Y cuantos le tocaron quedaron salvados
- 10 Febrero 2020
- 10 Febrero 2020
- 10 Febrero 2020
José Sánchez del Río, Santo
Mártir, 10 de febrero
Niño Mártir
Martirologio Romano: En Guadalajara, México, San José Sánchez del Río, de catorce años, mártir, que murió apuñalado dando vivas a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe, durante la Guerra Cristera († 1928).
Fecha de beatificación: 20 de noviembre de 2005, por el Papa Benedicto XVI, como parte de un grupo formado por él y otros 8 mártires méxicanos.
Fecha de canonización: 16 de octubre de 2016, por S.S. Francisco
Breve Biografía
Mártir con catorce años. Así se resume la vida de José Luis Sánchez del Río, quien fue beatificado junto a otros doce mártires por disposición del Papa Benedicto XVI.
Nacido en Sahuayo, Michoacán, el 28 de marzo de 1913, hijo de Macario Sánchez y de María del Río, José Luis fue asesinado el 10 de febrero de 1928, durante la persecución religiosa de México por pertenecer a «los cristeros», grupo numeroso de católicos mexicanos levantados en contra la opresión del régimen de Plutarco Elías Calles.
Un año antes de su martirio, José Luis se había unido a las fuerzas «cristeras» del general Prudencio Mendoza, enclavadas en el pueblo de Cotija, Michoacán.
El martirio fue presenciado por dos niños, uno de siete años y el otro de nueve años, que después se convertirían en fundadores de congregaciones religiosas. Uno de ellos revela el papel decisivo que tendría para su vocación el testimonio de José Luis, de quien era amigo.
«Fue capturado por las fuerzas del gobierno, que quisieron dar a la población civil que apoyaba a los cristeros un castigo ejemplar», recuerda el testigo que entonces tenía siete años. «Le pidieron que renegara de su fe en Cristo, so pena de muerte. José no aceptó la apostasía. Su madre estaba traspasada por la pena y la angustia, pero animaba a su hijo», añade.
«Entonces le cortaron la piel de las plantas de los pies y le obligaron a caminar por el pueblo, rumbo al cementerio --recuerda--. Él lloraba y gemía de dolor, pero no cedía. De vez en cuando se detenían y decían: "Si gritas ´Muera Cristo Rey´" te perdonamos la vida. "Di ´Muera Cristo Rey´". Pero él respondía: "Viva Cristo Rey"».
«Ya en el cementerio, antes de disparar sobre él, le pidieron por última vez si quería renegar de su fe. No lo hizo y lo mataron ahí mismo. Murió gritando como muchos otros mártires mexicanos "¡Viva Cristo Rey!"».
«Estas son imágenes imborrables de mi memoria y de la memoria del pueblo mexicano, aunque no se hable muchas veces de ellas en la historia oficial».
El otro testigo de los hechos fue el niño de nueve años Enrique Amezcua Medina, fundador de la Confraternidad Sacerdotal de los Operarios del Reino de Cristo, con casas de formación tanto en México como en España y presencia en varios países del mundo.
En la biografía de la Confraternidad que él mismo fundara, el padre Amezcua narra su encuentro --que siempre consideró providencial-- con José Luis.
Según comenta en ese testimonial, haberse cruzado con el niño mártir de Sahuayo --a quien le pidió seguirlo en su camino, pero que, viéndolo tan pequeño le dijo: «Tú harás cosas que yo no podré llegar a hacer»--, determinó su entrada al sacerdocio.
Más tarde, al seminario de formación de los Operarios en Salvatierra, Guanajuato lo bautizó como Seminario de Cristo Rey y su internado se llamó «José Luis», en honor a la memoria de este santo mexicano.
Los restos mortales de José Luis descansan en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús en su pueblo natal.
Aquí la historia del milagro aprobado para su canonización
El grupo de los 9 mártires beatificados por Benedicto XVI el 20 de Noviembre de 2005, es completado por:
Anacleto Gonzalez Flores, Laico, 1 abril
José Dionisio Luis Padilla Gómez, Laico, 1 abril
Jorge Ramon Vargas González, Laico, 1 abril
Ramón Vicente Vargas González, Laico, 1 abril
José Luciano Ezequiel Huerta Gutiérrez, Laico, 3 abril
José Salvador Huerta Gutiérrez, Laico, 3 abril
Miguel Gómez Loza, Laico, 21 marzo
Luis Magaña Servin, Laico, 9 febrero
José Sanchez Del Rio, Laico, 10 febrero
Ese mismo día también fueron beatificados los mártires:
Andrés Sola Molist, Sacerdote, 25 abril
José Trinidad Rangel Montano, Sacerdote, 25 abril
Leonardo Pérez Larios, Laico, 25 abril
Dario Acosta Zurita, Sacerdote, 25 julio
Santo Evangelio según san Marcos 6, 53-56. Lunes V del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Ayúdame, Señor, a nunca olvidar lo mucho que me amas, y que siempre tenga presente lo que has hecho por mí.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Marcos 6, 53-56
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos terminaron la travesía del lago y tocaron tierra en Genesaret.
Apenas bajaron de la barca la gente los reconoció y de toda aquella región acudían a él, a cualquier parte donde sabían que se encontraba, y le llevaban en camillas a los enfermos.
