Martirologio Romano: En Valencia, en España, san Luis Bertrán, presbítero de la Orden de Predicadores, que en América meridional predicó el evangelio de Cristo y defendió a varios pueblos indígenas (1581).
Etimología: Luis = Aquel que es famoso en la guerra, viene del germano
Breve Biografía
Luis Beltrán nació en Valencia (España) el l de enero de 1526, de familia rica y muy virtuosa. Su padre, Juan Luis, después de haber quedado viudo, quiso hacerse monje del monasterio de Porta-Coeli que queda cerca de Valencia. Pero cuando ya iba llegando al monasterio, se le aparecieron san Vicente Ferrer y san Bruno quienes le dijeron que la voluntad de Dios no lo quería en el convento sino en el mundo. Obedeció, regresó y al poco tiempo se casó con la virtuosa Juana Angela Eixarch, hija de Juan Eixarch, rico mercader.
Luis fue el primogénito de esta pareja, y fue bautizado en la parroquia de San Esteban, en la misma pila bautismal en donde dos siglos antes había sido bautizado san Vicente Ferrer. Desde muy niño dio claras muestras de su afición a la oración y a la penitencia. Se cuenta que a los siete años de edad pasaba largas horas en oración durante la noche y luego se acostaba en el suelo; y para no ser descubierto, desarreglaba la cama.
Lector asiduo de las vidas de los santos, se entusiasmó tanto con el ejemplo de san Alejo y san Roque, quienes por amor a Dios dejaron casa y parientes para peregrinar mendigando su sustento, que resolvió seguir su ejemplo. Sacó dinero prestado, preparó algo de ropa y alimento, buscó un compañero que compartiera su camino y su vida, y partieron camino de Santiago. Como la madre se encontraba enferma y sabía el dolor que estaba causando a su padre, le escribió una carta que todavía hoy se conserva y que comenzaba así:
“Tengo por muy cierto el enojo que Vuestra Merced y la señora han recibido con la resolución que he tomado. Mas ciertamente no lo debían recibir, pensando que esta es la voluntad de Dios...”.
Como es de suponer, poco después fue encontrado por el criado que envió su padre a buscarlo. Lo encontró cerca de Buñol, descansando tranquilamente junto a una fuente cerca del pueblo que todavía hoy se conserva como entonces, y que es centro de mucha devoción.
A los veinte años ingresó a la Orden de Predicadores y después de su Ordenación sacerdotal se dedicó a la predicación. En 1562 fue enviado a América. En Colombia se dedicó a la catequización, a bautizar y a levantar iglesias. Su celo y su caridad le ganó el afecto de los indígenas, que acudían a él de todas partes y lo acompañaban constantemente. En 1570 regresó a España y continuó su labor apostólica, y en 1574 el Capítulo general de Aragón lo nombró predicador general.
Él mismo define su estilo: “Yo predico en estilo que todos lo entiendan. Y como Dios dijo a Isaías: Stilo hominis. Quiere decir en buen romance claro, que lo entienda todo el mundo. Esto es: estilo llano. Ningún cronista ha guardado tan bien las reglas de los historiadores como los sagrados evangelistas. ¡Qué cortos en contar las grandezas y hazañas de Cristo! ¡Qué sin elocuencia! ¡Qué sin afectos! ¡Qué sin retóricas! Para que resplandezca la verdad, sin color ni afeite, sin ayuda de elocuencia y saber humano”.
Desempeñó varios cargos en su Orden y murió el 9 de octubre de 1581, a los 55 años de edad, en el palacio del patriarca San Juan de Ribera, que era su amigo. Fue canonizado por Clemente X en 1671, y la Iglesia colombiana lo ha venerado siempre como uno de sus principales abogados y patronos.
La devoción de San Luis Beltrán por las almas del purgatorio
San Luis tenía una gran devoción por las almas del Purgatorio. Después de su ordenación sacerdotal, su padre, que había muerto ocho años antes, se le apareció y le pidió su ayuda. Un día, después de muchas misas ofrecidas a Dios en su nombre, el Santo vio el alma de su padre muy resplandeciente y liberado de las penas del Purgatorio.
En una oportunidad, en una noche, después de la oración de maitines en el coro, San Luis vio a un hermano compañero de su orden que había fallecido, y estaba todo rodeado por llamas que lo hacía sufrir mucho, el difunto se le arrojó a sus pies para pedirle perdón por aquella expresión ofensiva dirigida al santo hace algunos años.
El fallecido le pidió a San Luis que celebrara una misa para él, mediante el cual iba a ser inmediatamente liberado de las penas del Purgatorio. El Santo celebró la misa en su nombre a la mañana siguiente y en la noche de ese, vio a la persona fallecida que estaba rodeada de gloria, entrando en el Paraíso.
San Luis Beltrán, ruega por nosotros y por las almas del Purgatorio.
