Moisés y Elías... hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén

Transfiguración de Jesús

Fiesta Litúrgica, 6 de agosto

Nuestro Señor mostró su gloria a tres de sus apóstoles en el monte Tabor

Narra el santo Evangelio (Lc. 9, Mc. 6, Mt. 10) que unas semanas antes de su Pasión y Muerte, subió Jesús a un monte a orar, llevando consigo a sus tres discípulos predilectos, Pedro, Santiago y Juan. Y mientras oraba, su cuerpo se transfiguró. Sus vestidos se volvieron más blancos que la nieve,y su rostro más resplandeciente que el sol. Y se aparecieron Moisés y Elías y hablaban con El acerca de lo que le iba a suceder próximamente en Jerusalén.

Pedro, muy emocionado exclamó: -Señor, si te parece, hacemos aquí tres campamentos, uno para Ti, otro para Moisés y otro para Elías.

Pero en seguida los envolvió una nube y se oyó una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo".

El Señor llevó consigo a los tres apóstoles que más le demostraban su amor y su fidelidad. Pedro que era el que más trabajaba por Jesús; Juan, el que tenía el alma más pura y más sin pecado; Santiago, el más atrevido y arriesgado en declararse amigo del Señor, y que sería el primer apóstol en derramar su sangre por nuestra religión. Jesús no invitó a todos los apóstoles, por no llevar a Judas, que no se merecía esta visión. Los que viven en pecado no reciben muchos favores que Dios concede a los que le permanecen fieles.

Se celebra un momento muy especial de la vida de Jesús: cuando mostró su gloria a tres de sus apóstoles. Nos dejó un ejemplo sensible de la gloria que nos espera en el cielo.

Un poco de historia

Jesús se transfiguró en el monte Tabor, que se se encuentra en la Baja Galilea, a 588 metros sobre el nivel del mar.

Este acontecimiento tuvo lugar, aproximadamente, un año antes de la Pasión de Cristo. Jesús invitó a su Transfiguración Pedro, Santiago y Juan. A ellos les dio este regalo, este don.

Ésta tuvo lugar mientras Jesús oraba, porque en la oración es cuando Dios se hace presente. Los apóstoles vieron a Jesús con un resplandor que casi no se puede describir con palabras: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos eran resplandecientes como la luz.

Pedro quería hacer tres tiendas para quedarse ahí. No le hacía falta nada, pues estaba plenamente feliz, gozando un anticipo del cielo. Estaba en presencia de Dios, viéndolo como era y él hubiera querido quedarse ahí para siempre.

Los personajes que hablaban con Jesús eran Moisés y Elías. Moisés fue el que recibió la Ley de Dios en el Sinaí para el pueblo de Israel. Representa a la Ley. Elías, por su parte, es el padre de los profetas. Moisés y Elías son, por tanto, los representantes de la ley y de los profetas, respectivamente, que vienen a dar testimonio de Jesús, quien es el cumplimiento de todo lo que dicen la ley y los profetas.

Ellos hablaban de la muerte de Jesús, porque hablar de la muerte de Jesús es hablar de su amor, es hablar de la salvación de todos los hombres. Precisamente, Jesús transfigurado significa amor y salvación.

Seis días antes del día de la Transfiguración, Jesús les había hablado acerca de su Pasión, Muerte y Resurrección, pero ellos no habían entendido a qué se refería. Les había dicho, también, que algunos de los apóstoles verían la gloria de Dios antes de morir.

Pedro, Santiago y Juan experimentaron lo que es el Cielo. Después de ellos, Dios ha escogido a otros santos para que compartieran esta experiencia antes de morir: Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Santa Teresita del Niño Jesús y San Pablo, entre otros. Todos ellos gozaron de gracias especiales que Dios quiso darles y su testimonio nos sirve para proporcionarnos una pequeña idea de lo maravilloso que es el Cielo.

Santa Teresita explicaba que es sentirse “como un pajarillo que contempla la luz del Sol, sin que su luz lo lastime.”

