¿No es el hijo del carpintero?

Águeda o Ágata, Santa

Memoria Litúrgica, 5 de febrero

Virgen y Mártir
Patrona de las enfermeras

Martirologio Romano: Memoria de santa Águeda, virgen y mártir, que en Catania, ciudad de Sicilia, siendo aún joven, en medio de la persecución mantuvo su cuerpo incontaminado y su fe íntegra en el martirio, dando testimonio en favor de Cristo Señor (c. 251).

Etimología: Águeda = Ágata = Aquella que es buena y virtuosa, es de origen griego.

Breve Biografía

Santa Águeda de Catania fue una virgen y mártir según la tradición cristiana. Su día se celebra el 5 de febrero.

Fue una joven siciliana de una familia distinguida y de singular belleza que vivió en el siglo III. El senador Quintianus intentó poseerla aprovechando las persecuciones que el emperador Decio realizó contra los cristianos. El Senador fue rechazado por la joven que ya se había comprometido con Jesucristo. Quintianus intentó con ayuda de una mala mujer, Afrodisia, convencer a la joven Águeda, pero esta no cedió.

El Senador en venganza por no conseguir sus placeres la envía a un lupanar, donde milagrosamente conserva su virginidad. Aún más enfurecido, ordenó que torturaran a la joven y que le cortarán los senos. La respuesta de la luego Santa fue "Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?".

Aunque en una visión vio a San Pedro y este curó sus heridas, siguió siendo torturada y fue arrojada sobre carbones al rojo vivo en la ciudad de Catania, Sicilia (Italia). Además se dice que lanzó un gran grito de alegría al expirar, dando gracias a Dios.

Según cuentan el volcán Etna hizo erupción un año después de la muerte de la Santa en el 250 y los pobladores de Catania pidieron su intervención logrando detener la lava a las puertas de la ciudad. Desde entonces es patrona de Catania y de toda Sicilia y de los alrededores del volcán e invocada para prevenir los daños del fuego, rayos y volcanes. También se recurre a ella con los males de los pechos, partos difíciles y problemas con la lactancia. En general se la considera protectora de las mujeres. En el País Vasco se le atribuye una faceta sanadora.

Es la Patrona de las enfermeras y fue meritoria de la palma del martirio con la que se suele representar.

Iconografía

Se la ha representado en el martirio, colgada cabeza abajo, con el verdugo armado de tenazas y retorciendo su seno. También sosteniendo ella misma la tenaza y un ángel con sus senos en una bandeja o ella misma portando la bandeja con sus pechos. La escena de la curación por San Pedro también se ha representado.

A menudo se la representa como protectora contra el fuego, con lo que lleva una antorcha o bastón en llamas, o una vela, intentado extinguir el incendio.

El regalo de este momento

Santo Evangelio según san Lucas 9, 23-26. Miércoles IV del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor, gracias por el regalo de estar aquí, ayúdame a estar con todo el corazón.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 9, 23-26

En aquel tiempo, Jesús le dijo a la multitud: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga. Pues el que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa, ése la encontrará. En efecto, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si se pierde a sí mismo o se destruye?

Por otra parte, si alguien se avergüenza de mí y de mi doctrina, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga revestido de su gloria y de la del Padre y de la gloria de los santos ángeles”.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

¿Cómo empezamos?, ¿dónde está la cruz?, ¿la cargamos? Nos quedamos en silencio esperando a que el Señor nos diga qué quiere que hagamos o a quién tenemos que perdonar. Esto está muy bien, y de seguro que el Señor nos va a responder a su debido tiempo. ¿Qué tal si nuestra cruz es estar en este momento de oración? De seguro tenemos muchas cosas que hacer; de seguro que hay cosas en nuestra vida que no entendemos y quisiéramos unas cuantas respuestas ya ahora.

Cristo, en este Evangelio, nos llama a unir toda nuestra vida a su sacrificio en la cruz. Por lo tanto, no hay ningún aspecto que no desee ver unido a Él. Jesús quiere ser el centro, el modelo y ejemplo de nuestra vida hasta en los detalles más pequeños. Y estar aquí es un momento muy importante que no está exento de cruz.

Cristo nos invita a toma la cruz de cada día ahora, en este momento. A decir un primer «sí». Pongamos primero nuestros cansancios, la aburrición (si la hay) y las cosas que nos preocupan, en sus manos. Esta es la parte de negarse a sí mismo. Luego tomemos nuestra cruz, es decir: digamos que «sí». Digamos que aceptamos estar cansados y preocupados, que todo vale la pena si podemos, aunque sea un minuto, estar con Él. Miremos qué hace: miremos cómo toma las preocupaciones y sonríe. Miremos cómo nos acompaña mientras camina.

Qué bueno sería que pudiéramos repetir este ejercicio cada vez que algo nos costara. Pero, aunque se nos olvide, Jesús está feliz de vernos en este momento aceptando su voluntad. Porque seguir la voluntad del Padre en el aquí y en el ahora, es lo más importante.

«Una multitud formada por individuos que solo miran sus propias necesidades sin darse cuenta de los demás y, por lo tanto, nunca descubren el sabor pleno de la vida. El individualismo impide la felicidad plena, porque excluye al otro del horizonte. Cuando sigo ciego ante el sufrimiento y la fatiga de los demás, en realidad estoy ciego ante lo que podría hacerme feliz: no se puede ser feliz solo. Jesús dice en el Evangelio con una frase lapidaria:

“¿De qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?”».

(Discurso de S.S. Francisco, 16 de marzo de 2019).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Durante el día encontraré dos momentos para agradecer al Señor el don de su presencia en mi vida.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Pueden los cristianos perder su salvación?

Si la salvación estuviera asegurada por un acto de fe, en vano serían todas las advertencias que Cristo nos hizo, respecto a estar preparados para cuando nos llegue el momento de la muerte.

Mientras analizaba algunas objeciones que un apologeta protestante hacía del purgatorio, surgió un tema que me parece oportuno tratar, porque está muy relacionado con aquel, el del purgatorio, este tema se resume en la pregunta: ¿Pueden los cristianos que han sido justificados por la fe perder su salvación?

