Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones


P. Raniero Cantalamessa: “A Dios nadie lo ha visto nunca…”

Tercera predicación de Adviento 2018

DICIEMBRE 21, 2018 18:07

(ZENIT – 21 dic. 2018).- Esta mañana, a las 9 horas, en la Capilla Redemptoris Mater,en presencia del Santo Padre Francisco, el Predicador de la Casa Pontificia, el P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., ha pronunciado el tercer sermón de Adviento sobre el tema: “Mi alma tiene sed del Dios vivo” (Salmo 42, 2).

A continuación, ofrecemos la prédica del padre Raniero Cantalamessa:
***

Tercera predicación de Adviento

El Dios vivo es la Trinidad viviente, dijimos la última vez. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad. ¿Cómo superar esta «infinita diferencia cualitativa»? ¿Cómo tender un puente sobre semejante abismo infinito? La respuesta está en la solemnidad que nos disponemos a celebrar: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».

Entre nosotros y Dios —escribió el gran teólogo bizantino Nicolás Cabasilas— se elevan tres muros de separación: el de la naturaleza, porque Dios es espíritu y nosotros somos carne; el del pecado y el de la muerte. El primero de estos muros ha sido abatido en la Encarnación, cuando la naturaleza humana y la naturaleza divina se unieron en la persona de Cristo; el muro del pecado fue abatido sobre la cruz, y el muro de la muerte en la resurrección. Jesucristo es ahora el lugar definido del encuentro entre el Dios vivo y el hombre viviente. En él, el Dios lejano se ha hecho cercano, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.

El camino de búsqueda del Dios vivo que hemos emprendido en este Adviento tuvo un precedente ilustre: «El itinerario de la mente hacia Dios» (Itinerarium mentis in Deum), de san Buenaventura. Como filósofo y teólogo especulativo, identifica siete escalones para los cuales el alma asciende hacia el conocimiento de Dios. Ellos son:

La visión de él a través de sus vestigios en el universo.

La contemplación de Dios en sus vestigios en este mundo sensible.

La contemplación de Dios a través de su imagen impresa en las facultades naturales.

La contemplación de Dios en su imagen renovada por los dones de la gracia.

La visión de la Santísima Trinidad en su nombre, es decir, el bien.

El rapto místico del alma en el que cesa la obra del intelecto mientras que el amor pasa totalmente a Dios.

Después de haber pasado revista a los diferentes medios que tenemos para elevarnos al conocimiento del Dios vivo y los «lugares» donde podemos encontrarlo, san Buenaventura llega, pues, a la conclusión de que el medio definitivo, infalible y suficiente es la persona de Jesucristo. De hecho, así termina su tratado:

Ahora bien: al alma no le queda más que ir más allá de todo esto con la contemplación, y pasar más allá del mundo sensible, no solo, sino incluso más allá de sí misma. En este tránsito Cristo es camino y puerta; Cristo es escalera y vehículo como propiciatorio puesto encima del arca de Dios y sacramento oculto desde los siglos.

El filósofo Blaise Pascal, en su famoso Memorial, llega a la misma conclusión: al Dios de Abraham, Isaac y Jacob «solo se le encuentra por las vías que enseña el Evangelio». La razón de esto es simple: Jesucristo es «el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). La Carta a los Hebreos basa en esto la novedad del Nuevo Testamento:

«Dios, que muchas veces y en diversos modos en los tiempos antiguos había hablado a los padres por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado en el Hijo, al que ha establecido heredero de todas las cosas y mediante el cual hizo también el mundo» (Heb 1,1-2).

El Dios vivo ya no nos habla por persona interpuesta, sino en persona porque el Hijo «es el resplandor de su gloria e impronta de su sustancia»(Heb 1,3). Esto desde el punto de vista ontológico y objetivo. Desde el punto de vista existencial, o subjetivo, la gran novedad es que ahora ya no es el hombre el que, «a tientas» (Hch 17, 27), va a la búsqueda del Dios vivo; es el Dios viviente, que desciende a la búsqueda del hombre, hasta morar en su mismo corazón. Es allí donde, de ahora en adelante, se le puede encontrar y adorar en espíritu y verdad: «Si alguno me ama, dice Jesús, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).

