Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor
- 18 Diciembre 2018
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¡Feliz Cumpleaños 82 Papa Francisco!
Millones de fieles se alegran en todo el mundo por el cumpleaños del Pontífice
Ya son las 00:00 horas del 17 de diciembre en Roma y el Papa Francisco cumple 82 años de vida. Millones de fieles se alegran en todo el mundo por el cumpleaños del Pontífice nacido en la Argentina y que siempre pide que se acuerden de rezar por él.
Este año 2018 ha sido de grandes momentos para el Santo Padre. En enero hizo un viaje apostólico por Sudamérica, más precisamente por Chile y Perú del 15 al 22 de enero.
Además, el 25 y 26 de agosto el Santo Padre participó en el Encuentro Mundial de las Familias en Dublín (Irlanda). Es la segunda vez en su pontíficado en que asiste a este tipo de eventos.
Posteriormente, del 22 al 25 de septiembre, Francisco realizó una visita apostólica a las minorías católicas presentes en los países bálticos de Lituania, Letonia y Estonia.
Al mes siguiente, del 3 al 27 de octubre, se realizó en el Vaticano el Sínodo de los Obispos convocado por el Pontífice para reflexionar sobre la juventud, fe y discernimiento vocacional.
Para el próximo 2019 el Santo Padre ya tiene varios eventos programados, siendo uno de los principales la Jornada Mundial de la Juventud que se realizará en Panamá del 22 al 27 de enero.
Biografía
Jorge Mario Bergoglio nació en el seno de una familia católica el 17 de diciembre de 1936, en el barrio porteño de Flores, siendo el mayor de los cinco hijos del matrimonio formado por Mario José Bergoglio y Regina María Sívori, inmigrantes italianos.
Fue bautizado el día de Navidad de 1936 en la Basílica María Auxiliadora y San Carlos del barrio de Almagro en Buenos Aires.
Durante su infancia fue alumno del Colegio Salesiano Wilfrid Barón de los Santos Ángeles y estudió en la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº 27 Hipólito Yrigoyen en la que se graduó como técnico químico. Luego trabajó en el laboratorio Hickethier-Bachmann.
Durante su juventud, sufrió una enfermedad a los pulmones por lo que fue sometido a una operación quirúrgica en la que le fue extirpada una porción de pulmón, lo que no le impidió desarrollar sus actividades con normalidad.
El 11 de marzo de 1958 ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús en el Seminario de Villa Devoto. Como novicio de la Compañía de Jesús terminó sus estudios en el Seminario Jesuita de Santiago de Chile.
Entre 1967 y 1070 cursó estudios de teología en la Facultad de Teología del Colegio Máximo de San José. Fue ordenado sacerdote el 13 de diciembre de 1969, casi a los 33 años de edad.
Continuó sus estudios de 1970 a 1971 en la Universidad de Alcalá Henares (España) y el 22 de abril de 1973 realizó su profesión de jesuita. De regreso a Argentina fue maestro de novicios en la Villa Barilari; profesor en la Facultad de Teología de San Miguel; consultor provincial de la Compañía de Jesús, cargo que ocupó hasta 1979; y rector del Colegio Máximo de la Facultad.
Fue nombrado Obispo Auxiliar de Buenos Aires por el Papa Juan Pablo II el 20 de mayo de 1992. Cuando la salud del entonces Arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Antonio Quarracino, empezó a debilitarse, Mons. Bergoglio fue designado Arzobispo Coadjutor el 3 de junio de 1997. Al fallecer el Cardenal Quarracino lo sucedió en el cargo de Arzobispo de Buenos Aires el 28 de febrero de 1998.
Durante el consistorio del 21 de febrero de 2001, el Papa Juan Pablo II lo creó Cardenal. Como Purpurado formó parte de la Comisión para América Latina; la Congregación para el Clero; el Pontificio Consejo para la Familia; la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos; el Consejo Ordinario de la Secretaría General para el Sínodo de los Obispos y la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.
Fue Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, en dos períodos consecutivos desde noviembre de 2005 hasta noviembre de 2011. Integró también el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).
El Cardenal Bergoglio siempre tuvo un estilo de vida sencillo y austero. Vivía en un apartamento pequeño en vez de la residencia episcopal, renunció a su limosina y a su chofer, se movilizaba en transporte público y preparaba su comida.
El Cardenal Bergoglio disfrutaba de la ópera, el tango y el fútbol, cuya pasión aún disfruta al ser socio activo del Club Atlético San Lorenzo de Almagro.
¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón?
La más bella reflexión sobre el encuentro que todos anhelamos tener con el Padre
Empiezo con una pregunta fundamental: ¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre?Algunos responderán: «las seguridades materiales». Si lo han hecho con sinceridad, es decir, no en un sentido banal, como quien hacer finta de indiferencia o insensibilidad superficial, entonces no les falta razón.
Al menos en esta vida, tan ligada y dependiente de la materia, tenemos necesidad del trabajo y de los frutos que de este Dios nos concede. «Sean fecundos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla; dominen sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre …» (Gen 1, 28) nos pide todavía Dios. «El que no quiere trabajar que tampoco coma» dirá San Pablo (2 Tes 3, 10) previniendo a los Tesalonicenses ante la tentación de abstraerse, a causa de una vida espiritual intensa, de las responsabilidades que vivir en esta tierra conlleva.
Tierra que, si bien es signo y promesa, debe ser cultivada. «Ora, lege et labora», sintetizarán más tarde, con fortuna y simplicidad divina, los Benedictinos. Además hay que insistir en que los bienes materiales que Dios nos regala a través de su creación son buenos. Está muy bien que nuestro corazón los desee en su justa medida. Es justo desear poseer ciertas seguridades de este tipo. Es justo, también, que deseamos poseer bienes que nos den la posibilidad de darnos ciertos gustos, ciertas comodidades y, en algunas ocasiones por qué no, incluso lujos.
Nadie quiere que se acabe el vino bueno el día de su matrimonio. Tampoco María o Jesús que lo ofrecerían sin duda, por motivo de la fiesta, en abundancia exagerada (Cfr. Jn 2:1-12)
¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre?
Volvemos preguntar. Y otros dirán: «la vida». No les falta razón tampoco. Se trata de un paso ulterior en nuestra percepción de los deseos. Todos deseamos fervientemente vivir y no morir. Lloramos sobre la tumba de los que nos han precedido y, normalmente, tememos, ora con insano miedo, ora con reverente temor, el día en que nos tocará también partir.