La primera vez que empecé a reflexionar en serio sobre esto fue durante uno de mis primeros empleos, cuando platicando con una amiga evangélica, me decía que yo había entendido la Biblia incorrectamente, y que una vez alguien ya ha aceptado a Cristo como su salvador, ya esta salvado no importa lo que hiciese en adelante. "¿Aunque peque gravemente?" le pregunté, y me dijo: "Sí, aunque peque, porque Cristo ya ha muerto por sus pecados y ha pagado por ellos" .

Debo confesar que la idea me pareció muy atractiva. Pensé: "sería maravilloso que en verdad fuese cierto", pero el problema es que no me parecía que esto estuviera de acuerdo con lo que había leído en la Biblia. Había sido formado en un Colegio Católico donde leíamos diariamente la Biblia, además de todas las lecturas que se hacían cada domingo en la Misa dominical, por lo que ya al finalizar el bachillerato conocía muy bien todo el evangelio. Luego durante la Universidad me había formado con un grupo de universitarios en el seminario, y aunque no nos formaron en apologética, profundizamos todavía más en el conocimiento de la Biblia.

Sí, hubiese sido fácil abrazar esa doctrina tan atractiva. No tendría que preocuparme más por mí salvación, podría dedicarme a disfrutar de la vida e incluso hasta caer en alguna que otra tentación sin preocuparme que me sorprendiera la muerte, ya que después de todo, mi futuro eterno no estaba en juego. Pero algo en mí decía que eso no encajaba. Pensé: "¿Y si se equivoca?". Menudo lío.

El primer pasaje que me venía a la mente era Mateo 7,21: "No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial". Así, mientras de sus palabras se entendía que con sólo decir "Señor Señor" bastaba, eso no era lo que había dicho Jesús. Eso sin contar que su razonamiento carecía de toda lógica: ¿qué sucede si alguien luego de que ha abrazado la fe se desvía y roba, asesina, viola o comete otros crímenes y finalmente muere sin arrepentirse? ¿Cómo es posible que se salve?. Mi amiga respondía que la salvación era un regalo de Dios, y como no se hacía nada para ganarla, tampoco podía hacer nada para perderla. Ese razonamiento también me parecía absurdo, pues que alguien me regale algo no me obliga a conservarlo, ni me impide desecharlo. Además, la Biblia es bien clara en que los que cometen esos pecados no se salvarán:

"¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios" (1 Corintios 6,9-10)

Recientemente leyendo los argumentos del apologeta protestante en el debate del purgatorio, recordé muchos de los argumentos que esta chica en su momento me planteaba y que yo fui estudiando y discerniendo. Intentaré aquí hacer un pequeño resumen de ellos:

El que cree en Cristo tiene vida eterna

La mayoría de las personas que han abrazado la idea de que la salvación no se puede perder, generalmente se basan en los textos bíblicos donde se nos dice que al creer en Cristo tenemos vida eterna:

"Les escribo estas cosas a ustedes que creen en el nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna" (1 Juan 5,13)

"El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Juan 3,36)

"Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna." (Juan 3,16)

"En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (Juan 5,24)

El razonamiento protestante es bastante simple. Ellos entienden que si el que cree (en presente) tiene vida eterna (desde ese momento), ya está salvado, porque la palabra "eterna" como su nombre lo indica, es para siempre. Visto de esta manera no habría mucho que discutir, y por eso, una buena cantidad de hermanos evangélicos se conforman con estos textos para estar seguros de que no importa lo que hagan, ya han asegurado su salvación.

Sin embargo, hay varios puntos que generalmente les pasan desapercibidos. En primer lugar, que el verbo "creer" está conjugado en tiempo presente y expresa una acción en progreso en el tiempo.

¿Qué quiere decir esto?. Que el texto debe entenderse de esta manera: "Todo el que en Él cree (mientras cree - en presente) tiene vida eterna". Si se hubiese conjugado en tiempo aoristo, el cual hace referencia a un punto específico en el tiempo, mi amiga evangélica hubiese tenido razón, por ejemplo, si Cristo hubiese dicho:

"Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único, para que todo el que en él CREYÓ (aoristo), tuviese vida eterna"

Y tendrían razón, porque se habría establecido que sólo con el acto de haber creído en algún momento en el tiempo, ya se tendría vida eterna. Sin embargo, esas no fueron las palabras de Cristo, sino estas:

"Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único, para que todo el que en él CREA (presente), tenga vida eterna"

Por lo tanto, el tener vida eterna (en presente) está condicionado a creer (en presente). Si se deja de creer, ya la promesa de Cristo no aplica, porque no prometía vida eterna por haber creído, sino por creer (presente progresivo), o lo que es lo mismo, mantenerse creyendo.

Otro punto que pasan por alto, es que aquí creer no se refiere meramente a un asentimiento mental, sino que este "creer" está generalmente asociado a la obediencia. De allí que Jesús aclarara que no solo basta decir "Señor Señor" sino también "hacer" la voluntad del Padre. En la epístola a los Hebreos se nos dice que Cristo "se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hebreos 5,9).

San Pablo aclara: "Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu" (Romanos 8,1), lo que deja claro que andar en Cristo, está íntimamente ligado a la obediencia.

¿Y cómo podemos comprobar que esto es cierto?. Lo vemos en la forma en que en la Biblia se utiliza la expresión "vida eterna" . Por ejemplo, cuando Juan nos habla de alguien que ha comenzado a odiar a su hermano, y por ese pecado ya no tiene vida eterna "permanente" en él:

Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Juan 3,15)

La idea se entiende sin dificultad: alguien puede haber creído, pero si se aparta de Dios y comienza a odiar a su prójimo, ya deja de creer (presente) y ser fiel a Él, y por tanto, deja de tener (presente) vida eterna. De allí que esta vida eterna deja de ser permanente, porque está condicionada a la fidelidad. Lo mismo aplica a cualquier pecado mortal que interrumpa la comunión de la persona con Dios.

