Yo voy a bajar, porque yo so capaz de tomar sobre mis hombros la oveja perdida
- 13 Diciembre 2014
- 13 Diciembre 2014
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Evangelio según San Mateo 17,10-13.
Al bajar del monte, los discípulos preguntaron a Jesús: "¿Por qué dicen los escribas que primero debe venir Elías?". El respondió: "Sí, Elías debe venir a poner en orden todas las cosas; pero les aseguro que Elías ya ha venido, y no lo han reconocido, sino que hicieron con él lo que quisieron. Y también harán padecer al Hijo del hombre". Los discípulos comprendieron entonces que Jesús se refería a Juan el Bautista.
San Romano el Melódico (?-hacia 560), compositor de himnos
Himno sobre la profecía de Elías; SC 99, pag 337
“Qué glorioso fuiste, Elías...que fuiste arrebatado en torbellino ardiente,...aplacarás la ira antes que estalle...” (cf Eclo 48,9-10)
Ante las perversidades de los hombres, Elías, el profeta, premeditaba un duro castigo. Viéndolo el Misericordioso le respondió al profeta: “Conozco el celo que tienes por el bien (cf 1R 19,14) Te irritas porque estás sin reproche, ¿no puedes perdonar? Yo no puedo dejar perder a uno solo, (cf Mt 18,14) yo, el único amigo verdadero de los hombres.” (cf Sap 1,6). Luego, viendo el Maestro el humor terrible del profeta respecto a los hombres, se preocupó de su raza.
Alejó a Elías de la tierra que habitaba, diciendo: “¡Aléjate de la tierra de los hombres! Yo mismo, en mi misericordia descenderé con ellos, haciéndome uno de ellos. ¡Deja la tierra y sube, ya que tú no puedes tolerar la faltas de los hombres. Pero yo, que soy del cielo, viviré entre los pecadores y los salvaré de sus faltas, yo, el único amigo verdadero de los hombres. Si tú no puede habitar con los hombres culpables, ven aquí, vive en la región de mis amigos, donde ya no hay pecado. Yo voy a bajar, porque yo so capaz de tomar sobre mis hombros la oveja perdida (Lc 15,5) y llamar a los que sufren: “¡Venid, todos, pecadores, venid a mí, descansad!” (Mt 11,28) Porque yo no he venido para castigar a los que he creado sino para arrancarlos del pecado y de la impiedad, yo, el único amigo verdadero de los hombres. Así, Elías, cuando fue arrebatado al cielo (2R 2,11) apareció luego como la figura del futuro. Este tesbita (1R 17,1) fue arrebatado en un carro de fuego. Cristo fue elevado por las nubes y las potestades celestiales (Ac 1,9). El primero dejó caer desde lo alto del cielo su manto para Eliseo (2R 2,13). Cristo envió a sus apóstoles el Espíritu Santo, Defensor (Jn 15,26) que nosotros, en el bautismo recibimos y que nos santifica, como lo enseña aquel que es el único amigo verdadero de los hombres.
Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal, viuda y fundadora
En el monasterio de la Visitación, de Moulins, en Francia, muerte de santa Juana Francisca Frémiot de Chantal, cuya memoria se celebra el doce de agosto.
El padre de santa Juana de Chantal era Benigno Frémiot, presidente del parlamento de Borgoña.
