“La Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre.”

 

Evangelio según San Mateo 9,27-31.

Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: "Ten piedad de nosotros, Hijo de David". Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron y él les preguntó: "¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?". Ellos le respondieron: "Sí, Señor". Jesús les tocó los ojos, diciendo: "Que suceda como ustedes han creído". Y se les abrieron sus ojos. Entonces Jesús los conminó: "¡Cuidado! Que nadie lo sepa". Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región. 

San Máximo de Turín (¿- c.420), obispo de Turin. Homilía sobre el salmo 14; PL 57, 361-364)

“La Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre.” (Jn 1,9)

El día que hizo el Señor (cf Sal 118,24) penetra todo, contiene todo, abarca a la vez cielo y tierra y abismos. Cristo, la luz verdadera no se detiene ante los muros ni se quebranta por los elementos, ni se oscurece ante las tinieblas. La luz de Cristo es día sin ocaso, día sin fin; por todas partes resplandece, por todas partes penetra, en todas partes permanece. Cristo es el día, según el apóstol:

“La noche está muy avanzada y el día se acerca.” (Rm 13,12) La noche está avanzada, dice, precede el día. Comprended aquí que desde que la luz de Cristo aparece, las tinieblas del diablo se dispersan y la noche del pecado se desvanece; el esplendor eterno echa fuera las sombras pasadas y cesa el progreso maléfico del mal. 

La Escritura afirma que la luz de Cristo ilumina el cielo, la tierra y los abismos. Brilla sobre la tierra: “El es la luz verdadera que ilumina a todo hombre.” (Jn 1,9) Brilla en los abismos: “A los que habitan en tierra de sombras una luz les ha brillado.” (cf Is 9,1) Y en los cielos, permanece la luz de este día, como lo dice David: “Su linaje será eterno; su trono como el sol en mi presencia.” (Sal 89,37)

San Felipe Rinaldi

Beato Felipe Rinaldi, religioso presbíter

En Turín, en Italia, beato Felipe Rinaldi, presbítero de la Sociedad de San Francisco de Sales, que trabajó por propagar la fe en tierras de misión.

Insensible ante un milagro efectuado en el pueblo por Don Bosco, que fue a buscarle cuando ya tenía 18 años, siguió negándose a reconsiderar la opción del sacerdocio. Era el octavo y penúltimo hijo de los campesinos Cristóbolo Rinaldi y Antonia Brezza, quien oró de manera insistente por su vocación, al punto que Felipe quedó profundamente conmovido por este gesto de su madre; parece que fue lo único que logró tocar su fibra más sensible en esta época. A los 20 años se hallaba en vías de contraer matrimonio, pero en cuanto Don Bosco supo la noticia, rápidamente acudió a Lu con la esperanza de llevárselo consigo. Esta gracia tan orada por él y por la fiel Antonia se materializó a finales de 1877. Entonces Felipe se integró en el centro dedicado para vocaciones en edades similares a la suya en Sampierdarena, al frente del cual se hallaba Pablo Albera. Con gran dedicación y sacrificio cursó los estudios que debió haber afrontado en su momento, y en 1880 en San Benito Canavés, donde había realizado el noviciado, emitió los votos, pero todavía sin ánimo de ser sacerdote. Contra su costumbre, porque solía respetar la libertad de los jóvenes, Don Bosco instó a Felipe a iniciar el camino que le llevaría al sacerdocio, y éste le obedeció. Fue ordenado en diciembre de 1882 en la catedral de Ivrea. Agradecido y dichoso por las bendiciones que recibía al lado del Fundador, cuando éste le preguntaba que si era feliz, respondía: «Sí, si estoy con usted, de otra forma no sé qué sería de mí». Pocos días antes de producirse el deceso de su santo fundador, Felipe acudió a confesarse con él. Y Don Bosco, ya casi sin fuerzas, antes de absolverle le dijo:«Meditación», apuntando seguramente a lo que debería tomar como consigna de su misión. La primera que le encomendaron fue dirigir el centro para vocaciones tardías de Mathi, responsabilidad que le abrumó, pero acogió solícito. Contribuyó al notable incremento de estudiantes que hubo en poco tiempo. Esta fecundidad se haría patente en Sarriá, España, donde Don Rua lo envió en 1899 como superior de la comunidad, y luego en Portugal, de forma que a Felipe se le considera impulsor de la obra salesiana en estos países. A él se debe el nacimiento del instituto secular de las Voluntarias de Don Bosco, a las que recordaba: «¿Qué tenéis que hacer para tener vida? Ante todo, rezad para sentiros animadas todos los días y llevar la cruz que el Señor os ha asignado; es lo primero que tenéis que hacer. Además, haced bien cada uno de vuestros quehaceres, los propios de vuestro estado, como Dios quiere, en vuestra condición; y esto según el espíritu del Señor y de Don Bosco». 