San Daniel Comboni
Celebrado el 10 de octubre
San Daniel Comboni, obispo y fundador
En Khartum, en Sudán, san Daniel Comboni, obispo, que fundó el Instituto para las Misiones en África (Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús), y tras ser elegido obispo en ese continente, se entregó sin reservas y predicó el Evangelio por aquellas regiones, trabajando también por hacer respetar la dignidad human
Daniel Comboni: hijo de campesinos pobres, llegó a ser el primer Obispo de Africa Central y uno de los más grandes misioneros de la historia de la Iglesia. La vida de Comboni nos muestra que, cuando Dios interviene y encuentra una persona generosa y disponible, se realizan grandes cosas
Daniel Comboni nace en Limone sul Garda (Brescia, Italia) el 15 de marzo de 1831, en una familia de campesinos al servicio de un rico señor de la zona. Su padre Luigi y su madre Domenica se sienten muy unidos a Daniel, que es el cuarto de ocho hijos, muertos casi todos ellos en edad temprana. Ellos tres forman una familia unida, de fe profunda y rica de valores humanos, pero pobre de medios materiales. La pobreza de la familia empuja a Daniel a dejar el pueblo para ir a la escuela a Verona, en el Instituto fundado por el sacerdote don Nicola Mazza para jóvenes prometedores pero sin recursos.
Durante estos años pasados en Verona Daniel descubre su vocación sacerdotal, cursa los estudios de filosofía y teología y, sobre todo, se abre a la misión de Africa Central, atraído por el testimonio de los primeros misioneros del Instituto Mazza que vuelven del continente africano. En 1854, Daniel Comboni es ordenado sacerdote y tres años después parte para la misión de Africa junto a otros cinco misioneros del Istituto Mazza, con la bendición de su madre Domenica que llega a decir: «Vete, Daniel, y que el Señor te bendiga».
En el corazón de Africa - con Africa en el corazón
Después de cuatro meses de viaje, el grupo de misioneros del que forma parte Comboni llega a Jartum, la capital de Sudán. El impacto con la realidad Africana es muy fuerte. Daniel se da cuenta en seguida de las dificultades que la nueva misión comporta. Fatigas, clima insoportable, enfermedades, muerte de numerosos y jóvenes compañeros misioneros, pobreza de la gente abandonada a si misma, todo ello empuja a Comboni a ir hacia adelante y a no aflojar en la tarea que ha iniciado con tanto entusiasmo. Desde la misión de Santa Cruz escribe a sus padres: «Tendremos que fatigarnos, sudar, morir; pero al pensar que se suda y se muere por amor de Jesucristo y la salvación de las almas más abandonadas de este mundo, encuentro el consuelo necesario para no desistir en esta gran empresa».
Asistiendo a la muerte de un joven compañero misionero, Comboni no se desanima y se siente confirmado en la decisión de continuar su misión: «Africa o muerte!».
Cuando regresa a Italia, el recuerdo de Africa y de sus gentes empujan a Comboni a preparar una nueva estrategia misionera. En 1864, recogido en oración sobre la tumba de San Pedro en Roma, Daniel tiene una fulgurante intuición que lo lleva a elaborar su famoso «Plan para la regeneración de Africa», un proyecto misionero que puede resumirse en la expresión «Salvar Africa por medio de Africa», fruto de su ilimitada confianza en las capacidades humanas y religiosas de los pueblos africanos.
Un Obispo misionero original
En medio de muchas dificultades e incomprensiones, Daniel Comboni intuye que la sociedad europea y la Iglesia deben tomarse más en serio la misión de Africa Central. Para lograrlo se dedica con todas sus fuerzas a la animación misionera por toda Europa, pidiendo ayudas espirituales y materiales para la misión africana tanto a reyes, obispos y señores como a la gente sencilla y pobre. Y funda una revista misionera, la primera en Italia, como instrumento de animación misionera.
Su inquebrantable confianza en el Señor y su amor a Africa llevan a Comboni a fundar en 1867 y en 1872 dos Institutos misioneros, masculino y femenino respectivamente; más tarde sus miembros se llamarán Misioneros Combonianos y Misioneras Combonianas.
Como teólogo del Obispo de Verona participa en el Concilio Vaticano I, consiguiendo que 70 obispos firmen una petición en favor de la evangelización de Africa Central (Postulatum pro Nigris Africæ Centralis).
El 2 de julio de 1877, Comboni es nombrado Vicario Apostólico de Africa Central y consagrado Obispo un mes más tarde. Este nombramiento confirma que sus ideas y sus acciones, que muchos consideran arriesgadas e incluso ilusorias, son eficaces para el anuncio del Evangelio y la liberación del continente africano.
Durante los años 1877-1878, Comboni sufre en el cuerpo y en el espíritu, junto con sus misioneros y misioneras, las consecuencias de una sequía sin precedentes en Sudán, que diezma la población local, agota al personal misionero y bloquea la actividad evangelizadora.
La cruz como «amiga y esposa»
En 1880 Comboni vuelve a Africa por octava y última vez, para estar al lado de sus misioneros y misioneras, con el entusiasmo de siempre y decidido a continuar la lucha contra la esclavitud y a consolidar la actividad misionera. Un año más tarde, puesto a prueba por el cansancio, la muerte reciente de varios de sus colaboradores y la amargura causada por acusaciones infundadas, Comboni cae enfermo. El 10 de octubre de 1881, a los 50 años de edad, marcado por la cruz que nunca lo ha abandonado «como fiel y amada esposa», muere en Jartum, en medio de su gente, consciente de que su obra misionera no morirá. «Yo muero –exclama– pero mi obra, no morirá».
