TIEMPO PARA DIOS IV

Guía para la vida de oración

Título original:

Du Temps pour Dieu

DIOS HABITA EN NUESTRO CORAZÓN

Desearíamos ahora enunciar un cuarto principio teológico de gran importancia también como guía en la vida de oración; a través de esta pretendemos ponemos en la presencia de Dios. Ahora bien, los modos de presencia de Dios son múltiples, lo que explica también la diversidad de formas de oración: Dios está presente en la creación y se le puede contemplar en ella; está presente en la Eucaristía y se le puede adorar en ella; está presente en la Palabra y lo podemos encontrar meditando la Escritura, etc.

Sin embargo, hay otra modalidad de presencia de Dios cuya consecuencia es muy importante para la vida de oración: la presencia de Dios en nuestro corazón.

Como en el caso de las otras formas de presencia de Dios, esta presencia en el interior de nosotros mismos no es en un principio objeto de experiencia (podrá serlo poco a poco, al menos en determinados momentos privilegiados...), pero es objeto de fe: independientemente de lo que podamos sentir o no sentir, sabemos por la fe, a ciencia cierta, que Dios habita en el fondo de nuestro corazón: «sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?» (1 Cor 6, 19). Santa Teresa de Jesús nos cuenta que el hecho de haber comprendido esta verdad fue una iluminación que transformó profundamente su vida de oración.

«Que, a mi parecer, si como ahora entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey (entonces lo entendiera), que no le dejara tantas veces solo, alguna me estuviera con El, y más procurara que no estuviese tan sucia. Mas, ¡qué cosa de tanta admiración, quien hinchiera de mil mundos y muy muchos más con su grandeza, encerrarse en una cosa tan pequeña!  A la verdad, como el Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida» (Camino de perfección, cap. 28).

Todo el aspecto de recogimiento, de interioridad, de volver sobre uno mismo que puede haber en la vida de oración encuentra ahí su auténtico sentido. En caso contrario, el recogimiento sólo sería un modo de cerrarse en sí. El cristiano puede entrar en sí mismo legítimamente pues, por encima y más profundamente que todas sus miserias interiores, allí encuentra a Dios «más íntimo a nosotros que nosotros mismos», —según la expresión de san Agustín—, Dios, que mora en nosotros por la gracia del Espíritu Santo.

«El centro más profundo del alma, dice san Juan de la Cruz, es Dios» (Llama de amor viva, 1, 3).

En esta verdad encontramos la justificación de todas las formas de oración como «plegaria del corazón»; entrando con fe en su propio corazón, el hombre se une allí a la presencia de Dios que habita en él. Si en la oración existe ese movimiento por el que nos unimos a Dios como el Otro, como de fuera, exterior a nosotros — y presente de un modo eminente en la humanidad de Jesús— existe igualmente un lugar para ese movimiento gracias al cual entramos en el interior de nuestro propio corazón para reunimos allí con Jesús, tan cercano, tan accesible:

«¿Quién puede subir por nosotros a los cielos para tomarla... Quién pasará por nosotros al otro lado de los mares? No; la tienes enteramente cerca de ti, la tienes en tu boca y en tu corazón» (Dt 30, 12-14).

«¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad, y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo, ni para regalarse con El, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad, hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija» (Santa Teresa de Jesús, op. cit., cap. 28).

Cuando no sabemos cómo rezar, es muy sencillo proceder de ese modo: recojámonos, hagamos el silencio y entremos en nuestro propio corazón, bajemos a nuestro interior, reunámonos con esa presencia de Jesús que habita en nosotros y permanezcamos tranquilamente con El. No le dejemos solo, hagámosle compañía lo mejor que podamos. Y si perseveramos en este ejercicio, no tardaremos en descubrir la realidad de lo que los cristianos orientales llaman «el lugar del corazón», o la «celda interior» —por hablar como santa Catalina de Siena—, ese centro de nuestra persona en el que Dios se aposenta para estar con nosotros y donde podemos estar siempre con El.

Ese espacio interior de comunión con Dios existe, nos ha sido concedido, pero muchos hombres y mujeres no llegan ni a sospecharlo porque nunca han entrado en él, ni jamás han bajado a ese jardín para recoger sus frutos. Felices los que han hecho el descubrimiento del Reino de Dios dentro de sí mismos: su vida cambiará.