Fue designado vicario general en 1901, y rector mayor en 1922. Suceder a Don Rua, fallecido inesperadamente, para regir el acontecer de los salesianos, alta misión para la que fue elegido ese año, fue un hecho que le sorprendió y que acogió con sencillez y humildad: «Esta elección es embarazosa tanto para vosotros como para mí. Quizá Nuestro Señor quiere humillar la Congregación o Nuestra Señora quiere mostrar que, con nosotros, es Ella la que está haciéndolo todo. Sin embargo, es algo sumamente embarazoso para mí. Por favor, orad al buen Señor para que yo no destruya lo que Don Bosco y sus sucesores han construido». Era un hombre de oración, piadoso, devoto de María Auxiliadora, abierto a las necesidades de su tiempo y fidelísimo al carisma del fundador. Tuvo gran visión y dotes de iniciativa. Extendió notablemente la obra de Don Bosco poniendo en marcha centros formativos dirigidos también a la mujer. Impulsó los estudios de los jóvenes salesianos, en los que se incluía el estudio de las lenguas para ayuda de la evangelización, y tuteló la vida espiritual de todos de forma magistral. Fundó el Instituto Misionero Salesiano Cagliero en Ivrea, ayudó y acompañó a los Cooperadores, instituyó la federación de alumnos y realizó viajes apostólicos por distintos puntos de Europa. En un momento dado solicitó al papa Pío XI la concesión de «indulgencias por el trabajo santificado». Al hablar del beato Rinaldi frecuentemente se resaltan las palabras del P. Francesia: «Lo único que le falta al Padre Rinaldi es la voz de Don Bosco: tiene todo lo demás». El 5 de diciembre de 1931 mientras leía la vida de Don Miguel Rúa, falleció en Turín. Fue beatificado por Juan Pablo II el 29 de abril de 1990.

5 de diciembre 2014 Viernes Y Adviento Is 20, 17-24

En este camino que estamos haciendo para celebrar el gran don que Dios está con los hombres, es necesario que nos vamos preparando para ser capaces de poder vivir la transformación de nuestra vida, de la realidad que nos rodea. Isaías nos lo dice: "Dentro de poco tiempo, muy poco tiempo, Líbano se convertirá en un jardín, y los jardines parecerán bosques. Ese día los sordos oirán leer las palabras del libro, los ojos de los ciegos pasarán de la oscuridad a la luz "¿Qué tengo que hacer para prepararme para este estallido de vida? Ábreme los ojos de la fe, Señor; que sepa ver tu obra en los demás y en mí.




Todos los Santos

Y alaba a los "santos escondicos
El Papa denuncia a los "cristianos de apariencia"
"Piensa, hombre, qué será de ti: comida para gusanos"

Redacción, 04 de diciembre de 2014 a las 16:36

Nosotros somos todos pecadores, somos débiles pero si ponemos la esperanza en Él podremos ir adelante

(RV).-Hay tantos santos escondidos, hombres, mujeres, padres y madres de familia, enfermos, sacerdotes, que ponen en práctica todos los días el amor de Jesús y esto da esperanza: es cuanto dijo el Papa Franciscoen su homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta.

Es verdaderamente cristiano quien pone en práctica la Palabra de Dios. No basta decir que se tiene fe. Al comentar el Evangelio sobre la casa construida sobre la roca o sobre la arena, Francisco invitó a no ser "cristianos de apariencia", cristianos disfrazados, porque apenas cae un poco de lluvia el truco desaparece. Non basta - dijo el Papa - pertenecer a una familia muy católica o a una asociación o ser un benefactor, si no se sigue después la voluntad de Dios.

"Tantos cristianos de apariencias" - observó el Santo Padre - "caen ante las primeras tentaciones", porque "no hay sustancia allí", han construido sobre la arena. En cambio, hay tantos santos "en el pueblo de Dios - no necesariamente canonizados, sino santos - tantos hombres y mujeres" que "ponen en práctica el amor de Jesús. Tantos". Que han construido su casa sobre la roca, que es Cristo:

"Pensemos en los más pequeños, eh. En los enfermos que ofrecen sus sufrimientos por la Iglesia, por los demás. Pensemos en tantos ancianos solos, que rezan y ofrecen. Pensemos en tantas madres y padres de familia que llevan adelante con tanta fatiga su familia, la educación de los hijos, el trabajo cotidiano, los problemas, pero siempre con la esperanza en Jesús, que no se pavonean, sino que hacen lo que pueden".

¡Son los "santos de la vida cotidiana!", exclamó el Papa:

"Pensemos en tantos sacerdotes que no se hacen ver pero que trabajan en sus parroquias con tanto amor: la catequesis a los niños, la atención a los ancianos, a los enfermos, la preparación a los recién casados... Y todos los días lo mismo, lo mismo, lo mismo. No se aburren porque en su fundamento está la roca. Es Jesús, esto es lo que da santidad a la Iglesia, ¡esto es lo que da esperanza!".

Francisco afirmó además que "debemos pensar mucho en la santidad escondida que existe en la Iglesia". "Cristianos que permanecen en Jesús. Pecadores, ¡eh! Todos lo somos. Y también a veces alguno de estos cristianos comete algún pecado grave, pero se arrepienten, piden perdón, y esto es grande: la capacidad de pedir perdón, de no confundir pecado con virtud, de saber bien dónde está la virtud y dónde está el pecado. Estos están fundados sobre la roca y la roca es Cristo. Siguen el camino de Jesús, lo siguen a Él".

"Los soberbios, los vanidosos, los cristianos de apariencia - subrayó el Papa Bergoglio - serán derribados, humillados", mientras "los pobres serán aquellos que triunfarán, los pobres de espíritu, los que ante Dios se sienten una nada, los humildes, y llevan adelante la salvación poniendo en práctica la Palabra del Señor".

