¿Para qué gloria vivo? ¿La mía o la de Dios?
- 26 Mayo 2020
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Memoria Litúrgica, 26 de mayo
Apóstol de Roma
Martirologio Romano: Memoria de san Felipe Neri, presbítero, que, consagrándose a la labor de salvar a los jóvenes del maligno, fundó el Oratorio en Roma, en el cual se practicaban constantemente las lecturas espirituales, el canto y las obras de caridad, y resplandeció por el amor al prójimo, la sencillez evangélica y su espíritu de alegría, el sumo celo y el servicio ferviente de Dios († 1595).
Fecha de beatificación: 11 de mayo de 1615 por el Papa Pablo V
Fecha de canonización: 12 de marzo de 1622 por el Papa Gregorio XV
Etimológicamente: Felipe = Aquel que es amigo de los caballos, es de origen griego.
Breve Biografía
El hombre busca la felicidad, pero nada de este mundo puede dársela. La felicidad es el fruto sobrenatural de la presencia de Dios en el alma. Es la felicidad de los santos. Ellos la viven en las mas adversas circunstancias y nada ni nadie se las puede quitar. San Felipe Neri ilustra admirablemente la felicidad de la santidad. Dispuesto a todo por Cristo, logró maravillas en su vida y la gloria del cielo.
Nació en Florencia, Italia, en 1515, uno de cuatro hijos del notario Francesco y Lucretia Neri. Muy pronto perdieron a su madre pero la segunda esposa de su padre fue para ellos una verdadera madre.
Desde pequeño Felipe era afable, obediente y amante de la oración. En su juventud le gustaba visitar a los padre dominicos del Monasterio de San Marco y según su propio testimonio estos padres le inspiraron a la virtud.
A los 17 años lo enviaron a San Germano, cerca de Monte Casino, como aprendiz de Romolo, un mercante primo de su padre. Su estancia ahí no fue muy prolongarla, ya que al poco tiempo tuvo Felipe la experiencia mística que él llamaría, más tarde, su "conversión" y, desde ese momento, dejaron de interesarle los negocios. Partió a Roma, sin dinero y sin ningún proyecto, confiado únicamente en la Providencia. En la Ciudad Eterna se hospedó en la casa de un aduanero florentino llamado Galeotto Caccia. quien le cedió una buhardilla y le dio lo necesario para comer a cambio de que educase a sus hijos, los cuales -según el testimonio de su propia madre y de una tía -se portaban como ángeles bajo la dirección del santo.. Felipe no necesitaba gran cosa, ya que sólo se alimentaba una vez al día y su dieta se reducía a pan, aceitunas y agua. En su habitación no había más que la cama, una silla, unos cuantos libros y una cuerda para colgar la ropa.
Fuera del tiempo que consagraba a la enseñanza, Felipe vivió como un anacoreta, los dos primeros años que pasó en Roma, entregado día y noche a la oración. Fue ese un período de preparación interior, en el que se fortaleció su vida espiritual y se confirmó en su deseo de servir a Dios. Al cabo de esos dos años, Felipe hizo sus estudios de filosofía y teología en la Sapienza y en Sant´Agostino. Era muy devoto al estudio, sin embargo le costaba concentrarse en ellos porque su mente se absorbía en el amor de Dios, especialmente al contemplar el crucifijo. El comprendía que Jesús, fuente de toda la sabiduría de la filosofía y teología le llenaba el alma en el silencio de la oración. A los tres años de estudio, cuando el tesón y el éxito con que había trabajado abrían ante él una brillante carrera, Felipe abandonó súbitamente los estudios. Movido probablemente por una inspiración divina, vendió la mayor parte de sus libro y se consagró al apostolado.
La vida religiosa del pueblo de Roma dejaba mucho que desear, graves abusos abundaban en la Iglesia; todo el mundo lo reconocía pero muy poco se hacía para remediarlo. En el Colegio cardenalicio gobernaban los Medici, de suerte que muchos cardenales se comportaban más bien como príncipes seculares que como eclesiásticos. El renacimiento de los estudios clásicos había sustituido los ideales cristianos por los paganos, con el consiguiente debilitamiento de la fe y el descenso del nivel moral. El clero había caído en la indiferencia, cuando no en la corrupción; la mayoría de los sacerdotes no celebraba la misa sino rara vez, dejaba arruinarse las iglesias y se desentendía del cuidado espiritual de los fieles. El pueblo, por ende, se había alejado de Dios. La obra de San Felipe habría de consistir en reevangelizar la ciudad de Roma y lo hizo con tal éxito, que un día se le llamaría "el Apóstol de Roma".
Los comienzos fueron modestos. Felipe iba a la calle o al mercado y empezaba a conversar con las gentes. particularmente con los empleados de los bancos y las tiendas del barrio de Sant´Angelo. Corno era muy simpático y tenía un buen sentido del humor, no le costaba trabajo entablar conversación, en el curso de la cual dejaba caer alguna palabra oportuna acerca del amor de Dios o del estado espiritual de sus interlocutores. Así fue logrando, poco a poco, que numerosas personas cambiasen de vida. El santo acostumbraba saludar a sus amigos con estas palabras: "Y bien, hermanos, ¿cuándo vamos a empezar a ser mejores?" Si éstos le preguntaban qué debían hacer para mejorar, el santo los llevaba consigo a cuidar a los enfermos de los hospitales y a visitar las siete iglesias, que era una de su devociones favoritas.
Felipe consagraba el día entero al apostolado; pero al atardecer, se retiraba a la soledad para entrar en profunda oración y, con frecuencia, pasaba la noche en el pórtico de alguna iglesia, o en las catacumbas de San Sebastián, junto a la Vía Appia. Se hallaba ahí, precisamente, la víspera de Pentecostés de 1544, pidiendo los dones del Espíritu Santo, cuando vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un amor de Dios tan enorme, que parecía ahogarle; cayó al suelo, corno derribado y exclamó con acento de dolor: ¡Basta, Señor, basta! ¡No puedo soportarlo más!" Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño; pero jamás-le causó dolor alguno. A partir de entonces, San Felipe experimentaba tales accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía; y rogaba a Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes era las palpitaciones de su corazón que otros podían oirlas y sentir sus palpitaciones, especialmente años mas tarde, cuando como sacerdote, celebraba La Santa Misa, confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón.
San Felipe, habiendo recibido tanto, se entregaba plenamente a las obras corporales de misericordia. En 1548, con la ayuda del P. Persiano Rossa, su confesor, que vivía en San Girolamo della Carita y unos 15 laicos, San Felipe fundó la Cofradía de la Santísima Trinidad, conocida como la cofradía de los pobres, que se reunía para los ejercicios espirituales en la iglesia de San Salvatore in Campo. Dicha cofradía, que se encargaba de socorrer a los peregrinos necesitados, ayudó a San Felipe a difundir la devoción de las cuarenta horas (adoración Eucarística), durante las cuales solía dar breves reflexiones llenas de amor que conmovían a todos. Dios bendijo el trabajo de la cofradía y que pronto fundó el célebre hospital de Santa Trinita dei Pellegrini; en el año jubilar de 1575, los miembros de la cofradía atendieron ahí a 145,000 peregrinos y se encargaron, más tarde, de cuidar a los pobres durante la convalescencia. Así pues, a los treinta y cuatro años de edad, San Felipe había hecho ya grandes cosas.
Sacerdote
Su confesor estaba persuadido de que Felipe haría cosas todavía mayores si recibía la ordenación sacerdotal. Aunque el santo se resistía a ello, por humildad, acabó por seguir el consejo de su confesor. El 23 de mayo de 1551 recibió las órdenes sagradas. Tenía 36 años. Fue a vivir con el P. Rossa y otros sacerdotes a San Girolamo della Carita. A partir de ese momento, ejerció el apostolado sobre todo en el confesonario, en el que se sentaba desde la madrugada hasta mediodía, algunas veces hasta las horas de la tarde, para atender a una multitud de penitentes de toda edad y condición social. El santo tenía el poder de leer el pensamiento de sus penitentes y logró numerosas conversiones. Con paciencia analizaba cada pecado y con gran sabiduría prescribía el remedio. Con gentileza y gran compasión guiaba a los penitentes en el camino de la santidad. Enseñó a sus penitentes el valor de la mortificación y las prácticas ayudasen a crecer en humildad. Algunos recibían de penitencia mendigar por alimentos u otras prácticas de humillación. Uno de los beneficios de la guerra contra el ego es que abre la puerta a la oración. Decía: "Un hombre sin oración es un animal sin razón". Enseñaba la importancia de llenar la mente con pensamientos santos y pensaba que para lograrlo se debía hacer lectura espiritual, especialmente de los santos.
Celebraba con gran devoción la misa diaria cosa que muchos sacerdotes habían abandonado. Con frecuencia experimentaba el éxtasis durante la misa y se le observó levitando en algunas ocasiones. Para no llamar la atención trataba de celebrar la última misa del día, en la que había menos personas.
Conversaciones espirituales
Consideraba que era muy importante la formación. Para ayudar en el crecimiento espiritual, organizaba conversaciones espirituales en las que se oraba y se leían las vidas de los santos y misioneros. Terminaban con una visita al Santísimo Sacramento en alguna iglesia o con la asistencia a las vísperas. Eran tantos los que asistían a las conversaciones espirituales que en la iglesia de San Girolamo se construyó una gran sala para las conferencias de San Felipe y varios sacerdotes empezaron a ayudarle en la obra.
El pueblo los llamaba "los Oratorianos", porque tocaban la campana para llamar a los fieles a rezar en su oratorio. Las reuniones fueron tomando estructura con oración mental, lectura del Evangelio, comentario, lectura de los santos, historia de la Iglesia y música. Músicos, incluso Giovanni Palestrina, asistieron y escribieron música para las reuniones. Los resultados fueron extraordinarios. Muchos miembros prominentes de la curia asistieron a lo que se llamaba "el oratorio".