A dondequiera que llegaba, en los poblados, ciudades o caseríos, la gente le ponía a sus enfermos en la calle y le rogaba que por lo menos los dejara tocar la punta de su manto; y cuantos lo tocaban, quedaban curados.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Nuestros deseos nos impulsan a buscar lo que queremos; más aún, nuestros deseos nos muestran que hay algo que necesitamos saciar. Pero, para saciarnos de verdad, necesitamos ir a las raíces, necesitamos buscar con mayor profundidad.
Por esto el hombre está en constante búsqueda. Apenas ve una oportunidad, se lanza a encontrar respuestas. Pero parece que hay una oportunidad que ya no suele ser novedosa. Tenemos preguntas, pero parece que hay una respuesta tan clásica y repetida que ya no causa en nosotros el efecto de la primera impresión.
Hoy en día, una inmensa mayoría conoce el nombre de «Jesús». Este nombre tiene tanta fama, tantas historias; parece que es un nombre que se queda en anécdotas que se quedan en el pasado. Solamente oímos que este «Jesús» ha curado tantas enfermedades, oímos que ha solucionado tantos problemas y que ha sido buscado por tantas masas de personas. Oímos tanto de Él y por esto podemos experimentar este nombre como lejano y ajeno a nuestras vidas.
Pero la novedad es que este nombre toca nuestro presente. Toca la raíz de nuestros deseos. El único problema es que esto no parece tan evidente, pues estamos en lo más íntimo de nuestra persona. Él sale al encuentro, Él se acerca a nuestra realidad. Es importante reconocerle, pero no con el nombre que tan indiferentemente se repite, sino con el nombre que transmite una experiencia personal. No hace falta conocer el nombre que tanto se repite, sino que necesitamos reconocer que Él, Jesús, influye en cada una de nuestras vidas y que solo en Él se puede saciar el deseo más profundo y sincero que somos capaces de experimentar.
Jesús es respuesta, cercanía, tranquilidad; no es un sentimiento, no es un conjunto de ideas; simplemente es la persona que puede saciar nuestras necesidades y nuestros deseos más profundos.
«La gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, presentando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón».
(Homilía de S.S. Francisco, 13 de octubre de 2019).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy haré una visita al Santísimo y llamaré a Jesús como si fuese la primera vez.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
¿Cómo tocar el corazón de Dios con la oracion?
En la oración nos presentamos conscientes de nuestra debilidad, pero a la vez llenos de fe en el poder de Dios
La oración es acercarse a Jesús con humildad y tocarlo desde la fe. La oración llena de fe es "la debilidad" de Dios y la fuerza del hombre. Jesús no se resiste a hacer milagros cuando percibe una gran fe. No basta con tocar a Jesús, sino tocarlo con fe y experimentar cómo muchas virtudes, gracias, salen de Él para curar nuestro corazón y cuerpo.
"Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que no había podido ser curada por nadie, se acercó por detrás y tocó la orla de su manto, y al punto se le paró el flujo de sangre. Jesús dijo: «¿Quién me ha tocado?» Como todos negasen, dijo Pedro: «Maestro, las gentes te aprietan y te oprimen». Pero Jesús dijo: «Alguien me ha tocado, porque he sentido que una fuerza ha salido de mí». Viéndose descubierta la mujer, se acercó temblorosa, y postrándose ante él, contó delante de todo el pueblo por qué razón le había tocado, y cómo al punto había sido curada. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz". (Lucas 8,43-48)
Nuestra propia enfermedad debe ser presentada con fe y esperanza
La mujer hemorroisa sufría desde hacía 12 años esta enfermedad. No había encontrado remedio, se había gastado todo en doctores. Sólo le quedaba una esperanza, ese Jesús del que toda la gente hablaba. Debido a su enfermedad era impura y todo lo que tocase automáticamente se convertía en impuro. Vivía en una soledad total, separada de la sociedad, de su familia, 12 años queriendo "volver a vivir". Esta soledad, necesidad de vivir, de ser alguien, hizo que sin temor se acercase a Jesús. Percibía en Él alguien que podría devolverle la vida, que podría dar sentido a esta enfermedad y poder ser curada.
En la oración nos presentamos también enfermos, débiles, con temores, resistencias, profundas heridas que todavía sangran. Con facilidad buscamos en el mundo diversos “doctores” que nos puedan curar, distracciones, pasatiempos que en el fondo nos dejan igual y nos vamos desgastando. En la oración nos presentamos conscientes de esta debilidad, pero a la vez llenos de fe porque estamos ante el único que nos puede curar de raíz, el que puede devolvernos la vida, dar un sentido profundo y nuevo a nuestra existencia, a nuestra soledad. Este acto de fe y confianza son los pasos necesarios para llegar hasta el Maestro: "Creo en ti Señor, espero en tu amor, confío en ti, quiero amarte para vivir". Presentamos nuestra vida ante Él, nuestra debilidad, enfermedad, con fe y confianza para que Él nos cure.
Acercarse a Jesús con humildad, con la mirada siempre fija en su Amor y ternura
Con gran fe, se acercó a Jesús por detrás, y con delicadeza, consciente de su impureza, se atrevió a tocarle con fe la orla de su manto.