"Hoy estamos, mañana no estaremos" - dijo el Papa citando a San Bernardo: "Piensa, hombre, qué será de ti: comida para gusanos". "Nos comerán los gusanos, a todos" - recordó el Papa - y "si no tenemos esta roca, terminaremos aplastados":

"En este tiempo de preparación a la Navidad pidamos al Señor que estemos fundados firmemente en la roca que es Él. Nuestra esperanza es Él. Nosotros somos todos pecadores, somos débiles pero si ponemos la esperanza en Él podremos ir adelante. Y ésta es la alegría de un cristiano: saber que en Él está la esperanza, está el perdón, está la paz, está la alegría. Y no poner nuestra esperanza en cosas que hoy están y mañana no estarán".

I VIERNES DE ADVIENTO  - (Is 29, 17-24; Sal 26; Mt 9, 27-31)
LA LÁMPARA PARA EL CAMINO

Cuando se desea emprender un camino largo, lo prudente es llevar un equipaje que ayude a resolver la posible intemperie; una de las cosas más útiles, si se ha de andar de noche o por lugares oscuros, es una lámpara o una linterna. El evangelio ofrece copiosos ejemplos relacionados con la luz, y demuestra lo necesario que es el aceite para alimentar la lámpara; proveerse de él es prudencia y sensatez. Los textos evangélicos unen luz con ceguera, y ceguera con fe. De tal forma que se advierte en qué consiste, en verdad, poseer capacidad visual o permanecer ciego, que es creer o carecer de fe. Jesús será quien nos abra los ojos y cure nuestras cegueras con el don precioso del aceite en nuestras lámparas, con el don de la fe.

“Aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos” (Is 29, 18).

“El Señor es mi luz y mi salvación” (Sal 26)

-“«Que os suceda conforme a vuestra fe» Y se les abrieron los ojos” (Mt 9, ).

LA FE

Santa Teresa nos enseña, que si no hay fe, no hay luz. Si no hay luz, es posible tropezar y errar en el camino. “Aquí, como he dicho, obra el amor y la fe” (Los “Conceptos del Amor de Dios” 3, 3)

“En vuestra mano encendida,
tened siempre una candela,
y estad con el velo en vela,
las renes muy bien ceñidas.
No estéis siempre amodorrida,
catad que peligraréis;
por eso, no os descuidéis.
Tened olio en la aceitera,
de obras y merecer,
para poder proveer,
la lámpara, que no se muera.
Porque quedaréis de fuera,
si entonces no lo tenéis;
por eso, no os descuidéis” (Poesías 25).

Queridas consagradas y queridos consagrados

Carta Apostólica a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida Consagrada (21 de noviembre de 2014).

Por: Papa Francisco | Fuente: w2.vatican.va

Queridas consagradas y queridos consagrados

Os escribo como Sucesor de Pedro, a quien el Señor Jesús confió la tarea de confirmar a sus hermanos en la fe (cf.Lc 22,32), y me dirijo a vosotros como hermano vuestro, consagrado a Dios como vosotros.

Demos gracias juntos al Padre, que nos ha llamado a seguir a Jesús en plena adhesión a su Evangelio y en el servicio de la Iglesia, y que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo que nos da alegría y nos hace testimoniar al mundo su amor y su misericordia. He decidido convocar un Año de la Vida Consagrada haciéndome eco del sentir de muchos y de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, con motivo del 50 aniversario de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, que en el capítulo sexto trata de los religiosos, así como del Decreto Perfectae caritatis sobre la renovación de la vida religiosa. Dicho Año comenzará el próximo 30 de noviembre, primer Domingo de Adviento, y terminará con la fiesta de la Presentación del Señor, el 2 de febrero de 2016. Después de escuchar a la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, he indicado como objetivos para este Año los mismos que san Juan Pablo II propuso a la Iglesia a comienzos del tercer milenio, retomando en cierto modo lo que ya había dicho en la Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: «Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir. Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (n. 110).

I . Objetivos para el Año de la Vida Consagrada.

1. El primer objetivo es mirar al pasado con gratitud. Cada Instituto viene de una rica historia carismática. En sus orígenes se hace presente la acción de Dios que, en su Espíritu, llama a algunas personas a seguir de cerca a Cristo, para traducir el Evangelio en una particular forma de vida, a leer con los ojos de la fe los signos de los tiempos, a responder creativamente a las necesidades de la Iglesia. La experiencia de los comienzos ha ido después creciendo y desarrollándose, incorporando otros miembros en nuevos contextos geográficos y culturales, dando vida a nuevos modos de actuar el carisma, a nuevas iniciativas y formas de caridad apostólica. Es como la semilla que se convierte en un árbol que expande sus ramas.

Es oportuno que cada familia carismática recuerde este Año sus inicios y su desarrollo histórico, para dar gracias a Dios, que ha dado a la Iglesia tantos dones, que la embellecen y la preparan para toda obra buena (cf. Lumen gentium, 12).