El ejemplo de la vida y muerte heroicas de San Francisco Javier movió a San Felipe a ofrecerse como voluntario para las misiones; quiso irse a la India y unos veinte compañeros del oratorio compartían la idea. En 1557 consultó con el Padre Agustín Ghettini, un santo monje cisterciense. Después de varios días de oración, el patrón especial del Padre Ghettini, San Juan Evangelista, se le apareció y le informó que la India de Felipe sería Roma. El santo se atuvo a su consejo poniendo en Roma toda su atención.
Una de sus preocupaciones eran los carnavales en que, con el pretexto de "prepararse" para la cuaresma, se daban al libertinage. San Felipe propuso la santa diversión de visitar siete iglesias de la ciudad, una peregrinación de unas doce millas, orando, cantando y con un almuerzo al aire libre.
San Felipe tuvo muchos éxitos pero también gran oposición. Uno de estos fue el cardenal Rosaro, vicario del Papa Pablo IV. El santo fue llamado ante el cardenal acusado de formar una secta. Se le prohibió confesar y tener mas reuniones o peregrinaciones. Su pronta y completa obediencia edificó a sus simpatizantes. El santo comprendía que era Dios quien le probaba y que la solución era la oración.
El cardenal Rosario murió repentinamente. El santo no guardó ningún resentimiento hacia el cardenal ni permitía la menor crítica contra este.
La Congregación del Oratorio (Los oratorianos)
En 1564 el Papa Pío IV pidió a San Felipe que asumiera la responsabilidad por la Iglesia de San Giovanni de los Florentinos. Fueron entonces ordenados tres de sus propios discípulos quienes también fueron a San Juan. Vivían y oraban en comunidad, bajo la dirección de San Felipe. El santo redactó una regla muy sencilla para sus jóvenes discípulos, entre los cuales se contaba el futuro historiador Baronio.
Con la bendición del Papa Gregorio XII, San Felipe y sus colaboradores adquirieron, en 1575, su propia Iglesia, Santa María de Vallicella. El Papa aprobó formalmente la Congregación del Oratorio. Era única en que los sacerdotes son seculares que viven en comunidad pero sin votos. Los miembros retenían sus propiedades pero debían contribuir en los gastos de la comunidad. Los que deseaban tomar votos estaban libres para dejar la Congregación para unirse a una orden religiosa. El instituto tenía como fin la oración, la predicación y la administración de los sacramentos. Es de notar que, aunque la congregación florecía a la sombra del Vaticano, no recibió el reconocimiento final de sus constituciones hasta 17 años después de la muerte de su fundador, en 1612.
La Iglesia de Santa María in Vallicella estaba en ruinas y resultaba demasiado pequeña. San Felipe fue además avisado en una visión que la Iglesia estaba a punto del derrumbe, siendo sostenida por la Virgen. El santo decidió demolerla y construir una más grande. Resultó que los obreros encontraron la viga principal estaba desconectada de todo apoyo. Bajo la dirección de San Felipe la excavación comenzó en el lugar donde una antigua fundación yacía escondida. Estas ruinas proveyeron la necesaria fundación para una porción de la nueva Iglesia y suficiente piedra para el resto de la base. En menos de dos años los padres se mudaron a la "Chiesa Nuova". El Papa, San Carlos Borromeo y otros distinguidos personajes de Roma contribuyeron a la obra con generosas limosnas. San Felipe tenía por amigos a varios cardenales y príncipes. Lo estimaban por su gran sentido del humor y su humildad, virtud que buscaba inculcar en sus discípulos.
Aparición de la Virgen y curación
Fue siempre de salud delicada. En cierta ocasión, la Santísima Virgen se le apareció y le curó de una enfermedad de la vesícula. El suceso aconteció así: el santo había casi perdido el conocimiento, cuando súbitamente se incorporó, abrió los brazos v exclamó: "¡Mi hermosa Señora! "Mi santa Señora!" El médico que le asistía le tomó por el brazo, pero San Felipe le dijo: "Dejadme abrazar a mi Madre que ha venido a visitarme". Después, cayó en la cuenta de que había varios testigos y escondió el rostro entre las sábanas, como un niño, pues no le gustaba que le tomasen por santo.
Dones extraordinarios
San Felipe tenía el don de curación, devolviéndole la salud a muchos enfermos. También, en diversas ocasiones, predijo el porvenir. Vivía en estrecho contacto con lo sobrenatural y experimentaba frecuentes éxtasis. Quienes lo vieron en éxtasis dieron testimonio de que su rostro brillaba con una luz celestial.
Ultimos años
Durante sus últimos años fueron muchos los cardenales que lo tenían como consejero. Sufrió varias enfermedades y dos años antes de morir logró renunciar a su cargo de superior, siendo sustituido por Baronio.
Obtuvo permiso de celebrar diariamente la misa en el pequeño oratorio que estaba junto a su cuarto. Como frecuentemente era arrebatado en éxtasis durante la misa, los asistentes acabaron por tomar la costumbre de retirarse al "Agnus Dei". El acólito hacía lo mismo. Después de apagar los cirios, encender una lamparilla y colgar de la puerta un letrero para anunciar que San Felipe estaba celebrando todavía; dos horas después volvía el acólito, encendía de nuevo los cirios y la misa continuaba.
El día de Corpus Christi, 25 de mayo de 1595, el santo estaba desbordante de alegría, de suerte que su médico le dijo que nunca le había visto tan bien durante los últimos diez años. Pero San Felipe sabía perfectamente que había llegado su última hora. Confesó durante todo el día y recibió, como de costumbre, a los visitantes. Pero antes de retirarse, dijo: "A fin de cuentas, hay que morir". Hacia medianoche sufrió un ataque tan agudo, que se convocó a la comunidad. Baronio, después de leer las oraciones de los agonizantes, le pidió que se despidiese de sus hijos y los bendijese. El santo, que ya no podía hablar, levantó la mano para dar la bendición y murió un instante después. Tenía entonces ochenta años y dejaba tras de sí una obra imperecedera.
San Felipe fue canonizado en 1622
El cuerpo incorrupto de San Felipe esta en la iglesia de Santa María en Vallicella, bajo un hermoso mosaico de su visión de la Virgen María de 1594.
Es el santo patrono de las Fuerzas Especiales del Ejercito de los EE.UU.; de Roma, Italia;
La vida eterna comienza aquí en el mundo pues consiste en que te conozca a ti
Santo Evangelio según san Juan 17, 1-11. Martes VII de Pascua
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Jesús, siempre me hablas desde lo más profundo de tu corazón; en cada instante de mi vida estás Tú. Dame la gracia de, en este momento, centrarme sólo en ti y en lo que Tú me quieres decir para así conocerte más, a través de ti, conocer al Padre y después, poder llevarte a los demás.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Juan 17, 1-11
En aquel tiempo, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: "Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo también te glorifique, y por el poder que le diste sobre toda la humanidad, dé la vida eterna a cuantos le has confiado. La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado.
Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame en ti con la gloria que tenía, antes de que el mundo existiera.
He manifestado tu nombre a los hombres que tú tomaste del mundo y me diste. Eran tuyos y tú me los diste. Ellos han cumplido tu palabra y ahora conocen que todo lo que me has dado viene de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste; ellos las han recibido y ahora reconocen que yo salí de ti y creen que tú me has enviado.
Te pido por ellos; no te pido por el mundo, sino por éstos, que tú me diste, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío. Yo he sido glorificado en ellos. Ya no estaré más en el mundo, pues voy a ti; pero ellos se quedan en el mundo".
Palabra de Dios.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Es bueno de vez en cuando preguntarme: ¿Cómo es mi oración con Jesús? ¿Cómo son esos encuentros personales o íntimos con Aquel que ha dado la vida por mí? ¿Son unos momentos más en mi vida? ¿Platico de lo que hay en mi corazón en ese momento? ¿Creo que con el que hablo es Cristo, el Hijo de Dios vivo? ¿Qué pasa cuando son momentos difíciles, cuando hay preocupación, temor, angustia?
Jesús está hablando desde la profundidad de su corazón, se está dirigiendo al Padre desde la mayor intimidad que puede existir. No hay nada más, no hay otra cosa, Jesús da el lugar correcto a cada momento y olvida todo pues está unido al Padre. Y su oración, como siempre, es una oración por cada uno de nosotros, por mí. Está cerca de la hora, pero no deja de pensar en ningún momento en aquellos a quienes el Padre le ha dado. Seguramente el corazón de Jesús tiene temor, sufrimiento, angustia, pero Él deja de lado todo eso para pensar únicamente en los demás. En aquellos que deja en el mundo.
Puedo pensar que el mundo no tiene solución, que la situación actual del mundo es un castigo por nuestras malas obras o es culpa del gobierno. Pero eso no lo pensaba Jesús en ese momento, sino que ruega para que, estando en el mundo, pueda hacer una prueba de la vida eterna. La vida eterna no es después de la muerte, gracias a Jesús, que dio la vida por cada uno de nosotros, puedo gozar una mínima parte de esa vida eterna al unirme a Él desde mis propias limitaciones. El ejemplo ya lo tengo, la unión con Él a través del Evangelio, de la Eucaristía, de la Cruz.