«Nadie viene al Padre si no es por medio de mí»

Quién hizo esta verdad —es decir, que Jesucristo es el supremo revelador del Dios vivo, y el «lugar» donde se entra en contacto con él— es el evangelista Juan. Nos encomendamos a él para que nos ayude a hacer de la búsqueda del Dios vivo algo más que una simple «investigación»: una «experiencia» de él, no solo conocerle, sino un «sentimiento» vivo.

Para no perder la fuerza e inmediatez de su testimonio inspirado, evitemos imponer a los textos cualquier marco interpretativo. Pasamos simplemente revista a las palabras más explícitas en las cuales es Jesús mismo quien se presenta como el definitivo revelador de Dios. Cada una de estas palabras es capaz, por sí sola, de llevarnos al borde del misterio y hacernos asomar sobre un horizonte infinito.

Juan 1,18: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo unigénito, que es Dios y está en el seno del Padre, es él quien lo ha revelado». Para comprender el sentido de estas palabras, hay que remitirse a toda la tradición bíblica sobre el Dios que no se puede ver sin morir. Basta leer Éxodo 33, 18-20: «Le dijo (Moisés): “¡Muéstrame tu gloria!”. Dijo: “Yo haré pasar delante de ti toda mi bondad y proclamaré mi nombre, Señor, delante de ti. A quién quiera hacerle gracia se la haré y de quiénes quiera tener misericordia la tendré”. Dijo: “Pero tú no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y permanecer vivo”».

Hay tal abismo entre la santidad de Dios y la indignidad del hombre que este debería morir viendo a Dios o solo oyéndolo. Por eso, Moisés (Ex 3,69) y también los serafines (Is 6,2) se tapan la cara con un velo delante de Dios. Manteniéndose en vida después de haber visto a Dios, se experimenta una sorpresa agradecida (Gén 32,31). Es un raro favor que Dios concede a Moisés (Ex 33,11) y a Elías (1 Reyes 19,11 s.), que, curiosamente, serán los dos admitidos en el Tabor a contemplar la gloria de Cristo.

Juan 10,30. «Yo y el Padre somos una sola cosa». Es la afirmación quizá más cargada de misterio de todo el Nuevo Testamento. Jesucristo no es solo el revelador del Dios vivo: ¡él mismo es el Dios vivo! Revelador y revelación son la misma persona. De esta afirmación partirá la reflexión de la Iglesia para llegar a la plena y explícita fe en el dogma trinitario. Lo que nosotros traducimos con la expresión «una sola cosa» es un sustantivo neutro (en, en griego, unum, en latín). Si Jesús hubiese utilizado el masculino eis, unus se habría podido pensar que Padre e Hijo son una sola persona y la doctrina de la Trinidad quedaría excluida de raíz. Diciendo «unum», una sola cosa, los Padres deducirán de ahí acertadamente que Padre e Hijo (y más tarde el Espíritu Santo) son una misma naturaleza, pero no una sola persona.

Juan 12,6-7: Le dijo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no por medio de mí». Aquí debemos detenernos un poco más largamente. «Nadie va al Padre si no es por medio de mí»: leídas en el contexto actual del diálogo interreligioso, estas palabras plantean un interrogante que no podemos pasar en silencio. ¿Qué pensar de toda esa parte de la humanidad que no conoce a Cristo y su Evangelio? ¿Ninguno de ellos va al Padre? ¿Son excluidos de la mediación de Cristo y, por consiguiente, de la salvación?

Una cosa es cierta y de ella debe partir cualquier teología cristiana de las religiones: Cristo dio su vida «en rescate» y por amor de todos los hombres, porque todos son criaturas de su Padre y hermanos suyos. No ha hecho distinciones. Su ofrecimiento de salvación, al menos, es seguro que es universal. «Cuando yo sea levantado de la tierra (¡sobre la cruz!), atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32); «No hay otro nombre dado a los hombres en el que se ha establecido que se salven», proclama Pedro delante del sanedrín (Hch 4,12).

Algunos, aun profesándose creyentes cristianos, no logran admitir que un hecho histórico particular, como es la muerte y resurrección de Cristo, pueda haber cambiado la situación de toda la humanidad frente a Dios, y sustituyen, por eso, el acontecimiento histórico con un principio universal «impersonal». Ellos deberían plantearse, creo, otra pregunta, es decir, si creen realmente en el misterio con el que todo el cristianismo está en pie o cae: la encarnación del Verbo y la divinidad de Cristo. Una vez admitida esta, ya no aparece absurdo para la razón que un acto particular pueda tener un alcance universal. Sería extraño, más bien, pensar lo contrario.