El señor Frémiot había quedado viudo cuando sus hijos eran todavía pequeños, pero no ahorró ningún esfuerzo para educarlos en la práctica de la virtud y prepararlos para la vida. Juana, que recibió en la confirmación el nombre de Francisca, fue sin duda la que mejor supo aprovechar esa magnífica educación. Cuando la joven tenía veinte años, su padre, que la amaba tiernamente, la concedió en matrimonio al barón de Chantal, Cristóbal de Rabutin. El barón tenía veintisiete años, era oficial del ejército francés y contaba con un largo historial de victoriosos duelos; su madre descendía de la beata Humbelina. El matrimonio tuvo lugar en Dijon y Juana Francisca partió con su marido a Bourbilly. Desde la muerte de su madre, el barón no había llevado una vida muy ordenada, de suerte que la servidumbre de su casa se había acostumbrado a cierta falta de disciplina; en consecuencia, el primer cuidado de la flamante baronesa fue establecer el orden en su casa. Los tres primeros hijos del matrimonio murieron poco después de nacer; pero los jóvenes esposos tuvieron después un niño y tres niñas que vivieron. Por otra parte, poseían cuanto puede constituir la felicidad a los ojos del mundo y procuraban corresponder a tantas bendiciones del cielo. Cuando su marido se hallaba ausente, la baronesa se vestía en forma muy modesta y, si alguien le preguntase por qué, ella respondía: «Los ojos de aquél a quien quiero agradar están a cien leguas de aquí». Las palabras que san Francisco de Sales dijo más tarde sobre santa Juana Francisca podían aplicársele ya desde entonces: «La señora de Chantal es la mujer fuerte que Salomón no podía encontrar en Jerusalén».
Pero la felicidad de la familia sólo duró nueve años. En 1601, el barón de Chantal salió de cacería con su amigo, el señor D'Aulézy, quien accidentalmente le hirió en la parte superior del muslo. El barón sobrevivió nueve días, durante los cuales sufrió un verdadero martirio a manos de un cirujano muy torpe y recibió los últimos sacramentos con ejemplar resignación. La baronesa había vivido exclusivamente para su esposo, de modo que el lector puede suponer fácilmente su dolor al verse viuda a los veintiocho años. Durante cuatro meses estuvo sumida en el más profundo dolor, hasta que una carta de su padre le recordó sus obligaciones para con sus hijos. Para demostrar que había perdonado de corazón al señor D'Aulézy, la baronesa le prestó cuantos servicios pudo y fue madrina de uno de sus hijos. Por otra parte, redobló sus limosnas a los pobres y consagró su tiempo a la educación e instrucción de sus hijos.
Juana pedía constantemente a Dios que le diese un guía verdaderamente santo, capaz de ayudarla a cumplir perfectamente su voluntad. Una vez, mientras repetía esta oración, vio súbitamente a un hombre cuyas facciones y modo de vestir reconocería más tarde, al encontrar en Dijon a san Francisco de Sales.
En otra ocasión, se vio a sí misma en un bosquecillo, tratando en vano de encontrar una iglesia.
Por aquel medio, Dios le dio a entender que el amor divino tenía que consumir la imperfección del amor propio que había en su corazón y que se vería obligada a enfrentarse con numerosas dificultades.
La futura santa fue a pasar el año del luto en Dijon, en casa de su padre. Más tarde, se transladó con sus hijos a Monthelon, cerca de Autun, donde habitaba su suegro, que tenía ya setenta y cinco años. Desde entonces, cambió su hermosa y querida casa de Bourbilly por un viejo castillo. A pesar de que su suegro era un anciano vanidoso, orgulloso y extravagante, dominado por una ama de llaves insolente y de mala reputación, la noble dama no pronunció jamás una sola palabra de queja y se esforzó por mostrarse alegre y amable. En 1604, san Francisco de Sales fue a predicar la cuaresma a Dijon y Juana se transladó ahí con su suegro para oír al famoso predicador. Al punto reconoció en él al hombre que había vislumbrado en su visión y comprendió que era el director espiritual que tanto había pedido a Dios. San Francisco cenaba frecuentemente en casa del padre de Juana Francisca y ahí se ganó, poco a poco, la confianza de ésta. Ella deseaba abrirle su corazón, pero la retenía un voto que había hecho por consejo de un director espiritual indiscreto, de no abrir su conciencia a ningún otro sacerdote. Pero no por ello dejó de sacar gran provecho de la presencia del santo obispo, quien a su vez se sintió profundamente impresionado por la piedad de Juana Francisca. En cierta ocasión en que se había vestido más elegantemente que de ordinario, san Francisco de Sales le dijo: «¿Pensáis casaros de nuevo?» «De ninguna manera, Excelencia», replicó ella. «Entonces os aconsejo que no tentéis al diablo», le dijo el santo. Juana Francisca siguió el consejo.