Comboni acertó. Su obra no ha muerto. Como todas las grandes realidades que « nacen al pie de la cruz », sigue viva gracias al don que de la propia vida han hecho y hacen tantos hombres y mujeres que han querido seguir a Comboni por el camino difícil y fascinante de la misión entre los pueblos más pobres en la fe y más abandonados de la solidaridad de los hombres.
Fue beatificado en marzo de 1996 por SS Juan Pablo II y canonizado por el mismo papa en octubre de 2003.
Santo Evangelio según San Lucas 11, 1-4. Miércoles XXVII de Tiempo Ordinario.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Gracias, Señor, por el don de la fe, ayúdame a creer en Ti. Gracias por el don de la esperanza, ayúdame a abandonarme en tus manos. Gracias por el don de la caridad, ayúdame a amarte y a desgastarme en servicio de mis hermanos.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 11, 1-4
Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".
Entonces Jesús les dijo: "Cuando oren, digan: "Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende, y no nos dejes caer en tentación".
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
¡Señor, enséñanos a orar!. Éste es el grito que brota de los labios de los apóstoles y que resuena en nuestros corazones. ¿El motivo? No sabemos cómo pedir a Dios, no sabemos cómo hablarle. Jesús nos enseña en el Padrenuestro que Dios se interesa totalmente por nuestro bienestar y por exactamente lo mismo que a nosotros nos preocupa: Nuestras necesidades materiales, nuestras relaciones con los demás y nuestra relación con Dios.
Cuando decimos danos hoy nuestro pan de cada día, no sólo le estamos pidiendo literalmente por algo que poner en la mesa, le estamos pidiendo que nos de aquello que necesitamos. Por eso, no debemos avergonzar de hablar con Él de las cosas más sencillas, como el hecho de querer un nuevo refrigerador o de haber comprado una mascota; y ni qué se diga de hablarle de cosas importantes, pues Él es un padre que se interesa por cada uno de sus hijos.
Cuando pedimos el perdón de nuestros pecados- como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden- le estamos básicamente hablando de cómo es nuestro trato con los demás y le estamos pidiendo que nos mida con la misma medida que nosotros les aplicamos a ellos.
Cuando pedimos que no nos deje caer en tentación le pedimos que no permita que nos separemos de Él por el pecado, reconocemos que somos débiles y que sin su ayuda no podemos nada.
Así pues, el Padrenuestro es la oración perfecta porque nos enseña con sencillez a orar como Jesús: con la confianza de un hijo que sabe que su Padre le escucha. ¿Ya he aprendido a orar así?
En la oración del Padre Nuestro Jesús ha querido alojar la misma enseñanza de esta parábola. Ha puesto en relación directa el perdón que pedimos a Dios con el perdón que debemos conceder a nuestros hermanos: "y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores". El perdón de Dios es la seña de su desbordante amor por cada uno de nosotros; es el amor que nos deja libres de alejarnos, como el hijo pródigo, pero que espera cada día nuestro retorno; es el amor audaz del pastor por la oveja perdida; es la ternura que acoge a cada pecador que llama a su puerta. El Padre celestial -nuestro Padre- está lleno, está lleno de amor que quiere ofrecernos, pero no puede hacerlo si cerramos nuestro corazón al amor por los otros.
(Homilía de S.S. Francisco, 17 de septiembre de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Voy a hacer una visita a Cristo Eucaristía, rezaré un Padrenuestro meditando en lo que estoy diciendo y pidiendo.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
El Padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesús
Explicaciòn del Padre Nuestro. Cardenal Norberto Rivera.
Por: Carta del Cardenal Norberto Rivera
Primera Parte del Padrenuestro
Vosotros, pues, orad así: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal”. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas (Mateo 6, 9-15).
El Padrenuestro es la oración que nos enseñó Jesucristo y es, seguramente, una de las primeras oraciones que aprendimos de memoria. Es una invitación a orar con sencillez, desde lo más profundo del corazón, sin falsos pietismos ni apariencias buscadas. Es una oración llena de autenticidad donde se reconoce la grandeza de Dios y las propias debilidades. En este año de preparación del jubileo del año 2000, dedicado precisamente a la persona divina del Padre, resulta muy útil volver a meditar en el Padrenuestro, esta oración que frecuentemente decimos de memoria, pero sin pensar muchas veces en los profundos contenidos que encierra.