¿Qué nos enseña este acontecimiento?

Nos enseña a seguir adelante aquí en la tierra aunque tengamos que sufrir, con la esperanza de que Él nos espera con su gloria en el Cielo y que vale la pena cualquier sufrimiento por alcanzarlo.

A entender que el sufrimiento, cuando se ofrece a Dios, se convierte en sacrificio y así, éste tiene el poder de salvar a las almas. Jesús sufrió y así se desprendió de su vida para salvarnos a todos los hombres.
A valorar la oración, ya que Jesús constantemente oraba con el Padre.

A entender que el Cielo es algo que hay que ganar con los detalles de la vida de todos los días.

A vivir el mandamiento que Él nos dejó: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.

Habrá un juicio final que se basará en el amor, es decir, en cuánto hayamos amado o dejado de amar a los demás.

Dios da su gracia a través de la oración y los sacramentos. Su gracia puede suplir todas nuestras debilidades.

Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan

Santo Evangelio según san Lucas 9, 28-36. Martes XVIII del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria(para ponerme en presencia de Dios)

Jesús, gracias por regalarme este tiempo contigo. Gracias por escogerme y amarme tanto. María, que quieres tanto a Jesús y a mí, hazme un poco más como tú, un reflejo del amor de Dios para quien encuentre.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 9, 28-36

En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban del éxodo que Jesús debía realizar en Jerusalén.

Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban, Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.

No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos, al verse envueltos por la nube, se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo.

Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Imagina que la persona que más admiras te invita de sorpresa a cenar. No será nada formal, sólo tú y él, para platicar y estar juntos. Tienes libertad para preguntar lo que quieras. ¿Qué sentirías? ¿Qué le contarías?

La oración es algo así. Jesús, el hijo de Dios, Dios mismo, puro amor todopoderoso, nos invita a estar con Él en un clima de confianza, de intimidad, de dejar todo y poder ser tú mismo. Por eso dice el Evangelio de hoy que Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan. Se hizo acompañar... les pidió que fueran con Él, porque quería estar con ellos. De la misma manera, Él quiere estar contigo hoy, y revelarte, como a los apóstoles aquel día, quién es Él y quiénes son ellos: Este es mi Hijo, mi escogido.

«Subamos también al monte con Jesús. ¿Pero en qué modo? Con la oración. Subamos al monte con la oración: la oración silenciosa, la oración del corazón, la oración siempre buscando al Señor. Permanezcamos algún momento en recogimiento, cada día un poquito, fijemos la mirada interior en su rostro y dejemos que su luz nos invada y se irradie en nuestra vida. En efecto el Evangelista Lucas insiste en el hecho que Jesús se transfiguró “mientras oraba”. Se había sumergido en un coloquio íntimo con el Padre, en el que resonaban también la Ley y los profetas —Moisés y Elías— y mientras se adhería con todo su ser a la voluntad de salvación del Padre, incluida la cruz, la gloria de Dios lo invadió transparentándose también externamente. Es así, hermanos y hermanas: Cuántas veces hemos encontrado personas que iluminan, que emanan luz de los ojos, que tienen una mirada luminosa. Rezan, y la oración hace esto: nos hace luminosos con la luz del Espíritu Santo».

(Ángelus de S.S. Francisco, 17 de marzo de 2019).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hoy voy a visitar a Jesús en la Eucaristía para estar con Él en silencio, en oración unos minutos, para dejar que mi corazón se transfigure por su amor.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Ha visto usted a Dios alguna vez?

¿Usted cree en Dios? ¿Lo ha visto alguna vez? -Claro que sí, yo he visto a Dios; no en sí mismo, sino en sus obras. 

El catedrático e investigador francés, Michel Eugéne Chevreul, fue un hombre que gozó de gran prestigio en Francia y en otros países europeos por sus descubrimientos científicos y eruditos conocimientos. Cuando contaba con más de noventa años, al concluir una conferencia ante un grupo de universitarios en la que había hecho mención de la existencia de Dios, tuvo que escuchar una pregunta que le dirigió -con cierta sorna- un joven incrédulo:

-¿Usted cree en Dios? ¿Lo ha visto alguna vez?