Cuando hay fe y amor, la oración se convierte en un buscar el bien de la otra Persona: acogerle, cuidarlo, amarlo. Esto es lo que hace la hemorroisa. No piensa en sí misma. No quiere "molestar" al Señor: con humildad se acerca por detrás y busca tocar tan sólo el borde de su manto. Esto sería suficiente. La fe no busca evidencia, no quiere tocar a toda costa, palpar como lo hizo Santo Tomás. Basta con un detalle, un gesto cercano y tierno. Es un decirle a Jesús: "no te quiero molestar, sé que me amas y con tocarte el borde del manto, te darás cuenta que te necesito, que estoy aquí, que te amo y que quiero poderte abrazar… pero soy impura, mi alma es impura, necesito que tu amor me purifique y me haga digna de Ti".
Así la hemorroisa buscando el bien de Jesús, el no "hacerle" impuro, logra su propio bien. La oración es buscar al otro para encontrarse con el otro. Es dejarse encontrar buscando. Es rozar su Corazón para encontrase dentro de él.
La fe mueve el Corazón de Jesús y fija su mirada en la humildad
La mujer queda curada al instante. Jesús no espera a que la mujer le diga qué necesita. Así es el Buen Pastor, conoce a sus ovejas, nos conoce y sabe lo que necesitamos incluso antes de que se lo pidamos. Por eso, muchas veces la oración es ponerse en su presencia, quizás experimentando un silencio que no es indiferencia por parte de Jesús, sino un querer expresar ternura, contemplar a su creatura tan amada y admirarla con amor.
Jesús estaba siendo oprimido por la multitud, sin embargo, sintió que una virtud salía de Él y gritó: « ¿Quién me ha tocado? » Los discípulos, asombrados, no entienden esta pregunta. Decenas de personas están agolpadas, se empujan y estrujan a Jesús y sólo una "le ha tocado", aquella que apenas ha rozado el borde de su manto.
Aquí Jesús nos dice con claridad que tocarle es amarle, es tener la humildad de confiar en Él, de tratarle con ternura y fe. De acercarse a Él como un niño a su Padre y estar, sí, estar junto a Él. Muchos estaban más cerca que la mujer, pero no tenían fe, era quizás más bien curiosidad, rutina.
La oración nunca puede ser curiosidad o rutina. No es una actividad para llenarme de ideas o repetir fórmulas aprendidas de memoria. Esto sería como empujar y estrujar a Jesús, como aquel grupo que lo seguía. No, esta mujer nos enseña que para tocar a Jesús hay que tener fe, hay que acudir con confianza, presentarse con humildad y tener ternura hacia Dios. ¡Ah!, y sobre todo, hay que dejarse querer por el Maestro que nos conoce, nos espera y al instante nos abraza con amor.
Queremos tocarte Jesús. Ayúdanos Señor a tocarte con fe.
La Iglesia llamada a prolongar la presencia de Cristo
Ángelus del Papa, 9 de febrero de 2020
Ante la violencia, la injusticia y la opresión, el cristiano no puede encerrarse en sí mismo ni esconderse en la seguridad de su propio recinto; tampoco la Iglesia puede encerrarse en sí misma, no puede abandonar su misión de evangelización y servicio". El Papa a la hora del Ángelus dominical, comenta el Evangelio del día, y explica el lenguaje simbólico que utiliza Jesucristo para dar a quienes pretenden seguirlo, algunos criterios para vivir Su presencia y dar testimonio de Él en el mundo.
Seamos una presencia humilde y constructiva
Las imágenes sobre las que se detiene el Pontífice son las de la sal y la de la luz: Ustedes son la sal de la tierra, dice Jesús, ustedes son la luz del mundo (cf. Vv. 13.14). El Santo Padre comenta la primera: la sal.
La sal es el elemento que da sabor y que conserva y preserva los alimentos de la corrupción. Por lo tanto, el discípulo está llamado a mantener alejados de la sociedad los peligros, los gérmenes corrosivos que contaminan la vida de las personas.
Se trata, afirma Francisco, “de resistir a la degradación moral, al pecado, testimoniando los valores de la honestidad y la fraternidad, sin ceder a las tentaciones mundanas del arribismo, el poder y la riqueza”.
Es “sal”, explica, “el discípulo que, a pesar de los fracasos diarios - que todos tenemos - se levanta del polvo de sus propios errores, recomenzando con coraje y paciencia cada día, a buscar el diálogo y el encuentro con los demás”.
Y es “sal”, “el discípulo que no busca el consenso y la aprobación, sino que se esfuerza por ser una presencia humilde y constructiva, en fidelidad a las enseñanzas de Jesús que vino al mundo no para ser servido, sino para servir”.
“¡Y de esta actitud tenemos tanta necesidad!”.
Hacer resplandecer la luz de Cristo con las buenas obras
La segunda imagen que Jesús propone a sus discípulos, y sobre la que profundiza el Pontífice, es la de la luz:
La luz disipa la oscuridad y permite ver. Jesús es la luz que ha disipado las tinieblas, pero ellas aún permanecen en el mundo y en las personas individuales.
Es tarea del cristiano – dice el Santo Padre – dispersarlas haciendo resplandecer la luz de Cristo y anunciando su Evangelio. Y, en este caso, “se trata de una irradiación que puede también derivar de nuestras palabras, pero que debe surgir sobre todo de nuestras ‘buenas obras’”.