Además, no deseamos cualquier clase de vida. No. Deseamos una vida plena, es decir, que sea vibrante, sana, expansiva…o en otras palabras, vital, valga la redundancia. No nos contentemos con sobrevivir. No nos basta una vida a medias, o sea, una vida chata, cansina, triste o cenicienta. De hecho, Jesús, que conoce mejor que nadie el corazón del hombre nos confirmaba: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
Tal vez por ese motivo son tantos los que luchan encarnizadamente contra la rutina, contra la tristeza y la depresión, o contra el envejecimiento, ya sea a través de nuevas terapias, medicinas o actividades — acaso una vida más deportiva y sana—, ya sea incluso, si nos da el bolsillo, a través de radicales intervenciones quirúrgicas o manipulaciones genéticas. ¿No será esta rebelión obstinada ante nuestros límites — ante el dolor, la enfermedad, la vejez y en fin la muerte—, esta especie de sed, acaso inconsciente, de inmortalidad, un signo de algo más?
¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre? Insistimos por tercera vez. En fin algunos enérgicamente sentenciarán: «el amor». A estos no solo no les falta razón, sino que la tienen, y toda. Es obvio, anhelamos amar y ser amados. Si le preguntamos al maestro: «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?», sabemos ya la respuesta (Mt 22, 34-40).
El amor parece ser el inicio, el motor y la meta hacia la cual tiende el universo
En Él nos movemos, vivimos y existimos, para decirlo con San Pablo (Hech. 17, 28). En realidad la esencia misma de la vida, su estructura, su tejido más íntimo y vital, es en última instancia amor, porque el amor es la fuente de donde mana la vida; porque la vida si es auténtica es expresión del amor. ¿De qué sirve vivir si no se ama, si no se vive para servir como dice el dicho?, ¿puede ser llamada vida una vida sin amor?
Habría que añadir, eso sí, que no deseamos cualquier tipo de amor. No, señor. Queremos un amor puro y en cierta medida placentero (aun si esto implica también sufrir), un amor libre e incondicional, un amor creciente y fiel. Nadie se contenta con un amor impuro e interesado, posesivo y que se apaga, o que es infiel. Tal vez por ese motivo es tan difícil encontrar un amor verdadero. Tal vez por eso son tantos los que deambulan por el mundo estrellándonos de un lado a otro, mendigando un poco de afecto sincero, sin lograr apagar su sed.
¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre? Recapitulando: Los bienes materiales necesarios y suficientes, una vida sana y abundante, un amor sincero e intenso. ¿Habría algo más que añadir? Creo que con esta lista podríamos resumir lo que entendemos por felicidad.
Ahora bien, si la respuesta es negativa, es decir, si bastan de verdad estos elementos, entonces tendríamos que admitir también que nadie, al menos en su sano juicio, podría rechazar estos dones si le fuesen ofrecidos gratuitamente. La consecuencia lógica del silogismo parece evidente. O pasando a una proyección más personal, si en este momento escucháramos una voz que nos dijese: «Ven, amado mío, te ofrezco riquezas, una vida sana, fuerte, inmortal…e incluso de eterna juventud, te ofrezco mi amor intenso, incondicional y para siempre…Tan solo quédate aquí mi lado»; osaría alguien replicar: «No, no quiero». ¿Quién podría rechazar semejante oferta?, ¿quién podría renegar tan radicalmente la felicidad que responde a los deseos más profundos del corazón?
Sin embargo, ¿Qué sucedería, en cambio, si les digo que existe la historia de un hombre que lo hizo, es decir, que rechazó todo esto y tal vez más? Entonces, espero, surgiría una espontánea maravilla, y la maravilla despertaría en nosotros el estupor, y si lo dejamos crecer lo suficiente, este podría arrastrarnos, impulsando nuestra embarcación como un viento que sopla impetuoso, hasta la pregunta: ¿Existe acaso algo más profundo que el corazón del hombre puede desear?
La respuesta es sí. Esto fue lo que le sucedió a Ulises, mítico héroe griego, y es algo que su pueblo no ha tenido reparo en transmitir a través de los siglos, cuando de contar, y cantar, sus gloriosas epopeyas se trataba. Los griegos tantos siglos atrás ya advertían e intuían, cuales semillas del Verbo (en la genial categoría de San Justino), que existía algo más. Se trataba de un anhelo que luego Cristo ha venido a confirmar y a colmar, a saber, que existe un llamado más grande, una armonía cósmica mayor, una Voluntad del Padre que nos invita a cumplir un destino que trasciende nuestra historia, que supera nuestro aquí y ahora, que va más allá de nuestro tiempo y espacio. Nos referimos, en pocas palabras, al destino de regresar a nuestro hogar.
El deseo de regresar a casa
En los cantos IV, V y XII de la Odisea, poema griego que narra el viaje de regreso de Ulises a su querida patria Ítaca, ya podemos entrever y percibir esta tensión, o mejor dicho, este anhelo e intuición. Allí se nos cuenta que después de largos años, de duras pruebas y luego de haber perdido a toda su tripulación, Ulises se queda varado, y en cierto sentido «encantado», en un isla perfecta donde vivía la ninfa de hermosas trenzas, Calipso.
Los dioses en una especie de gesto de compasión por su fidelidad y justicia hacia ellos, le permiten vivir, y la ninfa salvándolo le concede todo lo que, en teoría, un hombre podría desear: su belleza eterna y un amor devoto (Calipso se enamoró perdidamente de él). Los bienes de la exuberante y fecunda isla, e incluso, como si no bastase, el don de la inmortalidad y de la eterna juventud, algo que Calipso le ofrece repetidas veces a nuestro héroe, si este decide quedarse con ella.
No hay que hacer muchas cuentas, para entender que esta isla paradisíaca se convierte en la prueba más difícil que Ulises tiene que sortear. Una tentación grande al inicio (pasará allí casi siete años; años que parecerán días), pero que, sin embargo, al final, se convertirá en un profundo castigo. Una isla que tiene de perfecta cuanto de prisión, al menos para un hombre que se sabe fuera de lugar.
De hecho, contra todo pronóstico, nuestro protagonista al final, contemplando el horizonte con profunda nostalgia, experimenta de nuevo el dolor de un deseo más profundo aún: el deseo de regresar a casa; único lugar donde todo el caos vivido (por la dura guerra y las tantas pruebas) puede encontrar finalmente su sentido y recomponerse, transformando su historia en cosmos (orden). ¿Por qué? Porque es solo en su casa donde cada uno puede desplegar y cumplir su propia identidad, dimensión que siempre está vinculada a las relaciones de origen en las que ha sido tejida, forjada y ligada, nuestra persona.
Ulises sabía, en el fondo de sí mismo, que no estaba hecho para aquella vida. Él era el esposo de Penélope, padre de Telémaco, rey de Ítaca. Este era su llamado, su vocación, su destino. A ello debía responder. Por eso, tenía que volver. Por eso, el recuerdo de su reino ahora lejano le causa un agudo y dulce dolor que le consume la vida, haciéndole imposible vivir en paz consigo mismo (paz interior), no obstante pudiese tenerlo aparentemente todo. Porque en el fondo no era él mismo. No es casualidad que muchas de las pruebas en el poema tienen que ver con el hecho de evitar de caer en la trampa del olvido.