Esta idea de la necesidad de creer para salvarse, no como un asentimiento mental de un momento en el tiempo (aoristo), sino de un presente progresivo, se encuentra diáfana en otros textos bíblicos:

"Él os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de El; con tal que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis" (Colosenses 1,22-23)

"Pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza" (Hebreos 3,6)

Visto de esta manera, armoniza perfectamente con el resto de los textos de la Escritura, donde se exige fidelidad hasta el final para salvarse, y no un mero acto de haber creído:

"Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mateo 24,12-13)

"…Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida" (Apocalipsis 2,10)

"Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, …Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden" (Juan 15,2.6)

"¿cómo saldremos absueltos nosotros si descuidamos tan gran salvación? La cual comenzó a ser anunciada por el Señor, y nos fue luego confirmada por quienes la oyeron" (Hebreos 2,3)

"Así pues, considera la bondad y la severidad de Dios: severidad con los que cayeron, bondad contigo, si es que te mantienes en la bondad; que si no, también tú serás desgajado" (Romanos 11,22)

"Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado" (1 Corintios 9,25-27)

"Pues más les hubiera valido no haber conocido el camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto que le fue transmitido. Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: "el perro vuelve a su vómito" y "la puerca lavada, a revolcarse en el cieno"." (2 Pedro 2,21-22)

"El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus Ángeles." (Apocalipsis 3,5)

En el Antiguo Testamento también encontramos la misma idea. Por un lado se nos dice que Abraham fue justificado por la fe, pero luego se nos dice que fue justificado por su obediencia. Además de eso, Dios deja meridiamenente claro que cuando el justo se aparta de la justicia perece:

"Cuando yo dijere al justo: De cierto vivirás, y él confiado en su justicia hiciere iniquidad, todas sus justicias no serán recordadas, sino que morirá por su iniquidad que hizo…. Cuando el justo se apartare de su justicia, e hiciere iniquidad, morirá por ello." (Ezequiel 33,13-18)

Si no se entiende esto, se cae en el error del apologeta protestante del debate del purgatorio, que se inventa dos juicios distintos: uno para los no creyentes, donde se juzgan para ser condenados, y otro para los creyentes, en los cuales no se juzgan ellos sino sus obras, y en caso de que sus obras no pasen la prueba, lo más que perderán serán "sus recompensas".

¿Qué creían sobre esto los primeros cristianos?

Pero si estos textos son bastante claros, y no tendrían sentido si la salvación estuviese asegurada, también me llamó la atención darme cuenta de que ésta idea fue totalmente ajena al cristianismo primitivo. Ya en la Didaché, que es el escrito cristiano no canónico más antiguo (año 60) contemporáneo a los evangelios, se escribe: "Porque de nada os servirá todo el tiempo de vuestra fe, si no sois perfectos en el último momento" (La Didaché 16,2). San Clemente Romano, ordenado por el propio San Pedro, en el año 96 escribe: "Por nuestra parte, luchémonos por hallarnos en el número de los que le esperan, a fin de ser también participes de los dones prometidos. Mas ¿cómo lograr esto, carísimos? Lo lograremos a condición de que nuestra mente esté fielmente afianzada en Dios; a condición de que busquemos doquiera lo agradable y acepto a Él; a condición, finalmente, de que cumplamos de modo acabado cuanto dice con sus designios irreprochables y sigamos el camino de la verdad".

(Clemente Romano, Carta a los Corintios, 35,4-8) y la misma idea de mantenerse fiel hasta el final para salvarse mantiene a lo largo de toda su epístola. San Policarpo, discípulo del apóstol San Juan escribe: "el que a Él le resucitó de entre los muertos, también nos resucitará a nosotros, con tal que cumplamos su voluntad y caminemos en sus mandamientos" (Policarpo, Carta a los Filipenses 2). San Ignacio de Antioquía, discípulo de San Pedro y San Pablo, afirma que no basta solo tener fe sino perseverar en ella hasta el final (Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios, 14,1-2). El pastor de Hermas, datado a mediados del siglo II nos habla de una visión donde ve a cristianos que habían creído pero pierden su salvación al apartarse del camino de la fe y la obediencia (El Pastor de Hermas, Visión tercera, 7). Y junto con ellos, San Justino Martir (siglo II), San Ireneo de Lyon (Siglo II), San Teófilo de Antioquía (siglo II), entre muchos otros.

Llega la Reforma protestante

De esta manera, nadie creyó este despropósito hasta la llegada de Martín Lutero, quien al no poder vivir una vida virtuosa, encontró consuelo en esta interpretación novedosa de las Escrituras, que fue abrazada por todo el protestantismo. Posteriormente dentro de las filas protestantes, comenzaron a surgir voces que cuestionaron esta interpretación y se enfrentaron a los luteranos y calvinistas. Aunque en el Sínodo de Dort (año 1618) los calvinistas prevalecieron sobre los arminianos (que defendían entre otros puntos, que la salvación si se podía perder) ya hoy en día están en minoría.

Una doctrina muy peligrosa

El problema de esta doctrina es que expone al creyente a una falsa seguridad, y es que si la salvación ya estuviera asegurada, en vano serían todas las advertencias que Cristo nos hizo, respecto a estar preparados para cuando nos llegue el momento de la muerte.

"Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan." Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió: En verdad os digo que no os conozco". "Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora". (Mateo 25,1-13)

"Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa. Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre. "¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el señor puso al frente de su servidumbre para darles la comida a su tiempo? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. Yo os aseguro que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si el mal siervo aquel se dice en su corazón: "Mi señor tarda", y se pone a golpear a sus compañeros y come y bebe con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes." (Mateo 24,42-51)

Mi amiga evangélica hasta el final creyó que no podía perder su salvación. Estaba embarazada por haber tenido relaciones prematrimoniales cuando murió por un lamentable accidente. Ruego a Dios que esa falsa seguridad de salvación no le haya impedido hacer un acto de contrición perfecta antes de morir y obtenido el perdón de sus pecados.

Sugiero leer los siguientes artículos complementarios:

¿Salvado una vez para siempre?

¿Creían los padres de la Iglesia en la doctrina de la Sola Fides?

Dios es padre y nunca niega su paternidad

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta. 4 de febrero de 2020

En su homilía de la Misa celebrada en la Casa Santa Marta de este 4 de febrero, el Papa Francisco invitó a sentir la paternidad de Dios en los momentos difíciles de la vida y explicó que “nunca niega su paternidad”.

En esta línea, el Santo Padre recordó cuando Jesús lloró en Jerusalén “porque no dejamos que Él nos ame” y animó que “en el momento de la tentación, en el momento del pecado, en el momento en que nos alejamos de Dios, tratemos de escuchar esta voz: hijo mío, hija mía, ¿por qué?”.

“Nos hará bien en los malos momentos de nuestra vida -todos tenemos- momentos de pecado, momentos de alejamiento de Dios, el escuchar esta voz en el corazón: “hijo mío, hija mía, ¿qué estás haciendo? No te suicides, por favor. Morí por ti”, afirmó el Papa.