El corazón del hombre es ciertamente un abismo de miseria y de pecado, pero Dios está en lo más profundo de él. Recogiendo una metáfora de santa Teresa de Jesús, el hombre que persevera en la oración es como el que va a sacar agua de un pozo. Echa el cubo y al principio no obtiene más que barro. Pero si tiene confianza y persevera, llegará un día en que lo que encontrará dentro de su propio corazón será un agua muy pura: «Quien cree en mí, como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva» (Jn 7, 38).

Esto tiene una gran importancia en nuestra vida. Si gracias a la perseverancia descubrimos ese «lugar del corazón», nuestros pensamientos, nuestras opciones y nuestros actos, que con demasiada frecuencia proceden de la parte superficial de nuestro ser (de nuestras inquietudes, nuestros nerviosismos, nuestras reacciones inmediatas...), poco a poco nacerán de ese centro profundo del alma en el que estamos unidos a Dios por el amor. Accederemos a un nuevo modo de ser en el que todo será fruto del amor, y entonces seremos libres.

***Hemos enunciado cuatro grandes principios que deben orientar nuestro comportamiento durante la oración: primacía de la acción de Dios; primacía del amor, la humanidad de Jesús como instrumento de comunión con Dios, y por último, la inhabitación de Dios en nuestro corazón. Son unos principios que pueden servirnos de punto de referencia para vivir bien el tiempo de oración.

Sin embargo, como ya hemos mencionado anteriormente, para mejor entender lo que es nuestra oración, hemos de tener en cuenta la evolución de la vida de oración y de las etapas de la vida espiritual. Tema que tratamos a continuación.

III. EVOLUCIÓN DE LA VIDA DE ORACIÓN

DE LA INTELIGENCIA AL CORAZÓN

Evidentemente, la vida de oración no es una realidad estática, sino que sigue un desarrollo, unas etapas, un progreso no siempre lineal, por supuesto, con ocasionales retrocesos

¡al menos aparentes!

Los autores espirituales que tratan de la oración suelen distinguir diversas fases en su desarrollo, diferentes «estados de oración», desde los más habituales a los más elevados, que jalonan el itinerario del alma en su unión con Dios. Santa Teresa de Jesús hablará de Siete Moradas; otro autor distinguirá tres fases (purgativa, iluminativa y unitiva); algunos harán seguir a la meditación la oración afectiva, después la oración con la simple mirada, luego la de quietud, antes de hablar del sueño de las potencias, del rapto, del éxtasis, etc.

No pretendemos entrar en un estudio detallado de las etapas de la vida de oración y de las gracias de orden místico — ¡y también de las pruebas!— que encontramos en ellas, a pesar de ser más frecuentes de lo que generalmente se piensa. Remitimos a autores más competentes y, en cualquier caso, para el público al que destinamos este libro no es indispensable tratarlo aquí. Añadiremos también que, sobre todo hoy, cuando la Sabiduría de Dios parece gozar alterando las leyes clásicas de la vida espiritual, no debemos tomar los esquemas que describen el itinerario de la vida de oración de una manera demasiado estricta, como una especie de camino obligado.

Una vez dicho esto, es necesario hablar de lo que, en nuestra opinión, constituye la primera gran evolución —la transformación fundamental de la vida de oración— de la que derivan todas las posteriores. Ya hemos aludido a este tema.

Esta evolución lleva diferentes nombres según los criterios y también según las tradiciones espirituales, pero la encontramos en todas partes, incluso si los caminos aconsejados o descritos tienen puntos de partida diferentes. Occidente, por ejemplo, que generalmente propone (o proponía, porque el acceso a la oración hoy se suele hacer por vías diferentes) la meditación como método de partida para hacer oración, hablará del paso de la meditación a la contemplación. San Juan de la Cruz escribe extensamente sobre este tema, describiendo esta etapa y los criterios que permiten discernirla.

La tradición oriental de la «oración de Jesús» (llamada también oración del corazón), popularizada en los últimos años por el libro Récits d’ un pélerin russe, y que tiene como punto de partida la incesante repetición de una breve fórmula que contiene el nombre de Jesús, habla del momento en que la oración desciende de la inteligencia al corazón[5].

En esencia, se trata del mismo fenómeno, incluso si esta transformación —que podemos describir como una simplificación de la oración, como un paso de una oración «activa» a una plegaria más «pasiva»— puede tener muy variadas manifestaciones según la persona y según su itinerario espiritual.