A primera vista se perciben dos partes bien diferenciadas en el Padrenuestro:
- una donde predomina la alabanza y la petición referida a lo que podríamos llamar “los intereses de Dios”,
- y una segunda que comienza con la petición del pan y presenta peticiones más dirigidas a nuestras necesidades.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica a fondo esta maravillosa oración nacida de los labios de Jesucristo. Le dedica los números 2777 a 2865 y ofrece un contenido muy rico que nos puede ser muy útil si queremos profundizar en lo que decimos cuando hacemos esta oración que comien-za con una interpelación a la caridad: “Padre nuestro”. Padre nuestro quiere decir padre de todos; quiere decir que todos somos hermanos y que nuestro destino en la vida no es indiferente a los demás como tampoco tiene que serlo a nosotros el de ellos. El Padrenuestro comienza con la afirmación de la comunión de los hijos y el reconocimiento de la insondable grandeza de un Padre amoroso que no podemos ver porque mora más allá del alcance de nuestros sentidos (“en el Cielo”). En esta carta vamos a reflexionar juntos sobre la primera parte de esta oración.
“Padre”. Sería un verdadero atrevimiento llamar “Padre” a Dios si no hubiera sido porque el Hijo nos invitó a hacerlo. A sus contemporáneos esto les parecía algo blasfemo porque significaba hacerse igual a Dios (Cf Juan 5, 18), pero es que el Hijo realmente era Dios y hombre a la vez. Desde entonces, hemos dejado de preocuparnos por el nombre de Dios porque tenemos la seguridad de poder llamarle “Padre”. Padre significa amor, preocupación por los hijos, entrega generosa a ellos. Aquí nos traiciona nuestra inteligencia.
Cuando pensamos en Dios como Padre, le atribuimos generalmente las mejores cualidades que podemos encontrar en un padre humano. No caemos en la cuenta de que Dios las supera infinitamente. La inteligencia funciona así, adapta todo a nuestra medida. Por eso no resulta fácil llegar al conocimiento del Padre sólo con la inteligencia; hace falta echar mano del amor. El amor tiene un dinamismo diferente, se “hace” a la persona amada, se identifica con ella. Produce un conocimiento más intuitivo, seguramente menos científico, pero más profundo y experimental. El amor lleva a gustar a ese Padre en la entrega confiada a Él, en la valoración interna de sus gestos de amor por el hombre, de la creación, de la salvación, de la redención.
“Nuestro” significa posesión: Dios nos pertenece, se ha hecho a nosotros, es nuestro Creador. Pero también implica una confianza en Él. Es Padre nuestro porque se ha entregado a nosotros. Es Padre nuestro porque constituye nuestro premio futuro, la salvación eterna cuando lo “veremos cara a cara” (Cf I Corintios 13, 12). Es nuestro porque es de todos. Es nuestro porque nos entrega a su Hijo como hermano que muere por amor para redimirnos de nuestros pecados. Padre nuestro; estas dos primeras palabras tocan profundamente el corazón elevándolo hacia el sentimiento de la filiación divina de todos y cada uno, y hacia la fraternidad de todos los hijos del mismo Dios.
Santa Teresa de Jesús dedica unas frases maravillosas a la explicación del “Padrenuestro”.
Allí encontramos unas reflexiones muy valiosas sobre estas primeras palabras en las que la Santa Doctora se dirige a Jesucristo -el texto se ha retocado acomodando el lenguaje-: ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo das tanto junto desde la primera palabra? Ya que te humillas a Ti mismo tanto que te juntas con nosotros al pedir y hacerte hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos das en nombre de tu Padre todo lo que se puede dar, pues quieres que nos tenga por hijos, y cuando das tu palabra, nunca falla? Le obligas a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a El, como al hijo pródigo nos tiene que perdonar, nos tiene que consolar en nuestros trabajos, nos tiene que sustentar como lo haría un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en Él no puede haber sino todo bien cumplido, y después de todo esto hacernos participantes y herederos contigo(Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, capítulo 27). El hecho de que Jesucristo nos haya enseñado esta oración lo ve Santa Teresa como un compromiso que Él toma compartiendo con nosotros su filiación divina. Es como el niño que le pide a su padre que adopte a un amigo suyo. El Padre nos adopta como hijos por haber sido adoptados como hermanos por Jesucristo. Santa Teresa le reprocha a Jesús que ha comprometido a su Padre con hijos que serán muy desagra-decidos con Él. Una oración que comienza con semejante regalo, no puede pedir después cosas malas para nosotros.
“Que estás en el cielo”. Cuando decimos esta frase, no estamos hablando de un dios de la naturaleza que mora en el espacio celeste. Cielo no significa un lugar, no significa espacio y tiempo. Tampoco significa que Dios se aparta de nosotros y se mantiene alejado. El Cielo significa el más allá donde nos espera la posesión absoluta de Dios. Significa la imposibilidad del hombre para poseerlo completamente desde esta vida en una relación directa si no es por un don suyo. Significa que está más allá de todos nuestros pensamientos sobre Él.
Fray Luis de León ha comparado el cielo con la misericordia de Dios en su libro “De los nombres de Cristo”. Así, dirigiéndose a Dios, le dice: Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se encumbra la piedad que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra baja, mas tu misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien, y ella llueve sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como cosa del cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella, como el cielo, es eterna. A ellos, que están en la tierra, los cubren y los obscurecen las nieblas; ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En nosotros se inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos libra de mil pesadumbres. “Cuanto se extiende la tierra y se aparta el nacimiento del sol de su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas” (Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, libro III, Jesús). La misericordia nos viene del cielo, el lugar donde habita la misericordia. Es eterna y divina. La misericordia es el mismo Dios que se define como amor.