«En la Pascua vemos que el Padre glorifica al Hijo, mientras que el Hijo glorifica al Padre. Ninguno se glorifica a sí mismo. Hoy nosotros podemos preguntarnos: “¿Para qué gloria vivo? ¿La mía o la de Dios? ¿Solo quiero recibir de otros o también dar a otros?”. Después de la Última Cena, Jesús entra en el huerto de Getsemaní y también aquí reza al Padre. Mientras los discípulos no logran estar despiertos y Judas está llegando con los soldados, Jesús comienza a sentir «miedo y angustia». Experimenta toda la angustia por lo que le espera: traición, desprecio, sufrimiento, fracaso. Está «triste» y allí, en el abismo, en esa desolación, dirige al Padre la palabra más tierna y dulce: «Abba», o sea papá (cf. Mc 14, 33-36). En la prueba, Jesús nos enseña a abrazar al Padre, porque en la oración a Él está la fuerza para seguir adelante en el dolor. En la fatiga, la oración es alivio, confianza, consuelo. En el abandono de todos, en la desolación interior, Jesús no está solo, está con el Padre. Nosotros, en cambio, en nuestros Getsemaníes a menudo elegimos quedarnos solos en lugar de decir “Padre” y confiarnos a Él, como Jesús, confiarnos a su voluntad, que es nuestro verdadero bien. Pero cuando en la prueba nos encerramos en nosotros mismos, excavamos un túnel interior, un doloroso camino introvertido que tiene una sola dirección: cada vez más abajo en nosotros mismos. El mayor problema no es el dolor, sino cómo se trata». (Audiencia de S.S. Francisco, 17 de abril de 2019).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Buscaré momentos de mi día para hacer un encuentro personal con Cristo en la oración.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
La vida temporal y la vida eterna
La muerte es una separación del cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de aquél. Durante la vida temporal, el hombre debe prepararse para la eterna.
El cristianismo, una religión de milagros y de misterios.
Hay dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida del tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo, comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse hasta la obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida temporal, donde hemos de definirnos para aquélla.
Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación o la condenación eternas. Y es al fin del tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor, es decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.
El milagro prueba el señorío de Dios sobre el orden de la naturaleza por El creado, que rompe o interrumpe.
El misterio prueba el señorío de Dios sobre la Verdad, que, sin dejar de serlo, el hombre, por sí solo, no puede ver en muchas de sus parcelas, necesitando que El se las revele.
Centrando nuestra atención en lo mistérico, para percibir y percatarse de la Verdad que oculta, hace falta, con la Revelación, una fuente de conocimiento más alto que la de los sentidos, y aún más alto que la que nos proporciona la razón. Esa fuente más elevada de conocimiento se llama la fe.
Si la luz de Dios -Lumen Dei- permite al bienaventurado contemplar intuitivamente, hacienda innecesaria la luz de los sentidos, la luz de la razón y la luz de la fe el hombre, en tanto esa bienaventuranza no llegue, aquí, en el tiempo y en el espacio, necesita para su andadura correcta, para no tropezar o para rehacerse del tropiezo, alumbrarse con la llama triple de los sentidos, de la razón y de la fe.
También el cristianismo, por ser mistérico, aunque parezca contradictorio no lo es, porque lo contradictorio no puede concordarse, mientras que lo paradójico explica y concuerda en su contexto lo que, en principio, es decir, a primera vista, se presenta como discordante, inconciliable y antinómico.
Hay , así , paradoja y no contradicción en frases conocidas como éstas: "los últimos serán los primeros", "el que se humilla será ensalzado"·, "mi paz os dejo, pero he venido a traer la guerra", "dichosos los que padecen", "el que quiera salvar su vida la perderá,...."
La suprema paradoja -y no contradicción, como veremos- no está en unas palabras, sino en un hecho clave. Cristo, Maestro de la Verdad, dice de Si mismo: «Yo soy la Vida»; y sin embargo, la Vida encarnada muere en la Cruz.
A este hecho clave hemos de llegar si con la luz de los sentidos, de la razón y de la fe, nos acercamos a la vida y a la muerte, como problema esencial de todo hombre; y, como un derivado, al derecho a vivir de coda hombre en su etapa histórica en la que vosotros y yo nos encontramos.
La muerte, como destrucción orgánica, es un fenómeno psicosomático, que transforma el cuerpo animado en cadáver, al estar desprovisto de animación. Un cadáver, durante algunas horas, como por inercia, mantiene la configuración corporal; y hay cadáveres que, artificialmente -embalsamamiento y momificación- o sobrenaturalmente -cadáveres incorruptos de algunos santos-, la conservan por tiempo indefinido. Pero, en cualquiera de los casos, allí no hay cuerpos, sino cadáveres.
Pero la muerte, en el hombre, es algo más que un fenómeno psicosomático, que puede homologarse con la muerte de otros seres vivos creados. la muerte en el hombre es un fenómeno metafísico, sobrevenido porque el hombre, siendo naturaleza creada, es sobrenaturaleza. El hombre, enmarcado en, y fruto de la tarea creadora genesíaca, aparece como un ser sobrenatural en un doble sentido: por una parte, se le proclama rey de la creación, destinado a dominarla -por lo que está sobre ella-, y por otra, el aliento de vida que le da el ser es un aliento divino eternizante y, por ello cualitativamente distinto e infinitamente superior al del resto de todo lo creado.
El hombre, criatura-eternizada, no fue, ni siquiera originariamente, criatura glorificada, pero el aliento divino de vida, que al espiritualizarle lo eternizó, hizo tránsito a su envoltura corporal, que de suyo, de por sí, hubiera estado sujeta a la muerte. El hombre del paraíso era un hombre inmortalizado. la muerte en el hombre es un acontecimiento metafísico sobrevenido. la muerte de la carne es el fruto de la desobediencia de su espíritu libre, el Haftuag que dirían los alemanes, la responsabilidad hecha castigo por la Schuld, es decir, por la culpa.
Por eso, yo acojo con ironía el esfuerzo de algunos defensores, incluso en el campo católico, de la teoría de la evolución, con su lista más o menos imaginaria de los antropoides intermedios. Para mí, lo que teológica e históricamente se ha producido en la humanidad es, en cierto modo, una involución, una degradación, un retroceso. No es que el antropoide, en un momento y en un lugar indeterminados, se haya convertido en hombre, con la posición erecta -bípedo implume- y el ensanchamiento de su ángulo facial, sino que el hombre inmortalizado, con inteligencia diáfana y voluntad firme, al rebelar libremente su espíritu contra Dios, privó a su alma, no de su eternización -porque el espíritu no perece-, pero Si de su glorificación, y a la carne de su inmortalidad. Reducida la carne a sí misma, inutilizada por el pecado la fuerza inmortalizante del espíritu, el cuerpo del hombre quedó aprisionado por el deterioro y el desfallecimiento de la naturaleza creada que, en principio, iba a dominar. Por el pecado, la naturaleza le dominó y sometió la carne -sólo naturaleza de por sí- a su propia ley de finitud.
A luz de la fe proyectada sobre la muerte del hombre, sobre su reencuentro con la tierra, de cuyo barro se formó su carne, sobre la reconversión en polvo de lo que no era más que polvo, nos conduce desde la promesa del Paraíso que se perdió al cumplimiento histórico y metahistórico de la misma promesa. El vástago de José anunciado en el Génesis, próximo para Isaías, recordado en el Adviento que acaba de comenzar, vine a destruir el pecado y con el pecado su fruto, que es la muerte.
Esa victoria la consigue la Vida encarnada muriendo, y muriendo en la Cruz. A partir de ese instante, la muerte cobra, con significado distinto, otra valencia sobrenatural. No deja de ser un fenómeno psicosomático, no deja de ser salario del pecado, no deja de ser guadaña segadora, pero es, al mismo tiempo, para el hombre en gracia, que ha escondido su vida en Cristo y muere en El y con El, llave del Paraíso y janua coeli, puerta del cielo. Pero hay algo más. En el Símbolo de la Fe decimos que "creemos en la resurrección de los muertos",. la conversión de la guadaña en llave del muro que cierra en pórtico que se abre, es una realidad esperanzada para el cuerpo, que recobrará su incorruptibilidad y será inmortalizado y glorificado. Cuando se consume la victoria sobre la muerte, victoria que tuvo su principio y tiene su garantía en Cristo resucitado, con los ojos del cuerpo, que ahora no pueden ver a Dios, traspasados por el lumen gloriae, se podrá contemplar en Dios lo que El ha preparado para el gozo del hombre.
Todo esto nos lleva a lo que podríamos llamar una nueva visión de la muerte, de la vida y del status viatoris que discurre desde que la vida temporal se inicia hasta que la vida temporal concluye.
Nueva visión de la muerte: Aunque la muerte en el hombre no deje de ser la obra del Maligno, que por odio a la vida la introdujo en la humanidad; aunque la muerte vaya despertando como vivencia acosadora conforme transcurren los años y se advierta su cercanía; aunque la vivencia de la muerte produzca pánico, por lo que pueda implicar de dolorosa y de tránsito a lo desconocido, repugnancia por instinto de conservación, rebeldía ante lo que puede interpretarse como inhumano, tristeza amarga como frustración del ser, resignación estoica ante la imposibilidad de evitarla, todo ello en el cristianismo es superable, porque su visión de la muerte, sin ignorar esas reacciones, las supera.
Para el cristiano, que mira la muerte no sólo con la luz de los sentidos y de la razón, sino con la luz de la fe, la muerte no aniquila el ser. La muerte es una separación, una despedida del cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de aquél. La despedida no es para siempre. No es un adiós, sino un hasta luego. Lo tremendo del hombre no es que muera de verdad, sino que, aun deteriorándose y pulverizándose el cuerpo, el hombre -su yo personal identificante- no muere nunca.