El error más grande, al sustraerle tanta parte de la humanidad, no se le hace a Cristo o a la Iglesia, sino a esa misma humanidad. ¿No es posible partir de la afirmación de que «Cristo es la propuesta suprema, definitiva y normativa de salvación hecha por Dios al mundo», sin por ello mismo reconocer a todos los hombres el derecho de beneficiarse de esta salvación?

«Pero, ¿es realista —se pregunta uno—, seguir creyendo en una misteriosa presencia e influencia de Cristo en religiones que existen desde antes que él y que no sienten ninguna necesidad, después de veinte siglos, de acoger su evangelio?» En la Biblia existe un dato que puede ayudarnos a dar una respuesta a esta objeción: la humildad de Dios, el escondimiento de Dios. «Tú eres un Dios escondido, Dios de Israel salvador»:Vere tu es Deus absconditus (Is 45,15, Vulgata). Dios es humilde al crear. No pone su etiqueta sobre todo, como hacen los hombres. En las criaturas no está escrito que están hechas por Dios. Ha dejado a ellas que lo averiguen.

¿Cuánto tiempo se ha necesitado para que el hombre reconociera a quién le debía ser, quien había creado para él el cielo y la tierra? ¿Cuánto faltará todavía hasta que todos lleguen a reconocerlo? ¿Deja de ser Dios, por eso, el Creador de todo? ¿Deja de calentar con su sol a quien lo conoce y a quién no lo conoce? Lo mismo ocurre en la redención. Dios es humilde al crear y es humilde al salvar. Cristo está más preocupado de que todos los hombres se salven, que no que sepan quién es su Salvador.

Más que de la salvación de aquellos que no han conocido a Cristo, habría que preocuparse, creo, de la salvación de los que la han conocido, si viven como si no hubiera existido nunca, olvidados totalmente de su bautismo, ajenos a la Iglesia y a toda práctica religiosa. En cuanto a la salvación de los primeros, la Escritura nos asegura que «Dios no hace preferencia de personas, pero acoge a quien le teme y practica la justicia, cualquiera que sea la nación a la que pertenece» (Hch 10,34-35). Francisco de Asís, a su vez, hace una afirmación casi increíble para su época: «Todo bien que se encuentra en los hombres, paganos o no, se debe referir a Dios, fuente de todo bien»[1].

El Paráclito guiará a la verdad plena

Al hablar del papel de Cristo respecto a las personas que viven fuera de la Iglesia, el Concilio Vaticano II afirma que «el Espíritu Santo, en un modo conocido sólo por Dios, da a toda persona la posibilidad de entrar en contacto con el misterio pascual de Cristo», es decir, con su obra redentora (Gaudium et spes, 22). Llegamos así a la última etapa de nuestro camino, el Espíritu Santo. Al término de su vida terrena Jesús decía:

Muchas cosas tengo todavía que deciros, pero por el momento no sois capaces de asumir su peso. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que hablará de todo lo que haya oiga, y os anunciará las cosas futuras. Él me glorificará, porque recibirá de lo que es mío y os lo anunciará. Todo lo que posee el Padre es mío; por eso he dicho que tomará de lo que es mío y os lo anunciará (Jn 16,12-15).

En el Espíritu Santo es Jesús quien sigue revelándonos al Padre, porque el Espíritu Santo es ya el Espíritu del Resucitado, el Espíritu que continúa y aplica la obra del Jesús terreno. Poco después de las palabras que acabamos de recordar, Jesús añade: «Estas cosas os las he hablado en forma velada, pero llega la hora en que ya no os hablaré en forma velada y abiertamente os hablaré del Padre». ¿Cuándo podrá Jesús hablar a los discípulos abiertamente del Padre, si éstas están entre las últimas palabras pronunciadas como persona viva y poco después morirá en la cruz? Lo hará, precisamente, mediante el Espíritu Santo, que él enviará desde el Padre.