Podemos imaginarnos a Ulises, llorando como un niño mientras mira el mar, al despertarse en él el recuerdo que evoca otra vez su más gran deseo, al cual todos los demás deben ordenarse para que tengan sentido: el deseo de regresar a su patria, a su hogar, a sí mismo. Entonces ya no puede conformarse, ni vivir la plenitud de los dones presentes que le son ofrecidos, porque nada es suficiente si no cumple su destino, si no lleva a término el rol que le ha sido encomendado en este teatro de la vida, y que debe cumplir, en cuanto que es suyo y de nadie más.
Por eso «sentado en la playa, que allí se estaba, sin que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce vida suspirando por el regreso» (Canto V). Se consumía su vida, y la ninfa ya no le era grata, porque nada bastará para colmar el corazón del hombre si este no responde a su llamado último, si este no cumple la misión para la que ha sido creado y que solo él, ser único e irrepetible, puede cumplir.
En esa línea, me viene a la mente la exhortación del P. Hurtado que decía: «Cumple tú la misión que te ha sido confiada, tu pequeña misión, la que solo tú puedes cumplir; tú solo en toda la creación puedes llenar esa misión. Si no la realizas quedará sin hacerse, ¡tu misión!, misión de generosidad».
En el fondo, es al descubrir esta unicidad, que surge el momento crucial y oportuno para cada persona, la oportunidad de responder a un llamado a la generosidad; llamado que es un don que nace y nos reclama desde lo hondo. Llamado que nos impele a responder con esas palabras selladas desde la eternidad: «Fiat mihi voluntas tua». Llamado de Dios, que nos pide ir más allá del anhelo de una vida perfecta (esa que mira a la autorrealización y nada más), para alcanzar más bien una vida sabia, es decir, una vida de autotrascendencia, que es capaz de morir a sí misma para donarse y cumplirse en un servicio de amor; por amor y en el amor.
En este marco se puede interpretar la radical afirmación de Salomón cuando, orando a Dios, dice: «Aunque uno sea perfecto entre los hijos de los hombres, sin la sabiduría, que procede de ti, será estimado en nada» (Sb 9, 6). Así habría que vivir también, a mi parecer, el amor por la sabiduría (filosofía), a saber, como un llamado a vivir un servicio de amor humilde y generoso, que no busca el conocimiento por el conocimiento (ciencia que hincha, 1Cor 8,1), mas la inteligencia que ayuda a descubrir y discernir, gustando y sufriendo interiormente, el mejor camino para regresar a casa; el camino que traza el Padre.
Escuchar y seguir el llamado
¿No escuchan ustedes ese misterioso canto que parece provenir de un horizonte lejano? Un canto que nos llama a izar nuestras velas para emprender un viaje nuevo, hacia una tierra nueva, hacia un cielo nuevo (Cfr. Ap 21, 1)? Esto es lo que le sucede a los cristianos, en el momento en que toman conciencia de este llamado, que nos recuerda que esta realidad, este mundo, esta vida, es tan solo una figura pasajera, un espejo enigmático que pasa.
Sí, como Ulises, los cristianos no se dejan engañar por la ilusión de una isla perfecta, de un reino terreno, inclusive si el mundo técnico pudiese un día llegar a cumplir sus delirantes promesas (que por ahora no son más que eso), porque sabemos que esta no es nuestra casa.
Deseamos sí, fervientemente la vida, el amor, los bienes materiales necesarios, etc. y todo está muy bien, porque a los ojos de Dios todo es bueno y bello (Cfr. Gen 1, 1-31), sin embargo, los deseamos y aceptamos bajo una condición: siempre y cuando sean vividos como prendas de nuestra casa futura, es decir, en cuanto que asumidos como arras, signos y huellas nos ayudan a volver a Cristo, para dejarnos llevar por Él, con Él, y en Él, hacia el abrazo eterno del Padre.
En ese sentido, cada acción vale, siempre y cuando, es parte de la Voluntad del Padre. Ya que no todo el que dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielo (Cfr. Lc. 13.25-27). Cada tentativo de ayudar al Señor debe vivirse en esa tensión de eternidad y de salvación, lo demás son ilusiones, porque «¿De qué le sirve al hombre conquistar el mundo entero si al final pierde su alma?» (Mt 16, 26).
El paraíso no es promesa terrestre, sino celeste. Es en el cielo que hay que poner el corazón, pues allí esta el tesoro. La vida, el amor y los bienes deben relativizados y ordenados según este principio; según una tierra prometida que no es de este mundo, que aquí no se encuentra y a la cual tenemos todavía que llegar. Cualquier intento de vivir, de amar y poseer que no se ordene a este viaje, pierde todo su sentido.
Resuena todavía, ante cada pretensión de construirnos un paraíso aquí y ahora, lo que le dijo Dios al hombre exitoso: «Necio, esta noche vuelven a pedir tu alma; y lo que has prevenido, ¿de quién será?» (Lc 12, 20). Se trata de volver nuestra mirada a aquel Reino futuro y anhelado, que aquí se gesta tan solo como semilla. El Reino de Cristo, hay que insistir en ello, no es de este mundo: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis seguidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de aquí». Pilato le dijo: Conque ¿tú eres rey? Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Cfr. Jn 18, 33-37).
El cristiano, que es de la verdad, escucha esta voz y, como Ulises, mira con nostalgia el horizonte, porque ve más allá…y llora. Mira a Oriente… y llora «con abundantes lágrimas». No con melancólica tristeza o suspiros que consumen la vida, sino con un esperanzado y dulce dolor que nos genera el hecho de saber que nuestros ruegos han sido escuchados. Sí, el Padre nos ha escuchado y viene a buscarnos. Sabe que deseamos que acabe este exilio. Sabe que en lo más hondo deseamos realizar finalmente nuestro éxodo a casa. Él también lo desea. Él nos espera.
Sabe además que, a diferencia de Ulises, para realizar este viaje no bastan nuestra pura voluntad y nuestra pura razón. Es imposible lograrlo por nuestra propia cuenta, o sea, con nuestros méritos, fuerzas o ingenio. Por el contrario, para cumplir nuestro destino tenemos que dejarnos plasmar, es necesario abrirnos, como decíamos, a aquellas relaciones de origen que constituyen nuestra persona y que, en nuestro caso, encuentran su origen, fin y fundamento en el corazón de la Trinidad, en Dios.
Por ello, volver en nuestro caso implica acoger otra vez un amor que habiendo perdido, ahora nos ha sido otra vez donado, o en simples palabras, implica ser salvados. En efecto, para ello el Padre nos manda, no tan solo un mensajero para interceder a nuestro favor (un Hermes cualquiera), sino que más bien envía a su mismísimo Hijo (tanto ama Dios al mundo).