¿En qué consiste esta transformación? Un día, como un favor especial de Dios, la persona que ha perseverado en la oración recibe un don que en ningún caso puede ser forzado, que es pura gracia, aunque, bien entendido, la fidelidad a la oración tenga una gran importancia para prepararlo y favorecerlo. Este don puede llegar a veces muy pronto, a veces sólo después de varios años, y a veces nunca. El Señor lo suele conceder de un modo casi imperceptible al principio. Puede no ser permanente, por lo menos al comienzo, y estar sometido a avances y retrocesos.

La característica esencial de este don consiste en que hace pasar de una oración en la que predomina la actuación humana —sea la repetición voluntaria de una fórmula, como en el caso de la oración de Jesús, sea la actividad discursiva del espíritu en el caso de la meditación en la que, tras elegir un texto o un tema de meditación y reflexionar sobre él, surgen afectos, propósitos, etc.—, a una oración en la que predomina la actuación divina, en la que el alma no tiene nada más que dejarse hacer manteniéndose en una actitud de sencillez, de abandono, de atención amorosa y serena hacia Dios.

Es el caso de la «oración de Jesús»: la experiencia de que la oración fluye por sí misma en el corazón, sumergiéndolo en un estado de paz, de contento, de amor. En el caso de la meditación, el inicio de esta nueva etapa se manifiesta con frecuencia en una especie de aridez, una incapacidad de reflexionar y una tendencia del alma apermanecer inactiva delante de Dios. Un «no hacer» que no es inercia ni pereza espiritual, sino abandono amoroso.

Esta transformación debe ser considerada un gran favor, también por aquellos que durante largo tiempo han estado acostumbrados a hablar mucho al Señor o a meditar —encontrando en ello su gozo— y para los que tiene algo de decepcionante, pues el alma tiene la impresión de retroceder, de que se empobrece su oración, la sensación de que es incapaz de rezar. Ya no puede orar del modo acostumbrado, es decir, usando su inteligencia, basando su discurso interior en pensamientos, en imágenes, en sentimientos, etc.

En sus obras, san Juan de la Cruz insistirá (e incluso criticará a los directores espirituales que no lo entienden)[6] en convencer a las almas que reciben el regalo de esta gracia de que este empobrecimiento es su verdadera riqueza, y de que no pretendan volver a la meditación a toda costa. Deben limitarse a permanecer ante Dios en una actitud de olvido de ellas mismas con una simple atención amorosa y serena.

¿Por qué es riqueza esta pobreza?¿Por qué el salto a esta nueva etapa que acabamos de describir es una gracia tan grande?

Por una razón muy sencilla y fundamental que explica muy bien san Juan de la Cruz. Todo lo que entendemos de Dios no es todavía Dios; todo lo que podemos pensar,imaginar o sentir de Dios, ¡todavía no es Dios! Dios está infinitamente por encima de todo ello, de cualquier imagen, de cualquier representación, de cualquier percepción sensible. No obstante, si lo podemos decir así, no está por encima de la fe, no está por encima del amor. La fe, dice el Doctor Místico, es el único medio de que disponemos para unirnos a Dios; es decir, el único acto que nos alcanza la posesión de Dios; la fe, como movimiento sencillo y amoroso de unión con Dios, que se nos revela y se nos entrega en Jesús.

Para acercamos a Dios es conveniente servirnos de consideraciones, de la imaginación, de los gustos: nos son útiles en la medida en que nos hacen bien, nos estimulan, nos ayudan a convertirnos, fortalecen nuestra fe y nuestro amor. Sin embargo, no podemos llegar a la esencia de Dios sirviéndonos de estos medios, porque El está fuera del alcance de nuestra inteligencia y de nuestra sensibilidad. Sólo la fe animada por el amor nos permite acceder al mismo Dios. Y esta fe no puede ejercerse más que a costa de una especie de desprendimiento de imágenes y de gustos sensibles. Por eso, en determinados momentos Dios se retira sensiblemente, de modo que sólo actúe nuestra fe, mientras las otras facultades parecen incapaces de funcionar.

Así, cuando el alma ya no piensa, no se ayuda de imágenes, no siente nada de particular, pero se mantiene sencillamente en una actitud de amorosa adhesión a Dios, incluso si esta alma no aprecia nada diferente, si tiene la impresión de no hacer nada y de que no ocurre nada, Dios se comunica secretamente con ella de un modo más profundo y mucho más sustancial.

La oración no es ahora la actividad del hombre que hablando, empleando su inteligencia y las demás facultades, etc., se pone en contacto con Dios, sino que se convierte en una especie de profunda efusión de amor, unas veces sensible y otras insensible, por la que Dios y el alma se comunican el uno con la otra. Eso es la contemplación según san Juan de la Cruz: esa «efusión secreta, pacífica y amorosa» por la que Dios se nos da. Dios se vuelca en el alma y el alma se vuelca en Dios en un movimiento casi inmóvil producido por la obra del Espíritu Santo en el alma.