El discípulo ayuda a eliminar los prejuicios y las calumnias
El Santo Padre precisa que “un discípulo y una comunidad cristiana son la luz del mundo cuando dirigen a otros hacia Dios, ayudando a cada uno a experimentar su bondad y su misericordia”. Porque “el discípulo de Jesús es luz, cuando sabe cómo vivir su fe fuera de los espacios pequeños, cuando ayuda a eliminar los prejuicios, a eliminar las calumnias y hace entrar la luz de la verdad en las situaciones viciadas por la hipocresía y la mentira”.
"Hacer luz", remarca el Papa, una luz que "no es mia", sino "la de Jesús": porque "nosotros somos instrumentos para que la luz de Jesús llegue a todos".
La Iglesia llamada a prolongar a Cristo en la historia
E incluso si en el mundo hay “condiciones de conflicto y de pecado”, Francisco recuerda que Jesús “nos invita a no tener miedo” de vivir en él.
Ante la violencia, la injusticia y la opresión, el cristiano no puede encerrarse en sí mismo ni esconderse en la seguridad de su propio recinto; tampoco la Iglesia puede encerrarse en sí misma, no puede abandonar su misión de evangelización y servicio.
Jesús en la Última cena pide al Padre que no saque a los discípulos del mundo, que los deje allí, en el mundo, pero que los proteja del espíritu del mundo.
La Iglesia, subraya aún el Santo Padre, “se prodiga generosa y tiernamente por los pequeños y los pobres: esto no es el espíritu del mundo, ¡es su luz y su sal!".
La Iglesia, añade, "escucha el grito de los últimos y los excluidos, porque es consciente de ser una comunidad peregrina llamada a prolongar en la historia la presencia salvífica de Jesucristo”.
“Que la Virgen Santa – reza al concluir su meditación – nos ayude a ser sal y luz en medio de la gente, llevando a todos, con la vida y la palabra, la Buena Nueva del amor de Dios”.
Amor matrimonial: camino de santidad
Descubre los tesoros ocultos en el amor matrimonial y vive en plenitud este camino de perfección personal. -
"Como Dios ha equipado a todos los hombres con la vocación al amor y les ha regalado
de forma gratuita el fin y las fuerzas,
así ha colocado a cada individuo
en su estado, que es el lugar y la forma
en los que tiene que tender a su destino".
(Estados de vida del cristiano, Von Balthasar, H.U.)
De acuerdo a este pensamiento, deducimos que Dios regala al hombre el matrimonio como instrumento y estructura que facilita y ayuda a la persona humana la vivencia de su vocación al amor. Y, por lo tanto, el católico casado tiene la seguridad de haber recibido de Dios todo lo que necesita para vivir esta misión en el estado matrimonial.
A pesar de ello, el católico siente en su mismo ser, tanto corporal como espiritual, el aguijón del pecado y sus consecuencias. Pero, también, recibe la fuerza revitalizadora de la gracia de Cristo. A causa de la redención, operada ya en el ser humano por medio de Jesucristo, el cristiano no ha de detener su mirada en lo que era el hombre pecador, sino alargar su horizonte hasta redescubrir lo que era el hombre del paraíso y prefigurar lo que será el hombre celestial.
Si lo anterior se puede afirmar de todo cristiano, en cualquier estado al que sea llamado, también se afirma del casado, quien encuentra en el amor matrimonial la posibilidad de superar el desorden del pecado y el camino hacia la perfección personal.
La fuerza oculta del amor matrimonial
Los esposos cristianos, al poner su mirada en lo original de la primera pareja, recordarán que lo realmente diverso en ellos es el modo de amar. Un amor que les llevaba al servicio pleno de Dios, manifestado en una total disponibilidad de las cosas materiales y del propio cuerpo y libertad.
Por lo tanto, el amor en el estado matrimonial ha de ayudar a ordenar el uso de las creaturas, del cuerpo y de la libertad. En este sentido se podría afirmar que el matrimonio católico es una verdadera consagración a Dios.
Una entrega que lleva a los esposos a alcanzar la santidad a través de la vivencia por amor de los consejos evangélicos:
1. Pobreza interior
Los esposos pueden formar una actitud de pobreza interior que les lleva a recibir como don de Dios al propio cónyuge. Y a reconocer en él la única y principal riqueza de su vida:
Única porque deben estar dispuestos a renunciar a todo lo material, si ello es obstáculo para la unidad matrimonial.
Principal porque desde el momento del matrimonio el valor de una persona se mide, no por los elementos materiales que posee sino, por la entrega al esposo.
De este modo el amor convierte la actitud de pobreza en un servicio al amado.
El católico casado tiene la seguridad de haber recibido de Dios todo lo necesario para vivir en el matrimonio.
Adán y Eva, en su pobreza, esperaban que todo le viniera de Dios. Y vivían en una continua solidaridad, hasta el punto que todo lo que tenían era para donarlo al otro. De modo similar, en la vivencia práctica de la vida matrimonial, la actitud de pobreza, vivida por amor, llevará a los esposos cristianos, a recibir con alegría lo que el otro le puede aportar por medio de su trabajo.
En cualquier circunstancia económica que les toque vivir, no guardará nada para sí, lo compartirá y deseará que el otro disfrute de lo marterial antes que uno mismo.
Así los esposos, realizarán las palabras de san Pablo: "aunque probados por muchas tribulaciones, su rebosante alegría y su extrema pobreza han desbordado en tesoros de generosidad" (2Co 8,2).