Al reflexionar en la Primera Lectura de la Liturgia del día del Segundo Libro del profeta Samuel que relata cuando el Rey David llora por su hijo Absalón, el Pontífice cuestionó por qué lloraba David por la pérdida de su hijo si “estaba en tu contra, te había negado, había negado tu paternidad, te insultó, te persiguió, más bien celebra, celebra porque has vencido” pero añadió que David solamente dice: “hijo mío, hijo mío, hijo mío” y lloraba.

“Este llanto de David es un hecho histórico, pero también es una profecía. Nos muestra el corazón de Dios, lo que el Señor hace con nosotros cuando nos alejamos de Él, lo que hace el Señor cuando nos destruimos con el pecado, desorientados, perdidos. El Señor es padre y nunca niega esta paternidad: hijo mío, hijo mío”, indicó.

En este sentido, el Papa Francisco señaló en su homilía que nosotros encontramos aquel llanto de Dios cuando vamos a confesar nuestros pecados, porque no es como “ir a la tintorería” a quitar una mancha, sino a “ir del padre que llora por mí, porque es padre”.

Por último, el Pontífice explicó que así como David hubiera querido morir en lugar de su hijo, en Dios “se hace realidad” al haber dado la vida en la Cruz por nosotros.

“Es tan grande el amor de padre que Dios tiene por nosotros que murió en nuestro lugar. Se hizo hombre y murió por nosotros. Cuando miramos el crucifijo, pensemos en esto ‘hubiera muerto en lugar de ti’. Y escuchemos la voz del padre que en el hijo nos dice: ‘hijo mío, hijo mío’. Dios no niega hijos, Dios no negocia su paternidad”, concluyó.

Lectura comentada por el Papa Francisco:
II Samuel 18:9-10, 14, 24-25, 30-19:3

9 Absalón se topó con los veteranos de David. Iba Absalón montado en un mulo y el mulo se metió bajo el ramaje de una gran encina. La cabeza de Absalón se trabó y quedó en la encina colgado entre el cielo y la tierra, mientras que el mulo que estaba debajo de él siguió adelante. 10Lo vio un hombre y se lo avisó a Joab diciendo: «He visto a Absalón colgado de una encina.» 14 Respondió Joab: «No voy a estarme mirando tu cara.» Y tomando tres dardos en su mano los clavó en el corazón de Absalón, que estaba todavía vivo en medio de la encina. 24Estaba David entre las dos puertas. El centinela que estaba en el terrado de la puerta, sobre la muralla, alzó la vista y vio a un hombre que venía corriendo solo. 25Gritó el centinela y se lo comunicó al rey y el dijo: «Si viene solo, hay buenas noticias en su boca.» Mientras éste se acercaba corriendo. 30El rey dijo: «Pasa y ponte acá.» El pasó y se quedó. 31Llegó el kusita y dijo: «Recibe, oh rey mi señor, la buena noticia, pues hoy te ha liberado Yahveh de la mano de todos lo que se alzaban contra ti.» 32 Dijo el rey al kusita: «Está bien el joven Absalón?» Respondió el kusita: «Que les suceda como a ese joven a todos los enemigos de mi señor el rey y a todos los que se levantan contra ti para hacerte mal.» 1 Entonces el rey se estremeció. Subió a la estancia que había encima de la puerta y rompió a llorar. Decía entre sollozos: «¡Hijo mío, Absalón; hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!» 2 Avisaron a Joab: «Mira que el rey está llorando y lamentándose por Absalón.» 3 La victoria se trocó en duelo aquel día para todo el pueblo, porque aquel día supo el pueblo que el rey estaba desolado por su hijo.

¿Vale la pena casarse?

Muchos jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos

Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una justificación sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente.

Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al matrimonio todo su sentido:

a) la admisión del divorcio elimina la seguridad de que se luchará por mantener el vínculo;
b) la aceptación social de «devaneos» extramatrimoniales suprime la exigencia de fidelidad; y
c) la difusión de contraceptivos desprovee de relevancia y valor a los hijos.

¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión conyugal?, ¿qué de la arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué objeto «pasar por la iglesia o por el juzgado»? Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta primacía del amor habría que comenzar por darles la razón… para después hacerles ver algo de capital importancia: que es imposible quererse bien, a fondo, sin estar casados.

Hacerse capaz de amar

Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de sostener no es nada extraño. En todos los ámbitos de la vida humana hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más gratificante y difícil de nuestras actividades? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es cierto. Para poder querer de veras hay que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta.

Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real y efectiva. Nuestra cultura no acaba de entender el matrimonio: lo contempla como una ceremonia, un contrato, un compromiso… Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre. En su esencia más íntima, la boda constituye una expresión exquisita de libertad y amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable, por el que dos personas se entregan plenamente y deciden amarse de por vida. Es amor de amores: amor sublime que me permite «amar bien», como decían nuestros clásicos: fortalece mi voluntad y la habilita para querer a otro nivel; sitúa el amor recíproco en una esfera más alta. Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de donación total, estaré imposibilitado para querer de veras a mi cónyuge: como quien no se entrena o no aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo.

A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y embajadoras?», Bismark le respondió: «¿Olvidas que te he desposado para amarte?». Estas palabras encierran una intuición profunda: el «para amarte» no indica una simple decisión de futuro, incluso inamovible; equivale, en fin de cuentas, a «para poderte amar» con un querer auténtico, supremo, definitivo.

Casarse o «convivir»

No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene claras manifestaciones en el ámbito psicológico. El ser humano sólo es feliz cuando se empeña en algo grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un varón o una mujer pueden hacer es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a amar cada vez mejor y más intensamente. En realidad, es lo único que merece nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan sólo un medio para conseguirlo.

Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones para consagrarme sin reservas a la tarea de amar. Por el contrario, si simplemente vivimos juntos, y aunque no sea consciente de ello, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, a «defender las posiciones» alcanzadas, a no «perder lo ganado».

Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede romperse en cualquier momento. No tengo certeza de que el otro se va a esforzar seriamente en quererme y superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿por qué habría de hacerlo yo? No puedo bajar la guardia, mostrarme de verdad como soy… no sea que mi pareja advierta defectos «insufribles» y decida no seguir adelante. Ante las dificultades que por fuerza han de surgir, la tentación de abandonar la empresa se presenta muy cercana, puesto que nada impide esa deserción…

En resumen, la simple convivencia sin entrega definitiva crea un clima en el que la finalidad fundamental y entusiasmante del matrimonio —hacer crecer y madurar el amor y, con él, la felicidad— se ve muy comprometida.