Después de vencer sus escrúpulos sobre su voto indiscreto, la santa consiguió que Francisco de Sales aceptara dirigirla. Por consejo suyo, moderó un tanto sus devociones y ejercicios de piedad para poder cumplir con sus obligaciones mundanas én tanto que vivía con su padre o con su suegro. Lo hizo con tanto éxito, que alguien dijo de ella: «Esta dama es capaz de orar todo el día sin molestar a nadie». De acuerdo con una estricta regla de vida, consagrada la mayor parte de su tiempo a sus hijos, visitaba a los enfermos pobres de los alrededores y pasaba en vela noches enteras junto a los agonizantes. La bondad y mansedumbre de su carácter mostraban hasta qué punto había secundado las exigencias de la gracia, porque en su naturaleza firme y fuerte había cierta dureza y rigidez que sólo consiguió vencer del todo al cabo de largos años de oración, sufrimiento y paciente sumisión a la dirección espiritual.
Tal fue la obra de san Francisco de Sales, a quien Juana Francisca iba a ver, de cuando en cuando, a Annecy, en Saboya, y con quien sostenía una nutrida correspondencia. El santo la moderó mucho en materia de mortificaciones corporales, recordándole que san Carlos Borromeo, «cuya libertad de espíritu tenía por base la verdadera caridad», no vacilaba en brindar con sus vecinos, y que san Ignacio de Loyola había comido tranquilamente carne los viernes por consejo de un médico, «en tanto que un hombre de espíritu estrecho hubiese discutido esa orden cuando menos durante tres días». San Francisco de Sales no permitía que su dirigida olvidase que estaba todavía en el mundo, que tenía un padre anciano y, sobre todo, que era madre; con frecuencia le hablaba de la educación de sus hijos y moderaba su tendencia a ser demasiado estricta con ellos. En esta forma, los hijos de Juana Francisca se beneficiaron de la dirección de san Francisco de Sales tanto como su madre.
Durante algún tiempo, la señora de Chantal se sintió inclinada a la vida conventual por varios motivos, entre los que se contaba la presencia de las carmelitas en Dijon.
San Francisco de Sales, después de algún tiempo de consultar el asunto con Dios, le habló en 1607 de su proyecto de fundar la nueva Congregación de la Visitación.
Santa Juana acogió gozosamente el proyecto; pero la edad de su padre, sus propias obligaciones de familia y la situación de los asuntos de su casa constituían, por el momento, obstáculos que la hacían sufrir. Juana Francisca respondió a su director que la educación de sus hijos exigía su presencia en el mundo, pero el santo le respondió que sus hijos ya no eran niños y que desde el claustro podría velar por ellos tal vez con más fruto, sobre todo si tomaba en cuenta que los dos mayores estaban ya en edad de «entrar en el mundo». En esa forma, lógica y serena, resolvió san Francisco de Sales todas las dificultades de la señora de Chantal. Antes de abandonar el mundo, Juana Francisca casó a su hija mayor con el barón de Thorens, hermano de san Francisco de Sales, y se llevó consigo al convento a sus dos hijas menores; la primera murió al poco tiempo, y la segunda se caso más tarde con el señor de Toulonjon.
Celso Benigno, el hijo mayor, quedó al cuidado de su abuelo y de varios tutores. Después de despedirse de sus amistades, Juana fue a decir adiós a Celso Benigno. El joven, que había tratado en vano de apartarla de su resolución, se tendió por tierra ante el dintel de la puerta de la habitación para cerrarle la salida, pero la santa no se dejó vencer por la tentación de escoger la solución más fácil y pasó sobre el cuerpo de su hijo.