Poner atención en la propia historia es indispensable para mantener viva la identidad y fortalecer la unidad de la familia y el sentido de pertenencia de sus miembros. No se trata de hacer arqueología o cultivar inútiles nostalgias, sino de recorrer el camino de las generaciones pasadas para redescubrir en él la chispa inspiradora, los ideales, los proyectos, los valores que las han impulsado, partiendo de los fundadores y fundadoras y de las primeras comunidades. También es una manera de tomar conciencia de cómo se ha vivido el carisma a través de los tiempos, la creatividad que ha desplegado, las dificultades que ha debido afrontar y cómo fueron superadas. Se podrán descubrir incoherencias, fruto de la debilidad humana, y a veces hasta el olvido de algunos aspectos esenciales del carisma. Todo es instructivo y se convierte a la vez en una llamada a la conversión. Recorrer la propia historia es alabar a Dios y darle gracias por todos sus dones. Le damos gracias de manera especial por estos últimos 50 años desde el Concilio Vaticano II, que ha representado un «soplo» del Espíritu Santo para toda la Iglesia. Gracias a él, la vida consagrada ha puesto en marcha un fructífero proceso de renovación, con sus luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia, marcado por la presencia del Espíritu. Que este Año de la Vida Consagrada sea también una ocasión para confesar con humildad, y a la vez con gran confianza en el Dios amor (cf. 1 Jn 4,8), la propia fragilidad, y para vivirlo como una experiencia del amor misericordioso del Señor; una ocasión para proclamar al mundo con entusiasmo y dar testimonio con gozo de la santidad y vitalidad que hay en la mayor parte de los que han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada.

2. Este Año nos llama también a vivir el presente con pasión. La memoria agradecida del pasado nos impulsa, escuchando atentamente lo que el Espíritu dice a la Iglesia de hoy, a poner en práctica de manera cada vez más profunda los aspectos constitutivos de nuestra vida consagrada. Desde los comienzos del primer monacato, hasta las actuales «nuevas comunidades», toda forma de vida consagrada ha nacido de la llamada del Espíritu a seguir a Cristo como se enseña en el Evangelio (cf. Perfectae caritatis, 2). Para los fundadores y fundadoras, la regla en absoluto ha sido el Evangelio, cualquier otra norma quería ser únicamente una expresión del Evangelio y un instrumento para vivirlo en plenitud. Su ideal era Cristo, unirse a él totalmente, hasta poder decir con Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21); los votos tenían sentido sólo para realizar este amor apasionado. La pregunta que hemos de plantearnos en este Año es si, y cómo, nos dejamos interpelar por el Evangelio; si este es realmente el vademecum para la vida cotidiana y para las opciones que estamos llamados a tomar. El Evangelio es exigente y requiere ser vivido con radicalidad y sinceridad. No basta leerlo (aunque la lectura y el estudio siguen siendo de extrema importancia), no es suficiente meditarlo (y lo hacemos con alegría todos los días). Jesús nos pide ponerlo en práctica, vivir sus palabras.

Jesús, hemos de preguntarnos aún, ¿es realmente el primero y único amor, como nos hemos propuesto cuando profesamos nuestros votos? Sólo si es así, podemos y debemos amar en la verdad y la misericordia a toda persona que encontramos en nuestro camino, porque habremos aprendido de él lo que es el amor y cómo amar: sabremos amar porque tendremos su mismo corazón. Nuestros fundadores y fundadoras han sentido en sí la compasión que embargaba a Jesús al ver a la multitud como ovejas extraviadas, sin pastor. Así como Jesús, movido por esta compasión, ofreció su palabra, curó a los enfermos, dio pan para comer, entregó su propia vida, así también los fundadores se han puesto al servicio de la humanidad allá donde el Espíritu les enviaba, y de las más diversas maneras: la intercesión, la predicación del Evangelio, la catequesis, la educación, el servicio a los pobres, a los enfermos...

La fantasía de la caridad no ha conocido límites y ha sido capaz de abrir innumerables sendas para llevar el aliento del Evangelio a las culturas y a los más diversos ámbitos de la sociedad. El Año de la Vida Consagrada nos interpela sobre la fidelidad a la misión que se nos ha confiado. Nuestros ministerios, nuestras obras, nuestras presencias, ¿responden a lo que el Espíritu ha pedido a nuestros fundadores, son adecuados para abordar su finalidad en la sociedad y en la Iglesia de hoy? ¿Hay algo que hemos de cambiar? ¿Tenemos la misma pasión por nuestro pueblo, somos cercanos a él hasta compartir sus penas y alegrías, así como para comprender verdaderamente sus necesidades y poder ofrecer nuestra contribución para responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación que impulsaron a los fundadores – decía san Juan Pablo II – deben moveros a vosotros, sus hijos espirituales, a mantener vivos sus carismas  que, con la misma fuerza del Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y adaptándose, sin perder su carácter genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar a plenitud la implantación de su Reino».[1] Al hacer memoria de los orígenes sale a luz otra dimensión más del proyecto de vida consagrada. Los fundadores y fundadoras estaban fascinados por la unidad de los Doce en torno a Jesús, de la comunión que caracterizaba a la primera comunidad de Jerusalén. Cuando han dado vida a la propia comunidad, todos ellos han pretendido reproducir aquel modelo evangélico, ser un sólo corazón y una sola alma, gozar de la presencia del Señor (cf. Perfectae caritatis, 15).

Vivir el presente con pasión es hacerse «expertos en comunión», «testigos y artífices de aquel “proyecto de comunión” que constituye la cima de la historia del hombre según Dios».[2]  En una sociedad del enfrentamiento, de difícil convivencia entre las diferentes culturas, de la prepotencia con los más débiles, de las desigualdades, estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de comunidad que, a través del reconocimiento de la dignidad de cada persona y del compartir el don que cada uno lleva consigo, permite vivir en relaciones fraternas.