Nueva visión de la vida: la vida del hombre es lineal, pero ascendente. En ella hay, no uno, sino dos alumbramientos; y ambos son dolorosos, porque la redención del hombre y la vida histórica del hombre están signadas por el dolor. El primer alumbramiento es el parto. Por el parto, el hombre ve la luz del mundo. Por el parto se da a luz en el tiempo; y la separación del claustro materno es dolorosa para la madre y para el hijo; y dolorosa hasta el derramamiento de sangre. Por el segundo alumbramiento, se pasa a la luz de la eternidad. Este nuevo dar a luz es también separación dolorosa, porque hay dolor en el cuerpo, que siente su desanimación progresiva, y en el alma, que, al irse desprendiendo de la nebulosa de los sentidos, con todas sus potencias en vigor, tiene conciencia nítida del desgarro. El dolor de este alumbramiento es más profundo que el del primero, porque incide en la más íntima radicalidad del ser. De alguna manera podría recordarlo la separación de la uña de la carne, a que se refería doña Jimena al separarse del Cid, o la frase de Antonio Rivera, nuestro "Angel del Alcázar": «¡Me estoy muriendo!»
Ahora bien; si la muerte es otro alumbramiento, como el del trigo que se pudre para hacerse espiga, o el gusano de seda que, luego de hacer su capullo, lo rompe y, alado, se hace mariposa, o el del hierro que, en la fragua, incandescente y cincelado y forjado, se convierte en obra de arte, la muerte no es una pérdida, sino una ganancia, como dice San Pablo, y todas aquellas reacciones, pánico, repugnancia, rebeldía resignación, se hacen deseo. Nadie como Teresa de Jesús manifiesta ese deseo, no de morir como huida, como olvido o como descanso, sino como anhelo de usar la llave y de abrir la puerta de la Vida, de morir precisamente para vivir. El desasosiego de morir por no morir florece en los versos famosos: "Y en tal alto Vida espero, que muero porque no muero."
Nueva visión del status viatoris: En el aquí y ahora de la primera etapa vital, el hombre, a la luz de la fe, no contempla lo que ha de sucederle como una prolongación sino dio de aquélla; como un estirón sin final del tiempo; como un tiempo con prórroga interminable. El tiempo de la eternidad ya no es tiempo. Y el parto segundo de la muerte no es una prolongación longitudinal, sino una ascensión cualitativa.
En el itinere histórico el hombre transcurre en él ahora-tiempo, y, como señala Zubiri, desde un instante hacia un algo. El «ahora temporal» navega sobre el «siempre eterno»; y ese ahora comprende para el hombre desde su concepción hacia y hasta su muerte corporal. En ese ahora, el hombre se va configurando, conformando, definiendo y haciéndose definitivo, de tal forma que configurado, conformado y definido, es decir, consumado definitivamente, llega con su alma, al morir el cuerpo, a la eternidad.
La Parusía, que es la exaltación jubilosa, del triunfo final de Cristo, supone la absorción del tiempo por la eternidad, la inmortalidad gloriosa del cuerpo humane y la transformación de la naturaleza en una tierra y en un cielo nuevos.
Siendo esto así, para un cristiano la etapa histórica de su vida es una preparación y una provisionalidad. Durante ella ha de procurar ir definiéndose, es decir, preparándose y equipándose para la eterna. El ahora ha de estar en función del siempre, y el camino y el quehacer del camino han de concebirse en función de la meta.
Caben aquí, sin embargo, dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida del tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo, comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse hasta la obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida temporal, donde hemos de definirnos para aquélla.
Es en el tiempo donde nos definimos para la salvación o la condenación eternas. Y es al fin del tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor, es decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.
Con esta perspectiva, debemos asomarnos a la cuestión actualísima como ninguna de la muerte y de la vida temporales. Una y otra se contemplan desde la luz de los sentidos y de la razón, pero, sobre todo, a la luz de la Verdad revelada y, por tanto, de la fe: la fe objetiva, como haz de verdades, y la fe subjetiva, como virtud teologal.
La vida y la muerte temporales, en función de la Vida o de la muerte eternas, se contorsionan en la ley, en las costumbres y en la conciencia individual y colectiva. Ahí donde la vida está amenazada, allí el cristiano ha de comparecer para dar testimonio de la verdad, aunque el testimonio conlleve persecución y sacrificio.
La unidad no es solo el resultado de nuestra acción, es don del Espíritu
Carta del Papa Francisco por el 25° Aniversario de la Encíclica “Ut unum sint”.
“La unidad no es principalmente el resultado de nuestra acción, sino que es don del Espíritu Santo. Sin embargo, esta no vendrá como un milagro al final: la unidad viene en el camino, la construye el Espíritu Santo en el camino”, lo escribe el Papa Francisco en una Carta dirigida al Cardenal Kurt Koch, Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, con ocasión del 25° Aniversario de la promulgación de la Encíclica “Ut unum sint”, sobre el empeño ecuménico.
El compromiso ecuménico de la Iglesia Católica
En su Misiva, el Pontífice recuerda que 25 años atrás, en el marco del Jubileo del año 2000, San Juan Pablo II firmó la Carta Encíclica “Ut unum sint”, con el deseo de que la Iglesia tuviera siempre presente la oración insistente de su Maestro y Señor: “¡Que todos sean uno!” (cf. Jn 17,21). Por ello, subraya el Papa, su predecesor escribió esa Encíclica que confirmó «de modo irreversible» el compromiso ecuménico de la Iglesia Católica. La Carta fue publicada en la Solemnidad de la Ascensión del Señor, “colocándola bajo el signo del Espíritu Santo, el artífice de la unidad en la diversidad, y en este mismo contexto litúrgico y espiritual – precisa el Pontífice – la conmemoramos y proponemos al Pueblo de Dios”.
La legítima diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia
En este contexto, el Papa Francisco también recuerda lo que dijo el Concilio Vaticano II, sobre el movimiento para el restablecimiento de la unidad de todos los cristianos, en el Decreto sobre el ecumenismo, Unitatis redintegratio, y como este movimiento «ha surgido […] con ayuda de la gracia del Espíritu Santo». Es precisamente el Espíritu Santo, afirma el Papa, quien «obra la distribución de gracias y servicios», es «el principio de la unidad de la Iglesia». Y en este sentido, la Carta de San Juan Pablo II reitera que, «la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que por el contrario aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión». De hecho, «sólo el Espíritu Santo puede suscitar la diversidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, producir la unidad». Y como también lo recuerda San Basilio, el Grande, «él mismo – el Espíritu Santo – es la armonía».
Se han dado pasos para sanar heridas seculares y milenarias
Por ello, en este Aniversario, el Papa Francisco agradece al Señor por el camino que nos ha permitido recorrer como cristianos en busca de la comunión plena. “Se han dado muchos pasos en estas décadas para sanar heridas seculares y milenarias – afirma el Pontífice – ha crecido el conocimiento y la estima mutua, favoreciendo la superación de prejuicios arraigados; se ha desarrollado el diálogo teológico y el de la caridad, así como diversas formas de colaboración en el diálogo de la vida, pastoral y cultural”. Y pensando en “nuestros compañeros de viaje”, los que presiden las diversas Iglesias y nuestros hermanos de todas las tradiciones cristianas, podemos sentir, al igual que los discípulos de Emaús, la presencia del Cristo resucitado que camina a nuestro lado y nos explica las Escrituras, y reconocerlo en la fracción del pan, en la espera de compartir juntos la mesa eucarística.
Dos iniciativas que ayudan a construir la unidad
Asimismo, el Santo Padre al expresar su agradecimiento a todos los que trabajan en ese Dicasterio por este objetivo irrenunciable de la Iglesia, y recuerda dos iniciativas recientes. La primera, un Vademécum ecuménico para Obispos, que se publicará el próximo otoño como estímulo y guía para el ejercicio de sus responsabilidades ecuménicas. Ya que, el servicio de la unidad es un aspecto esencial de la misión del Obispo, quien es «el principio fundamento perpetuo y visible de unidad» en su Iglesia particular. La segunda iniciativa es la presentación de la revista Acta Œcumenica, que, en la renovación del Servicio de Información del Dicasterio, se propone como un subsidio para quienes trabajan para el servicio de la unidad.
Invoquemos al Espíritu para trabajar por la causa ecuménica
Finalmente, el Papa Francisco recuerda en su Misiva que, en el camino hacia la comunión plena es importante tener presente el trayecto recorrido, pero también se necesita escudriñar el horizonte preguntándose: “¿cuánto camino nos separa todavía?”. “Algo es cierto, afirma el Pontífice, la unidad no es principalmente el resultado de nuestra acción, sino que es don del Espíritu Santo. Sin embargo, esta no vendrá como un milagro al final: la unidad viene en el camino, la construye el Espíritu Santo en el camino”. Y concluye invocando con confianza al Espíritu, para que guíe nuestros pasos y cada uno escuche con renovado vigor el llamado a trabajar por la causa ecuménica; que Él inspire nuevos gestos proféticos y fortalezca la caridad fraterna entre todos los discípulos de Cristo, «para que el mundo crea» y se acreciente la alabanza al Padre que está en el Cielo.
El Papa de la caridad politica
Pío XII vio con suma preocupación la confusión teológica, filosófica y política en la que se insertó el mundo de la postguerra
1. El magisterio de la regeneracion en Cristo por medio de su Iglesia.
El 2 de Marzo de 1939, a sólo 24 hs de haber iniciado el Cónclave, el Cardenal Eugenio Pacelli fue elegido como sucesor de S.S. Pío XI en la Cátedra de Pedro adoptando el nombre de Pío XII por su profunda devoción y amistad con su antecesor.A pocos meses de iniciar su Pontificado, la Wehrmacht invadió Polonia el 1 de Septiembre de 1939 dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial.