¿Amor o «papeles»?

Todo lo cual parece avalar la afirmación de que «lo importante» es quererse. Me parece correcto. El amor es efectivamente lo importante. No hay que tener miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin donación mutua y exclusiva, sin casarse. Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante… pero, en cuanto confirmación externa de la mutua entrega, resultan imprescindibles.

¿Por qué?

Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras: la familia es -¡debería ser!- la clave del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad: es indispensable, por tanto, que se sepa que otra persona y yo hemos decidido cambiar de estado y constituir una familia.

Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio -ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y amigos, participaciones del acontecimiento, anuncio en los medios si es el caso, etc.- deriva de la enorme relevancia que lo que están llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi vida para mejor, si me va a permitir algo que es una auténtica y maravillosa aventura… me gustará que quede constancia: igual que anuncio con bombo y platillo las restantes buenas noticias. Igual, no. Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse: me pone en una situación inigualable para crecer interiormente, para ser mejor persona y alcanzar así la felicidad. ¿Cómo no pregonar, entonces, mi alegría?

¿Anticipar el futuro?

Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida, si no sé lo que ésta me deparará?, ¿cómo puedo estar seguro de que elijo bien a mi pareja?

A todos ellos les diría, antes que nada, que para eso esta el noviazgo: un período imprescindible, que ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común.

Después, si soy como debo ya sé bastante de lo que pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para querer a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Y si ese propósito es serio, será compartido por el futuro cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces es muy difícil que el matrimonio fracase.

Observar y reflexionar

Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge. Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con aquella persona; también, y antes, cómo actúa en su trabajo, trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus impulsos sexuales (porque, de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra); si me gustaría que mis hijos se parecieran a él o a ella… porque de hecho, lo quiera o no, se van a parecer; si sabe estar más pendiente de mi bien (y del suyo) que de sus antojos…

En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta; y en tercer lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá valor cuando concuerde con su conducta.

Relaciones anti-matrimoniales

Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera una mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir un tiempo juntos, con todo lo que esto implica?

Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara. Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia a que acabo de aludir nunca -nunca!- produce efectos beneficiosos. Por ejemplo: a) los divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio; b) las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente y a ojos vista… desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados e irritables…

La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sólo sabe hablar un idioma: el de la entrega plena y definitiva.

Mas en las circunstancias que estamos considerando esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida. Surge así un ruptura interior en cada uno de los novios, que se manifiesta psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores, suspicacias… que acaban por envenenar la vida en común.

De ahí que a este tipo de relaciones, en contra del uso habitual, prefiera llamarlas «anti-matrimoniales».

Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la «capacidad sexual» de sus componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales, suman unos pocos minutos a la semana!

Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo en los demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan directamente con nosotros: reflexionar sobre el modo cómo se comporta en su familia, en el trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos. Si en esas circunstancias es generoso, afable, paciente, servicial, tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor al engaño, que a la larga esa será su actitud en las relaciones íntimas. Mientras que la «comprobación directa», e incluso la forma de tratarnos, por responder a una situación claramente «excepcional» -el noviazgo- no sólo no proporciona datos fiables sobre su vida futura, sino que en muchos casos más bien los enmascara.

¿Probar a las personas?

Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado «probar» a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de ordenadores. A las personas se las respeta, se las venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se juega -como decía Marañón- a cara o cruz, el porvenir del propio corazón».

Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no sólo crea un permanente estado de tensión difícil de soportar, sino que se opone frontalmente al amor incondicionado que está en la base de cualquier buen matrimonio.

A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede (es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario) hacer esa prueba, porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es posible hacerlo!, como ya apunté.
Pero esta es una cuestión de tanta trascendencia que quizá merezca, íntegro, un nuevo escrito.

¿Por qué la Eucaristía es una fiesta según los católicos?

La Eucaristía es una fiesta, pero una fiesta del todo particular

Pregunta:

Me llamo Sara y soy ‘librepensadora’ es decir, no tengo una religión en específico, me gustaría saber, porque me llamó la atención, ¿por qué ustedes dicen que la misa o ‘eucaristía’ es una fiesta? Cuando yo fui a una misa no me pareció. Gracias.

Respuesta:

El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña que: «La Eucaristía es el sacrificio del mismo Cuerpo y de la Sangre del Señor Jesús, que Él instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda venida, el sacrificio de la cruz, confiando así a la Iglesia el memorial de su Muerte y Resurrección. Es signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida eterna» (n. 271).

La Eucaristía es, pues, una fiesta, pero una fiesta del todo particular. En primer lugar, porque Jesús la instituyó en el marco de las fiestas pascuales de los judíos, por las que hacían memoria (celebraban) la liberación de la esclavitud de Egipto.

Lo que se festeja son las hazañas de Dios en su Pueblo, las magnalia Dei. La Pascua se festejaba mediante el sacrificio del Cordero Pascual y una Cena, que es comunión o participación de dicho sacrificio. En la Santa Misa están también estos dos aspectos, el de Sacrificio (el mismo de Cristo en la Cruz por el que nos liberó de la esclavitud del pecado) y el de Banquete, por eso comemos el Cuerpo de Cristo ofrecido en el altar. De manera que el altar es al mismo tiempo, ara del sacrificio, y mesa de la Cena Pascual católica. Seguramente a Usted no le habrá parecido fiesta, precisamente por el carácter de sacrificio, que perpetúa la muerte de Cristo, y esto es un muy buen signo de la adecuada celebración de la Santa Misa, del respeto de su esencia. La liturgia de la Misa (ya desde los inicios del cristianismo) no se redujo a una imitación crasa de la Cena del Señor –y, por tanto, a un banquete-, sino que mantuvo la forma de una comida, pero estilizada de tal modo, que ya no puede hablarse de una «comida normal», sino sólo «simbólica» (al modo sacramental), permaneciendo así abierta a un significado más profundo, que es el del mismo Sacrificio de la Cruz. Esto se pone de manifiesto en la postura de los fieles, que de estar sentados para la liturgia de la Palabra, se ponen de pie cuando comienza la liturgia de la Eucaristía, «lo cual ciertamente no puede significar el pasaje a una comida normal» (J. RATZINGER, La festa della fede, Jaca Book, Milano 2199046). La estilización hace que el pan pueda llamarse «hostia», la mesa transformarse en altar, el dueño de casa (que en las fiestas judías presidía el rito) ahora sea un sacerdote (puesto que se trata de un verdadero y propio sacrificio), los saludos se realicen con fórmulas solemnes, etc.

