Convertirse en huella del Reino de Dios
- 05 Julio 2020
- 05 Julio 2020
- 05 Julio 2020
Antonio María Zaccaría, Santo
Memoria Litúrgica, 5 de julio
Presbítero y Fundador
Martirologio Romano: San Antonio María Zaccaria, presbítero, fundador de la Congregación de los Clérigos Regulares de San Pablo o Barnabitas, para la reforma de las costumbres de los fieles cristianos, y que voló al encuentro del Salvador en Cremona, ciudad de la Lombardía (1539).
Etimológicamente: Antonio = Aquel que es digno de estima, es de origen latino.
Breve Biografía
Nació en Cremona (Italia) el año 1502 y murió en la misma ciudad el 5 de julio de 1539. Basta la escueta indicación de estas fechas para comprender la trascendencia que, para la vida de la Iglesia, tuvieron los días que vivió Antonio María Zacarías. Inquietud y aspiración de reforma, ansias de renovación por caminos no siempre gratos a la jerarquía eclesiástica, miedo pusilánime en unos y excesos imprudentes en no pocos, definen el clima en el que debía germinar la semilla de un nuevo reformador santo, entre otros que, como San Cayetano de Thiene y San Ignacio de Loyola, produjo la Iglesia católica en el siglo XVI. Reformador, santo y, además añadimos, precursor del gran San Carlos Borromeo en la elevación espiritual de la diócesis de Milán.
Antonio María fue obra de la gracia, que comenzó por materializarse en el regalo de una piadosísima madre; de su seno salió a contemplar la luz de este mundo y de sus brazos tuvo la dicha indecible de volar a contemplar la claridad de Dios. La buena Antonieta Pescaroli recibió con conciencia de responsabilidad el encargo y la confianza que la Providencia en ella depositó al darle un hijo para hacer de él un buen cristiano; por fidelidad a él, y para mejor dedicarse a su formación, rehusó la joven viuda un nuevo matrimonio. Antonio María Zacarías pudo así aprender de su madre a ser pobre para poder ser caritativo, hasta tanto que, con el fin de facilitar a ésta el ejercicio de la caridad en favor de los necesitados, renunció notarialmente a los bienes que le correspondían por herencia paterna; se nos hará, pues, natural que, como un necesitado más, solicite humilde de su madre lo indispensable para su sustento, sin permitirse jamás nada que pueda parecer superfluo o lujoso; para Antonio María supondría ello privar a otros de lo necesario para vivir.
Quiso prepararse por el estudio de la medicina para ser un ciudadano útil a sus hermanos los hombres. Pero el Señor le quería escoger para curar dolencias de otra índole. En los años de estudiante la piedad y amor a la Santísima Virgen, a quien había consagrado su virginidad, sostuvo firme su propósito de virtud y su espíritu de caritativo servicio a los hermanos, que fue poco a poco transformándose en el deseo de ser sacerdote. Pero, a pesar de que la decadencia de las costumbres, aun en el clero, hiciera a sus contemporáneos poco respetable la dignidad sacerdotal, supo él descubrir la grandeza de la misión del sacerdote, a la vez que la profundidad de su indignidad, de manera que sólo por el prudente consejo de su director espiritual se decidiera a entrar por el camino del sacerdocio.
En una época en que la Reforma de la Iglesia aspiraba no solamente a la purificación de las costumbres, sino a la consolidación de la doctrina, no bastaba ser virtuoso para responder a las exigencias que su tiempo tenía, consciente o inconscientemente, respecto de los sacerdotes. Hacía falta doctrina sólida inspirada precisamente en las fuentes puras de la revelación, en la Sagrada Escritura. Visto desde la perspectiva del siglo XX, nos parece sumamente moderno y actual el esfuerzo puesto por Antonio María Zacarías, estudiante para el sacerdocio, de llegar a la comprensión de la doctrina católica, en la teoría y en el espíritu de San Pablo, a través de sus preciosas epístolas. Libertad y gracia, virginidad y cuerpo místico, locura por Cristo crucificado y desprecio de las realidades terrestres, son unos de los muchos temas en los cuales se fue empapando el futuro apóstol y reformador, cuya íntima preocupación no fue otra que la de reproducir la imagen del apóstol Pablo, gran enamorado de Cristo.
Once años escasamente fue Antonio María sacerdote; pero los santos saben vivir con intensidad su tiempo, y así debió vivirlo quien en tan poco tiempo mereció ser llamado por su bondad y caridad, por su prudencia y celo, el "Ángel de Cremona" y el "Padre de la Patria". Su madre le enseñó a compadecer y a aliviar el sufrimiento ajeno, y, ordenado sacerdote, no tuvo que hacer otra cosa que seguir la misma trayectoria, poniendo al servicio de sus hermanos el gran don del sacerdocio, que fue en él luz, mortificación, amor.