San Gregorio de Nisa escribió: «Si a Dios le quitamos el Espíritu Santo, lo que queda ya no es el Dios vivo, sino su cadáver»[2]. Es Jesús mismo quien explica la razón de esto. «El Espíritu —dice— es quien da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Aplicado en nuestro caso, esto significa: es el Espíritu quien da la vida a la idea de Dios y a la investigación sobre él. La razón humana, marcada como está por el pecado, por sí sola, no basta. Al contrario, no sirve prácticamente para nada, porque, aunque descubre que Dios existe, no es capaz, como afirma san Pablo de comportarse luego consecuentemente, dándole gloria y gracias, como le conviene (cf. Rom 1,18ss.). El hombre que se dispone a hablar de Dios, con cualquier argumento, si es creyente, debe recordar que «los secretos de Dios nadie los ha podido conocer nunca, si no el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11).

El Espíritu Santo es el verdadero «ambiente vital», el Sitzt im Leben, donde nace y se desarrolla toda auténtica teología cristiana. El Espíritu Santo es el espacio invisible en el que es posible advertir el paso de Dios y en el que Dios mismo aparece como una realidad viva y activa. El Dios vivo, a diferencia de los ídolos, es un «Dios que respira», y el Espíritu Santo es su respiración. Esto es verdad también respecto de Cristo. «En el Espíritu Santo» indica ese ámbito misterioso donde, después de su resurrección, se puede entrar en contacto con Cristo y experimentar la acción santificadora. Él vive ahora «en el Espíritu» (cf. Rom 1,4; 1 Pe 3,18). El Espíritu Santo es, en la historia, «el aliento del Resucitado».

El gran arco voltaico entre Dios y el hombre no se cierra, pues, y el repentino rayo de luz no se produce si no es dentro de este especial «campo magnético» que está constituido por el Espíritu del Dios vivo. Es él quien crea, en lo íntimo del hombre, ese estado de gracia por el que un día se tiene la gran «iluminación»: se descubre que Dios existe, es real, hasta tener «cortada la respiración».

A quien buscara a Dios en otros lugares, sólo entre las páginas de los libros o entre los razonamientos humanos, habría que repetirle lo que el ángel dijo a las mujeres: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5). Del Espíritu Santo —escribe san Basilio— depende «la familiaridad con Dios». Es decir, depende si Dios nos es familiar o por el contrario ajeno, si somos sensibles, o bien alérgicos a su realidad[3].

El remedio es, pues, encontrar un contacto cada vez más pleno con la realidad, más aún, con la persona del Espíritu Santo. No contentarnos tampoco de una renovada neumatología, es decir, de una teología del Espíritu, sino aspirar a hacer de él también una experiencia personal. Millones de cristianos de nuestro tiempo han hecho la experiencia personal del nuevo Pentecostés invocado por san Juan XXIII. He aquí cómo describe sus efectos uno de aquellos primeros que hicieron esta experiencia en la Iglesia católica:

«Nuestra fe se ha hecho viva; nuestro creer se ha convertido en una especie de conocer. De repente, lo sobrenatural se ha vuelto más real que lo natural. En resumen, Jesús es una persona viva para nosotros. Prueba a abrir el Nuevo Testamento y a leerlo como si fuera literalmente verdadero ahora, cada palabra, cada línea. La oración y los sacramentos se han convertido verdaderamente en nuestro pan cotidiano, y no en genéricas prácticas piadosas. Un amor hacia las Escrituras que yo jamás habría creído posible, una transformación de nuestras relaciones con los demás, una necesidad y una fuerza para testimoniar más allá de cualquier expectativa: todo esto se ha convertido en parte de nuestra vida. La experiencia inicial del bautismo del Espíritu no nos dio particular emoción exterior, pero la vida se ha rociado de calma, confianza, alegría y paz»[4].

«Y el Verbo se hizo carne»

Una meditación sobre el papel de Cristo revelador único del Dios vivo no puede concluir de modo más digno que con el Prólogo de Juan. No como un pasaje de Evangelio a comentar —esto lo haremos el día de Navidad—, sino como un himno de alabanza que brota ahora desde nuestro corazón para gloria de la Santísima Trinidad. Que una porción tan representativa de la Iglesia, en un lugar como este, proclame su absoluta fe en Cristo Hijo de Dios y Luz del mundo reviste un valor salvífico. En un acto de fe como este Cristo fundó su Iglesia y prometió que «las potencias del infierno no prevalecerán contra ella». Lo recitamos juntos de pie con el corazón lleno de asombro y gratitud:

1 En el principio existía el Verbo,
y el Verbo estaba junto a Dios,
y el Verbo era Dios.
2 Este estaba en el principio junto a Dios.
3 Por medio de él se hizo todo,
y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
4 En él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres.
5Y la luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no lo recibió […]
9 El Verbo era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
10En el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de él,
y el mundo no lo conoció.
11 Vino a su casa,
y los suyos no lo recibieron.
12 Pero a cuantos lo recibieron,
les dio poder de ser hijos de Dios,
a los que creen en su nombre.
13 Estos no han nacido de sangre,
ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón,
sino que han nacido de Dios.
14 Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad[…]
18 A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios unigénito,
que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.
Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
 [1] Celano, Vida primera, XXIX, 83: FF 463.
[2] San Gregorio de Nisa, De eo qui sit ad imaginem Dei: PG 44, 1340.
[3] San Basilio, De Spiritu Sancto, 19,49: PG 32, 157.
[4] Testimonio recogido en el Gallagher Mansfield, As by a New Pentecost(Steubenville 1992) 25s

El Papa habló a los sacerdotes de la Curia sobre el abuso sexual, sin tapujos

Palabras de Greg Burke, Director de Prensa del Vaticano

DICIEMBRE 21, 2018 16:01ROSA DIE ALCOLEAPAPA Y SANTA SEDE

(ZENIT – 21 dic. 2018).- “En una especie de preparación para la reunión de febrero sobre la protección de los menores, el Papa Francisco habló hoy con los funcionarios del Vaticano sobre el abuso sexual, sin ocultar ninguna palabra”, ha declarado Greg Burke, Director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, este viernes, 21 de diciembre de 2018.

Así, Burke ha señalado que el Papa dijo que los sacerdotes abusadores “son parte de una red de corrupción, lobos viciosos que devoran almas inocentes”.

El Papa elogió el trabajo de los periodistas, ha apuntado el periodista americano. “Dio las gracias a los reporteros que han sido honestos y objetivos al descubrir a los sacerdotes depredadores y han hecho oír las voces de las víctimas”.

El Papa Francisco “prometió que la Iglesia no encubrirá los casos ni dejará de tomarlos en serio. Frente a estas monstruosidades, dijo que incluso un caso es demasiado”.

El Papa terminó con una “nota positiva”, diciendo que “a pesar de nuestras miserias humanas, la luz de Dios continúa brillando en Navidad, y que la Iglesia surgirá de estos tiempos turbulentos, purificados y más hermosos”.

Francisca Javiera Cabrini, Santa

Virgen y Fundadora, 22 de Diciembre

Madre de los emigrantes

Martirologio Romano: En Chicago, del estado de Illinois, en los Estados Unidos de Norteamérica, santa Francisca Javiera Cabrini, virgen, que fundó el Instituto de Misioneras del Sacratísimo Corazón de Jesús, y con eximia caridad se dedicó al cuidado de los emigrantes († 1917).

Fecha de beatificación: 13 de noviembre de 1938 por el Papa Pío XI
Fecha de canonización: 7 de julio de 1946 por el Pío XII

Breve Biografía

Entre el 1901 y el 1913 emigraron a Estados Unidos 4.711.000 italianos. A pesar de los innumerables dramas que suscita la emigración hay que recordar todavía hoy a una frágil maestra del S. Angelo Lodigiano, Francisca Cabrini, nacida en 1850, la menor de 13 hijos. Se distinguió, por no mirar la emigración con los ojos del político ni del sociólogo, sino con esos humanísimos de mujer cristiana, mereciendo el titulo de madre de los emigrantes.



Huérfana de padre y de madre, Francisca hubiera querido encerrarse en un convento, pero no fue aceptada por su delicada salud. Entonces aceptó el cargo que le confió el párroco de Codogno para que ayudara en un orfanatorio. La joven, graduada de maestra hacia poco tempo, hizo mucho más: reunió a algunas compañeras y formó el primer núcleo de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón, orientadas por el espíritu de un intrépido misionero, San Francisco Javier. Cuando Francisca hizo los votos religiosos tomó el nombre del santo. Como él, hubiera querido partir también para China, pero cuando tuvo noticia del descuido y del drama de desesperación de los miles y miles de emigrantes italianos que descargaban en el puerto de Nueva York sin ninguna ayuda material ni espiritual, Francisca Javier no dudó un instante.