Gran parte de su pontificado vertió sobre este grave conflicto y su preocupación con gestiones y actuaciones para evitarla, cuando aún era tiempo; y por limitarla cuando estalló alentando siempre a que las potencias beligerantes no pisoteen el respeto al Derecho Natural y “a la leyes de la guerra”; utilizando todos los medios legítimos a su alcance: la enseñanza, a través de mensajes públicos por medio de la radio (radiomensajes), o las exhortaciones a los Pastores y fieles, o los documentos dirigidos a las autoridades responsables y la acción diplomática bajo todas las formas que le eran posible.
A este escenario apuntó con su claridad y profundidad doctrinaria su primera encíclica denominada “programática” Summi Pontificatus, redactada el 24 de Julio en su Residencia Veraniega Castelgandolgo pero promulgada poco tiempo después. La encíclica revela las preocupaciones fundamentales del Santo Padre ante los padecimientos del mundo apuntando hacia una reeducación de la humanidad, sobre todo en la esfera moral y religiosa, partiendo en Cristo, como fundamento indispensable poniendo de relieve la misión maternal de la Iglesia y de los laicos para está misión sin olvidarse de los derechos de la misión de la familia como cédula fundamental para el Reinado de Cristo Rey. Parte de un enfoque teológico para abordar los problemas de su tiempo como metodo de evangelización.
La encíclica señala cuatro errores principales en aquel momento histórico:
I. Agnosticismo moral y religioso
1. La negación y el rechazo de una norma de moralidad universal (así en la vida individual como en la social y en las relaciones internacionales), o sea, el rechazo de la ley natural, que tiene su fundamento en Dios.
2. La exclusión de Cristo de la vida moderna, especialmente de la vida pública, y la aparición de un paganismo corrompido y corruptor.
II. Dos Errores Capitales en el orden político.
3. El olvido de la ley de solidaridad y caridad universal
4. La separación de la autoridad del Estado de toda dependencia de Dios, y la elevación del Estado o de la colectividad a fin último de la vida y a criterio supremo del orden moral y jurídico.
III. La Reeducación religiosa y espiritual de los pueblos.
2. El Misterio de la Iglesia
El pecado de Adán trajo consigo la ruina a todo el linaje del cual él era la cabeza. Cristo, como nuevo Adán, es el tronco de un nuevo linaje de la que es Cabeza y cuya comunidad es la Iglesia, “…como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium, 1). Por su Crucifixión, Muerte y Resurrección, Cristo vence a la muerte y al pecado reestableciendo una nueva alianza entre Dios y los hombres para toda la eternidad quedando constituida de este modo la Iglesia en sus fundamentos, porque al vencer al pecado, desapareció el único obstáculo que impedía la entrada de la gracia al seno de la humanidad. Cada hombre en particular es un miembro de Cristo ya que la Iglesia es el Cristo continuado. Pero el día en que formalmente nació la Iglesia, fue Pentecostés, después de la Ascensión a los cielos; porque ese día desbordó por primera vez desde la Cabeza glorificada hacia los miembros el Espíritu Santo, quien con la variedad de los miembros y órganos crea y forma la unidad de la Iglesia.
San Pablo a la Iglesia el Cuerpo de Cristo cuya Cabeza es Cristo. También podemos definirla como la “Esposa” de Cristo ya que la Iglesia es la sociedad de todos los que se unen a Cristo como seres conscientes y personales. Cristo y la Iglesia forman un organismo misterioso, pero real.
San Pablo nos dice:
“…Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Pero a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dada por el Espíritu la palabra de la Sabiduría; a otro la palabra de la ciencia, según el mismo Espíritu; a otro fe en el mismo Espíritu; a otro el don de curación en el mismo Espíritu; a otro operaciones de milagros; a otro profecía, a otro discreción de espíritu, a otros, géneros de lenguas. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere. Porque así como siendo el cuerpo uno tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así también es Cristo. Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo y todos, ya judíos, ya gentiles, ya siervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu. Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos. […] De esta suerte si padece un miembro, todos los miembros padecen en él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el Cuerpo de Cristo y cada uno en parte”. (I Corintios 12, 4-27)
Si Cristo es la Cabeza y la Iglesia es el Cuerpo, el Espíritu Santo es el alma. Habita primeramente en Cristo, Cabeza y desde allí fluye como un río de vida hacia los miembros. La Iglesia continúa la obra de Cristo por la doctrina y el gobierno administrando los tres poderes recibidos de Cristo: 1. Sacerdotal para la santificación de los hombres, 2. El magisterio enseñándoles la verdad divina y 3. El poder de gobierno, dirigiéndolos con sus preceptos y consejos por el camino que conduce a la eterna bienaventuranza.
Pío XII nos aclara en su carta Encíclica Mystici Corporis Christi punto 30 promulgada el 29 de Junio de 1943 esta doctrina que años más tarde es retomada por la Constitución Dogmática Lumen Gentium del CVII:
“[…] Y si en la Iglesia se descubre algo que arguye la debilidad de nuestra condición humana, ello no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino más bien a la deplorable inclinación de los individuos al mal; inclinación, que su Divino Fundador permite aun en los más altos miembros del Cuerpo místico, para que se pruebe la virtud de las ovejas y de los Pastores y para que en todos aumenten los méritos de la fe cristiana. Porque Cristo, como dijimos arriba, no quiso excluir a los pecadores de la sociedad por El formada; si, por lo tanto, algunos miembros están aquejados de enfermedades espirituales, no por ello hay razón para disminuir nuestro amor a la Iglesia, sino más bien para aumentar nuestra compasión hacia sus miembros[..]”
En su alocución consistorial pronunciada con motivo de la imposición del birrete a los 32 nuevos cardenales conocida como Discurso La Elevatezza sobre la supranacionalidad de la Iglesia nos ilumina con claridad y profundidad en su punto 6 que “…La Iglesia —aun cumpliendo el mandato de su divino Fundador de ex-tenderse por todo el mundo y de conquistar para el Evangelio a todas las gentes (cf. Mc 16,15)— no es un imperio, sobre todo en el sentido imperialista que se quiera dar a esta palabra. El camino que traza en su progreso y en su expansión es contrario al que sigue el imperialismo moderno. La Iglesia progresa, ante todo, en profundidad; después, en extensión y en amplitud. Busca, en primer lugar, al hombre mismo; se dedica a formar al hombre, a modelar y perfeccionar en él la semejanza divina. Su trabajo se realiza en el fondo del corazón de cada uno, pero tiene su repercusión sobre toda la duración de la vida, en todos los campos de la actividad de cada uno. Con hombres así formados, la Iglesia prepara a la sociedad humana una base sobre la que ésta pueda descansar con seguridad” y en su punto 20 que “…La Iglesia no puede, encerándose inerte en el secreto de sus templos, desertar de su misión divinamente providencial de formar al hombre completo y así colaborar sin descanso en la constitución del sólido fundamento de la sociedad. Esta misión es para ella esencial”.
La Iglesia es la única que puede salvar a los hombres, pero esto no significa que el hombre viviendo de buena fe y siguiendo su recta conciencia (semillas de verdad) no pueda salvarse. Ese hombre pertenece sin saberlo realmente al alma de la Iglesia. Está en el camino que conduce hacia ella; sólo que, sin culpa suya, se le ha interpuesto un obstáculo insalvable. La Iglesia prolongará la obra y glorificación de Cristo en el mundo por medio de la celebración litúrgica que es el “culto que la Iglesia celebra como Cuerpo Místico de Cristo en unión con su cabeza, en su nombre y por misión suya, y como renovación y actualización continuada del misterio de la redención. El punto céntrico de la liturgia es el sacrificio.
Cristo se depositó a sí mismo en las manos de su Iglesia a la que instituyó como mediadora de su salvación. La Santa Mare Iglesia es la permanencia viviente de Cristo mediante la instauración de los sacramentos. Los Sacramentos conservan a Cristo viviente entre los hombres, perpetuando su obra redentora por medio de la gracia de Cristo. Por eso, se los llama los medios de santificación, es decir, los medios de adquirir la gracia divina. Dios Creador de la naturaleza humana quiso acomodarse a ella como autor del mundo sobrenatural, queriendo atar de este modo su gracia a signos externos en los que se encarnará la acción interior que invisiblemente realiza el Espíritu Santo en el Sacramento. Por esta razón nuestro cuerpo queda santificado y es introducido mediante el Sacramento en el orden sobrenatural. Santo Tomás nos enseña que por medio de los sacramentos que son signos eficaces de la gracia sobrenatural de Cristo, el Hijo de Dios renueva la obra de la redención prolongando hacia nosotros sus actos redentores. La Pasión y Resurrección gloriosa llegan a nosotros por los canales de los Sacramentos siendo instrumentos para nuestra Salvación:
“…porque puestas en contacto con nosotros por medio de la fe y de los Sacramentos producen la gracia” (Summa theologica, III, q. 48, a.6; q. 56, a.1 y 2)
Siguiendo al Doctor Angélico nos dice que Cristo es el “primer sacramento”.La fe se perfecciona y purifica con la recepción del Sacramento porque solo nuestros actos interiores de la voluntad y el entendimiento se consuman realmente complementadose con la manifestación y encarnación exterior. Los actos puramente interiores no caen en el dominio público. Sólo por la recepción visible del Sacramento se completa nuestra fe interior, y tiene un valor social ante la comunidad visible, así como por otra parte la fe interior anima e informa la recepción del Sacramento.
Pío XII ve con suma preocupación la confusión teológica, filosófica y política en la que está inserta el mundo de postguerra; razón por la cuál publica en 1956 la Instrucción del Santo Oficio sobre la moral de situación poniendo en aviso a los fieles católicos sobre las nuevas corrientes de la ética, que derivadas del existencialismo, restaban importancia al ser del hombre y a las normas objetivas derivadas de la Ley de Dios y de los preceptos eclesiásticos. El origen y naturaleza de estos errores reside de una falsa interpretación teológica, filosófica y antropológica del hombre (el hombre tiene una , rechazando el concepto tradicional de <naturaleza humana> fundado en la verdad objetiva reemplazándola por el concepto de naturaleza humana tal como existe, una moral existencial que depende de las circunstancias históricas concretas y puede ser cambiante.