“Santificado sea tu nombre”. Con esta frase comienzan las siete peticiones del Padrenuestro, y dentro de ellas, la serie de tres que se refieren a Dios usando el “tu”: “tu nombre”, “tu reino”, “tu voluntad”. En la primera carta ya hemos reflexionado sobre lo que significa este “nombre” de Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica muy bien el contenido de esta petición: El término "santificar" debe entenderse aquí, en primer lugar, no en su sentido causativo (sólo Dios santifica, hace santo), sino sobre todo en un sentido estimativo; reconocer como santo, tratar de una manera santa. Así es como, en la adoración, esta invocación se entiende a veces como una alabanza y una acción de gracias (Cf Salmo 111, 9; Lucas 1, 49). Pero esta petición es enseñada por Jesús como algo a desear profundamente y como proyecto en que Dios y el hombre se comprometen. Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra humanidad. Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en "el benévolo designio que él se propuso de antemano" (Cf Efesios 1, 9) para que noso-tros seamos "santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Cf Efesios 1, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica 2807). Sólo Dios santifica pues sólo Él es santo y sólo Él puede comunicar su santidad. La santidad era el atributo por excelencia de Dios, que los israelitas consideraban el “Santísimo” (kadós, kadós, kadós: el muy santo -el superlativo absoluto se construía con la triple repetición del adjetivo-). La santidad es propiedad sólo de Dios que la transmite a los que ama.
La santidad es presencia de Dios. Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (Cf Éxodo 3, 5-6) delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: "¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!" (Isaías 6, 5). Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lucas 5, 8). Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador delante de él: "No ejecutaré el ardor de mi cólera... porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo" (Oseas 11, 9). El apóstol Juan dirá igualmente: "Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo" (I Juan 3, 19-20) (Catecismo de la Iglesia Católica 208). Esta santidad de Dios es garantía de la fidelidad de su amor y de su perdón continuo que no busca revanchas porque ama a los hombres y quiere que todos se salven, y esta santidad es también signo de lo que será su justicia absoluta en el respeto a la libertad del hombre y sus consecuencias. Jesucristo es el que manifiesta el nombre de Dios: Dios es Padre. El Espíritu Santo nos pone en relación con ese Padre llevándonos a llamarle “Abbá” (Cf Romanos 8, 15; Gálatas 4, 6) como Cristo lo llamaba (Cf Marcos 14, 36). Y Jesús recibe el nombre que está sobre todo nombre (Cf Filipenses 2, 9-11) con lo que se afirma la divinidad de Jesucristo que se hizo hombre.
“Venga a nosotros tu reino”. La espera del Reino de Dios nos puede llenar muchas veces de impaciencia, quisiéramos que ya estuviera presente en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestras sociedades. Deseamos que venga ese reino de paz y justicia (Cf Romanos 14, 17), pero ese reino sufre violencia y los violentos lo arrebatan (Cf Mateo 11, 12). Hay que esforzarse por sumarse a ese Reino (Lucas 16, 16) que está ya muy cerca, que está dentro de nosotros (Lucas 17, 21). Sólo en ese reino encuentra el hombre su felicidad, la realización del ideal para el que fue creado por Dios. Es un reino que tenemos que anunciar porque Dios nos lo ha confiado a nosotros y sólo se va a extender con nuestro testimonio unido a la acción del Espíritu Santo. Es un Reino que se basa en lo que Jesucristo nos reveló y que se construye con nuestra respuesta generosa en la conversión y en la fe (Cf Mateo 4, 17; Marcos 1, 15). El pecado nos aleja de él y nos cierra la entrada (Cf Gálatas 5, 19-21; I Corintios 6, 9-10; Efesios 5, 3-5). Toda la vida pública de Cristo fue una predicación del Reino de Dios anuncia-do a todos los hombres. El Reino de Dios representa la victoria absoluta sobre el mal que será derrotado para siempre (Cf Mateo 12, 26-28) y se inicia con la Iglesia dirigida por el Papa, Vicario de Cristo, que ha recibido las llaves del Reino (Mateo 16, 19). El Reino de Dios se alcanza con la vivencia de las bienaventuranzas (Cf Mateo 5, 1-12; Lucas 6, 20-26). Encontrarás una mejor explicación de lo que significa el Reino de Dios en los números 541 a 556 del Catecismo de la Iglesia Católica.
“Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. La voluntad de Dios sobre el hombre, sobre cada hombre, es que se salve y goce eternamente de Él (Cf I Timoteo 2, 3-4). Todo en la vida de Cristo va orientado a conseguir este fin, su vida sobre la tierra tiene sentido sólo como redención del género humano. Lo que es un plan de Dios para el hombre en el cielo tiene un inicio en la tierra. La respuesta a la voluntad de Dios sobre la tierra, expresada en el mandamiento del amor, se prolonga en el amor perfecto de la vida eterna, en el cielo. Hacer la voluntad de Dios sobre la tierra es amar a Dios sobre todas las cosas: Únicamente preocupados de guardar el mandato y la ley que os dio Moisés, siervo de Yahvéh: que améis a Yahvéh vuestro Dios, que sigáis siempre sus caminos, que guardéis sus mandamientos y os mantengáis unidos a Él y le sirváis con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma (Josué 22, 5); y al prójimo como Cristo nos amó: Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Juan 15, 12) (Cf Juan 13, 34; 15, 17). El mundo es un lugar de paso que no puede ser objeto final de nuestro amor (Cf I Juan 2, 15), pero muchas veces nos distrae en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Amamos al ser humano que vive en el mundo, pero reconocemos desde la fe que este ser humano está llamado a una vida más plena. Vivir el mandamiento del amor es adelantar la salvación eterna. Cuando rezamos el Padrenuestro le pedimos a Dios que se viva el mandamiento del amor sobre la tierra y que se realice la salvación eterna de todos los hombres.
Segunda Parte del Padrenuestro
Y sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”. El les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación” (Lucas 11, 1-4).
En la actual situación de nuestro país, esta oración se hace más acuciante, más sentida. Dios sabe lo que nos hace falta ese pan cotidiano como sabe también cuánto necesitamos perdonarnos entre nosotros para poder implorar su perdón. Muchos de nuestros hermanos pasan hambre y viven en condiciones inhumanas. Somos más frágiles que nunca ante cualquier conflicto y más propensos al odio. Vivimos quizá demasiado encerrados en nosotros mismos y en nuestros problemas como para construir un nuevo modelo de nación donde reine la auténtica solidaridad y se den las necesarias posibilidades de desarrollo para todos. Nos resulta imprescindible el apoyo de Dios para no caer en las tentaciones y permanecer siempre libres del mal.
Esta segunda parte del Padrenuestro con sus cuatro peticiones, las peticiones del “nos”, frente a las tres anteriores del “tu”, nos muestran lo que debemos pedir para nosotros, para mejorar nuestra vida personal y la vida de las sociedades humanas.
“Danos hoy nuestro pan de cada día”. Esta petición toca uno de los grandes problemas del hombre desde que mora sobre la tierra, el problema de la repartición de un pan entre muchos. Dios hizo el mundo con los suficientes recursos para alimentar a todos y creó al hombre con la suficiente inteligencia y capacidad para generar más pan, no sólo para repartir el que ya había. Pero el ser humano, desde el inicio de su paso por este mundo, quiso acaparar para sí más de lo que podía disfrutar, quiso emplear esos dones de Dios para adquirir poder o subyugar a los demás. La historia ha sido testigo de muchos intentos del hombre para remediar esto. El marxismo se presentaba como la panacea para solucionar estas continuas tensiones entre el hombre y el dominio de la creación, pero se quedó en un proyecto que supeditaba todo (hombres y productos de la tierra) a los intereses del estado y coartaba la libertad del ser humano, querida por Dios como un don maravilloso para que el hombre pudiera llegar hasta Él. El capitalismo, sistema más basado en la naturaleza del hombre, no ha sido capaz todavía de eliminar la pobreza que sufren muchos hombres. Los grupos de poder que controlan los mercados actúan con intereses egoístas, y el capital no parece emplearse en proyectos que ayuden a la superación de los rezagos sociales. Quizá por ello, en este momento de nuestra historia, esta petición de “danos hoy nuestro pan de cada día” se hace más angustiosa, más dolorosa. En medio de este dolor ante el hambre que padecen millones de seres humanos, no podemos perder la confianza en Dios ni renunciar a nuestra propia responsabilidad para remediar las cosas. Jesucristo nos enseñó a pedir al Padre con la certeza de que todo nos lo dará “En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” (Juan 16, 23-24). Por eso repetimos con fe el Padrenuestro. Sabemos que la solución al problema vendrá de Dios que tocará los corazones de los hombres. Dios siempre actúa a través de medios humanos. Él es un Padre que ama a sus hijos y hace salir el sol sobre buenos y malos (Mateo 5, 45). No puede permanecer indiferente ante este drama humano. Pedimos con un “nuestro” en solidaridad con aquellos que no tienen, acercándonos a sus necesidades y a sus sufrimientos, conscientes de que somos hijos del mismo Padre. Los números 2830 y 2831 del Catecismo de la Iglesia Católica pueden servir de materia para reflexionar a fondo sobre este tema.
Pero hay otro pan que necesita el hombre de hoy. La Madre Teresa de Calcuta lo señalaba en su testamento espiritual. Hay un hambre física que sacude al mundo, pero hay otro tipo de hambre que se ve menos y, sin embargo, afecta más gravemen-te a nuestros semejantes: el hambre de amor. El ser humano necesita, hoy más que nunca, saber que tiene un Padre que le ama y sentirse amado de sus hermanos. Si la petición que nos enseñó Jesucristo se refiere al “hoy”, no hay que olvidar que en ese “hoy” encontramos este drama humano de hombres y mujeres que viven solos, olvidados de todos y esperando su muerte. Cuando oigo debates sobre la eutanasia y constato el ansia de morir de muchos enfermos, descubro detrás esta angustia que nace de no sentirse amados. Los cristianos tenemos que repartir este pan del amor de Cristo a los hombres de hoy, un amor real de entrega, comenzando por los más próximos, por nuestra familia, por nuestros padres, por nuestro cónyuge, por nuestros hijos, por nuestros abuelos. Nuestra fe, nuestra certeza del amor de Dios, no puede quedarse sólo en nuestro corazón o en nuestra mente, tiene que llegar a los corazones de todos los seres humanos. El “pan de cada día” es también el sacramento de la Eucaristía, el mayor signo del amor de Dios. Cada cristiano tiene que hacerse eucaristía, entrega, donación incondicional de amor.
“Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El Catecismo de la Iglesia Católica centra muy bien las reflexiones que deben acompañar esta oración: Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separamos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volve-mos a Él, como el hijo pródigo (Cf Lucas 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (Cf Lucas 13, 13). Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Colosenses 1, 14; Efesios 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (Cf Mateo 26, 28; Juan 20, 23). Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos (Cf I Juan 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confe-sión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia (Catecismo de la Iglesia Católica 2839-2840). En el centro del Sermón de la Montaña se encuentran la misericordia y el perdón (Cf Mateo 5, 23-24; 6, 14-15; Marcos 11, 25), un perdón que llega incluso a los enemigos (Cf Mateo 5, 43-44) y que no tiene límites (Cf Mateo 18, 21-22; Lucas 17, 3-4). Este es el signo del cristiano, la misericordia. Es una virtud que nace del conocimiento objetivo del corazón humano y de su debilidad y del conocimiento objetivo del “corazón” de Dios y de su generosidad y fidelidad a toda prueba. Por ello, la misericordia se apoya en la fe que nos descubre la bondad de Dios y en la constatación de la pobre respuesta del ser humano. El cristiano es portador de misericordia, así hace presente a Dios en el mundo y predica que el amor es más fuerte que el pecado.
“No nos dejes caer en la tentación”. La constatación de nuestra debilidad nos lleva a acudir a Dios para que no nos deje de su mano. Somos muy conscientes de que hay cientos de tentaciones que buscan alejarnos del amor de Dios y de su plan de salvación para nuestras vidas. El mismo Jesucristo experimentó estas tentaciones y las venció apoyándose en su amor al Padre y a los hombres, sus hermanos (Cf Mateo 4, 1-11; Marcos 1, 12-13; Lucas 4, 1-14). En estos pasajes evangélicos, Cristo nos enseña la importancia de Dios en nuestra vida por encima de los atractivos que nos presenta lo que San Juan llama “el mundo”: No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas- no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre (I Juan 2, 15-17). Las tentaciones nos invitan siempre a quedarnos con lo pasajero y desarraigarnos de Dios.
Una y otra vez, Jesucristo nos pide que recemos para no caer en la tentación (Mateo 26, 41; Marcos 14, 38; Lucas 22, 40; 22, 46). Él sabe que necesitamos de Dios para librarnos de ellas, que sólo con su apoyo, con la ayuda de la gracia, podremos vivir sin dejarnos arrastrar por tantos elementos que nos llevan a romper el plan de Dios para nuestra vida, la alianza de amor que Él ha establecido con nosotros por el Bautismo. Él nunca falla a esta relación porque Dios es fiel, pero nosotros, cuando no estamos unidos a Él, corremos el riesgo de seguir el camino de nuestra infelicidad. Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito (I Corintios 10, 12-13). Dios no nos quita las tentaciones, pero nos da la ayuda para superarlas y expresarle nuestro amor prefiriéndolo a Él sobre todas las cosas. La tentación es el camino que conduce al pecado, rotura de la relación de amor entre Dios y el hombre. Cuando le pedimos a Dios que no nos deje caer en ellas, estamos afirmando la opción por Él, la voluntad de amarlo sobre todas las cosas.
“Líbranos del mal”. Jesucristo ya ha vencido el mal que reinaba en el mundo. Ahora, Él nos apoya en esta lucha, Él es quien vence en nosotros. El orden de la obediencia al designio de Dios roto por el diablo, por Satanás, el ángel rebelde a Dios, su Creador, volverá a restaurarse en Cristo cuando llegue su venida final. Hasta entonces, la Iglesia ora a Dios para que nos libre de las acechanzas del Maligno. En efecto, el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquel que “tiene las llaves de la Muerte y del Hades”: (Apocalipsis 1, 18), “el Dueño de todo, Aquel que es, que era y que ha de venir” (Apocalipsis 1, 8; Cf Apocalipsis 1, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica 2854).
"¿QUÉ CONDUCE AL HOMBRE A RECHAZAR LA VIDA? LOS ÍDOLOS DE ESTE MUNDO: EL DINERO, EL PODER Y EL ÉXITO"
Papa, contra el aborto: "¿Cómo puede ser terapéutico, civil, o simplemente humano, un acto que suprime la vida inocente?"