-Claro que sí, yo he visto a Dios; no en sí mismo, porque es puro espíritu, sino en sus obras. En efecto, yo he visto su omnipotencia en la magnitud de los astros y en su rápido movimiento. He visto su inteligencia y sabiduría en el orden admirable que reina en el universo. He visto su bondad infinita en los innumerables beneficios de que me ha colmado. ¿Usted no ha visto todo eso? ¿No ve al pintor divino en el magnífico cuadro de la Creación? ¿No ve al artista en su obra?

Parecida respuesta le daba un sabio árabe del desierto a un misionero:

-Creo en Dios. Cuando percibo las huellas de unos pasos en la arena, me digo: alguien ha pasado por aquí. De la misma manera, cuando veo las maravillas de la naturaleza, me digo: una gran inteligencia ha pasado por aquí, y esa inteligencia infinita es Dios”.

El Cardenal Albino Luciani, futuro Papa Juan Pablo I, en su ameno libro Ilustrísimos Señores, cuestionaba sobre si se suprimiera a Dios de la civilización, ¿qué es lo que quedaba? ¿en qué se convierten los hombres? Y recordaba aquel pensamiento del filósofo y jurista, el Barón de Montesquieu, quien tenía la convicción de que sin una sólida fe difícilmente se sostiene una norma moral: “El hombre sin religión es un animal salvaje, que no siente su fuerza sino cuando muerde y devora”. Todavía resulta más fuerte, la frase atribuida a Napoleón: “Sin religión, los hombres se degollarían por cualquier insignificancia”.

Algo semejante expresa uno de los personajes de la célebre novela del escritor ruso Fiódor M. Dostoievski, Los Hermanos Karamazov, cuando se planteaba: “Si Dios no existe, todo está permitido”. En efecto, si falta el apoyo de un sentido profundo de la existencia humana, se pierde el Norte, se desarticula toda norma moral; y ya nadie se preocupa de tener que dar cuenta de nada a nadie. Es “el lobo estepario” de Herman Hesse.

A lo largo de los siglos, el ser humano ha experimentado un hondo anhelo de encontrarse con la Trascendencia y, con frecuencia, en el ocaso de su vida, percibe interiormente una creciente sed de Dios. Esto lo expresa magistralmente el poeta de Castilla, Antonio Machado, con sus versos: “Yo voy soñando caminos / de la tarde. ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!... / ¿Adónde el camino irá? / Yo voy cantando, viajero, / a lo largo del sendero… / -la tarde cayendo está-.“ En forma más dramática lo expresa en los últimos versos de este poema: “Así voy yo, borracho melancólico, / guitarrista lunático, poeta, / y pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla” (“En una tarde cenicienta y mustia”).

Lo cierto es que si observamos con detenimiento el universo entero tanto en su macrocosmos como en su microcosmos; la naturaleza misma con sus variadísimas plantas y animales marinos y terrestres; ya sean pequeños o grandes, desde el bello y majestuoso vuelo de un águila sobre las altas cumbres de las montañas hasta el ágil y gracioso colibrí en un florido jardín, concluimos que todo es producto de una Inteligencia creadora, de un Ser Supremo que puso orden y concierto en todo lo que miramos y palpamos. Llegamos entonces a considerar que la Creación no es sino una admirable y maravillosa manifestación del poder y la bondad de Dios hacia los hombres. 

La Transfiguración de Jesús

En el diálogo con el Señor es donde descubrimos el sentido último de cuanto vivimos y somos.

Reflexionando sobre el evangelio del próximo domingo segundo del tiempo de cuaresma, uno piensa lo hermoso que sería para Pedro, Santiago y Juan, acompañar a Jesús al monte Tabor de Israel situado junto a Nazaret, para ser testigos de su transfiguración y poder escuchar la voz del Padre.