2. Sexualidad al servicio del amor
El ejercicio del amor conyugal supera el desorden introducido por el pecado en la sexualidad humana. De hecho, coloca el eros y el sexo al servicio del amor cristiano y matrimonial. En realidad, los esposos consagran a Dios su corazón y su cuerpo para el uso exclusivo del cónyuge y se sirven de ellos para expresar amor en los momentos y del modo como Dios lo ha pensado.
Jesucristo se entregó a su Padre y a todos los hombres en la cruz. Su sacrificio y renuncia fueron realizados tanto en el cuerpo como en el espíritu. Esta renuncia realizada por el Hijo de Dios obtuvo la fertilidad que el Padre quería: la redención del hombre.
Los esposos no hacen otra cosa sino consagrar a Dios su corazón y su cuerpo para uso exclusivo del cónyuge.
Así los esposos cristianos, para obtener la fertilidad que, en conciencia, creen que Dios les quiere otorgar, unas veces se entregarán mutuamente, por amor, con el cuerpo y el espíritu, y en otras ocasiones, también por amor, renunciarán al deseo espiritual de la posesión del cuerpo.
3. Libertad obediente
El tercer desorden provocado por el pecado, el desorden de la libertad, también es purificado por el sacramento del matrimonio.
Al momento de unir sus vidas, los católicos se comprometen a vivir en obediencia a Dios manifiestada en las necesidades y deseos legítimos del esposo respectivo y a ejercer sobre los hijos la autoridad amorosa y delegada de su verdadero Padre.
Adán vivía en plena libertad y autonomía aceptando en todo lo que Dios quería de él. Su obediencia no era sentida como imposición, pues el amor le movía a realizar todo mandato y deseo que podía hacer feliz a Dios, a quien amaba. De modo similar, los esposos cristianos, en el ejercicio perfecto de su libertad y movidos por el amor, no desean otra cosa sino hacer feliz al cónyuge en el cumplimiento de sus mandatos y deseos.
De este modo el hombre cristiano casado, sin renunciar definitivamente a la libertad, ni al ejercicio de la sexualidad, ni a la propiedad, supera el desorden provocado por el pecado en el uso de las cosas materiales, del cuerpo y de la libertad. Lo supera, como el hombre original, por medio del amor.
Pero si la vivencia del amor cristiano en el matrimonio, ayudado por la gracia de la redención otorgada por Cristo, sólo devolviera al hombre la capacidad de ordenar lo que el pecado desordenó, su función sería netamente negativa y condicionada por el pecado. El amor matrimonial encierra mayores riquezas para los esposos cristianos.
Camino de perfección
El Nuevo Testamento nos ha revelado que todos los católicos son "elegidos de Dios, santos y amados" (Col 3,12). Y así lo experimentan aquellos que con sinceridad buscan vivir su vocación de ser imagen de Dios en el amor.
Santidad con el otro
El cristiano, aunque permanecerá siempre copia, cada día podrá asemejase más al original. La posibilidad de crecer es una condición humana de la que nadie puede escapar. Y esto también se aplica al laico quien ha recibido del evangelio, al igual que el sacerdote y el religioso, el mandato de alcanzar la perfección del Padre sin indicación alguna sobre el hasta dónde debe tender a la santidad o de qué aspectos está dispensado.
Por consiguiente, si el esposo cristiano está llamado a ser santo y perfecto en el estado matrimonial al que Dios le ha llamado y Él mismo le ha regalado, significa que junto con el estado encontrará todo lo que necesita para ser perfecto y santo. La santidad consiste en reproducir con la mayor perfección posible la imagen original del amor de Dios. Pero recordemos que dicha imagen divina en nuestras almas es fruto principalmente de la acción de Dios, a la que se suma la colaboración dócil del hombre.
Signo de la presencia sacramental
La acción del amor divino en el alma se realiza principalmente por medio de los sacramentos, en los que el Hijo de Dios actúa personal y directamente sobre quienes los reciben. Por otra parte, para que Él se haga presente en medio de nosotros basta una comunidad de dos o tres reunidos en su nombre (Mt 18,20).
1. Signo de Entrega:
Por ello, el matrimonio, comunidad de personas en Cristo, es un ámbito humano propicio para que Él, por medio de la vivencia de los esposos, actúe los contenidos de su amor de acuerdo a cada uno de los sacramentos. El sacramento del matrimonio es signo de la vida y entrega total del Hijo de Dios al Padre y a la humanidad. Los esposos cuanto más se entregan por amor el uno al otro, más son signos de la presencia de Jesucristo vivo que vino a salvar a los hombres.
2. Signo de renuncia:
La entrega exige en primer lugar la renuncia a lo propio. Como Cristo tuvo que despojarse de su apariencia divina para devolver al hombre el bien que había perdido. Así, por el bautismo, todos nosotros hemos muerto al pecado (Rm 6,2), es decir, al egoísmo de los propios gustos para buscar el bien de los demás.
Igualmente, la vida matrimonial exige de los esposos un nuevo modo de pensar y actuar, no centrado ya en sí mismo sino en el bien del matrimonio y de los hijos. En la medida que sean capaces de renunciar por amor a lo propio en beneficio de la familia, están siendo signos de la presencia del amor de Cristo que se hizo hombre, no buscando su bien sino el de la humanidad.