Frente a la casa la esperaba su anciano padre. Juana Francisca se postró de rodillas y, llorando, le pidió su bendición. El anciano le impuso las manos y le dijo: «No puedo reprocharte lo que haces. Ve con mi bendición. Te ofrezco a Dios como Abraham le ofreció a Isaac, a quien amaba tanto como yo a ti. Ve a donde Dios te llama y sé feliz en Su casa.
Ruega por mí». La santa inauguró el nuevo convento el domingo de la Santísima Trinidad de 1610, en una casa que san Francisco de Sales le había proporcionado, a orillas del lago de Annecy. Las primeras compañeras de Juana Francisca fueron María Favre, Carlota de Bréchard y una sirvienta llamada Ana Coste. Pronto ingresaron en el convento otras diez religiosas. Hasta ese momento, la congregación no tenía todavía nombre y la única idea clara que san Francisco de Sales poseía sobre su finalidad, era que debía servir de puerto de refugio a quienes no podían ingresar en otras congregaciones y que las religiosas no debían vivir en clausura para poder consagrarse con mayor facilidad a las obras de apostolado y caridad.
Naturalmente, la idea provocó fuerte oposición por parte de los espíritus estrechos e incapaces de aceptar algo nuevo. San Francisco de Sales acabó por modificar sus planes y aceptar la clausura para sus religiosas. A las reglas de San Agustín añadió unas constituciones admirables por su sabiduría y moderación, «no demasiado duras para los débiles y no demasiado suaves para los fuertes». Lo único que se negó a cambiar fue el nombre de "Congregación de la Visitación de Nuestra Señora", y santa Juana Francisca le exhortó a no hacer concesiones en ese punto. El santo quería que la humildad y la mansedumbre fuesen la base de la observancia. «Pero en la práctica -decía a sus religiosas- la humildad es la fuente de todas las otras virtudes; no pongáis límites a la humildad y haced de ella el principio de todas vuestras acciones». Para bien de santa Juana y de las hermanas más experimentadas, el santo obispo escribió el «Tratado del amor de Dios». Santa Juana progresó tanto en la virtud bajo la dirección de san Francisco de Sales, que éste le permitió que hiciese el voto de que, en todas las ocasiones, realizaría lo que juzgase más perfecto a los ojos de Dios. Inútil decir que la santa gobernó prudentemente su comunidad, inspirándose en el espíritu de su director. La madre de Chantal tuvo que salir frecuentemente de Annecy, tanto para fundar nuevos conventos como para cumplir con sus obligaciones de familia. Un año después de la toma de hábito, se vio obligada a pasar tres meses en Dijon, con motivo de la muerte de su padre, para poner en orden sus asuntos. Sus parientes aprovecharon la ocasión para intentar hacerla volver al mundo. Una mujer imaginativa exclamó al verla: «¿Cómo podéis sepultaron en dos metros de tela basta? Deberíais hacer pedazos ese velo». San Francisco de Sales le escribió entonces las palabras decisivas: «Si os hubiéseis casado de nuevo con algún señor de Gascuña o de Bretaña, habríais tenido que abandonar a vuestra familia y nadie habría opuesto en ese caso la menor objeción ...» Después de la fundación de los conventos de Lyon, Moulins, Grénoble y Bourges, san Francisco de Sales, que estaba entonces en París, mandó llamar a la madre de Chantal para que fundase un convento en dicha ciudad. A pesar de las intrigas y la oposición, santa Juana Francisca consiguió fundarlo en 1619. Dios la sostuvo, le dio valor y la santa se ganó la admiración de sus más acerbos opositores con su paciencia y mansedumbre.