Gracias a Él, la comunión se restablece y el paraíso perdido (y anhelado), vuelve a ser reconquistado (donado). Como mencionábamos ya, el Señor ha venido a llevar a plenitud esta intuición que el hombre tiene desde que es hombre, deseo imposible, que nos había dejado condenados a una eterna frustración: el deseo de volver a nuestro hogar para allí poder contemplar otra vez el rostro de nuestro Padre. A eso ha venido Cristo a llevarnos de regreso, mientras el nos prepara nuestras moradas: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Jn 14,2). Con su encarnación, muerte y resurrección, el Señor ha permitido la reunificación de todas las cosas de nuevo, tanto las de los cielos como aquellas en la tierra (Cfr. Efesios 1:9, 10), abriendo un nuevo camino de regreso por medio de Él hacia el Padre.
Ser rescatados por Cristo para así dejarnos reconciliar con el Padre
Ahora bien, para surcar estos mares, nos concede una nueva embarcación: su Iglesia; en la que deposita los víveres necesarios. El Maestro nos dice (parafraseando la intuición de Homero en boca de Calipso): «Yo pondré en ella pan que es mi Cuerpo, el agua de la regeneración y el rojo vino que es mi Sangre, regocijador del ánimo, que los librarán de padecer hambre; les daré vestidos y te mandaré próspero el viento del Espíritu, a fin de que lleguen sanos y salvos a nuestra patria tierra, porque así lo quiere Dios, que los llevará otra vez de vuelta a nuestro hogar, a nuestra Ítaca: El Cielo» (Cfr. Canto V). Cristo así nos ofrece volver allí donde está nuestro Padre, nuestra Madre, nuestros hermanos; la Iglesia Triunfante, su Cuerpo, nuestra familia, donde gracias a nuestras relaciones de origen encontramos (y cumplimos) nuestra misión y nuestro destino último, donde alcanzamos la plenitud de la verdad sobre nosotros mismos y sobre los demás, a saber, ser Hijos de Dios, hijos en el Hijo, herederos e hijos de Dios por el Espíritu de adopción filial (Cfr. Rom 8, 14-16).
Habría que precisar además, que nuestra heroicidad en esta misión, consiste más en ser lo suficientemente humildes para reconocer nuestra dependencia y nuestra necesidad, es decir, aceptar nuestras heridas y pecados para ser perdonados por Dios en lo ordinario, que en realizar quién sabe qué de extraordinario.
Aquí lo esencial no es tanto volver, cuanto ser devueltos por Cristo a las manos de Dios. Es necesario ser rescatados por Cristo para así dejarnos reconciliar con el Padre (2Cor 5, 20). O en palabras del Padre Hurtado: «Él cumplió su misión, pero quiere que yo cumpla la mía. Quiere servirse de mis pies para caminar, de mis manos para trabajar, de mis labios para bendecir, de mi ejemplo para entrar en otras almas».
El secreto está en permitirle al Señor que obre en nosotros, transformándonos en instrumentos de su acción, pues sólo Él conoce el camino. «Él nos aventaja, así en trazar designios como en llevarlos a término» (parafraseando otra vez a Calipso). San Pablo no habla en modo figurado cuando afirma: «ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios (Gal2, 20)». «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? (1Cor 4,7), o cuando para remate asevera: «Si alguno piensa que es algo, se engaña, pues nada es (Gal 6,3)».
Por eso, cuando recordamos — en cada misa que es memorial, anamnesis…— lloramos desde las profundidades de nuestro interior, lloramos con alegría y nostalgia nuestros pecados, porque sabemos que de este modo Dios nos está regresando poco a poco a nuestra casa (porque nos sana y nos eleva). Entonces con confianza suplicamos:
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu (…) Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso (….) Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (Cfr. Sal 50).
De esta manera, con la ayuda de la gracia, nos ponemos de pie y, como peregrinos que somos, emprendemos otra vez la marcha y retomamos el camino. Con la única esperanza de llegar un día allí donde «ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado par los que le aman» (1 Cor 2, 9). Con la seguridad de que:
«Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada. Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía. Pero cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. […] Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido. Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad».(Cfr. 1Cor 13).
Entonces la creación que gime, el amor y la vida donadas alcanzarán su transfiguración total, revelándose su más profundo sentido.
¿Qué tiene que ver todo lo dicho con el video de hoy?
Que, salvando las distancias de la analogía, así me imagino yo ese regreso a casa. Así me parece que será consumada nuestra intensa, sentida y larga espera, nuestra ardiente nostalgia de reconciliación. Cuando se consumará el gran plan que el Padre ha proyectado: de recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra (Cfr. Ef 1, 3-10).
Entonces escucharemos la voz del amado que ahora sí nos hará una oferta que no podremos rechazar. Nos dirá: «¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Porque ya pasó el invierno, cesaron y se fueron las lluvias. Aparecieron las flores sobre la tierra, llegó el tiempo de las canciones, y se oye en nuestra tierra el arrullo de la tórtola…»(Cant 2, 10-12). «Voy a crear cielos nuevos y una tierra nueva, y ya no se recordará lo pasado y ya no habrá de ello memoria, sino que gozaréis y os alegraréis eternamente. Amén» (Is 65, 17.18).
Cada uno de esos emocionantes abrazos que nos muestra el video, nos remiten y evocan esta promesa, nos recuerdan ese abrazo eterno que anhelamos consumar. No dejo de pensar en lo impactante que será ese reencuentro. Creo que así nos espera Dios del otro lado: con un amor ardiente, inflamado de pasión, me atrevería a decir, casi impaciente. Como si no pudiese aguantarse más de la conmoción del deseo de abrazarnos y colmarnos de besos, porque «estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15, 20). Por eso sin miedo entrando en mí mismo me digo una vez más: «me levantaré, iré a mi padre…».
FELICIDADES POR SER COMO ERES, POR REZUMAR EVANGELIO DE JESÚS
¡Felicidades, Papa Francisco!
Felicidades por tu forma de querer, por tu manera de abrazar, por la compasión que contagias
José Manuel Vidal, 17 de diciembre de 2018 a las 07:25
Felicidades, Santidad
Felicidades, Papa Francisco, porque te haces querer y te queremos Felicidades, porque al mundo "nacióle un sol"
(José M. Vidal).- ¡Felicidades, Papa Francisco, obispo de Roma, Papa bueno, Papa de la primavera, Papa de los pobres, Papa jesuita-franciscano, Papa del aggioarnamento, Papa de la ternura y de la misericordia!