Sed, pues, mujeres y hombres de comunión, haceos presentes con decisión allí donde hay diferencias y tensiones, y sed un signo creíble de la presencia del Espíritu, que infunde en los corazones la pasión de que todos sean uno (cf. Jn 17,21). Vivid lamística del encuentro: «la capacidad de escuchar, de escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar juntos el camino, el método»,[3]  dejándoos iluminar por la relación de amor que recorre las tres Personas Divinas (cf. 1 Jn 4,8) como modelo de toda relación interpersonal.

3. Abrazar el futuro con esperanza quiere ser el tercer objetivo de este Año. Conocemos las dificultades que afronta la vida consagrada en sus diversas formas: la disminución de vocaciones y el envejecimiento, sobre todo en el mundo occidental, los problemas económicos como consecuencia de la grave crisis financiera mundial, los retos de la internacionalidad y la globalización, las insidias del relativismo, la marginación y la irrelevancia social... Precisamente en estas incertidumbres, que compartimos con muchos de nuestros contemporáneos, se levanta nuestra esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia, que sigue repitiendo: «No tengas miedo, que yo estoy contigo» (Jr1,8).

La esperanza de la que hablamos no se basa en los números o en las obras, sino en aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12) y para quien «nada es imposible» (Lc 1,37). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una gran historia en el futuro, al que debemos seguir mirando, conscientes de que hacia él es donde nos conduce el Espíritu Santo para continuar haciendo cosas grandes con nosotros.

No hay que ceder a la tentación de los números y de la eficiencia, y menos aún a la de confiar en las propias fuerzas. Examinad los horizontes de la vida y el momento presente  en vigilante vela. Con Benedicto XVI, repito: «No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz – como exhorta san Pablo (cf. Rm 13,11-14) –, permaneciendo despiertos y vigilantes».[4]  Continuemos y reemprendamos siempre nuestro camino con confianza en el Señor.
Me dirijo sobre todo a vosotros, jóvenes. Sed el presente viviendo activamente en el seno de vuestros Institutos, ofreciendo una contribución determinante con la frescura y la generosidad de vuestra opción. Sois al mismo tiempo el futuro, porque pronto seréis llamados a tomar en vuestras manos la guía de la animación, la formación, el servicio y la misión. Este año tendréis un protagonismo en el diálogo con la generación que os precede. En comunión fraterna, podréis enriqueceros con su experiencia y sabiduría, y al mismo tiempo tendréis ocasión de volver a proponerle los ideales que ha vivido en sus inicios, ofrecer la pujanza y lozanía de vuestro entusiasmo, y así desarrollar juntos nuevos modos de vivir el Evangelio y respuestas cada vez más adecuadas a las exigencias del testimonio y del anuncio. Me alegra saber que tendréis oportunidades para reuniros entre vosotros, jóvenes de diferentes Institutos. Que el encuentro se haga el camino habitual de la comunión, del apoyo mutuo, de la unidad. 

II - Expectativas para el Año de la Vida Consagrada

¿Qué espero en particular de este Año de gracia de la Vida Consagrada?

1. Que sea siempre verdad lo que dije una vez: «Donde hay religiosos hay alegría». Estamos llamados a experimentar y demostrar que Dios es capaz de colmar nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de buscar nuestra felicidad en otro lado; que la auténtica fraternidad vivida en nuestras comunidades alimenta nuestra alegría; que nuestra entrega total al servicio de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos, los pobres, nos realiza como personas y da plenitud a nuestra vida. Que entre nosotros no se vean caras tristes, personas descontentas, porque «un seguimiento triste es un triste seguimiento». También nosotros, al igual que todos los otros hombres y mujeres, sentimos las dificultades, las noches del espíritu, la decepción, la enfermedad, la pérdida de fuerzas debido a la vejez. Precisamente en esto deberíamos encontrar la «perfecta alegría», aprender a reconocer el rostro de Cristo, que se hizo en todo semejante a nosotros, y sentir por tanto la alegría de sabernos semejantes a él, que no ha rehusado someterse a la cruz por amor nuestro. En una sociedad que ostenta el culto a la eficiencia, al estado pletórico de salud, al éxito, y que margina a los pobres y excluye a los «perdedores», podemos testimoniar mediante nuestras vidas la verdad de las palabras de la Escritura: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,10). Bien podemos aplicar a la vida consagrada lo que escribí en la Exhortación apostólicaEvangelii gaudium, citando una homilía de Benedicto XVI: «La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción» (n. 14). Sí, la vida consagrada no crece cuando organizamos bellas campañas vocacionales, sino cuando los jóvenes que nos conocen se sienten atraídos por nosotros, cuando nos ven hombres y mujeres felices. Tampoco su eficacia apostólica depende de la eficiencia y el poderío de sus medios. Es vuestra vida la que debe hablar, una vida en la que se trasparenta la alegría y la belleza de vivir el Evangelio y de seguir a Cristo. Repito a vosotros lo que dije en la última Vigilia de Pentecostés a los Movimientos eclesiales: «El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir» (18 mayo 2013).

2. Espero que «despertéis al mundo», porque la nota que caracteriza la vida consagrada es la profecía. Como dije a los Superiores Generales, «la radicalidad evangélica no es sólo de los religiosos: se exige a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético». Esta es la prioridad que ahora se nos pide: «Ser profetas como Jesús ha vivido en esta tierra... Un religioso nunca debe renunciar a la profecía» (29 noviembre 2013).