Ella misma gobernó durante tres años el convento de París, bajo la dirección de san Vicente de Paul y ahí conoció a Angélica Arnauld, la abadesa de Port-Royal, quien no consiguió permiso de renunciar a su cargo e ingresar en la Congregación de la Visitación. En 1622, murió san Francisco de Sales y su muerte constituyó un rudo golpe para la madre de Chantal; pero su conformidad con la voluntad divina le ayudó a soportarlo con invencible paciencia. El santo fue sepultado en el convento de la Visitación de Annecy. En 1627, murió Celso Benigno en la isla de Ré, durante las batallas contra los ingleses y los hugonotes; el hijo de la santa, que no tenía sino treinta y un años, dejaba a su esposa viuda y con una hijita de un año, la que con el tiempo sería la célebre Madame de Sévigné. Santa Juana Francisca recibió la noticia con heroica fortaleza y ofreció su corazón a Dios, diciendo: «Destruye, corta y quema cuanto se oponga a tu santa voluntad».
El año siguiente, se desató una terrible peste, que asoló Francia, Saboya y el Piamonte, y diezmó varios conventos de la Visitación. Cuando la peste llegó a Annecy, la santa se negó a abandonar la ciudad, puso a la disposición del pueblo todos los recursos de su convento y espoleó a las autoridades a tomar medidas más eficaces para asistir a los enfermos. En 1632, murieron la viuda de Celso Benigno, Antonio de Toulonjon (el yerno de la santa, a quien ésta quería mucho) y el P. Miguel Favre, quien había sido el confesor de san Francisco y era muy amigo de las visitandinas. A estas pruebas se añadieron la angustia, la oscuridad y la sequedad espiritual, que en ciertos momentos eran casi insoportables, como lo prueban algunas cartas de Santa Juana Francisca. Dios permite con frecuencia que las almas que le son más queridas atraviesen por largos períodos de bruma, oscuridad y angustia; pero a través de ellos las lleva con mano segura a las fuentes de la felicidad y al centro de la luz. En los años de 1635 y 1636, la santa visitó todos los conventos de la Visitación, que eran ya sesenta y cinco, pues muchos de ellos no habían tenido aún el consuelo de conocerla. En 1641, fue a Francia para ver a Madame de Montmorency en una misión de caridad. Ese fue su último viaje. La reina Ana de Austria la convidó a París, donde la colmó de honores y distinciones, con gran confusión por parte de la homenajeada. Al regreso, cayó enferma en el convento de Moulins, donde murió el 13 de diciembre de 1641, a los sesenta y nueve años de edad. Su cuerpo fue transladado a Annecy y sepultado cerca del de san Francisco de Sales. La canonización de santa Juana Francisca tuvo lugar en 1767. San Vicente de Paul dijo de ella: «Era una mujer de gran fe y, sin embargo, tuvo tentaciones contra la fe toda su vida. Aunque aparentemente había alcanzado la paz y tranquilidad de espíritu de las almas virtuosas, sufría terribles pruebas interiores, de las que me habló varias veces. Se veía tan asediada de tentaciones abominables, que tenía que apartar los ojos de sí misma para no contemplar ese espectáculo insoportable. La vista de su propia alma la horrorizaba como si se tratase de una imagen del infierno. Pero en medio de tan grandes sufrimientos jamás perdió la serenidad ni cejó en la plena fidelidad que Dios le exigía. Por ello, la considero como una de las almas más santas que me haya sido dado encontrar sobre la tierra».
Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Señor, Dios nuestro, que adornaste con excelsas virtudes a santa Juana Francisca de Chantal en los distintos estados de su vida, concédenos, por su intercesión, caminar fielmente según nuestra vocación, para dar siempre testimonio de la luz. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén
Entrega de los libros de Loyola a Francisco
Memorial de Pedro Fabro y Diccionario del Liderazgo Ignaciano
El Papa recibe dos libros del Grupo de Comunicación Loyola
Aglutina los sellos Sal Terrae y Mensajero, así como rezangovoy.org o pastoralsj.org
Grupo comunicación Loyola, 13 de diciembre de 2014 a las 10:33
Guibert: "Está siendo un gran ejemplo. Ha vuelto a lo más auténtico, se ha centrado en la persona y ha dejado a un lado roles o formalismos, buscando la autenticidad y la sencillez"
(Grupo de Comunicación Loyola).- El Papa Francisco ha recibido de mano del padre general de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, y del consejero delegado del Grupo de Comunicación Loyola, Antonio Allende sj, dos libros publicados recientemente por el sello Mensajero que poseen un significado especial para el pontífice: Memorial de Pedro Fabro y Diccionario del Liderazgo Ignaciano, de José María Guibert sj.
Memorial de Pedro Fabro se ha convertido en un "clásico de la espiritualidad ignaciana" puesto que recoge las reflexiones escritas por el santo Pedro Fabro entre 1542 hasta 1546. Introducida por José García de Castro sj, esta edición corresponde al trabajo realizado en 1982 por de Jaime H. Amadeo sj y Miguel A. Fiorito sj.
Ambos publicaron este Memorial de algunos buenos deseos y buenos pensamientos del Padre Maestro Pedro Fabro por encargo del papa Francisco cuando éste era provincial de Argentina.
Fabro fue el primer compañero de Ignacio de Loyola en los pasos fundacionales de la Compañía de Jesús y destacó por "el diálogo con todos, aun con los más lejanos y con los adversarios; su piedad sencilla, cierta probable ingenuidad, su disponibilidad inmediata, su atento discernimiento interior, el ser un hombre de grandes y fuertes decisiones que hacía compatible con ser dulce...", en palabras del papa Francisco.
No alcanzó el protagonismo fundacional de Ignacio de Loyola, ni la impronta misionera de Francisco Javier. La fecundidad de Pedro Fabro se reflejaba en amistades, en afectos y en su espiritualidad. Fue el primer sacerdote jesuita y a quien le correspondió presidir la eucaristía del primer vínculo común de los votos de Montmartre.
Su figura representa, para el papa Francisco, un verdadero modelo de vida y de sacerdocio por lo que le proclamó santo justo ahora un año, el 17 de diciembre de 2013, mediante una canonización denominada "equivalente".
Diccionario del Liderazgo Ignaciano, de José María Guibert sj, entregado en mano al pontífice por el padre general, recoge la esencia del liderazgo ignaciano a través de algunas cuestiones clave que lo conforman así: características de la persona líder, de las personas o equipos acompañados, de la relación entre ambos grupos, y de la misión que todos persiguen.
Su autor desentraña 150 conceptos relevantes, elegidos de textos ignacianos originales a modo de citas inspiradoras. A cada uno dedica un comentario explicativo que actualiza y aplica su significado a situaciones contemporáneas. Ante la pregunta formulada a su autor de qué líder está acertando en una entrevista en El Mundo, Guibert responde que el papa Francisco: "Ha tenido capacidad de ser libre, romper algunos moldes, ir más a la experiencia que a la teoría...Está siendo un gran ejemplo. Ha vuelto a lo más auténtico, se ha centrado en la persona y ha dejado a un lado roles o formalismos, buscando la autenticidad y la sencillez".
13 de diciembre 2014 Sábado II Adviento Sir 48, 1-4.9-11
El texto que hoy nos propone la Iglesia es un recorte del libro de Jesús, hijo de Sira, en el que se describe la acción del profeta Elías; éste, recordémoslo, fue llevado por un carro de fuego hacia el cielo. Las hazañas extraordinarias que había hecho el profeta, y el hecho de que no hubiera muerto, hacía que muchos del pueblo creyente, esperaran su regreso glorioso. Recordemos también, de paso, que en un pasaje del Evangelio, Jesús pregunta a sus discípulos «que dicen los hombres que soy yo?» Y la respuesta es entre otros, Elías. Puesto este texto en el contexto del adviento, cabe preguntarse:
¿Espero que este Jesús que ha de nacer en Belén sea una fuente de conversión, como lo fue Elías, en su tiempo? ¿De verdad, necesito convertirme, cambiar en el fondo mi vida; o, más bien, ya me considero en el buen camino y que, por tanto, no me urge tanto de cambiar? Sólo respondiendo con una sinceridad absoluta podremos empezar a entender el misterio de la Navidad. Señor, aquí me tienes, quiero vivir para Ti.