3. Signo de sacrificio:
Además de la renuncia, la entrega tiene otra cara, que se llama sacrificio, y al que la revelación nos invita expresamente: "también nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1Jn 3,16).
Cada vez que los esposos se sacrifican por el cónyuge o los hijos son signos de la presencia del amor de Jesucristo, para quien no fue suficiente entregarse de una vez para siempre, sino que quiso perpetuar su sacrificio cada día y en todas las partes del mundo.
Así, en el sacrificio eucarístico, los esposos encuentran fuerzas para no poner límites en el tiempo a su entrega sacrificada y diaria.
Pero la finalidad del sacrificio de Cristo es la unidad de todos los cristianos en Él: "todos nosotros seamos un cuerpo, ya que todos participamos de un sólo pan" (1Co 10,17).
Del mismo modo, todo sacrificio que exige la vida matrimonial debe buscar, ante todo, mantener la unidad entre los cónyuges, de ellos con los hijos y de los hermanos entre sí. Entonces, la unidad familiar, fruto del amor conyugal, será signo del amor que debe existir entre todos los cristianos, fruto de la unidad de cada uno con Jesucristo.
4. Signo de perdón:
El culmen del sacrificio del Hijo de Dios se descubre en la cruz, cuando perdona a aquellos que le crucificaron. Perdón, que como su sacrificio, ha querido perdurar durante toda la vida y en todo lugar por medio del sacramento de la penitencia. Como el maestro, así los cristianos debemos perdonarnos unos a otros (Ef 4,32; Col 3,13).
Por su parte, los esposos cristianos no pueden quedar excluidos de esta obligación en el seno de su matrimonio. Han de perdonar, incluso cuando sientan que ha sido su propio esposo quien les ha colocado en la altura de la cruz.
Y han de perdonar como Él, para quien no existe una última oportunidad: ´porque te amo te perdono, y también te perdonaré mañana si vuelves a ofenderme´. Esta actitud del corazón del esposo cristiano es signo del amor por el hombre que Cristo tuvo desde la cruz.
5. Signo de amor por los necesitados:
Mientras caminaba por los senderos y ciudades de Palestina, Jesús manifiesta una especial sensibilidad por los enfermos y tullidos. Hoy mantiene esta expresión de su amor por medio de la unción de los enfermos.
No quiere dejar sólo ni desamparado al cristiano en el momento del dolor y de la muerte. Así la presencia del esposo junto al lecho de la enfermedad del cónyuge, incluso cuando éste, por su debilidad, ya no tiene posibilidad de ofrecerle nada, expresa el amor fiel del Padre y de su Hijo quienes le recibirán y colmarán el amor matrimonial vivido en este mundo.
6.Signo de compromiso:
Todo lo anterior no es sino la realización del sacramento de la confirmación, por la que cada cristiano se convierte en apóstol y transmisor de la doctrina y vida de Cristo. Aún más, vivido el matrimonio de este modo, también los esposos son signos del Sacramento del sacerdocio instituido por el amor de Cristo para administrar las gracias de Dios.
Los esposos entre sí y como padres de familia respecto a sus hijos son instrumentos de la gracia Dios. Los hijos se acercan a los sacramentos preparados por su padres. Y éstos se apoyan mutuamente para mantener y recuperar la vida de gracia y de unión con Dios.
La oración, escuela de amor
La estructura matrimonial facilita, por lo tanto, a los esposos el ser imagen de la acción del amor de Dios a través de los sacramentos. Pero el amor de Dios se derrama también por medio de la oración.
Oración que pueden realizar ayudándose de la predicación de los ministros, siempre y cuando la reciban "no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios" (1Ts 2,13). Los esposos, al acudir unidos a la predicación, pueden con más facilidad, mediante el diálogo, hecho también oración, aplicar la Palabra de Dios escuchada tanto a lo ordinario como a lo circunstancial de su vida matrimonial.
Los esposos deben realizar también la oración personal y privada, para que, una vez conocidas y asimiladas las virtudes de Cristo, traduzcan en obras, bajo la guía de un prudente director, los frutos de su contemplación. Es en la oración donde el Espíritu de Cristo ilumina a los esposos para amar al cónyuge y a los hijos como el mismo Jesucristo los ama en las circunstancias concretas de edad y temperamento.
Signo de la vivencia de las virtudes teologales
Al ser signo del amor de Cristo que se derrama a través de los sacramentos y de la oración, el estado matrimonial se convierte en luz del mundo, cumpliendo lo mandado por el Señor: "¡Luzca así vuestra luz delante de los hombres!" (Mt 5,16). El acto mismo del compromiso matrimonial que ambos cónyuges declaran el día de su boda es signo claro de lo que debe ser toda la vida cristiana: una respuesta de amor a la llamada amorosa de Dios.
¡Qué importante es para los esposos que su promesa de fidelidad sea, en primer lugar, promesa a Dios, y, sólo después, promesa al cónyuge! ¿Por qué? Porque sólo Dios es fiel, y nada más él puede asegurar lo que el amado promete. Sólo porque se tiene la fe y la confianza en la gracia de Dios, que acompañará al consorte, se puede esperar y creer en las palabras de fidelidad de éste.