El profeta recibe de Dios la capacidad de observar la historia en la que vive y de interpretar los acontecimientos: es como un centinela que vigila por la noche y sabe cuándo llega el alba (cf. Is 21,11-12). Conoce a Dios y conoce a los hombres y mujeres, sus hermanos y hermanas. Es capaz de discernir, y también de denunciar el mal del pecado y las injusticias, porque es libre, no debe rendir cuentas a más amos que a Dios, no tiene otros intereses sino los de Dios. El profeta está generalmente de parte de los pobres y los indefensos, porque sabe que Dios mismo está de su parte.

Espero, pues, que mantengáis vivas las «utopías», pero que sepáis crear «otros lugares» donde se viva la lógica evangélica del don, de la fraternidad, de la acogida de la diversidad, del amor mutuo. Los monasterios, comunidades, centros de espiritualidad, «ciudades», escuelas, hospitales, casas de acogida y todos esos lugares que la caridad y la creatividad carismática han fundado, y que fundarán con mayor creatividad aún, deben ser cada vez más la levadura para una sociedad inspirada en el Evangelio, la «ciudad sobre un monte» que habla de la verdad y el poder de las palabras de Jesús.
A veces, como sucedió a Elías y Jonás, se puede tener la tentación de huir, de evitar el cometido del profeta, porque es demasiado exigente, porque se está cansado, decepcionado de los resultados. Pero el profeta sabe que nunca está solo. También a nosotros, como a Jeremías, Dios nos asegura: «No tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte» (1,8).

3. Los religiosos y las religiosas, al igual que todas las demás personas consagradas, están llamadas a ser «expertos en comunión». Espero, por tanto, que la «espiritualidad de comunión», indicada por san Juan Pablo II, se haga realidad y que vosotros estéis en primera línea para acoger «el gran desafío que tenemos ante nosotros» en este nuevo milenio: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión».[5]  Estoy seguro de que este Año trabajaréis con seriedad para que el ideal de fraternidad perseguido por los fundadores y fundadoras crezca en los más diversos niveles, como en círculos concéntricos.

La comunión se practica ante todo en las respectivas comunidades del Instituto. A este respecto, invito a releer mis frecuentes intervenciones en las que no me canso de repetir que la crítica, el chisme, la envidia, los celos, los antagonismos, son actitudes que no tienen derecho a vivir en nuestras casas. Pero, sentada esta premisa, el camino de la caridad que se abre ante nosotros es casi infinito, pues se trata de buscar la acogida y la atención recíproca, de practicar la comunión de bienes materiales y espirituales, la corrección fraterna, el respeto para con los más débiles... Es «la mística de vivir juntos» que hace de nuestra vida «una santa peregrinación».[6]  También debemos preguntarnos sobre la relación entre personas de diferentes culturas, teniendo en cuenta que nuestras comunidades se hacen cada vez más internacionales. ¿Cómo permitir a cada uno expresarse, ser aceptado con sus dones específicos, ser plenamente corresponsable?

También espero que crezca la comunión entre los miembros de los distintos Institutos. ¿No podría ser este Año la ocasión para salir con más valor de los confines del propio Instituto para desarrollar juntos, en el ámbito local y global, proyectos comunes de formación, evangelización, intervenciones sociales? Así se podrá ofrecer más eficazmente un auténtico testimonio profético. La comunión y el encuentro entre diferentes carismas y vocaciones es un camino de esperanza. Nadie construye el futuro aislándose, ni sólo con sus propias fuerzas, sino reconociéndose en la verdad de una comunión que siempre se abre al encuentro, al diálogo, a la escucha, a la ayuda mutua, y nos preserva de la enfermedad de la autoreferencialidad. Al mismo tiempo, la vida consagrada está llamada a buscar una sincera sinergia entre todas las vocaciones en la Iglesia, comenzando por los presbíteros y los laicos, así como a «fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines».[7]

4. Espero de vosotros, además, lo que pido a todos los miembros de la Iglesia: salir de sí mismos para ir a las periferias existenciales. «Id al mundo entero», fue la última palabra que Jesús dirigió a los suyos, y que sigue dirigiéndonos hoy a todos nosotros (cf. Mc16,15). Hay toda una humanidad que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro alguno, enfermos y ancianos abandonados, ricos hartos de bienes y con el corazón vacío, hombres y mujeres en busca del sentido de la vida, sedientos de lo divino...

No os repleguéis en vosotros mismos, no dejéis que las pequeñas peleas de casa os asfixien, no quedéis prisioneros de vuestros problemas. Estos se resolverán si vais fuera a ayudar a otros a resolver sus problemas y anunciar la Buena Nueva. Encontraréis la vida dando la vida, la esperanza dando esperanza, el amor amando. Espero de vosotros gestos concretos de acogida a los refugiados, de cercanía a los pobres, de creatividad en la catequesis, en el anuncio del Evangelio, en la iniciación a la vida de oración. Por tanto, espero que se aligeren las estructuras, se reutilicen las grandes casas en favor de obras más acordes a las necesidades actuales de evangelización y de caridad, se adapten las obras a las nuevas necesidades.