El camino de la esperanza
Si añoramos el paraíso (y quién no lo añora!), Es que ya hemos estado, porque no se añora lo que no se conoce. El paraíso es nuestro horizonte porque es nuestro cuna. La utopía bíblica no es un camino de ida, sino de vuelta, como el del hijo pródigo. Por ello compromete tanto. No podemos aspirar a un paraíso final sin tratar de reconstruir la original. Como escribía mi compañero Santi Thió: "Las calles ya están iluminados. La sociedad empieza por el final.
El camino de la esperanza es más oscuro. "Pero también más firme. La verdadera esperanza es luminosa porque se ha bordado en la oscuridad. El despertador suena cuando aún la noche no se ha desvanecido.
II SÁBADO DE ADVIENTO (Ecco 48, 1-4. 9-11; Sal 79; Mt 17,10-13)
LA SALVACIÓN DE DIOS
“De muchas formas habló Dios a nuestros padres, por medio de los profetas.” Así comienza la Carta a los Hebreos, y un ejemplo que demuestra la veracidad de la afirmación es la alusión que hacen las lecturas al profeta Elías: “¡Qué terrible eras, Elías!; ¿quién se te compara en gloria? Está escrito que te reservan para el momento de aplacar la ira antes de que estalle” (Ecco 48, 4-6). Cuando apareció Jesús, muchos creyeron que reaparecía Elías, y así responden los discípulos cuando el Maestro les pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”
El mismo Jesús va a confrontar a quienes, aunque piensan en la reaparición del profeta, no llegan a convertirse. “Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido, y no lo reconocieron, sino que lo trataron a su antojo” (Mt 17,12).
El salmista nos invita a la mejor reacción, a suplicar que el Señor venga con poder, pero no para arrasar con el fuego, sino para salvarnos. “Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece; despierta tu poder y ven a salvarnos” (Sal 79).
Oración que la Iglesia pone en sus labios en este tiempo de Adviento: “Ven, Señor”. Hoy se celebra la fiesta de Santa Lucía, día de la luz, porque la noche se detiene, y el sol comenzará a avanzar. El fuego, la luz, el sol son imágenes de Cristo, Luz del mundo.
LA LUZ INTERIOR
La mejor luz es la fe, que nos lleva a reconocer quién es el verdadero Elías. Santa Teresa de Jesús pide constantemente que el Señor nos dé luz. “Plega al Señor que, para entendernos en cosas tan importantes, nos dé luz y no nos falte su favor, para que de las mercedes que nos hace no saquemos darle disgusto” (Fundaciones 6, 23). Cuando la doctora mística describe las experiencias interiores menciona siempre la luz, lo luminoso. “Porque en arrobamiento o unión de todas las potencias como digo dura poco y deja grandes efectos y luz interior en el alma con otras muchas ganancias, y ninguna cosa obra el entendimiento, sino el Señor es el que obra en la voluntad” (Fundaciones 6, 4). La experiencia mística se describe como estado de iluminación. “Cuando Su Majestad quiere que el entendimiento cese, ocúpale por otra manera y da una luz en el conocimiento tan sobre la que podemos alcanzar, que le hace quedar absorto, y entonces, sin saber cómo, queda muy mejor enseñado que no con todas nuestras diligencias” (Moradas IV, 3, 6). Al menos que nos falte la luz de reconocer al Señor.