Es algo imposible de describir con palabras, pero lo viven muchas personas en su oración, a menudo sin ser conscientes de ello. Así como Monsieur Jourdain escribía en prosa sin saberlo, muchas almas sencillas son contemplativas o contemplativos sin darse cuenta de la profundidad de su plegaria. Y sin duda, es mejor así.

Independientemente del punto de partida de la vida de oración —que como hemos visto, puede ser muy variado— el Señor desea conducir a muchas almas a este término o, por lo menos, a esta etapa. Después, está todo lo que el Espíritu Santo puede suscitar como etapas posteriores, como gracias aún más elevadas de las que no hablaremos.

Es sorprendente comprobar que en tradiciones tan alejadas como la de «la oración de Jesús» y la que representa San Juan de la Cruz —en las que las vías propuestas son tan distintas—, al describir la gracia de la contemplación hacia la que conducen ambos caminos, emplean expresiones casi semejantes. Por ejemplo, cuando San Juan de la Cruz describe la contemplación como «una dulce respiración de amor»[7]creemos reconocer el lenguaje de la Filocalia[8]. 

EL CORAZÓN HERIDO

Haremos ahora algunas consideraciones que son como una síntesis de lo dicho en los últimos capítulos, y que nos sitúan en un punto en el que todo se reúne y se concreta: la primacía del amor, la contemplación, la oración del corazón, la humanidad de Jesús, etc.

A fin de cuentas, la experiencia demuestra que para orar bien, para llegar a ese estado de oración pasiva del que hemos hablado, en el que Dios y el alma se comunican profundamente, es preciso que el corazón esté herido. Herido de amor de Dios, herido de sed por el Amado. Sólo a costa de una herida puede descender la oración al corazón y morar en él. Es preciso que Dios nos haya tocado en un nivel bastante profundo de nuestro ser para que no podamos pasarnos sin Él. Sin esta herida de amor, nuestra oración, en definitiva, no será nunca más que un ejercicio intelectual, es decir, un piadoso ejercicio de espiritualidad, y no esa íntima comunión con Aquel cuyo corazón ha sido herido de amor por nosotros.

Hemos hablado de la humanidad de Jesús como mediador entre Dios y el hombre. El centro de la humanidad de Jesús es su corazón herido. El Corazón de Jesús fue abierto para que el amor divino pudiera derramarse sobre nosotros y para que tuviéramos acceso a Dios. Y sólo podremos recibir esa efusión de amor, si nuestro propio corazón se abre por una herida. Entonces habrá ese auténtico intercambio de amor que es el único fin de la vida de oración; entonces llega a ser lo que debe: ¡un corazón en otro Corazón!

Según los momentos, esta herida que produce el amor tendrá diferentes manifestaciones. Podrá ser deseo, búsqueda ansiosa del Amado, arrepentimiento y dolor por el pecado, sed de Dios, agonía de la ausencia; podrá ser dulzura que ensancha el alma; podrá ser una felicidad inefable; podrá ser pasión y ardiente llama. Hará de nosotros unos seres marcados por Dios para siempre, unos seres que no pueden tener otra vida que la vida de Dios en ellos.

Por supuesto, cuando se nos revela, el Señor trata de sanarnos: sanarnos de nuestras amarguras, de nuestras faltas, de nuestras culpas verdaderas o falsas, de nuestra dureza, etc. Lo sabemos, y todos aguardamos esa curación; pero importa comprender que, en cierto sentido, busca más herirnos que curarnos. Hiriéndonos cada vez más profundamente, nos proporciona la verdadera curación. Cualquiera que sea la actitud de Dios hacia nosotros, se haga cercano o parezca lejano, se muestre tierno o indiferente (¡en la vida de oración se dan estas alternativas!), su fin es siempre herirnos de amor cada vez más.