Felicidades por ser como eres
Por tu sonrisa
Por el don de tu palabra
Por tu coherencia vital
Por transmitir Evangelio
Por exhalar esperanza
Felicidades por tu forma de querer
Por tu manera de abrazar
Por la compasión que contagias
Por tu predilección por los enfermos
Por dedicar más tiempo a los "pequeños" que a los "grandes" de este mundo
Felicidades por lo que dices
Y por cómo lo dices
Por tus gestos tan expresivos
Por las imágenes con que renuevas nuestra fe
Por tu forma fresca y natural de relacionarte
Por ser el Papa de la normalidad
Felicidades por la ilusión que nos has vuelto a dar
Por el tsunami de esperanza
Por la oleada de entusiasmo
Por la capacidad de seducción que desprendes
Felicidades por esa Iglesia que quieres casa abierta y no aduana
Por recordarnos que seguir a Cristo da sentido a la vida
Y que el Reino está por encima de la Iglesia
Y que los obispos no pueden ser príncipes, sino servidores
Y que los curas tienen que oler a oveja
Y que los cristianos tenemos que sonreir siempre
Felicidades por el vuelco que estás dando a las anquilosadas estructuras eclesiales
Por descongelar el Concilio
Por recuperar la corresponsabilidad y la sinodalidad
Por poner el Evangelio antes que la doctrina
Por hacer ver a los curiales que no son señores, sino siervos
Por limpiar el Banco vaticano
Por reivindicar el papel de la mujer
Por acabar con el miedo de los teólogos
Y con el rigorismo doctrinal
Felicidades por tu forma de vivir el ecumenismo y el diálogo interreligioso
Por poner al capitalismo deshumanizador en su sitio
Por colocar a la persona (especialmente a los más pobres) en el centro del sistema
Por exponerte a la ira de los poderosos de este mundo
Porque ya te llaman "marxista" y populista
Porque ya te tienen miedo
Porque los pobres tienen un abogado defensor
Felicidades porque no te tiembla el pulso
Porque sientes lo que dices y dices lo que sientes
Porque encarnas el Evangelio de la bondad
Porque dices las verdades del barquero
Porque no te arrugas ante nadie. Porque hueles a profeta
Felicidades porque nos arrastras al seguimiento de Jesús
Porque esponjas nuestro corazón
Porque haces que nos sintamos orgullosos de Cristo y de una Iglesia renacida
Felicidades, Papa Francisco, porque te haces querer y te queremos
Felicidades, porque al mundo "nacióle un sol"
Modesto, Santo
Restaurador de Jerusalén, 17 de diciembre
Arzobispo
Martirologio Romano: En Jerusalén, san Modesto, obispo, el cual, después de que la Santa Ciudad fuese conquistada y devastada por los árabes, reconstruyó monasterios y los llenó de monjes, y con mucho trabajo rehizo los santuarios destruidos por el incendio. († 634)
Este santo es especialmente reconocido por la Iglesia Católica ya que restauró los templos de los Santos Lugares en Jerusalén, después del terrible destrozo que hicieron allí los persas.
En el año 600 el rey persa Cosroes, pagano y enemigo de la religión católica invadió Tierra Santa en Palestina, y ayudado por los judíos y samaritanos fue destruyendo y quemando sistemáticamente todo lo católico: templos, casas religiosas, altares, etc. Mandó matar a millares de cristianos en Jerusalén, a muchos otros los vendió como esclavos y, a otros, los desterró sin piedad. Uno de ellos fue el Arzobispo de Jerusalén, San Zacarías, y fue San Modesto, superior de uno de los conventos de Tierra Santa al que Dios llamaría para reconstruir los templos. Heráclito, el nuevo gobernante, logró alejar a los persas de la ciudad, situación que el santo aprovechó para comenzar el proyecto de reconstrucción, para lo que contó con la ayuda de sus monjes a recoger.
Lo primero que reconstruyó fue el templo del Santo Sepulcro, y luego el de Getsemaní o el Huerto de los Olivos y la Casa de la Última Cena, o Cenáculo.
El Arzobispo Zacarías había muerto en el destierro, y el emperador Heráclito nombró como sucesor de éste a San Modesto. Lo nombró Patriarca Arzobispo de Jerusalén, siendo una elección muy oportuna, porque entonces sí tuvo facilidad para dedicarse a reconstruir los centenares de templos y demás lugares santos destruidos por los bárbaros. Modesto continuó incansable su labor de reconstruir templos, conseguir contribuciones e inspeccionar los trabajos en los diversos sitios.
Murió el 18 de diciembre mientras llevaba un valioso cargamento de ayuda para la restauración de los santos lugares, fue envenenado por unos perversos para poder robarle los tesoros que llevaba.
Una escucha activa de Dios
Santo Evangelio según San Mateo 1, 18-24. Martes III de Adviento.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, dame la gracia de escuchar tu voz y poder seguirla con amor.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Dios nos ha hablado y sigue hablando de muchas maneras (cfr. Heb.1,1); ponerle atención es el primer paso de nuestro camino hacia la felicidad. Este camino está compuesto por dos pasos esencialmente, el de la escucha atenta y el de hacer lo que Él nos dice. En este pasaje del Evangelio san José se encuentra ante una situación difícil, algo que a primera vista no puede entender; le es duro darse cuenta del plan que Dios tiene para él y para su familia, pero siendo un hombre que es capaz de escuchar a Dios, aunque ya había tomado su decisión de obrar de otro modo, a darse cuenta del querer divino y actuó conforme a éste.
Las formas en las que podemos escuchar a Dios son muy variadas, sin embargo, hay algunas que tienen prioridad en nuestras vidas como son la Sagrada Escritura y las personas más cercanas a nosotros, porque Dios es capaz de usar nuestra vida cotidiana para comunicarnos su mensaje. Una escucha atenta vale mucho en una relación, especialmente con las personas más cercanas a nosotros que a veces pueden pasar desapercibidas. Dios nos invita a escuchar su voz en estos momentos.
Después de reconocer la voz de Dios nos toca hacer lo que Él nos diga (Cfr. Jn 2,5) porque los mensajes que nos comunica nos impulsan a hacer realidad su querer divino en nuestras vidas. Pidámosle a Dios que nos conceda una gran fe para saber reconocer su voz y la gracia necesaria para hacer lo que nos pide con amor.
Jesús, María y José. María con su generoso sí permitió que Dios se hiciera cargo de esa historia. José, hombre justo, no dejó que el orgullo, las pasiones y los celos lo arrojaran fuera de esa luz. Por la forma en que está narrado, nosotros sabemos antes que José lo que le ha sucedido a María, y él toma decisiones mostrando su calidad humana antes de ser ayudado por el ángel y llegar a comprender todo lo que sucedía a su alrededor. La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio.
(Homilía de S.S. Francisco, 8 de septiembre de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Escuchar atentamente a algún familiar como si estuviésemos escuchando a Cristo.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Abrir el corazón para poder escuchar
Aquél que sabe reconocer las palabras del corazón de quien escucha, ése sabe verdaderamente escuchar
¿Alguna vez has escuchado, con atención, hablar a una persona?, ¿alguna vez has asistido a una plática, conferencia, charla? No vayamos lejos, ¿alguna vez has escuchado una homilía o un sermón? Cuando percibes las palabras y las ideas que se presentan, ¿cómo las recibes?, ¿cómo las escuchas?