Lamentablemente a 60 años de su muerte, estás advertencias de Pío XII fueron desoídas y la moral de situación se ha consolidado como carta de ciudadanía del nuevo orden mundial surgido como consecuencia de la disolución de la Unión Soviética rigiendo el equilibrio de poder actual de las naciones.
Escrúpulos de conciencia: qué son y cómo remediarlos
Conciencia escrupulosa es aquella que ante cualquier acto realizado no sabe determinar la moralidad del mismo
Definición
Se define conciencia escrupulosa como aquella que ante cualquier acto realizado no sabe determinar la moralidad del mismo, sino que se encuentra en un mar continuo de dudas del que no sabe salir.
Distinción entre conciencia escrupulosa, delicada y laxa
Hemos de distinguir la conciencia escrupulosa de la conciencia delicada. Conciencia delicada es aquella que juzga correctamente incluso ante pequeñas faltas. Cuida, por amor que tiene a Dios y por rechazo al pecado de hacer cualquier acto, incluso leve, que pudiera ofenderle. A la hora de hacer un examen de conciencia, no sólo se examina de modo genérico, sino que desciende hasta los detalles y luego es capaz con serenidad de manifestarlos en la confesión.
Lo opuesto a conciencia delicada sería una conciencia laxa. Conciencia laxa es aquella que no ve pecado es muchas acciones que de suyo lo son. Cuando una persona con conciencia laxa se examina, va a lo genérico: “Padre, hace dos años que no me confieso. No tengo pecados, pues no mato ni robo”.
Factores causantes o desencadenantes de los escrúpulos de conciencia
A lo largo de mi experiencia sacerdotal en el trato con personas escrupulosas he podido comprobar la existencia de tres elementos que actúan en la mayoría de los casos como factores causantes y/o desencadenantes de los escrúpulos: la soberbia espiritual, la falta de aceptación de uno mismo y el enfocar la vida espiritual no tanto en amar a Dios cuanto en no cometer pecados. Estos tres elementos son un a modo de sustrato común, y que aunque de suyo no sean propiamente el origen de los escrúpulos, sí que justifican que tarden más en curarse o incluso que puedan agravarse si no se corrigen adecuadamente.
1.- Soberbia espiritual o también llamada más vulgarmente “perfeccionismo” es una inclinación psicológica a buscar ser perfectos por el ánimo de ser perfectos y no por ningún ulterior motivo humano o espiritual. Son personas que cuando descubren un defecto o limitación de su personalidad se entristecen en un primer estadio. Comienzan a luchar para quitar esas limitaciones y cuando ven que es casi imposible, intentan negar que esas imperfecciones sean suyas, aparecen los escrúpulos para autojustificarse y empieza de ese modo un círculo vicioso. Ese círculo hay que cortarlo haciendo ver a esas personas que “sólo Dios es perfecto”. Nosotros hemos de seguir la consigna de Jesucristo: “ser perfectos como mi Padre celestial es perfecto”, pero sabiendo que es una meta y no un resultado que podamos obtener con el propio esfuerzo personal y sin la ayuda de la gracia de Dios; y que mientras que no lo alcancemos tendremos que tener paciencia con nosotros mismos, no desanimarnos y pedir la ayuda de Dios para ir poco a poco corrigiéndonos.
2.- Falta de aceptación de las propias limitaciones. Es muy frecuente que un escrupuloso no se acepte a sí mismo tal como es, con sus luces y sombras, virtudes y defectos. Es por ello que cuando descubre sus defectos o pecados veniales los enmarañe en un mar de dudas para intentar exculparse de los mismos. En el fondo no es sino otra manifestación de esa soberbia espiritual. Conforme la persona va madurando humana y espiritualmente y se va aceptando tal como es, esa intranquilidad y desasosiego que le producía descubrirse como es, se va apaciguando; uno reconoce sus limitaciones y es capaz de verlas con serenidad y ánimo positivo para poderlas ir solucionando poco a poco, una tras otra.
3.- Mal enfoque de la vida espiritual. Las personas escrupulosas tienden a focalizar su vida espiritual, no tanto en amar a Dios, cuanto en evitar los pecados. Aparentemente parece lo mismo, pero no lo es. Cuando uno orienta su vida espiritual en amar a Dios, tiende a tener una actitud más positiva y gozosa. Se alegra de amarle, servirle, entregarle su vida. En cambio cuando enfoca su vida espiritual en el hecho de no cometer pecados, se pasa todo el tiempo escudriñando su conciencia y su conducta para intentar descubrir si está haciendo o pensando algo que pueda de algún modo ir en contra de la voluntad de Dios. Este modo de proceder le produce desasosiego, intranquilidad, y con el tiempo, puede desembocar en una neurosis de ansiedad.
Un examen personal y humilde de estos tres factores desencadenantes de los escrúpulos de conciencia nos pueden ayudar mucho a la hora de descubrirlos, evitarlos y corregirlos. Dicho de otro modo, el buen diagnóstico de una enfermedad es el primer paso para poder poner el tratamiento adecuado de la misma.
Tipos de conciencia escrupulosa según su gravedad o duración
Los escrúpulos de conciencia pueden tener multiplicidad de manifestaciones y grados. Simplificando y resumiendo diremos:
1.- Conciencia escrupulosa que bordea la neurosis
• Sería una persona que psíquicamente no es estable. Tiene tendencias o inclinaciones de tipo neurótico u obsesivo. Esa “neurosis”, cuando tiene como objeto la moralidad de los actos humanos, hace que la persona sufra muchísimo, y debido a su proceso no sabe valorar la moralidad de los mismos.
• Es típico de estas personas estar continuamente cambiando de sacerdote, pues nunca encuentran quién les comprenda de modo satisfactorio: unos son demasiado rígidos, otros, demasiado blandos; unos les tratan como a débiles mentales, otros, exigen de ellos heroicos esfuerzos de voluntad.
• La psicología actual tiende a desestimar la función que el sacerdote pueda hacer en estos casos, y más bien opina que lo que solemos hacer los sacerdotes es empeorar su situación. Respecto a este punto concreto, si habláramos de una neurosis de tipo obsesiva que no afectara a la conciencia moral, un buen psiquiatra será la primera elección; pero cuando el problema es de tipo moral, el primer indicado para estudiar el problema debe ser el sacerdote, y si éste ve que la situación es realmente grave, debería por honestidad profesional, buscar la ayuda de un buen psiquiatra. La solución ideal sería la colaboración entre un sacerdote y un psiquiatra, para que cada uno en su campo, pudiera aportar las debidas soluciones a estas personas.
2.- Cierta inclinación o tendencia al escrúpulo
• Sería una persona, que sin llegar a una conducta neurótica, tiene cierta tendencia a los escrúpulos, sobre todo en algún área muy concreta de la moralidad de los actos. En la mayoría de los casos suele tener relación con pecados contra el sexto y el noveno mandamiento. Este problema se suele solucionar de modo relativamente fácil si se encuentra un adecuado director espiritual.
3.- Escrúpulos durante un breve plazo de la vida
• Persona totalmente normal desde este punto de vista, pero que durante una época de su vida relativamente breve, tiene escrúpulos. En bastantes ocasiones suele ser un “truco” que Dios utiliza para que la persona tome una mayor conciencia de la situación moral de su vida y cambie. En numerosas ocasiones, Dios se aprovecha de estos escrúpulos para “remover” la conciencia y despertar una posible vocación al sacerdocio o a la vida consagrada.
• Yo me he encontrado con relativa frecuencia este tipo de personas cuando a lo largo de mi vida sacerdotal he estado en algunas parroquias donde los fieles acudían asiduamente al confesonario y se planteaban una vida espiritual seria.
• Estos escrúpulos suelen ser temporales, en ningún momento llegan a la neurosis, y sirven para formar una conciencia más delicada.
• En la mayoría de los casos aparecen en personas que anteriormente no eran escrupulosas o incluso tenían una conciencia relativamente laxa. Es frecuente que desaparezcan de modo casi milagroso una vez que han cumplido su “función”.
4.- Escrúpulos como una cruz personal
• Y por último, hay personas que tienen una tendencia escrupulosa, que sin llegar a ser una neurosis, ni mucho menos, se manifestará más bien como una forma de ser o inclinación hacia ellos.
• Es un “modo de ser”, del mismo modo que hay personas que tienen tendencia a ser tranquilas y otras a ser impacientes. Tendrán que cargar como esa cruz durante muchos años, y a veces durante toda la vida. En la mayoría de los casos es fruto de la formación que recibieron, pero sobre todo, porque Dios los hizo así. Como cruz, tendrán que tener paciencia y ofrecer ese modo particular de ser a Dios; del mismo modo que todos tendremos que luchar con otras peculiaridades de nuestro carácter.
Para el tratamiento de los escrúpulos: ¿psicólogo, psiquiatra o sacerdote?
Hoy día, como consecuencia de la pérdida de la fe y del auge de la psicología; ésta ha ido poco a poco reemplazando al sacerdote en un área que anteriormente le era casi exclusiva.
Antiguamente, cuando una persona o colectivo pasaba una situación traumática, se acudía al sacerdote para que le ayudara y aconsejara en ese mal trance. Hoy día, ya no se cuenta con el sacerdote y se acude de primera mano al psicólogo. Es típico oír en las noticias el anuncio de que después de un atentando en el que hubo cuarenta personas afectadas, los servicios sociales acudieron al equipo de psicólogos para ayudar a esas personas.