También ella, en la primera de sus 24 travesias oceánicas, compartió las incomodidades y las incertidumbres de sus compatriotas; pero se destacó por su extraordinaria valentía con la que afrontó las grandes necesidades que se le presentaron y supo desenvolverse para establecer un punto de encuentro y de ayuda para los emigrantes. Ante todo se preocupó por los huérfanos y los enfermos, construyendo casas, escuelas y un grande hospital en Nueva York, luego en Chicago, después en California, y así siguió exteniendo su obra en toda América, hasta Argentina.



A quien le manifestaba admiración por el éxito de tantas obras, la Madre Cabrini le contestaba con sincera humildad “¿Acaso todo esto no lo ha hecho el Señor?”. Murió en el surco, durante uno de sus tantos viajes a Chicago, en 1917. Su cuerpo fue llevado triunfalmente a Nueva York y enterrado en la iglesia contigua a la “Mother Cabrini High School”, para que estuviera cerca de los emigrados.


Tres regalos: gratitud, gozo y humildad

Santo Evangelio según San Lucas 1,46-56. Sábado III de Adviento.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Prepara, Señor, mi corazón para poder recibirte como mereces en esta Navidad y que te pueda ofrecer un mejor pesebre para que nazcas en mí.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 1,46-56

En aquel tiempo, dijo María: "Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava.

Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre, y su misericordia llega de generación en generación a los que le temen.

Él hace sentir el poder de su brazo: dispersa a los de corazón altanero, destrona a los potentados y exalta a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide sin nada.

Acordándose de su misericordia, viene en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre".

María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Estamos en la recta final del Adviento. En el ambiente ya hay un aire más festivo, las casas están decoradas, se escucha la música navideña y nos llegan los olores de la comida tradicional de esta época.

El Evangelio con que Jesús nos quiere hablar hoy, en primer lugar, nos expresa la alegría, en segundo lugar, nos hace escuchar las palabras que María traía en su corazón desde que el Verbo se hizo carne en ella. Gratitud, gozo y humildad, son los tres regalos que le podemos dar al Niño Jesús en esta Navidad.

La alegría natural que experimentamos estos días debe ir más allá del sentimiento de la época. El Señor nos invita a transformarlo en gozo espiritual que brota de la gratitud de saber que hemos sido sostenidos y acompañados por su presencia este año. Celebrar el nacimiento de Jesús debe trascender el hecho de una simple tradición social; celebrarlo es dar gracias a Dios que es fiel y cumple su palabra «su misericordia llega de generación en generación», porque misericordia es lo que hemos recibido con más abundancia.

Para finalizar, no dejemos pasar desapercibida la extrema humildad que la Sagrada Familia nos enseña con su ejemplo, que faltándoles todo humanamente, lo tenían todo porque tenían al Niño Jesús en el centro de su corazón. ¿Cómo me estoy preparando para recibir al Niño Jesús en la pobreza del pesebre de mi corazón?

La Virgen se revela colaboradora perfecta del proyecto de Dios, y se revela también discípula de su Hijo, en el Magnificat podrá proclamar que “exaltó a los humildes”, porque con esta respuesta suya humilde y generosa ha obtenido la alegría altísima, y también una gloria altísima. Mientras admiramos a nuestra Madre por su respuesta a la llamada y a la misión de Dios, le pedimos a Ella que nos ayude a cada uno de nosotros a acoger el proyecto de Dios en nuestra vida, con humildad sincera y generosidad valiente.
(Homilía de S.S. Francisco, de 201).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Me acercaré al sacramento de la confesión para vivir esta Navidad con un corazón más gozoso y darle este regalo al Niño Jesús.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino! Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia. Ruega por nosotros. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

El Magnificat

La Virgen expresa su inmensa alegría por todo lo que Dios ha hecho en su humilde esclava Lucas 1, 46-56


En aquel tiempo, María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abraham y su descendencia para siempre. María permaneció con Isabel unos tres meses, y se volvió a su casa.



Reflexión


El Evangelio de hoy nos presenta el gran cántico de la Sma. Virgen en su visita a la casa de Santa Isabel: el Magnificat. Expresa su inmensa alegría por todo lo que Dios ha hecho en su humilde esclava.