Sin embargo, al mismo tiempo celebramos la victoria de Cristo, es decir, su resurrección y su paso (que eso significa ‘pascua’) al Padre. Por eso, para los cristianos, el Domingo, Día del Señor, día en que resucitó Cristo, es «la fiesta primordial», y de este Misterio (el misterio pascual) deben nacer entre nosotros las fiestas, ya que la auténtica fiesta debe nacer del culto, es decir, en la alabanza tributada al Creador por la bondad de la existencia, ya que el séptimo día ‘Dios vio que todo era bueno….y descansó (Gn 1,31; 2, 2-3). San Agustín enseña que el culto tiene lugar mediante ‘el ofrecimiento de alabanza y acción de gracias’ (‘Eucaristía’ quiere decir eso, acción de gracias, o buena gracia), y siendo el acto principal de culto el sacrificio, se constituye así en el alma de la fiesta. Los cristianos nos adentramos mediante la Misa en la fiesta eterna, con la esperanza de ir, como decía San Atanasio, «de fiesta en fiesta hacia la Fiesta», esto es, de domingo a domingo, primer día de la semana, día de la Creación de la Luz, día de la nueva creación -resurrección- de Cristo, Luz del mundo, hacia el Domingo eterno, el octavo día, el día que no conoce ocaso.

De la resurrección del Señor y del Domingo, toma también participación toda otra fiesta, ya que el motivo de la fiesta es la alegría: «Fiesta es alegría y nada más», decía San Juan Crisóstomo. Pero la alegría supone un fundamento, algo de qué alegrarse: es la respuesta de un amante a quien ha caído en suerte aquello que ama. Alguien se alegra porque posee el bien que le es conveniente, o realmente, o en esperanza, o al menos en la memoria. Y sólo se alegra verdaderamente el que se alegra en el amor: «Donde se alegra la caridad, allí hay festividad», decía el mismo Crisóstomo. Por eso no hay motivo mayor de alegría que la Resurrección del Señor, porque su triunfo es nuestro triunfo, su victoria es nuestra victoria. Este es el fundamento objetivo por el que la liturgia cristiana es una fiesta, y se diferencia de todo otro culto, y de los «party» mundanos. «La fiesta presupone un autorización a la alegría; esta autorización es válida sólo si está en grado de hacer frente a la respuesta sobre la muerte (…); la resurrección de Cristo da la autorización a la alegría buscada en toda la historia y que ninguno estaba en grado de conferir. Por eso, la liturgia cristiana –Eucaristía- es, por naturaleza, fiesta de la resurrección, Mysterium Paschae» (J. RATZINGER, op. cit., 62-63).

En la Misa se muestran los matices de sacrificio (inmolación, muerte, ofrecimiento) y Resurrección (fiesta, alegría). Son matices; a veces se resalta más un aspecto, a veces otro, a veces hay un equilibrio. Pero de todos modos, hay que tener en cuenta que se trata de una fiesta sagrada, y por tanto no es como una fiesta de cumpleaños o un aniversario, sino que es una fiesta en la que el festejado es Dios, por la Creación y porque envió a su Hijo Único para salvarnos (re-creación), y el modo de entrar en unión con Él es a través de los misterios, es un modo sacramental. Por lo tanto, habrá fiesta y alegría, pero mesurada, contenida, o, mejor, sublimada en el espíritu; no habrá una fiesta en la que se produzca un éxtasis o exacerbación de los sentidos, al modo dionisíaco, o en el que hay una alienación del hombre (que busca evadirse en su desesperación por no poder dar respuesta a la realidad de la muerte), sino que el modo de festejar es «en espíritu y en verdad», lo que no quita que festejemos también con nuestra sensibilidad, más aún, el corazón y todos nuestros afectos, y todo nuestro cuerpo, se espiritualiza y se eleva a Dios, como se dice en la Misa: «sursum corda», «levantemos el corazón».

A quien le interese profundizar en el tema, le recomiendo la lectura de dos libros del Card. Ratzinger, actual Papa Emérito Benedicto XVI: Un canto nuevo para el Señor. La fe en Jesucristo y la liturgia hoy, y, sobre todo el arriba citado, La fiesta de la fe. Se puede leer también con mucho provecho el libro de Joseph Pieper, Sobre una teoría de la fiesta; de Romano Guardini, Preparación para la celebración de la Santa Misa, y la estupenda Carta Apostólica de Juan Pablo II, Dies Domini, sobre la santificación del día domingo.

Mudos ante Dios

La oración es un diálogo, una conversación con Dios.

Decía Juan XXIII: “El que no ora es un mudo ante Dios”. Cuando se tiene la experiencia de estar en un país donde no se conoce el idioma o la cultura, muchas veces uno pasa la mayor parte de su tiempo en silencio. Se puede estar en Roma en un restaurante y mientras todos ríen uno intenta comer la pasta a la italiana sin mancharse. Es hacer la experiencia de un mudo.

Esto mismo puede pasar en la oración, como dice la frase del Papa Roncalli: “El que no ora es un mudo ante Dios”.

La oración, como enseña la doctrina católica, es una conversación, un diálogo; con la característica especial de que este coloquio es con Dios. Quien no reza puede ser considerado un mudo para Dios, pues no habla con Él.

Hay personas que son mudas porque nunca oran y otras lo son porque no saben hacerlo. El problema de mudez de estas últimas no es que no dediquen tiempo a rezar, sino que lo hacen mal.

Por eso es necesario darse cuenta de que la oración es un lenguaje, un idioma que nos urge aprender. Con el inglés nos comunicamos casi en cualquier parte del mundo, con el chino con más de una sexta parte de la población mundial, pero con la oración podemos hablar nada más y nada menos que con el mismísimo Dios. ¿A quién, que sea medianamente inteligente y humilde, no le interesa hablar el mismo idioma que habla Dios?