Para mí, la psicología –y esto es una mera opinión personal-, es una rama del saber que tiene poco de ciencia, bastante de desconocimiento y mucho de imaginación. Cuando una persona va al psicólogo, éste, tiende a encasillarlo dentro de unos esquemas preestablecidos que estudió en la universidad o en algún libro, y que en la gran mayoría de los casos no termina de encajar en ninguno de ellos, pues el espíritu humano es mucho más complejo y no puede ser encorsetado ni etiquetado con tanta facilidad.
En el caso que estamos tratando de los escrúpulos de conciencia, si la persona acudiera solicitando ayuda a un psicólogo, las soluciones que pudieran provenir de su actuación serían más el fruto de que el psicólogo fuera una persona centrada y con sentido común, que la consecuencia de un certero diagnóstico y adecuado tratamiento que procediera de lo que la psicología le pueda haber enseñado. Cuando el problema de escrúpulos de conciencia roza la neurosis, yo prefiero antes la ayuda y consejo de un psiquiatra centrado que la de un psicólogo.
Psiquiatría y psicología son dos términos que se parecen, pero cuyos puntos de partida y métodos de trabajo son totalmente diferentes. Y si no, pregúnteselo a un psiquiatra y verá lo que le responde. El psiquiatra es un médico que se ha especializado en esa rama de la medicina; una ciencia muy compleja y relativamente oscura. El psicólogo, ha estudiado una carrera, ha recibido un título…, pero los contenidos de su formación son en muchos casos el resultado de imaginaciones calenturientas más que descubrimientos científicos. Los padres de la psicología moderna, Wundt, Freud, Skinner, Piaget, W. James, no pueden decir que sus conclusiones sean científicas, ni el resultado de pruebas experimentales, sino más bien el resultado de ciertas observaciones personales unido a un sinnúmero de presupuestos o axiomas que dan como dogmas pero que no saben, ni pueden justificar.
De hecho, el modo de acceso a la mente no puede ser casi nunca el resultado de un análisis químico o de un scanner o resonancia magnética. Estamos trabajando no tanto con el cerebro, cuanto con el alma, la cual usa del cerebro como estructura anatómica, pero el alma no puede ser reducida al cerebro ni mucho menos. El alma como tal se escapa a la observación científica y nunca puede ser estudiada en un tubo de ensayo.
La psicología moderna ha caído en las redes del psicoanálisis y del conductismo, los cuales tienden a reducir los procesos mentales a reacciones químicas que ocurren en el interior del cerebro (conductistas) o a una suma de complejos de la infancia (psicoanálisis).
Para mí, - y como les he dicho antes, esta es una opinión puramente personal -, el psicólogo actúa hoy día como sustituto del sacerdote en un mundo que se ha separado de Dios, que ya no cree en el alma como entidad espiritual, y que todo lo reduce a materia. Es por ello que difícilmente un psicólogo, que parte de estos presupuestos, o de otros similares, podrá llegar a entender lo que ocurre dentro de una mente escrupulosa, y mucho menos, ofrecer soluciones válidas.
Por otro lado, dado que el problema de la persona que tiene una conciencia escrupulosa es eminentemente espiritual, aunque también tiene un componente psicológico, habrá que acudir a aquellas personas que Dios ha puesto como “guías espirituales” para que nos puedan ayudar. Lo cual no obsta, para que en aquellos casos concretos en los que el componente de desequilibrio psicológico roce la neurosis, el sacerdote busque la ayuda del psiquiatra para que le oriente a él y también a la persona que sufre ese problema.
Buscando una solución a los escrúpulos
1.- Cualidades que ha de reunir el sacerdote. El sacerdote que tenga que ayudar a una persona con escrúpulos ha de tener unas cualidades especiales:
• No ha de ser él mismo escrupuloso, pues si lo fuera, todavía agravaría más el problema de quien acude a él buscando una solución.
• Ha de ser una persona centrada humana y espiritualmente. Además, Dios concede al sacerdote lo que se llama la “gracia de estado” para que pueda ayudar y aconsejar a toda persona que se le acerque.
• Deberá charlar el tiempo necesario, aunque no tanto como al escrupuloso le gustaría, para conocer a la persona a fondo y poderse hacer una idea de la gravedad de su caso.
• Deberá ser paciente y flexible, pero al mismo tiempo deberá ser autoritativo y firme, no permitiendo que sea el escrupuloso quien lidere la conversación ni la solución de su problema. En la situación de duda y confusión en la que se encuentra el escrupuloso difícilmente verá con claridad su problema, por lo que deberá apoyarse en el criterio de su confesor.
• No deberá transformarse en un psicólogo, ni usar “armas” propias de un psicólogo. Esa no es su misión. Se podrá valer de sus conocimientos psicológicos y de las ciencias humanas, pero sus principales armas serán espirituales.
• Dado que en la mayoría de los casos la persona escrupulosa vendrá preguntando si algo es o no pecado, lo mejor es que atienda a la persona en el confesionario mientras que realiza el sacramento de la penitencia.
• Deberá dar un día concreto para atender a la persona, no cediendo ante llamadas telefónicas, mensajes de correo electrónico… Para ello, tendrá que exigir confianza total en él.
2.- Lo que deberá hacer la persona con escrúpulos
• Primero de todo deberá buscar a un sacerdote de su confianza, que al mismo tiempo sea fiel a su ministerio y mejor todavía si tiene cierta experiencia en el tratamiento de estos problemas.
• Una vez que elija el sacerdote que considere adecuado, deberá ser fiel a él y no ir cambiando de uno a otro. En la solución del problema juega un papel muy importante la confianza en el sacerdote; es por ello que si la persona se decide por uno en concreto, deberá ser fiel y al mismo tiempo obediente a sus indicaciones, aunque no las entienda o no esté de acuerdo incluso con ellas. En la situación en la que se encuentra no puede ser juez, por lo que ha de confiar en el sacerdote y seguir las indicaciones que éste le dé.
• Durante el tiempo que dure este proceso, su “conciencia” será la del sacerdote. La persona escrupulosa tendrá que dejarse dirigir y orientar humildemente. El sacerdote será responsable ante Dios de los consejos que dé a la persona con escrúpulos.
• Espiritualmente deberá intentar crecer en la vida espiritual, especialmente en aquellas virtudes que más necesite; como por ejemplo la humildad y la confianza en Dios.
• Humanamente hablando es bueno que esté distraído con actividades que le ocupen la imaginación y el pensamiento: la lectura, el deporte, el trabajo; debiendo “huir” del ocio y del tiempo en el que esté sin hacer nada, pues será entonces cuando los escrúpulos vengan a atormentarle.
• Deberá acudir al sacerdote, no todos los días, ni cuando surja la duda, ni a cualquier hora, sino cuando el sacerdote se lo indique.
El proceso durará más o menos dependiendo de muchos factores que intervienen en cada caso particular. La gran mayoría de ellos, salvo los casos de neurosis obsesiva o el de aquellos que siempre hayan tendido a ser algo escrupulosos, se suele curar en un plazo aceptable. Todo depende de la fidelidad del sacerdote, la docilidad de la persona escrupulosa; y por supuesto, de la voluntad de Dios.
Las raíces de la alegría
El cristiano tiene que ser definitivamente alegre. El optimismo del cristiano está basado en que se le ha abierto un camino real hacia lo Óptimo, y lo Óptimo es Dios.
El amor humano es realidad cierta y, a la vez, figura o analogía del amor divino. Quizá para entender la alegría cristiana hay que tener en cuenta la alegría del enamorado, no a pesar de los dolores, sino precisamente en los dolores, en la continua vigilancia, un cuidado en el que se realiza la persona. El enamorado, si ama y es amado, si da y es objeto del don, está alegre, goza, canta. Por eso también en los niños se da la alegría de una manera particular: porque su vida es recibir siempre, ser objeto de amor, singularmente por parte de los padres, pero también de casi todos, que miran con benevolencia (volendo bene, dice aún el italiano) a los niños.
¿Felicidad no significa confiar en un "final feliz"?
Como el mundo no puede vivir sin cristianismo —tan fuertes son las consecuencias históricas de la realidad del Verbo hecho hombre—, en muchas épocas una parte de ese mundo se ha dedicado a denigrarlo: literalmente, a pintarlo de tintes oscuros, negros. Los hombres de talante dionisíaco, según la terminología de Nietzsche, han acusado al cristianismo de predicar la muerte, la renuncia, la tristeza, el abandono del mundo. Y, al contrario, cuando por cualquier motivo la historia entra en una época de desesperanza, el optimismo resulta molesto: ¿por qué son felices esos cristianos, por qué no dudan siempre, por qué no la angustia perpetua? ¿No será frivolidad, superficialidad ese confiar en un final feliz? Tenemos así que, como casi era de esperar, el cristiano ha sido tachado de triste y de alegre, de sombrío y de descaradamente luminoso, de derrotista y de triunfalista. ¿Que el canto sagrado se hace complejo, polifónico, rico? «Se ha perdido la primitiva austeridad.» ¿Que se vuelve sobrio? «Son cantos de muerte y no de vida.»
Las paradojas del cristianismo
Cuando suceden estos ataques simultáneos y contrarios, se puede decir que los que acusan no han entendido el «escándalo» y la «locura» cristianos. Chesterton escribía en Enormes minucias: «El verdadero resultado de toda experiencia y el verdadero fundamento de toda religión es éste: que las cuatro o cinco verdades cuyo conocimiento es más prácticamente esencial para el hombre pertenecen todas ellas a la categoría que la gente denomina paradoja.» También la alegría del cristiano se expresa en paradojas. Paradójico es que Cristo aconseje, cuando se ayune, estar alegre, perfumarse, mostrarse lejos de cualquier tristeza. Naturalmente, un ayunador alegre puede verse expuesto fácilmente a la acusación de hipocresía. Pero es el acusador el que no habrá entendido la paradoja.