En el canto, en realidad, María dice pocas cosas nuevas. Casi todas sus frases encuentran numerosos paralelos en los salmos y en otros libros del Antiguo Testamento. Pero - como escribe un teólogo - si las palabras provienen en gran parte del antiguo testamento, la música pertenece ya a la nueva alianza. En las palabras de María estamos leyendo ya un anticipo de las bienaventuranzas y una visión de la salvación que rompe todos los moldes establecidos. En el canto, María dice cosas que deberían hacernos temblar.



El canto es como un espejo del alma de María. Es, sin duda, el mejor retrato de María que tenemos. Su canto es, a la vez, bello y sencillo. Sin alardes literarios, sin grandes imágenes poéticas, sin que en él se diga nada extraordinario. Y sin embargo, ¡qué impresionantes resultan sus palabras!



Es, ante todo, un estallido de alegría. Las cosas de Dios parten del gozo y terminan en el entusiasmo. Dios viene a llenar, no a vaciar. Pero ese gozo no es humano. Viene de Dios y en Dios termina. La alegría de María no es de este mundo. No se alegra de su maternidad humana, sino de ser la madre del Mesías, su Salvador (M. Thurian). No de tener un hijo, sino de que ese hijo sea Dios.



Por eso se sabe llena María, por eso se atreve a profetizar que todos los siglos la llamarán bienaventurada, porque ha sido mirada por Dios. Nunca entenderemos los occidentales lo que es para un oriental “ser mirado por Dios”. Para éste - aún hoy - la santidad la transmiten los santos por medio de su mirada. La mirada de un hombre de Dios es una bendición. ¡Cuánto más si el que mira es Dios!



La cuarta estrofa del himno de María resume su visión de la historia. Y se reduce a una sola idea: el reino de Dios, que su hijo trae, no tiene nada que ver con el reino de este mundo. Y ésta es la parte subversiva del himno que no podemos disimular: para María el signo visible de la venida del Reino de Dios es la humillación de los soberbios, la derrota de los potentados, la exaltación de los humildes y los pobres, el vaciamiento de los ricos.


Estas palabras no deben ser atenuadas: María anuncia lo que su Hijo predicará en las bienaventuranzas: que Él viene a traer un plan de Dios que deberá modificar las estructuras de este mundo de privilegio de los más fuertes y poderosos.



Los pobres y humildes de los que habla María son los que sólo cuentan con Dios en su corazón: los humildes, los que temen a Dios, los que se refugian en él, los que le buscan, los corazones quebrantados y las almas oprimidas. María no habla tanto de clases sociales, sino más bien de clases de almas. ¿Y quién podrá decir de sí mismo que es uno de esos pobres de Dios?



María no habla solamente de la pobreza material o de la pobreza espiritual. Habla de la suma de las dos. Y al mismo tiempo ofrece un programa de reforma de las injusticias de este mundo y de elevación de los ojos al cielo. Son dos partes esenciales de su Magnificat y del evangelio, dos partes inseparables.



María, en el Magnificat, no separa lo que Dios ha unido por medio de su Hijo: los problemas temporales de los celestiales. Su canto es, verdaderamente, un himno revolucionario, pero de una revolución integral. Por eso María puede predicar esa revolución con alegría.



Queridos hermanos, pienso que es necesario que también todos nosotros cantemos con ella, y como ella, atreviéndonos a decir toda la verdad de esa revolución que María anuncia. Esa revolución que hubiera hecho temblar a Herodes y Pilato, si la hubieran oído. Y que debería hacernos sangrar hoy a cuantos, de un modo o de otro, multiplicamos el mensaje de María.



¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.


¡Celebremos auténticamente la Navidad!

Durante estas festividades, ¿estamos dispuestos a compartir sinceramente?

Desde siempre he tenido en mente los días previos a la Navidad, se podría decir que en casa de mis padres existía todo un ritual: debíamos primero guardar la imagen de Cristo Rey que se exhibía en la ventana de nuestra casa junto a las banderas de la ciudad y del Ecuador. Luego empezábamos a desempolvar todos los cartones con los arreglos navideños, con el árbol y las luces incluidas. Entretanto mis hermanos y yo nos disponíamos a pasar un fin de semana en familia con este “proyecto” liderado por mi papá a cargo del árbol de Navidad y mi mamá del Nacimiento. Era realmente un tiempo pedagógico, desarrollábamos habilidades de paciencia, organización, colaboración y apreciación estética por decirlo menos… porque debía quedar hermosa la escena de Belén.