5. Espero que toda forma de vida consagrada se pregunte sobre lo que Dios y la humanidad de hoy piden. Los monasterios y los grupos de orientación contemplativa podrían reunirse entre sí, o estar en contacto de algún modo, para intercambiar experiencias sobre la vida de oración, sobre el modo de crecer en la comunión con toda la Iglesia, sobre cómo apoyar a los cristianos perseguidos, sobre la forma de acoger y acompañar a los que están en busca de una vida espiritual más intensa o tienen necesidad de apoyo moral o material. Lo mismo pueden hacer los Institutos dedicados a la caridad, a la enseñanza, a la promoción de la cultura, los que se lanzan al anuncio del Evangelio o desarrollan determinados ministerios pastorales, los Institutos seculares en su presencia capilar en las estructuras sociales. La fantasía del Espíritu ha creado formas de vida y obras tan diferentes, que no podemos fácilmente catalogarlas o encajarlas en esquemas prefabricados. No me es posible, pues, referirme a cada una de las formas carismáticas en particular. No obstante, nadie debería eludir este Año una verificación seria sobre su presencia en la vida de la Iglesia y su manera de responder a los continuos y nuevos interrogantes que se suscitan en nuestro alrededor, al grito de los pobres.

Sólo con esta atención a las necesidades del mundo y con la docilidad al Espíritu, este Año de la Vida Consagrada se transformará en un auténtico kairòs, un tiempo de Dios lleno de gracia y de transformación. 

III - Horizontes del Año de la Vida Consagrada

1. Con esta carta me dirijo, además de a las personas consagradas, a los laicos que comparten con ellas ideales, espíritu y misión. Algunos Institutos religiosos tienen una larga tradición en este sentido, otros tienen una experiencia más reciente. En efecto, alrededor de cada familia religiosa, y también de las Sociedades de vida apostólica y de los mismos Institutos seculares, existe una familia más grande, la «familia carismática», que comprende varios Institutos que se reconocen en el mismo carisma, y sobre todo cristianos laicos que se sienten llamados, precisamente en su condición laical, a participar en el mismo espíritu carismático.
También os animo a vosotros, fieles laicos, a vivir este Año de la Vida Consagrada como una gracia que os puede hacer más conscientes del don recibido. Celebradlo con toda la «familia» para crecer y responder a las llamadas del Espíritu en la sociedad actual. En algunas ocasiones, cuando los consagrados de diversos Institutos se reúnan entre ellos este Año, procurad estar presentes también vosotros, como expresión del único don de Dios, con el fin de conocer las experiencias de otras familias carismáticas, de los otros grupos laicos y enriqueceros y ayudaros recíprocamente.

2. El Año de la Vida Consagrada no sólo afecta a las personas consagradas, sino a toda la Iglesia. Me dirijo, pues, a todo el pueblo cristiano, para que tome conciencia cada vez más del don de tantos consagrados y consagradas, herederos de grandes santos que han fraguado la historia del cristianismo. ¿Qué sería la Iglesia sin san Benito y san Basilio, san Agustín y san Bernardo, san Francisco y santo Domingo, sin san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Ávila, santa Ángela Merici y san Vicente de Paúl? La lista sería casi infinita, hasta san Juan Bosco, la beata Teresa de Calcuta. El beato Pablo VI decía: «Sin este signo concreto, la caridad que anima la Iglesia entera correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio de perder garra, la “sal” de la fe de disolverse en un mundo de secularización» (Evangelica testificatio, 3).

Invito por tanto a todas las comunidades cristianas a vivir este Año, ante todo dando gracias al Señor y haciendo memoria reconocida de los dones recibidos, y que todavía recibimos, a través de la santidad de los fundadores y fundadoras, y de la fidelidad de tantos consagrados al propio carisma. Invito a todos a unirse en torno  a las personas consagradas, a alegrarse con ellas, a compartir sus dificultades, a colaborar con ellas en la medida de lo posible, para la realización de su ministerio y sus obras, que son también las de toda la Iglesia. Hacedles sentir el afecto y el calor de todo el pueblo cristiano.

Bendigo al Señor por la feliz coincidencia del Año de la Vida Consagrada con el Sínodo sobre la familia. Familia y vida consagrada son vocaciones portadoras de riqueza y gracia para todos, ámbitos de humanización en la construcción de relaciones vitales, lugares de evangelización. Se pueden ayudar unos a otros.

3. Con esta carta me atrevo a dirigirme también a las personas consagradas y a los miembros de las fraternidades y comunidades pertenecientes a Iglesias de tradición diferente a la católica. El monacato es un patrimonio de la Iglesia indivisa, todavía muy vivo tanto en las Iglesias ortodoxas como en la Iglesia Católica. En él, como otras experiencias posteriores al tiempo en el que la Iglesia de Occidente todavía estaba unida, se han inspirado iniciativas análogas surgidas en el ámbito de las Comunidades eclesiales de la Reforma, que luego han continuado a generar en su seno otras expresiones de comunidades fraternas y de servicio.

La Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica ha programado iniciativas para propiciar encuentros entre miembros pertenecientes a experiencias de la vida consagrada y fraterna de las diversas Iglesias. Aliento vivamente estas reuniones, para que crezca el conocimiento recíproco, la estima, la mutua colaboración, de manera que el ecumenismo de la vida consagrada sea una ayuda en el proyecto más amplio hacia la unidad entre todas las Iglesias.