En el Tratado del Amor de Dios de San Francisco de Sales hay un hermoso capítulo donde el santo muestra las diferentes maneras que Dios emplea para herir de amor al alma. Por ejemplo, también cuando Dios parece abandonarnos, dejarnos con nuestros defectos, en la sequedad, sólo lo hace para herirnos más vivamente: «Esta pobre alma, que está decidida a morir antes que ofender a Dios, pero que no siente, sin embargo, una sola brizna de fervor sino, al contrario, una extremada frialdad que la tiene paralizada y tan débil que cae continuamente en imperfecciones patentes, esta alma está malherida, pues su amor está enormemente dolorido al ver que Dios no parece ver lo mucho que le ama, abandonándola como a una criatura que no le pertenece, y piensa que entre sus defectos, sus distracciones y su frialdad, nuestro Señor le lanza este reproche: ¿Cómo puedes decir que me amas, si tu alma no está conmigo? Ese dardo de dolor atravesando su corazón es un dardo de dolor que procede del amor, pues si ella no amara, no le afligiría el temor que tiene de no amar» (Tratado del Amorde Dios, Libro VI, cap. 15).

¡A veces, Dios nos hiere más eficazmente dejándonos en nuestra pobreza que sanándonos!

En efecto, Dios no pretende tanto hacernos perfectos como unirnos a El. Cierta perfección (según la imagen que solemos hacernos de ella...) nos haría autosuficientes e independientes; por el contrario, estar heridos nos vuelve pobres pero nos pone en comunicación con El. Y eso es lo que cuenta: no se trata de alcanzar una perfección ideal, sino de no poder pasar sin Dios, de estar ligados a El de una manera constante —lo mismo en nuestra pobreza que en nuestra virtud—, de modo que su amor pueda derramarse en nosotros sin cesar, y que sintamos la necesidad de entregamos totalmente a El, porque ¡es la única solución! Y ese es el lazo que nos santificará, que nos conducirá a la perfección.

Esta verdad explica muchas cosas de nuestra vida espiritual. Nos ayuda acomprender por qué Jesús no libró a San Pablo de su aguijón en la carne, de aquel «ángel de Satanás encargado de abofetearle»,  cuando El respondió: «Te basta mi gracia, pues mi fuerza se hace perfecta en la flaqueza» (II Cor 12, 9).

Esto explica también por qué los pobres y los pequeños, los que han sido heridos por la vida, tienen con frecuencia unas gracias de oración que no se encuentran en los poderosos.

Hacer oración: mantener abierta la herida

A fin de cuentas, la oración consiste sobre todo en mantener abierta esta herida de amor, impedir que se cierre. Eso es también lo que debe guiarnos para saber lo que hemos de hacer en la oración. Cuando la herida corre el riesgo de cerrarse o se atenúa por la rutina, la pereza, la pérdida del amor primero, entonces hay que actuar, hay que despertar, despertar a nuestro corazón, estimularlo a amar utilizando todos los buenos pensamientos, los propósitos, haciendo el esfuerzo

—por emplear la frase de Santa Teresa— por sacar el agua que nos falta; hasta que el Señor, compadecido de nosotros, nos dé la lluvia[9]. Eso puede exigir en ocasiones un esfuerzo constante. «¡Me levanté y di vueltas por la ciudad, por las calles y las plazas, buscando al amado de mi alma!»(Cant. 3, 2).

Si, por el contrario, el corazón está abierto, si el amor se derrama —puede ser con fuerza, aunque también con extraordinaria dulzura, pues los movimientos del amor divino son a veces casi insensibles, ya lo hemos dicho, pero hay efusión de amor porque el corazón está despierto, atento: «¡Yo duermo, pero mi corazón vela!» (Cant. 5, 2)—, entonces hay que entregarse simplemente a esa efusión de amor, sin hacer otra cosa que consentir en ella o hacer lo que ese amor suscite en nosotros como respuesta.

Hemos dicho que los puntos de partida de la vida de oración pueden ser muy distintos. Hemos aludido a la meditación, a la «oración de Jesús», que no son más que ejemplos. Y yo creo que hoy, en este siglo tan especial en el que estamos tan dañados, Dios tan perseguido y las etapas de la vida espiritual frecuentemente alteradas, a menudo nos vemos como introducidos de improviso en la vida de oración: recibimos casi inmediatamente esa herida de la que hemos hablado a través de la gracia de una conversión; por la experiencia de la efusión del Espíritu Santo como puede ocurrir en la renovación carismática (¡o en cualquier otro sitio!); en medio de una prueba providencial con la que Dios nos hace suyos. El papel que nos corresponde en la vida de oración consiste entonces en ser fieles a ella; en perseverar en el diálogo íntimo con Aquel que nos ha tocado con objeto de «mantener abierta la herida»; en impedir que se cierre cuando llegue el «duro momento», cuando se aleje la experiencia de Dios y olvidemos poco a poco lo pasado, dejándolo enterrarse poco a poco bajo el polvo de la rutina, del olvido, de la duda…

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