Pero el acto del compromiso matrimonial no es luz para el mundo sólo por lo que entraña de fiarse de la palabra ajena. Su luz más radiante proviene de lo que uno mismo es capaz de prometer. Toda vida matrimonial que inicia entraña un verdadero riesgo, se inicia una hoja en blanco en la que ninguno de los dos esposos saben qué se escribirá en ella. Pero ambos prometen amor y entrega absoluta incluso en la adversidad, entendida ésta tanto como proveniente de fuera de la pareja como causada por el propio cónyuge.
Prometer una fidelidad tal es "para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios" (Mc 10,27).
De este modo, la vida matrimonial se convierte también en modelo de la cruz y el sacrificio de Jesús.
Si lo anterior se puede afirmar de todo cristiano, en cualquier estado al que sea llamado, también se afirma del casado (Flp 1,29). Los esposos sufren por Jesucristo cuando, en respuesta a su generosidad, no reciben del cónyuge lo prometido.
Ellos, en razón de la promesa realizada a Dios, permanecen fieles. "Si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa bella ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas" (1Pe 2,20-21).
Los esposos cristianos han de estar convencidos que el sacrificio no puede desaparecer de su vida matrimonial, como no desapareció de la vida de Cristo, cuyo amor tratan de reproducir en el matrimonio.
Llamados a evangelizar juntos
Pero aún quedaría un aspecto más en el que la vida matrimonial debe ser imagen del amor de Dios. "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4,9). Si el amor de Dios hizo que él viniera al encuentro del hombre para acercarle a sí mismo, los esposos cristianos serán imagen del amor de Dios cuando, saliendo de su entorno familiar, vayan al encuentro de otros hombres para transmitir su fe en Dios.
Los dones de ser imágenes de Dios y de reproducir su amor divino a través de la vida matrimonial no pueden ser recibidos por los esposos cristianos de forma pasiva. Los esposos cristianos tienen la misión de ser apóstoles del matrimonio y de la familia.
Han de transmitir con su testimonio, con su palabra y con sus acciones la grandeza de la gracia del matrimonio que Dios les ha regalado y ellos se esfuerzan por vivir.
Ciertamente el matrimonio cristiano es un don de Dios a la humanidad, pues ofrece todos los elementos que el ser humano requiere, no sólo para superar el desorden creado en él por el pecado, sino que lo encauza a la vivencia del amor absoluto para realizar su misión de ser imagen y semejanza de Dios.
Si Dios existe, ¿por qué permite el mal en el mundo?
Cabe hacer la distinción entre permitir el mal y querer que el mal suceda
El problema del mal ha sido por mucho tiempo un obstáculo. Sabemos que Dios es bueno y que es todopoderoso. Sin embargo, también sabemos que el mal existe. A un Dios bueno y amoroso no le gustaría que existiera el mal. Un Dios todopoderoso sería capaz de erradicar el mal.
¿Podríamos imaginar un mundo sin el mal? Entonces no estaríamos presentes en él, porque los seres humanos somos imperfectos y pecaminosos. Y aquí entra la cuestión del libre albedrío. Sin el libre albedrío, no seríamos personas sino títeres de Dios. No podríamos amar a Dios en verdad. Debido a que Él desea tener una relación real con nosotros que implica una elección voluntaria, entonces tenía que permitir que existiera el mal.
Cabe hacer la distinción entre permitir el mal y querer que el mal suceda. Dios no desea el mal pero es necesario permitirlo para que el hombre pueda desarrollarse en la virtud. Por supuesto que Dios pudo crear un mundo sin que existiera lo malo, pero Dios sabía que un mundo limitado en su libertad sería un mundo inferior porque las virtudes son definidas por lo opuesto a ellas. Una persona puede ser humilde solo si el orgullo se antepone. Y ser humilde implica también la posibilidad de ser orgulloso.
En esta lucha de carácter donde peleamos para dejar el orgullo que somos formados. Podemos decir que Dios todavía podría darnos libre albedrío y al mismo tiempo prevenir las consecuencias del mal. Podemos querer que Dios intervenga en el caso de asesinato o violación. Pero ¿queremos que Dios intervenga en el caso de nuestra propia idolatría? Todo pecado es una ofensa a Dios, y nos separa de Él. Si Dios fuera a intervenir y evitar el mal, Él tendría que eliminarnos a nosotros. Además, si Dios fuera a eliminar todas las consecuencias negativas de nuestros actos, ¿tendríamos realmente libre albedrío?
En esencia, Dios no quiere el mal pero lo permite, porque Él desea una relación con nosotros. Somos pecadores. Con los pecadores vienen cosas malas. Pero ¡gracias al Señor que nos ha redimido! No es necesario vivir en la esclavitud de nuestras inclinaciones pecaminosas, aunque todavía luchamos contra nuestros malos deseos. Sí, vivimos en un mundo de pecado sobre el que Satanás tiene dominio. Los creyentes no son inmunes a las consecuencias del mal ¡Pero Jesús ha vencido! Dios es fiel para redimir el mal que sucede en nuestras vidas.
La historia de José en el Antiguo Testamento, es una de gran ejemplo de redención. Siendo vendido como esclavo por sus hermanos y luego convertido en un protagonista importante en el gobierno egipcio, José más tarde salvó a la nación y dijo a sus hermanos: “Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente.” (Gn 50,20). Dios algunas veces permite el sufrimiento con el objetivo de desarrollar algo mejor.