En la vida cotidiana una conversación requiere un idioma común, un lenguaje comprendido por los dos interlocutores, un cierto ámbito de entendimiento común. Es muy difícil hablar de física cuántica con un ama de casa, ni de relatividad con un tendero.

Recordemos dos características importantes de este idioma, llamado oración, con el que podemos platicar con Dios y que son indispensables para “hablarlo” correctamente: el amor y la humildad.

El amor como condición para la oración lo explica el mismo Cristo en el evangelio. “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).

Es importante notar que primero hay que ir a pedir perdón para después acercarse a la presencia de Dios y ser escuchado. ¿Por qué es condición, para una buena oración, el amor a nuestro próximo? Jesucristo en el evangelio identificó el amor a Dios con el amor al próximo. Si no somos capaces de hablar con nuestro hermano y decirle “perdón” ¿cómo queremos decirlo a Dios? ¿Podemos decir a Dios “Te quiero” si no amamos a nuestros hermanos, a sus hijos? Cuando no se ama al próximo no se ama a Dios y ¿cómo quieres hablar con una persona a la que no amas?

La humildad es otro elemento fundamental, por desgracia muy olvidado. No es raro encontrar personas que han abandonado la oración después de haber sido antes cristianos fervorosos. Muchos de ellos afirman haber confiado en el poder de pedir a Dios gracias y favores en la oración pero, al no conseguir lo que reclamaban, llegan a la conclusión de que rezar no sirve para nada, de que Dios no nos escucha.

¿Qué pasó? Estas personas no sabían orar. Pensaban que la oración cristiana era arrodillarse y pedir hasta sacarle a Dios lo que querían. Cuando los discípulos le dijeron a Jesús “Señor, enséñanos a orar”, Jesús les dijo: “Cuando oréis decid: Padre nuestro que estás en el cielo… hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. He aquí un detalle importante. No decimos: “Haz mi voluntad en la tierra como en el cielo”. Esta última parece ser la actitud de fondo que tienen muchos cristianos que han dejado la oración por considerarla ineficaz, pero esto es un gran error. El objetivo de la oración no es hacer que Dios quiera lo que yo quiero, sino querer lo que Dios quiere. Si pedimos algo debemos siempre tener presente esa segunda parte de la oración de Jesús en el huerto de los olivos: “pero no se haga mi voluntad sino la Tuya”. Hay que pedir con insistencia, pero con humildad.

Puede surgir la pregunta: si no se tienen estas disposiciones ¿la oración es escuchada o no? Seguramente Dios escucha, pero hay una gran diferencia entre balbucear un idioma y dominarlo, entre ser un mendigo que puede hablar y ser mudo. Mientras mejor se sepa orar, más fácilmente se podrá comunicar con Dios y recibir lo que se pide.

El ejemplo del idioma no se refiere sólo a palabras y lenguaje externo, sino que engloba todo ese espacio en el que el alma se comunica con Dios y que va mucho más allá de lo corporal. Dos enamorados no necesitan de las palabras para demostrarse el amor, basta muchas veces una mirada, un gesto, un simple pensamiento.

Es importante aprender a orar con estas dos características, que son como la sintaxis y la gramática de este lenguaje que nos permite conversar con Dios y que no es simplemente sentarse a repetir rezos de labios para afuera. Es necesario meter el corazón con amor y humildad. De esta manera nunca experimentaremos esa sensación de frustración y aburrimiento de quien está en una conversación sin saber hablar el idioma.

Este amor sigue las conjugaciones del perdón, del sacrificio, de la renuncia, y llega a decirnos incluso “haced el bien a quienes os injurian”. Cuando nuestras acciones y actitudes no son estas, o peor aún, son totalmente contrarias a las enseñanzas de Cristo, entonces podemos decir que no hablamos el mismo lenguaje de Dios. Es decir, hablar el lenguaje de Dios es tener sus criterios, sus actitudes, su forma de actuar como el modelo a seguir en nuestra vida. Quien no quiera ser un mudo en la oración y sentir que aunque necesita muchas cosas no recibe nada, es necesario que tenga o al menos busque tener los mismos sentimientos de Cristo, hablar el idioma de Dios. El evangelio nos da un ejemplo. Incluso aunque no supiéramos hablarlo, la condición mínima es querer aprenderlo. Dios se encargaría de enseñárnoslo. Si no tenemos esta sintonía el diálogo con Dios se hace imposible pues mientras Dios pide una cosa, nuestra vida corresponde a otra.

Francisco: Ser pobres “nos abre el camino del reino de los cielos”

Palabras en español

FEBRERO 05, 2020 10:23 LARISSA I. LÓPEZAUDIENCIA GENERAL

(ZENIT – 5 febrero 2020).- “Ser pobres nos libera del orgullo, del exigirnos ser autosuficientes y nos da derecho a pedir ayuda, a pedir perdón, tan difícil pedir perdón. Nos abre el camino del reino de los cielos”, dijo el Papa Francisco.

Hoy, 5 de febrero de 2020, en la audiencia general celebrada en el Aula Pablo VI, el Santo Padre ha continuado con el ciclo de catequesis sobre las bienaventuranzas. En concreto, se ha referido a la primera de ellas: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”.

Pobreza de espíritu

“San Mateo no se conforma con decir pobre, dando al término un sentido puramente económico o material, sino dice ‘pobre en el espíritu’”, indicó el Papa, sino que se refiere a ser, “pobre en lo más íntimo y profundo, allí donde todos debemos reconocernos incompletos y vulnerables, por mucho que nos esforcemos”.

“Paradójicamente es ahí donde está nuestra felicidad, nuestra bienaventuranza, pues negar esta realidad nos lleva por caminos de oscuridad, a odiar y odiarnos a causa de nuestros límites, a tratar de ocultarlos, a buscar con desesperación ser alguien, ser más todavía”, explicó el Pontífice.

Humildad y oración

Igualmente, señaló que el camino al reino de los cielos se encuentra en la humildad y en la oración, pues “nos ponemos delante de Dios y le pedimos que venga en nuestro auxilio, que no tarde en socorrernos, que manifieste su potencia, en el perdón y la misericordia”.

Y es ahí donde Jesús ha manifestado la fuerza de Dios, “no en el poder humano, en tener o aparentar, sino en el testimonio de un amor que es capaz de dar la vida y la verdadera libertad”, concluyó el Obispo de Roma.

Papa Francisco: ¿Te cuesta solicitar ayuda o pedir perdón y sufres?