4. Tampoco podemos olvidar que el fenómeno de la vida monástica y de otras expresiones de fraternidad religiosa existe también en todas las grandes religiones. No faltan experiencias, también consolidadas, de diálogo inter-monástico entre la Iglesia Católica y algunas de las grandes tradiciones religiosas. Espero que el Año de la Vida Consagrada sea la ocasión para evaluar el camino recorrido, para sensibilizar a las personas consagradas en este campo, para preguntarnos sobre nuevos pasos a dar hacia una recíproca comprensión cada vez más profunda y para una colaboración en muchos ámbitos comunes de servicio a la vida humana.

Caminar juntos es siempre un enriquecimiento, y puede abrir nuevas vías a las relaciones entre pueblos y culturas, que en este período aparecen plagadas de dificultades.

5. Por último, me dirijo a mis hermanos en el episcopado. Que este  Año sea una oportunidad para acoger cordialmente y con alegría la vida consagrada como un capital espiritual para el bien de todo el Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 43), y no sólo de las familias religiosas. «La vida consagrada es un don para la Iglesia, nace en la Iglesia, crece en la Iglesia, está totalmente orientada a la Iglesia».[8]  De aquí que, como don a la Iglesia, no es una realidad aislada o marginal, sino que pertenece íntimamente a ella, está en el corazón de la Iglesia como elemento decisivo de su misión, en cuanto expresa la naturaleza íntima de la vocación cristiana y la tensión de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo; por tanto, «pertenece sin discusión a su vida y a su santidad» (ibíd., 44).

En este contexto, invito a los Pastores de las Iglesias particulares a una solicitud especial para promover en sus comunidades los distintos carismas, sean históricos, sean carismas nuevos, sosteniendo, animando, ayudando en el discernimiento, haciéndose cercanos con ternura y amor a las situaciones de dolor y debilidad en las que puedan encontrarse algunos consagrados y, en especial, iluminando con su enseñanza al Pueblo de Dios el valor de la vida consagrada,  para hacer brillar su belleza y santidad en la Iglesia.

Encomiendo a María, la Virgen de la escucha y la contemplación, la primera discípula de su amado Hijo, este Año de la Vida Consagrada. A ella, hija predilecta del Padre y revestida de todos los dones de la gracia, nos dirigimos como modelo incomparable de seguimiento en el amor a Dios y en el servicio al prójimo.

Agradecido desde ahora con todos vosotros por los dones de gracia y de luz con los que el Señor nos quiera enriquecer, acompaño a todos con la Bendición Apostólica.

Vaticano, 21 de noviembre 2014, fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen María.

Francisco 

[1]  Carta ap. Los caminos del Evangelio, a los religiosos y religiosas de América Latina con motivo del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo (29 junio 1990), 26.
[2]  Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Religiosos y promoción humana (12 agosto 1980), 24: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 14 diciembre 1980, p. 16.
[3]  A los estudiantes de los colegios pontificios y residencias sacerdotales de Roma, 12  mayo 2014.
[4]  Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor, 2 febrero 2013.
[5]  Carta ap. Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, 43
[6]  Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 87.
[7]  Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal. Vita consecrata, 25 marzo 1996,51.
[8]  J. M. Bergoglio, Intervención en el Sínodo sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, XVI Congregación general, 13 octubre 1994.

La fiesta de la Inmaculada

Durante y después del concilio Vaticano II hubo ciertas prevenciones sobre el tradicional culto mariano. Algunas tenían su motivo y otras carecían de él en absoluto.

Las prevenciones razonables se basaban no en el culto mismo, sino en manifestaciones ridículas de una devoción mal entendida. Se producen estas desviaciones cuando la devoción, a María o a los santos, se tiene al margen de Jesucristo y llega casi a desplazar a Dios. Y se advierten desde el sentido común, porque son manifestaciones artificiosas que se alejan de la razón y de la verdad normal de las cosas. Aunque la intención suele ser buena, sonfalsificaciones que, al alejarnos de la verdad, alejan también de Dios.

Estar prevenido contra estos errores, no debe llevar a concluir que se ha exagerado en la devoción a la Virgen María. Por el contrario, debe llevarnos a profundizar en las razones de ella, y la primera de todas es tan grande que asume todas las demás: la Virgen es la Madre de Dios.

Este título, definido desde los primeros concilios de la Iglesia, lleva a que el culto a María nunca puede ser excesivo, porque es un amor que nos conduce derechamente a su Hijo.

¿Quién está más cerca de un hijo que su madre? Así lo entendieron los apóstoles de la primera hora cuando se reunieron con ella después de la resurrección de Cristo, como nos narran las Escrituras.

No cuentan, pero es razonable pensar que así sería, que los apóstoles le pedirían a María, acogida en casa de Juan: «Háblanos de tu Hijo». Nadie le conocía mejor, ni podía hablar con más conocimiento de su «vida oculta« durante treinta años.

Estas reflexiones sobre la maternidad divina de María nos ayudan a contemplar hoy otro título que le ha dado la Iglesia desde antiguo: la Inmaculada. Como dogma de fe es relativamente reciente, ya que fue proclamado por Pío IX en 1854, pero siempre se ha creído que en toda su vida y desde el primer momento, la destinada a ser Madre de Dios, fue librada de la experiencia del pecado.

Pongamos en manos de su intercesión poderosa nuestro propósito de vivir de acuerdo con la voluntad de Dios para cada uno. Que nos purifique y también purifique a la sociedad en su conjunto de tanta corrupción de costumbres. Las madres desean lo mejor para sus hijos. A ella nos acogemos, santa Madre de Dios, repitiendo una de las más antiguas oraciones.

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