Existen dos modos de escuchar. Solo uno de ellos es verdadero. Solo uno de ellos es propio del hombre. Antes de referirnos a ellos encontramos primero lo que es tan solo "oír". Consiste en nada menos que en recibir sonidos. Después encontramos el primer modo de escucha.
Éste sabe decodificar informaciones. Recibe las ideas y las organiza. Comprende el mensaje mismo.
Al final encontramos, sin embargo, el único modo real: es aquél que recibe todo lo que escucha no solo como simples sonidos, pero tampoco ni siquiera como meras informaciones, sino sobre todo como aquello que podría llamarse la palabra de un corazón.
Aquél que sabe reconocer las palabras del corazón de quien escucha, ése sabe verdaderamente escuchar. Aquél que sabe reconocer las palabras del corazón, puede identificar al que tan solo emite solo ideas, pero también al que transmite todo su ser por la palabra.
Quizás si el gentío hubiese buscado mirar más allá de las ideas, quizá si los apóstoles hubiesen mirado más allá de las doctrinas, quizá si yo mismo buscara mirar más allá de las palabras para tocar el corazón, entonces quizás la parábola cesaría de ser parábola para pasar a ser vida.
Todos los días puede ser Navidad
En esta Navidad Cristo quiere nacer de nuevo en el corazón de los hombres con una condición: dejarlo entrar.
A veces somos medio miopes y vemos lo blanco, negro y lo negro, blanco. ¿Cuestión de perspectivas? No, cuestión de no engañarnos ni dejarnos engañar; cuestión de equilibrio. A veces nos pasamos de negativos y nos ponemos pesimistas hasta la médula de los huesos. Otras veces nos pasamos de optimistas que nos desubicamos de la realidad. Lo correcto es la mesura, la moderación, la sensatez.
Que si este año se atacó la Navidad más que el otro; que si esta vez menos escuelas la festejaron; que si este año el ayuntamiento prohibió el Belén; que si ahora vetaron los adornos cristianos en lugares públicos; que si se está despojando a la Navidad de su razón y sentido; que si… Sí, no es para hacer fiesta pero tampoco para hundirnos en la tristeza. “Ya para qué celebro la Navidad”, pensará alguno. El pesimismo es una actitud tentativa a elegir en estos casos, pero hay otra más noble y elevada: el optimismo, la actitud por la que el cristiano siempre debería optar.
No nos referimos al mero optimismo humano, al que se queda en la naturalidad de un temperamento. Vamos más allá, al optimismo cristiano, ese que ante las realidades difíciles no se arredra ni achicopala; ese que trasciende temperamentos y no conoce más frontera que la de la libertad del ser humano.
Esperanza es el nombre cristiano del optimismo: si el optimismo es nuestra acta de nacimiento, la esperanza es la de bautismo. ¿Y esto que tiene que ver con la Navidad? ¡Todo! Porque Navidad, además de un periodo donde festejamos el cumpleaños del mero, mero, es también un estado del alma, una actitud de vida. Y como la vida se puede afrontar negativa o positivamente, con pesimismo o con optimismo, debemos aprender a vivirla como cristianos.
Solemos entristecernos a la primera. Vemos el cielo nublado y se nos olvida que detrás está el sol, que sólo hace falta atravesar las nubes, ir más allá de ellas. Y para eso es la vida, para eso es el optimismo cristiano. Nuestras vidas deben ser el gran motor de un avión que nos lleve a atravesar los cielos en búsqueda de esa luz que nos da alegría, serenidad y consuelo. Dependen de nosotros, de si queremos un motorcito de aviones vejestorios que nos pueden dejar a medio camino, que no nos garantizan alcanzar la plenitud de nuestra meta, o uno moderno que tiene la potencia y concede la seguridad de conseguir nuestro destino. Cada día fabricamos ese motor. La fe nos dice que arriba hay luz; la caridad que queremos lograrla; la esperanza que podemos conseguirla.
El optimismo cristiano nace de la conciencia de saber que Dios nació y puso su morada entre nosotros. Nace del hecho de que Dios quiere nacer no sólo cada año sino todos los días de la vida en nuestros corazones. ¡Si supiéramos lo que es bueno! Y ni nos pide mansiones, ni hoteles de primera clase, ni chalets en zonas residenciales exclusivas; sigue queriendo anidar en la humildad, en el silencio, en lo oculto. Únicamente pide un corazón dispuesto, un alma preparada, preñada del optimismo que de un ánima así se desprende.
Todos los días puede ser Navidad. Ahora que lo sabemos no podemos dejar pasar la oportunidad de aprovecharla. Con optimismo, con amor, con obras. Es tan fácil: reconciliarse con aquel con quien me enemisté, recordar los detalles hacia el esposo o esposa (como cuando eran novios), agradecer a los abuelos, manifestarles el cariño; si somos hijo, ofrecerse a cocinar la cena, estar disponible a ayudar en lo que se ofrezca…
Cristo nació y murió aparentemente como un fracasado. Y es que Dios aparenta arruinarse pero luego triunfa; sus “fracasos”, siempre son aparentes, son una oportunidad de probar nuestra fe, nuestra confianza en Él. Ahora que lo sabemos no podemos decepcionarle. El hecho de que se minusvalore la Navidad o que algunos la hayan empezado a vaciar de sentido no puede ser motivo para abandonarnos en la melancolía; ¡es la mejor oportunidad para demostrar con obras nuestro amor, para declararnos abiertamente cristianos! Un corazón que ha construido un Belén para Dios puede lograr esto y mucho más porque ya es de Cristo, porque está bañado por el optimismo cristiano.
A pocos días del nacimiento del Salvador, conviente prepararse para el gran acontecimiento. Como recordaba el Papa Benedicto XVI : «Que el Niños Jesús, al nacer entre nosotros, no nos encuentre distraídos o dedicados simplemente a decorar de luces nuestras casas. Decoremos más bien en nuestro espíritu y en nuestras familias una digna morada en la que Él se sienta acogido con fe y amor. Que nos ayuden la Virgen y san José a vivir el Misterio de la Navidad con una nueva maravilla y una serenidad pacificadora». La preparación exterior es reflejo de la preparación interior. Las fiestas son manifestaciones del gozo por el nacimiento del Salvador. Sólo así tendremos unas navidades completas y autenticamente felices.
¡Feliz Navidad!
FRANCISCO PIDE UNA NUEVA "CONFIANZA DINÁMICA" EN SU MENSAJE PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
]¿Cuáles son los "vicios" de la política que preocupan al Papa?