Conviene dar siempre una oportunidad al que ataca. Conviene siempre intentar entender el motivo de la acusación. Puede pensarse, por eso, que el hombre inteligente ama la complejidad, porque casi nada está escrito de un solo color o trazado con ausencia de matices. Pregonar con voz estentórea que «todo es sencillo» molesta a los temperamentos que temen que lo diáfano se convierta en velo de la superficialidad. Así, ante la afirmación «el cristiano es alegre», se notarán gestos de insatisfacción: no puede ser tan sencillo.
Y no lo es. El hecho de que el cristianismo haya sido atacado desde flancos diversos y opuestos demuestra, al menos, que la realidad cristiana es difícil de abarcar en una sola mirada. Sencillo no es lo mismo que simple. Dar sencillez no es simplificar: sencillo es lo que no se oculta, pero eso que no se oculta puede ser una realidad compleja. Precisamente eso ocurre en el cristianismo. Y en la alegría del cristiano de forma singular.
El gaudium
La palabra clásica para alegría es gozo, el gaudium de los latinos. Gaudium traduce prácticamente siempre, en la Vulgata, el xáQtg griego, y este término griego sirve también para regalo, premio, limosna y gracia. Gracia es lo que se obtiene sin esfuerzo por parte del que lo recibe; por eso, dar gracias o dar las gracias es reconocer esa gratuidad. El gozo, la alegría, es el resultado de poseer un bien, y precisamente un bien grande, que sólo gratuitamente puede recibirse. Entre todos estos bienes, hay uno de calidad superior, el amor. El arquetipo del bien gratuitamente recibido es el amor. Por eso el enamorado, si ama y es amado, si da y es objeto del don, está alegre, goza, canta. Por eso también en los niños se da la alegría de una manera particular: porque su vida es recibir siempre, ser objeto de amor, singularmente por parte de los padres, pero también de casi todos, que miran con benevolencia (volendo bene, dice aún el italiano) a los niños.
Dar las gracias
Camino, alimentado en la raíz cristiana, no podría estar lejos de esta trama rica de la alegría. En el punto 268 puede leerse: «Dale gracias por todo, porque todo es bueno.» Éste me parece el texto fundamental sobre la alegría. De este dar gracias por todo se obtiene un gozo grande, como gusta decir el Evangelio: los ángeles anuncian, en el Nacimiento de Cristo, un gozo grande (Lc 2, 10); los discípulos, confortados por la bendición de Cristo, que ha vuelto con el Padre, experimentan un gozo grande (Lc 24, 50-52).
Pedir ayuda
Por todo esto el cristiano tiene que ser definitivamente alegre. El optimismo del cristiano está basado en que se le ha abierto un camino real hacia lo Óptimo, y lo Óptimo es Dios. Por eso no puede ser cristiano un talante desesperado definitivamente. Pensar que todo está tan mal, que el corazón humano está tan corrompido que «ni Dios puede salvarlo» es sólo una forma de la soberbia, es decir, de la mítica adoración al propio yo. Un reflejo de esa soberbia se da también en las relaciones humanas: el triste crónico es alguien que no se deja ayudar, que le parece que su «complejidad» es tal que nadie podrá nunca resolverla. Y, al contrario: nada más placentero que el carácter de la persona que se deja ayudar, no servilmente sino llanamente: «Mira, esto no lo sé, enséñamelo tú.»
En forma de Cruz
Por otro lado, lo que han intuido más o menos oscuramente pensadores como Kierkegaard o Unamuno, y todos aquellos que de una forma o de otra han hablado del «sentimiento trágico de la vida», es que, en esta historia, en este tiempo, la alegría del hombre no puede nunca ser completa. El gozo es consecuencia de la obtención de un bien; de un bien, además, gratuito, dado por pura liberalidad. Pero en la historia no hay, para ser gozado, ningún bien eterno (entre las creaciones de los hombres o los bienes de la naturaleza); y el único bien eterno, Dios, no puede ser «visto» ni, por tanto, gozado completamente en esta vida. Nos estamos acercando a la paradoja, una vez más. Y en este caso la paradoja fue señalada muchas veces por Mons. Escrivá de Balaguer con la frase «la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz» (1).
Para llegar a entender mejor esto hay que unir algunas ideas que ya han aparecido. Por ejemplo, la conexión entre alegría e infancia. No tiene nada de extraño, ahora, que en Camino la raíz de la alegría esté en ese saberse hijos de Dios, conectado con los dos capítulos en los que se trata de la «infancia espiritual». Es posible leer el punto 659 a la luz del 860. «La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios.» «Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. —No lo olvides.»
En Camino, la alegría está conectada con la aceptación de la voluntad de Dios, pero no con una fría pasividad. Esa voluntad es la de un Padre, y ya se sabe hasta qué punto, en cierto modo, en la medida de lo bueno para el hijo, el padre más que a mandar se siente inclinado a complacer. En la medida de lo bueno para el hijo: ésta es la clave. El hombre se siente continuamente inclinado a fabricarse un mundo sólo a su gusto, el ámbito gris del egoísmo. Por eso no consigue darse cuenta del verdadero estatuto de la alegría en esta tierra, ese que en Camino queda reflejado con trazos claros: «La alegría de los pobrecitos hombres, aunque tenga motivo sobrenatural, siempre deja un regusto de amargura. —¿Qué creías? —Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida» (n. 203). Y, desde otro punto de vista, la penitencia es «alegría, aunque trabajosa» (n. 548). Por eso hay que recibir la tribulación con entereza: «Si recibes la tribulación con ánimo encogido pierdes la alegría y la paz (...)» (n. 696).
Poco a poco va apareciendo la íntima e inseparable relación entre la alegría y la Cruz, sobre todo teniendo en cuenta que en otras obras de Mons. Escrivá de Balaguer se señala, con profundidad teológica, la conveniencia de dejar el término Cruz para la única Cruz, la de Cristo. Este tema se anuncia en muchos textos de Camino: «Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. —¿Salen mal? —Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz» (n. 658). Para alcanzar quizá su punto más alto en el capítulo La voluntad de Dios: «La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz: la felicidad en la Cruz. —Entonces se ve que el yugo de Cristo es suave y que su carga no es pesada» (n. 758). ¿Por qué? Porque el primero que acepta hasta el fondo la Voluntad del Padre es Cristo, y esa aceptación le lleva a la muerte y muerte de Cruz. Él, el Hijo, el Verbo. Por tanto, el cristiano, hijo de Dios en el Hijo de Dios, necesita pasar por la Cruz para darse cuenta de las raíces de la alegría; entonces se advierte que el yugo no es yugo, que la carga no es carga, sin dejar de ser carga y yugo. Y necesariamente hemos de recordar de nuevo la fuerza de la paradoja.
Como no es posible mantener simultáneamente todos los hilos de la visión cristiana de la vida, al referirnos antes a la conexión filiación divina-Cruz no se hacía referencia a otra realidad inseparable: el amor. Sólo el amor hace posible la aceptación de la Cruz. Como escribe Santa Teresa en las Fundaciones: «Esta fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos.» Es la antigua experiencia humana, que no tiene por qué cambiar en el amor divino. Monseñor Escrivá de Balaguer gustaba de aquella canción de Juan del Enzina, que suena: «más vale trocar/ placer por dolores/ que estar sin amores». El amor no está nunca tranquilo, porque el corazón vigila siempre, según se lee en el Cantar de los Cantares, al que Fray Luis de León hacía esta bella glosa: «Es el cuidado de amor tan grande y está tan en vela en lo que desea, que de mil pasos lo siente, entre sueños lo oye y tras los muros lo ve.»
El amor humano es realidad cierta y, a la vez, figura o analogía del amor divino. Quizá para entender la alegría cristiana hay que tener en cuenta la alegría del enamorado, no a pesar de los dolores, sino precisamente en los dolores, en la inquietud, en la continua vigilancia. Se trata, por tanto, de una alegría lejana a la superficialidad, de un contento que nada tiene que ver con la frivolidad; es un gozo sentido, un cuidado en el que se realiza la persona.
Ahora se ve mejor, quizá, por qué una presentación triste del cristianismo es falsear la realidad sobrenatural de la fe. «La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre» (n. 657), es decir, con la alegría que viene de amar, porque sólo es amable el que ama. En otro lugar del libro se habla de los ojos «del mirar amabilísimo» de Cristo. Por eso se entiende lo siguiente: «Caras largas..., modales bruscos..., facha ridícula..., aire antipático: ¿Así esperas animar a los demás a seguir a Cristo?» (n. 661). 0 en otro lugar: «No estés triste. —Ten una visión más... "nuestra" —más cristiana— de las cosas» (n. 664).
Camino, como todos los grandes libros de espiritualidad que han glosado la realidad cristiana, no se deja enmarcar en la fácil dicotomía optimismo-pesimismo, en las simplificaciones del «mejor de los mundos posibles» (Leibniz) o «el peor de los mundos posibles» (Schopenhauer). En este mundo se ha dado y se da, con extraña eficacia, el pecado, la ofensa a Dios que se traduce en una despiadada utilización de las criaturas. Pero el pecado no es lo último, ni lo definitivo. Lo último es por la Cruz, la Resurrección; el supremo dolor redentor que da paso a la alegría, ahora como anuncio, después como perfecta posesión. El trabajo de la Cruz es una victoria, laboriosa victoria que se continúa a lo largo de la historia, en el claroscuro de la libertad humana, que es el mismo claroscuro de la alegría.