El sentido positivo del mandamiento 'no matarás' es que Dios es 'amante de la vida'
José Manuel Vidal, 10 de octubre de 2018 a las 10:34
El Papa, en la audiencia
Una aproximación contradictoria permite incluso la supresión de la vida humama en el vientre materno en nombre de la salvaguarda de otros derechos
(José M. Vidal).- Aprovechando la catequesis sobre el quinto mandamiento (no matarás), el Papa Francisco hace un canto a la vida y una condena sin paliativos del aborto y contra cualquier ataque contra el valor esencial, "el valor de la vida humana". A su juicio, no hay disculpa para el aborto: "¿Cómo puede ser terapéutico, civil, o simplemente humano, un acto que suprime la vida inocente?".
La plaza está repleta de gente. Se calcula que unas 25.000 personas, en una mañana radiante de sol.
Lectura del libro de la Sabiduría: "Señor amas a todos los seres...A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida".
Algunas frases de la catequesis del Papa
"La catequesis de hoy está dedicada a la Quinta Palabra: No matarás"
"Este mandamiento, con su formulación concisa y categórica, se alza como una muralla en defensa del valor esencial de las relaciones humanas: el valor de la vida"
"Por eso, no matarás"
"Se podría decir quer todo el mal operado en le mundo se resume en esto: el desprecio por la vida"
"La vida es agredida por las guerras, por las organizaciones que explotan al hombre (Vemos tantas coas en los telediarios), por las especulaciones sobre la creación y sobre la cultura del descarte, y por todos los sistemas que someten la existencia humana a cálculos de oportunidad, mientras un número escandaloso de personas vive en una situación indigna"
"Esto es despreciar la vida y, por lo tanto, matar"
"Una aproximación contradictoria permite incluso la supresión de la vida humama en el vientre materno en nombre de la salvaguarda de otros derechos"
"¿Pero cómo puede ser terapéutico, civil o simplemente humano un acto que suprime la vida inocente e inerme en su germinar?"
"Les pregunto: ¿Es justo acabar con una vida humana para resolver un problema humano? ¿Es justo contratar un sicario para resolver un problema? No se puede, no es justo, matar a una ser humano, para resiolver un problema"
"¿De dónde viene todo esto? La violencia y el rechazo de la vida nacen en el fondo del miedo"
"La acogida al otro es un reto al individualismo"
"Interrumpir el embarazo quiere decir acabar con la vida de una persona"
"Un niño enfermo es como cualquier necesitado de la tierra, com un anciano que necesita asistencia, como tanto spobres que intentan seguir adelante"
"Aquel o aquella que se presenta como un problema, en realidad es un don de Dios que puede sacarme de mi egoísmo y hacerme crecer en el amor"
"Quiero detenerme, para dar las gracias a tantos voluntarios. Entre ellos, al potente voluntariado italiano, el más hermoso que yo he conocido"
"¿Qué conduce al hombre a rechazar la vida? Son los ídolos de este mundo: el dinero, el poder y el éxito"
"La única medida auténtica de la vida es el amor, el amor con el que Dios ama toda vida humana" "En todo niño enfermo, en todo anciano débil, en todo emigrante desesperado, en toda vida frágil y amenazada, Cristo se está acercando, se está buscando nuestro corazón, para descubrirnos la alegría del amor"
"Vale la pena acoger toda vida, porque toda persona vale la sangre del mismo Cristo. ¡No se puede despreciar lo que Dios ha amado tanto!"
Debemos decir a los hombres y mujeres del mundo: no despreciéis la vida" "La vida de los demás y la vida propia"
"Decir a los jóvenes: No desprecies tu existencia...No te infravalores con las dependencias, que te arruinarán y te llevarán a la muerte"
"Es bello esto: Dios es amante de la vida. Dios es amante de la vida. Digámoslo juntos. Otra vez"
Texto íntegro del saludo del Papa en español
Queridos hermanos: Hoy reflexionamos sobre el quinto mandamiento, que con su formulación se yergue como una muralla defensiva del valor de la vida. Todo el mal del mundo, desde las guerras a la cultura del descarte, se podría resumir como un desprecio a la vida. Es una mentalidad que llega a consentir incluso la supresión de la vida humana en el seno materno en nombre de otros presuntos derechos. ¿Cómo puede ser terapéutico, civil, o simplemente humano, un acto que suprime la vida inocente e indefensa en su inicio?
Toda violencia y daño contra la vida provienen del miedo. Acoger al otro desafía nuestro individualismo. Pensemos a la llegada de un niño enfermo. Esta situación puede ser dramática, por eso los padres deben ser acompañados y sostenidos para superar sus compresibles miedos. Un niño enfermo, como cualquier persona necesitada y vulnerable, más que un problema es un don de Dios, que nos puede sacar de nuestro egoísmo y hacernos crecer en el amor. El sentido positivo del mandamiento «no matarás» es que Dios es «amante de la vida». Que la única medida de la vida es el amor, el amor con el que ama Dios. Los ídolos de este mundo: dinero, poder y éxito, son parámetros equivocados para valorar la vida. El amor de Cristo sobre la cruz nos muestra cuánto nos ama Dios, nos dice que cada vida vale la sangre del mismo Cristo.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Los animo a que siguiendo el ejemplo de Jesús, que vino a dar su vida por nosotros, sepamos acoger y proteger la propia vida y la de los demás en el nombre de Dios Padre. Muchas gracias.