"La búsqueda de poder a cualquier precio lleva al abuso y a la injusticia"
Doody, 18 de diciembre de 2018 a las 11:01
Papa, preocupado
El incremento de la intimidación, así como la proliferación incontrolada de las armas son contrarios a la moral y a la búsqueda de una verdadera concordia
(C. Doody).- "No son aceptables los discursos políticos que tienden a culpabilizar a los migrantes de todos los males y a privar a los pobres de la esperanza", ha clamado el Papa en su mensaje, publicado hoy, para la 52 Jornada Mundial de la Paz el próximo 1 de enero.
En su texto, que tiene por título "La buena política está al servicio de la paz", Francisco ha lamentado el "clima de desconfianza" en el que vivimos "que echa sus raíces en el miedo al otro o al extraño [y] en la ansiedad de perder beneficios personales", y ha condenado el resultado de ello a nivel político: las "actitudes de clausura o nacionalismos que ponen en cuestión la fraternidad que tanto necesita nuestro mundo globalizado".
"Sabemos bien que la búsqueda de poder a cualquier precio lleva al abuso y a la injusticia", arranca el Papa en su mensaje, advirtiendo particularmente de que la política puede convertirse "en un instrumento de opresión, marginación e incluso de destrucción" cuando quien se dedica a ella "no la vive como un servicio a la comunidad humana". "La buena política está al servicio de la paz", reafirma Francisco, y como tal requiere de la práctica de virtudes tales como "la justicia, la equidad, el respeto mutuo, la sinceridad, la honestidad [y] la fidelidad".
Junto a estas virtudes políticas, no obstante, "no faltan los vicios", reconoce Bergoglio, "debidos tanto a la ineptitud personal como a distorsiones en el ambiente y en las instituciones". Vicios que "son la vergüenza de la vida pública y ponen en peligro la paz social", tales como "la corrupción, la negación del derecho, el incumplimiento de las normas comunitarias, el enriquecimiento ilegal, la justificación del poder mediante la fuerza o con el pretexto arbitrario de la 'razón de Estado', la tendencia a perpetuarse en el poder, la xenofobia y el racismo, el rechazo al cuidado de la Tierra, la explotación ilimitada de los recursos naturales por un beneficio inmediato, el desprecio de los que se han visto obligados a ir al exilio". De ahí que el Papa, tras este diagnóstico, anime a reemplazar los vicios por virtudes para llegar a una política de la "confianza dinámica, que significa 'yo confío en ti y creo contigo' en la posibilidad de trabajar juntos por el bien común".
"La auténtica vida política, fundada en el derecho y en un diálogo leal entre los protagonistas, se renueva con la convicción de que cada mujer, cada hombre y cada generación encierran en sí mismos una promesa que puede liberar nuevas energías relacionales, intelectuales, culturales y espirituales", ha proseguido Francisco. Un ideal para el cual son necesarios "artesanos de la paz" que saben que "la paz jamás puede reducirse al simple equilibrio de la fuerza y el miedo".
"La paz, en efecto, es fruto de un gran proyecto político que se funda en la responsabilidad recíproca y la interdependencia de los seres humanos, pero es también un desafío que exige ser acogido día tras día", concluye el Papa en su mensaje, antes de insistir en la verdadera paz como "conversión del corazón y del alma" que requiere que estemos en paz "con nosotros mismos, con el otro y con la creación".
Texto completo del mensaje del Papa
"La buena política está al servicio de la paz"
1. "Paz a esta casa"
Jesús, al enviar a sus discípulos en misión, les dijo: «Cuando entréis en una casa, decid primero: "Paz a esta casa". Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros» (Lc 10,5-6).
Dar la paz está en el centro de la misión de los discípulos de Cristo. Y este ofrecimiento está dirigido a todos los hombres y mujeres que esperan la paz en medio de las tragedias y la violencia de la historia humana.[1] La "casa" mencionada por Jesús es cada familia, cada comunidad, cada país, cada continente, con sus características propias y con su historia; es sobre todo cada persona, sin distinción ni discriminación. También es nuestra "casa común": el planeta en el que Dios nos ha colocado para vivir y al que estamos llamados a cuidar con interés.
Por tanto, este es también mi deseo al comienzo del nuevo año: "Paz a esta casa".
2. El desafío de una buena política
La paz es como la esperanza de la que habla el poeta Charles Péguy; [2] es como una flor frágil que trata de florecer entre las piedras de la violencia. Sabemos bien que la búsqueda de poder a cualquier precio lleva al abuso y a la injusticia. La política es un vehículo fundamental para edificar la ciudadanía y la actividad del hombre, pero cuando aquellos que se dedican a ella no la viven como un servicio a la comunidad humana, puede convertirse en un instrumento de opresión, marginación e incluso de destrucción.
Dice Jesús: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Como subrayaba el Papa san Pablo VI: «Tomar en serio la política en sus diversos niveles -local, regional, nacional y mundial- es afirmar el deber de cada persona, de toda persona, de conocer cuál es el contenido y el valor de la opción que se le presenta y según la cual se busca realizar colectivamente el bien de la ciudad, de la nación, de la humanidad».[3]
En efecto, la función y la responsabilidad política constituyen un desafío permanente para todos los que reciben el mandato de servir a su país, de proteger a cuantos viven en él y de trabajar a fin de crear las condiciones para un futuro digno y justo. La política, si se lleva a cabo en el respeto fundamental de la vida, la libertad y la dignidad de las personas, puede convertirse verdaderamente en una forma eminente de la caridad.
3. Caridad y virtudes humanas para una política al servicio de los derechos humanos y de la paz
El Papa Benedicto XVI recordaba que «todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. [...] El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. [...] La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana».[4] Es un programa con el que pueden estar de acuerdo todos los políticos, de cualquier procedencia cultural o religiosa que deseen trabajar juntos por el bien de la familia humana, practicando aquellas virtudes humanas que son la base de una buena acción política: la justicia, la equidad, el respeto mutuo, la sinceridad, la honestidad, la fidelidad.
A este respecto, merece la pena recordar las "bienaventuranzas del político", propuestas por el cardenal vietnamita François-Xavier Nguyễn Vãn Thuận, fallecido en el año 2002, y que fue un fiel testigo del Evangelio:
Bienaventurado el político que tiene una alta consideración y una profunda conciencia de su papel.
Bienaventurado el político cuya persona refleja credibilidad.
Bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés.
Bienaventurado el político que permanece fielmente coherente.
Bienaventurado el político que realiza la unidad.
Bienaventurado el político que está comprometido en llevar a cabo un cambio radical.
Bienaventurado el político que sabe escuchar.
Bienaventurado el político que no tiene miedo.[5]
Cada renovación de las funciones electivas, cada cita electoral, cada etapa de la vida pública es una oportunidad para volver a la fuente y a los puntos de referencia que inspiran la justicia y el derecho. Estamos convencidos de que la buena política está al servicio de la paz; respeta y promueve los derechos humanos fundamentales, que son igualmente deberes recíprocos, de modo que se cree entre las generaciones presentes y futuras un vínculo de confianza y gratitud.