Sin embargo al mismo tiempo, no se me escapa la dificultad que a veces tenemos los cristianos para estar al lado de Jesús tanto en las alegrías como en el sufrimiento. Lo duro que nos resulta subir al monte como Abraham, para sacrificar al “Isaac” de nuestros días repleto de placeres y egoísmos.

Jesús iluminó su camino de abandono y soledad, dialogando con el Padre que le proclama como su Hijo amado, con el que siempre compartió la existencia divina y que había sido anunciado como Salvador por los profetas.

Posiblemente no fuera éste, un encuentro aparentemente espectacular ni milagroso, aunque sí, una experiencia profundamente veraz: “Este es mi Hijo amado”, nos dice Marcos (9,2). El Padre sella con su presencia luminosa el camino de su Hijo, el camino de la cruz, el camino de la luz y de la esperanza.

Para estos tres discípulos que se les otorga el privilegio de una experiencia singular y que presencian el acto, el misterio de la persona de Jesús se les desvela por un momento.

El candor deslumbrante de sus vestidos hablan por si mismos de su gloria. Las figuras de Moisés y Elías conversando con Él, indican que la ley y las profecías se cumplen, siendo el Mesías esperado que colma todas las promesas y esperanzas al tiempo que el testimonio del propio Dios confirma y culmina la revelación: Es su Hijo amado (Mc. 1, 11. 12,6).

Todo esto es un significado de que la peregrinación continuaba y el camino volvía a oscurecerse para los discípulos. No obstante el recorrido ya no resultaba tan penoso al no olvidar ese destello de luz que habían recibido en la cima del monte y que les invitaba a escuchar al Maestro, aún cuando sus palabras sonaran a cruz y a sufrimiento.

A esta experiencia singular le sigue la imposición de silencio por parte de Jesús con un límite determinado: la Resurrección del Hijo del Hombre. La razón parece evidente. Solo a la luz de la resurrección será posible comprender la transfiguración en todo su alcance.

Y estoy convencido de que también ahora Jesús nos llama para ir con El al Tabor y allí en la altura, entablar un diálogo con los grandes orantes de la historia, Moisés y Elías; un diálogo en el que debemos encontrar nuestra iluminación, nuestro aliento y la fuerza para afrontar los retos de nuestra existencia cotidiana; porque es ahí en el diálogo con el Señor, donde descubrimos el sentido último de cuanto vivimos y somos.

Pero no podemos quedarnos siempre en el Tabor, hemos de bajar, hemos de afrontar la vida con los demás, hemos de transformar nuestra condición humana sin separarnos de los otros; hemos de entregar el amor sin esperar nada a cambio.

Los apóstoles guardaron el secreto y nosotros también en “secreto” hemos de trabajar con Jesús para vivir y resucitar con El; si no que sentido o finalidad tendría la “travesía” de nuestra vida por este mundo en el seguimiento de Cristo, en medio de pruebas y tentaciones.

Es cierto que los cristianos vivimos momentos de oscuridad, de incertidumbre, de incomprensión. Necesitamos un Tabor para escuchar la Palabra de Dios que nos hable directamente a nuestros corazones, porque ésta es la historia del amor de Dios hecha verdad y vida y porque sabemos que sino oramos, difícilmente podremos renovar nuestro compromiso con el Evangelio.

Así las cosas cabría preguntarnos si ponemos más el acento en el desierto-tentación o en el Tabor-elevación. Si cuidamos nuestro proceso orante, de escucha; si luchamos por sacar la oración de la monotonía o si de verdad nos preocupamos por entender los signos de cercanía de aquellas personas que llegan a nuestra vida.

Por todo ello, hemos de meditar sobre cuánto nos queda a los seguidores de Jesús para seguirle y transformar nuestras vidas, aquí en nuestro pequeño mundo; junto a los que sufren, junto a los millones de hermanos que mueren de hambre y de enfermedad en países del mal llamado “tercer mundo”; junto a los que son asesinados vilmente; junto a los deprimidos, marginados, enfermos de sida, junto a…tantas necesidades humanas.

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