Dios permite el mal, sí, pero también algunas veces lo detiene. Debido a que Dios es bueno, solo lo que se puede redimir y que puede conducir al bien está permitido. Claro que muchas veces pensamos que esto es más de lo que podemos soportar. Pero sabemos del carácter de Dios. Él es un Dios de justicia y de amor. El mal no quedará sin redención. Tampoco el pueblo de Dios que sufre a manos de los demás quedará sin socorro.
También, hay que recordar que un día Dios erradicará el mal. Actualmente está esperando con paciencia que más personas se vuelvan a Él y sean salvos. Pero un día, Satanás será arrojado al lugar del fuego por toda la eternidad.
¿Dar o recibir?
En la vida diaria estamos llamados a dar a los demás el don más grande que hemos recibido, Jesucristo.
¿Dar o recibir? Frecuentemente en nuestra vida nos encontremos ante este dilema. ¿Dejar que mi hermano se sirva primero o servirme yo antes? ¿Ceder el paso al coche que quiere cambiar de carril o meterme yo primero para ganar tiempo? ¿Ofrecer mi ayuda en la parroquia o ver cuál es la que me “da más a mí”? Cada uno tiene sus propios dilemas, muy personales, en los que tiene que decidir, consciente o inconscientemente, si quiere dar o recibir. Pasamos horas calculando cómo puedo ganar más. El peligro está en sólo pensar en cómo ganar y vivir en una constante angustia, una profunda insatisfacción. Al final no conseguimos eso que tanto buscamos: la paz del alma.
El Amor de Cristo es gratis. ¿Quién te dio la oportunidad de escuchar sobre Cristo? ¿Quién decidió dónde nacer? ¿Por cuál mérito has visto su testimonio? “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Benedicto XVI, Deus Cáritas Est). La verdad es que creemos en Cristo porque la Fe se nos ha dado, gratis. No hicimos nada para merecerla. Fue Dios quien nos hizo nacer en una familia cristiana, o quien de algún modo se ha revelado a nosotros.
“Habiendo sabido que algunos de entre nosotros, sin mandato nuestro, os han perturbado con sus palabras, trastornando vuestros ánimos, hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo” (Hch 15, 24-26). Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de Pablo y Bernabé, “que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo”. Gracias a su generosidad los cristianos de Antioquia, Siria y Cilicia conocieron el amor de Dios. Nosotros también hemos recibido la fe por medio de muchos apóstoles, sacerdotes, religiosos, religiosas, y personas que han dedicado su vida al nombre de Jesucristo. Hemos recibido su Amor, no por mérito nuestro, sino totalmente gratis.
El Amor de Cristo es gratis, pero es muy valioso. ¿Qué nos quedará al final de la vida? No será tu dinero, ni tu fama. Mucho menos los placeres de ésta vida. Todo eso se desvanece como humo. Como las nubes, pasa. Tus momentos de alegría, tus risas, tus tristezas, tus lágrimas; todo eso pasará, pero el que haga la Voluntad de Dios, quedará para siempre. Fuimos creados para amar. Al final de la vida, lo único que queda es lo que has hecho por Amor a Cristo y a tus hermanos. Pero nuestro corazón humano, para amar, necesita primero ser amado. Necesitamos el Amor de Cristo. No podemos vivir sin Él. Sin Cristo, todo es tristeza, todo parece difícil. Con Él todo es alegría, la carga se hace ligera y el yugo suave. El Amor de Cristo es muy valioso.
Pero ¿cómo obtenerlo? ¿Cómo recibir su amor? Ése es el misterio de Cristo: es amando como se recibe. Amor no es sentimiento, amor no es emoción. Amor es donación, es entrega. Amor es dar, dar, dar, olvidarse de sí mismo, vivir para Cristo, quien vive en los demás. Para recibir, hay que dar. Dale a Cristo tu confianza. Dale tu Fe. Dale tu tiempo. Dale tus manos, tu esfuerzo, tu trabajo. Dale tu amor, y ya verás, que Dios nunca se deja ganar en generosidad.
Es dando como más se recibe. Dale a Cristo lo que te pida, y recibirás aquello que tanto buscas: recibirás el único amor que puede llenar tu corazón. Haz la voluntad de Dios, y recibirás la Paz del Alma. No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos. Si quieres dar la vida por Cristo, haz su voluntad. ¿Cuál es la voluntad de Dios? “Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros”. La Voluntad de Dios es que vivamos la Caridad. Sólo piensa: Tu vida tiene sentido: amar a Cristo, llegar al cielo. Esto tiene que llenar tu alma de felicidad, de una profunda paz, y de un gran celo por transmitirlo a los demás.
Hay muchas personas cuyas vidas no tienen sentido. Viven en la oscuridad, en el miedo. No saben para qué viven, y a ti se te ha dado gratis. El mayor acto de Caridad es dar a Cristo. En esto reconocerán que son mis discípulos, en que se aman los unos a los otros. “Lo que has recibido gratis, dadlo gratis”. En un mundo tan agresivo, ¡Qué difícil puede ser perdonar, hacer un acto de caridad, ayudar a alguien que lo necesita, o incluso, hablarle a alguien sobre Jesucristo! Pero no hay que tener miedo, Cristo está con nosotros hasta el final del mundo, y miren: ¡Él ha vencido al mundo!