4. Los vicios de la política
En la política, desgraciadamente, junto a las virtudes no faltan los vicios, debidos tanto a la ineptitud personal como a distorsiones en el ambiente y en las instituciones. Es evidente para todos que los vicios de la vida política restan credibilidad a los sistemas en los que ella se ejercita, así como a la autoridad, a las decisiones y a las acciones de las personas que se dedican a ella. Estos vicios, que socavan el ideal de una democracia auténtica, son la vergüenza de la vida pública y ponen en peligro la paz social: la corrupción -en sus múltiples formas de apropiación indebida de bienes públicos o de aprovechamiento de las personas-, la negación del derecho, el incumplimiento de las normas comunitarias, el enriquecimiento ilegal, la justificación del poder mediante la fuerza o con el pretexto arbitrario de la "razón de Estado", la tendencia a perpetuarse en el poder, la xenofobia y el racismo, el rechazo al cuidado de la Tierra, la explotación ilimitada de los recursos naturales por un beneficio inmediato, el desprecio de los que se han visto obligados a ir al exilio.
5. La buena política promueve la participación de los jóvenes y la confianza en el otro
Cuando el ejercicio del poder político apunta únicamente a proteger los intereses de ciertos individuos privilegiados, el futuro está en peligro y los jóvenes pueden sentirse tentados por la desconfianza, porque se ven condenados a quedar al margen de la sociedad, sin la posibilidad de participar en un proyecto para el futuro. En cambio, cuando la política se traduce, concretamente, en un estímulo de los jóvenes talentos y de las vocaciones que quieren realizarse, la paz se propaga en las conciencias y sobre los rostros. Se llega a una confianza dinámica, que significa "yo confío en ti y creo contigo" en la posibilidad de trabajar juntos por el bien común. La política favorece la paz si se realiza, por lo tanto, reconociendo los carismas y las capacidades de cada persona. «¿Hay acaso algo más bello que una mano tendida? Esta ha sido querida por Dios para dar y recibir. Dios no la ha querido para que mate (cf. Gn 4,1ss) o haga sufrir, sino para que cuide y ayude a vivir. Junto con el corazón y la mente, también la mano puede hacerse un instrumento de diálogo».[6]
Cada uno puede aportar su propia piedra para la construcción de la casa común. La auténtica vida política, fundada en el derecho y en un diálogo leal entre los protagonistas, se renueva con la convicción de que cada mujer, cada hombre y cada generación encierran en sí mismos una promesa que puede liberar nuevas energías relacionales, intelectuales, culturales y espirituales. Una confianza de ese tipo nunca es fácil de realizar porque las relaciones humanas son complejas. En particular, vivimos en estos tiempos en un clima de desconfianza que echa sus raíces en el miedo al otro o al extraño, en la ansiedad de perder beneficios personales y, lamentablemente, se manifiesta también a nivel político, a través de actitudes de clausura o nacionalismos que ponen en cuestión la fraternidad que tanto necesita nuestro mundo globalizado. Hoy más que nunca, nuestras sociedades necesitan "artesanos de la paz" que puedan ser auténticos mensajeros y testigos de Dios Padre que quiere el bien y la felicidad de la familia humana.
6. No a la guerra ni a la estrategia del miedo
Cien años después del fin de la Primera Guerra Mundial, y con el recuerdo de los jóvenes caídos durante aquellos combates y las poblaciones civiles devastadas, conocemos mejor que nunca la terrible enseñanza de las guerras fratricidas, es decir que la paz jamás puede reducirse al simple equilibrio de la fuerza y el miedo. Mantener al otro bajo amenaza significa reducirlo al estado de objeto y negarle la dignidad. Es la razón por la que reafirmamos que el incremento de la intimidación, así como la proliferación incontrolada de las armas son contrarios a la moral y a la búsqueda de una verdadera concordia. El terror ejercido sobre las personas más vulnerables contribuye al exilio de poblaciones enteras en busca de una tierra de paz. No son aceptables los discursos políticos que tienden a culpabilizar a los migrantes de todos los males y a privar a los pobres de la esperanza. En cambio, cabe subrayar que la paz se basa en el respeto de cada persona, independientemente de su historia, en el respeto del derecho y del bien común, de la creación que nos ha sido confiada y de la riqueza moral transmitida por las generaciones pasadas.
Asimismo, nuestro pensamiento se dirige de modo particular a los niños que viven en las zonas de conflicto, y a todos los que se esfuerzan para que sus vidas y sus derechos sean protegidos. En el mundo, uno de cada seis niños sufre a causa de la violencia de la guerra y de sus consecuencias, e incluso es reclutado para convertirse en soldado o rehén de grupos armados. El testimonio de cuantos se comprometen en la defensa de la dignidad y el respeto de los niños es sumamente precioso para el futuro de la humanidad.
7. Un gran proyecto de paz
Celebramos en estos días los setenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fue adoptada después del segundo conflicto mundial. Recordamos a este respecto la observación del Papa san Juan XXIII: «Cuando en un hombre surge la conciencia de los propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias obligaciones; de forma que aquel que posee determinados derechos tiene asimismo, como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras los demás tienen el deber de reconocerlos y respetarlos».[7]
La paz, en efecto, es fruto de un gran proyecto político que se funda en la responsabilidad recíproca y la interdependencia de los seres humanos, pero es también un desafío que exige ser acogido día tras día. La paz es una conversión del corazón y del alma, y es fácil reconocer tres dimensiones inseparables de esta paz interior y comunitaria:
- la paz con nosotros mismos, rechazando la intransigencia, la ira, la impaciencia y -como aconsejaba san Francisco de Sales- teniendo "un poco de dulzura consigo mismo", para ofrecer "un poco de dulzura a los demás";
- la paz con el otro: el familiar, el amigo, el extranjero, el pobre, el que sufre...; atreviéndose al encuentro y escuchando el mensaje que lleva consigo;
- la paz con la creación, redescubriendo la grandeza del don de Dios y la parte de responsabilidad que corresponde a cada uno de nosotros, como habitantes del mundo, ciudadanos y artífices del futuro.
La política de la paz -que conoce bien y se hace cargo de las fragilidades humanas- puede recurrir siempre al espíritu del Magníficat que María, Madre de Cristo salvador y Reina de la paz, canta en nombre de todos los hombres: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; [...] acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre» (Lc 1,50-55). Vaticano, 8 de diciembre de 2018
FRANCISCO
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[1] Cf. Lc 2,14: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».
[2] Cf. Le Porche du mystère de la deuxième vertu, París 1986.
[3] Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 46.
[4] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 7.
[5] Cf. Discurso en la exposición-congreso "Civitas" de Padua: "30giorni" (2002), 5.
[6] Benedicto XVI, Discurso a las Autoridades de Benín (Cotonou, 19 noviembre 2011).
[7] Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 44.