Antoine Mekary | ALETEIA

Ary Waldir Ramos Díaz | Feb 05, 2020 Audiencia General, el Pontífice predicó sobre el significado de ser “pobres en el espíritu” y analizó el motivo por el cual muchas personas sienten desgaste espiritual y emotivo en nuestros días

El papa Francisco explicó hoy por qué es tan difícil pedir perdón o solicitar ayuda a los demás, habló del desgaste espiritual y emotivo que golpea en nuestros días, debido a la “fea enfermedad” del orgullo: “¡Y qué difícil es admitir un error!”. Lo explicó durante la audiencia general del miércoles, 5 de febrero de 2020, en el aula Pablo VI del Vaticano. 

Así, delató la obsesiva búsqueda de la autoafirmación, detrás de la panacea del éxito, el dinero y la fama. Además, reafirmó el beneficio evangélico de cultivar la pobreza de espíritu y de reconocer los propios límites y fragilidades.

El Obispo de Roma instruyó sobre el verdadero “poder” y la verdadera “libertad” de la fuerza interior “de reconocernos pobres, de aceptar nuestros límites, de sabernos necesitados de otro”. “Sólo así seremos capaces de acoger el amor que el Señor derrama en nuestros corazones”, afirmó. 

¿Qué significa ser pobre en el espíritu?

El pontífice prosiguió su ciclo de catequesis con la primera de las Bienaventuranzas del Evangelio de san Mateo: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”.

Francisco explicó que “San Mateo no se conforma con decir pobre, dando al término un sentido puramente económico o material, sino dice “pobre en el espíritu”, es decir, pobre en lo más íntimo y profundo”. Es decir, “reconocernos incompletos y vulnerables, por mucho que nos esforcemos”. 

“Paradójicamente es ahí donde está nuestra felicidad, nuestra bienaventuranza, pues negar esta realidad nos lleva por caminos de oscuridad, a odiar y odiarnos a causa de nuestros límites, a tratar de ocultarlos, a buscar con desesperación ser alguien, ser más

“Ser pobres nos libera del orgullo, del exigirnos ser autosuficientes y nos da derecho a pedir ayuda, a pedir perdón. Nos abre el camino del reino de los cielos”, añadió.

La autoafirmación

En su predicación lamentó: ¡Cuántas veces nos han dicho lo contrario! Tienes que ser alguien en la vida. Tienes que hacerte un nombre… Esto es lo que da lugar a la soledad y a la infelicidad: si tengo que ser “alguien”, estoy en competencia con otros y vivo en una preocupación obsesiva por mi ego”.

“Si no acepto ser pobre, odio todo lo que me recuerda mi fragilidad”. El Papa explicó que esta “fragilidad impide que yo sea una persona importante, un rico, no solo de dinero, de fama, de todo”. 

“Todo el mundo, delante de sí mismo, sabe que por mucho que lo intente, siempre permanece radicalmente incompleto y vulnerable. No hay maquillaje para tapar esta vulnerabilidad. Dentro de sí, cada uno de nosotros es vulnerable, debe entender dónde”.

El orgullo

Francisco ilustró que las personas sufren cuando rechazan sus propios límites. No se “digiere” el límite, anotó.  Las personas orgullosas no piden ayuda, no pueden pedir auxilio, no les nace el pedir ayuda, porque tienen que demostrar ser autosuficientes”. 

Al respecto, recordó las tres palabras claves para una vida feliz, incluso en pareja: “Permiso, gracias y disculpa” y que Francisco recuerda, cada vez que puede, a los recién casados tras las audiencias generales del miércoles. 

“Son palabras que provienen de la pobreza de cada uno….”, dijo. Un permiso para no ser molestos, un gracias para aceptar que se necesita del otro. La última palabra, indicó, es la más difícil, “por que el orgulloso no es capaz de decir: ¡disculpa!”. No lo hace porque “siempre tiene razón, no es pobre”.

El perdón

En cambio, “el Señor no se cansa de perdonar; somos nosotros los que desgraciadamente nos cansamos de pedir perdón”. “El cansancio de pedir perdón… ¡esta es una enfermedad muy fea!”, expresó. 

¿Por qué es difícil pedir perdón? “Porque humilla nuestra imagen hipócrita. Y sin embargo, vivir tratando de ocultar los propios defectos es agotador y angustiante”.  

“Jesucristo nos dice: ser pobre es una ocasión de gracia; y nos muestra el camino para salir de esta fatiga. Se nos da el derecho de ser pobres de espíritu, porque este es el camino del Reino de Dios”, afirmó.

El Papa reiteró una cosa “fundamental”: “no debemos transformarnos para hacernos pobres de espíritu, ¡porque ya somos pobres!. Todos somos pobres de espíritu, mendigos. Es la condición humana”. 

El poder

Luego, habló del poder de Dios: el amor, el bien que reina eternamente. Un poder que los poderosos de la tierra muchas veces desconocen.  “¿En qué se ha mostrado Cristo poderoso?”, preguntó. Cristo “fue capaz de hacer lo que los reyes de la tierra no hacen: dar su vida por los hombres. Este es el verdadero poder.“El poder de la fraternidad, el poder de la caridad, el poder del amor, el poder de la humildad”. 

“En esto reside la verdadera libertad. Al servicio de esta libertad está la pobreza alabada por las Bienaventuranzas. Porque hay una pobreza que debemos aceptar, la de nuestro ser, y una pobreza que debemos buscar….para ser libres y poder amar”.  “Buscar la libertad del corazón, la que tiene raíces en nuestra propia pobreza”. 

La oración 

“En la humildad, en la oración, encontramos ese camino. Nos podemos delante de Dios y le pedidos que venga en nuestro auxilio, que no tarde en socorrernos, que manifieste su potencia, en el perdón y la misericordia”.  “Es ahí donde Jesús ha manifestado la fuerza de Dios, no en el poder humano, en tener o aparentar, sino en el testimonio de un amor que es capaz de dar la vida y la verdadera libertad”. 

Por último, el Papa saludó a los peregrinos: “Pidamos al Señor que nos dé la fuerza de reconocernos pobres, de aceptar nuestros límites, de sabernos necesitados de otro. Sólo así seremos capaces de acoger el amor que el Señor derrama en nuestros corazones y sentir la dicha de testimoniarlo ante el mundo. Que el Señor los bendiga”, concluyó.

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