Un tiempo para guardar en el corazón

¿Qué es lo que más recuerdo y aprecio de esas épocas? Pues indudablemente estar junto a mi padre, imitando sus movimientos y esmeros por enderezar el árbol y reemplazar cada foquito quemado o flojo de la guirnalda de luces. Realmente eran horas de trabajo, con mucho polvo y calor incluido, pero estábamos felices en familia, con nuestros hermanos y a veces hasta con los vecinos. Lo mismo pasaba con mamá y su compra del musgo para el nacimiento (que hoy lo considerarían antiecológico). Cómo penetraba por la nariz ese olor de humedad que anunciaba que llegaban las fiestas de Navidad, que coincidía con las primeras lluvias y los primeros brotes de los guayacanes.

No había espacio para la discordia, a lo sumo opiniones diversas sobre el lugar donde armaríamos el árbol, que se difuminaban en la alegría al comprar un nuevo juego de luces, ¡todo era tan sencillo! Días después se pensaba en la cena navideña, en cómo presentar al Niño en la Misa de Gallo y qué regalo recibiríamos de la carta al Niño Dios.

¿Y el espíritu navideño?

Nada más distante a lo que vemos, escuchamos y sentimos hoy en las proximidades de las fiestas. No es solo que ya nadie habla de Cristo Rey, sino que hasta tenemos que soportar los monstruos y fantasmas de Halloween, en medio de un sincretismo comercial-religioso que anticipa la decoración navideña y confunde especialmente a los niños que ya no alcanzan a distinguir su significado.

Este escenario se complica cuando las ofertas de Black Friday invaden los medios de comunicación y no permiten apreciar el verdadero carácter de esta celebración religiosa. No podemos darnos el lujo de desperdiciar un tiempo tan hermoso para hablar, abrazar, cantar y sonreír junto a nuestra familia. No nos inundemos de cintas de colores y papel de regalo, que acaban en la basura o de juguetes tan diversos y costosos, que a la semana termina novedad.

De la misma manera echamos nuestros sentimientos y vivencias familiares, al tacho de basura. No recordamos el regalo de amor que nos hace Jesús (sin entrar en detalles teológicos), basta con comprobar la paz y el amor que se respira en los hogares cuando viven de corazón la Navidad. Este es un tiempo de preguntarnos si lo estamos aprovechando o no, no por falsa piedad ni folclor, sino por nuestra familia y la oportunidad de amarnos nuevamente en la sencillez del Niño que se nos regala.


ES HABITUAL QUE JORGE BERGOGLIO VISITE A SU PREDECESOR EN FECHAS SEÑALADAS

Francisco visita a Benedicto XVI y le felicita la Navidad

El Papa se desplazó hasta la residencia 'Mater Ecclesiae' donde vive el Papa emérito

José Manuel Vidal, 21 de diciembre de 2018 a las 20:28

Francisco visita a Benedicto XVI

El Vaticano explicó que el papa se acercó a la residencia a las 18.15 horas locales (17.15 GMT) para conversar con Joseph Ratzinger, de 91 años

El papa Francisco visitó hoy al pontífice emérito Benedicto XVI en la residencia donde se aloja, la "Mater Ecclesiae", ubicada en los Jardines Vaticanos, para felicitarle la Navidad, informó la oficina de prensa de la Santa Sede en un comunicado.

Es habitual que Jorge Bergoglio visite a su predecesor, que vive en esta residencia desde su renuncia en febrero de 2013, para felicitarle fechas señaladas para la Iglesia católica como la Navidad o la Semana Santa.

Precisamente hoy, Francisco recibió a los empleados del Vaticano con ocasión de los saludos natalicios y les animó a ayudar a los demás y a huir de las habladurías.

Momentos antes, Bergoglio ofreció un duro discurso ante la Curia para la tradicional felicitación de las fiestas navideñas y aseguró que "la Iglesia nunca más encubrirá o subestimará" los casos de abusos sexuales a menores por parte del clero y que "no se cansará de llevar a los abusadores a la Justicia".


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