En un siglo de exaltación de la razón y de la cultura, y de optimismo desbordado por los valores humanos, Antonio María Zacarías luchó por llevar a los creyentes la ceguera de la fe y la locura de la cruz; la Eucaristía y la pasión fueron las devociones que con mayor ardor trató de inculcar en el pueblo cristiano, y aún perduran todavía ciertas prácticas que él introdujo, como son el recuerdo piadoso de la pasión y de la muerte del Señor al toque de las tres de la tarde de todos los viernes, y la práctica de las cuarenta horas de adoración al Santísimo Sacramento, solemnemente expuesto sucesivamente en diversas iglesias para salvar la continuidad del culto.
Los santos no suelen ser guardianes egoístas de los tesoros que en ellos deposita la gracia; buscan la comunicación abundante y fecunda, en vistas a una mayor eficacia apostólica; por esto es frecuente que en torno a ellos surjan familias religiosas vivificadas por su espíritu y penetradas de su misma inquietud apostólica. Antonio María descubrió en el mundo en que la Providencia le situó, una gran indigencia; vio en su cristianismo una radiante luz que la colmara; y su vida personal, lo mismo que la de los clérigos de la Congregación de San Pablo, no será otra cosa que la dedicación a la obra de la salvación de los hermanos, en el sacrificio total de las apetencias puramente personales. Así nació en Milán esta asociación para la reforma del clero y del pueblo, que más tarde sería conocida con el nombre de los "barnabitas", por la sede en que se instalaron definitivamente a partir del año 1545. Clemente VII la aprobó en 1533. Un sacerdote y un seglar, Bartolomé Ferrari y Jacobo Morigia, fueron sus primeros colaboradores. Y no solamente en el espíritu y la doctrina quisieron estos hombres de Dios imitar a San Pablo; como éste en el foro, se lanzaron ellos a las calles de Milán, predicando, mucho más que por la preparación de su elocuencia, por la austeridad y la mortificación de la vida. No faltaron quienes se escandalizaron ante estas santas "excentricidades", acusándoles de hipócritas y aun heréticos. Se les promovió una causa ante el senado y la curia episcopal de Cremona, de la que la nueva asociación salió fortalecida, pues le valió la bula de Paulo III, quien el año 1539 puso a la nueva Congregación religiosa bajo la inmediata jurisdicción de la Santa Sede.
Con el fin de llevar el espíritu de la Reforma a las jóvenes y a las mujeres, Antonio María transformó un instituto erigido, con esta finalidad por la condesa Luisa Torrelli de Guastalla en monasterio de religiosas que tomará por nombre el de Angélicus, que fue también aprobado por Paulo III. Siguiendo fiel a su espíritu, la base de la transformación religiosa y moral la puso el fundador en la instrucción religiosa, sin la cual no puede existir una verdadera reforma. San Carlos Borromeo se sirvió de ella aun para la reforma de los monasterios, elogiándola tanto que la llamó "la joya más preciosa de su mitra".
No sería completa la reseña sobre la obra de San Antonio María Zacarías si pasáramos por alto una de sus preocupaciones que plasmó en una realización que a nosotros, hombres del siglo XX, nos parece especialmente interesante y actual. Consciente por experiencia propia de lo que la vida familiar, honradamente vivida, puede colaborar en la elevación de las costumbres privadas y públicas, creó una Congregación para los unidos en matrimonio, ordenada a la reforma de las familias.
Al echar ahora una mirada retrospectiva sobre la vida de Antonio María, canonizado el 27 de mayo de 1890 por Su Santidad el Papa León XIII, llama poderosamente la atención no sólo la abundancia de su obra, realizada en tan breve espacio de tiempo, sino también, y en mayor grado aún, la perspicacia y claridad de la visión que tuvo de los problemas, que le hizo buscar los remedios verdaderos y permanentes de todas las situaciones difíciles de la vida de la Iglesia: el estudio de la verdad, el amor de la caridad, el sacrificio por el hermano. Por esto San Antonio María Zacarías nos parece aun hoy un santo moderno, actual, capaz de iluminarnos con el resplandor de su vida y de su espíritu.
Sencillo como un niño para entender con el corazón
Santo Evangelio según san Mateo 11, 25-30. Domingo XIV del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, que pueda ver cuán necesario es la sencillez en mi vida porque no quiero enredarme con mis problemas que me llevarán a aislarme, sino que te tenga la confianza de hablar de mi vida como amigo y te pueda compartir mis penas y sueños porque sé que son importantes para ti, como yo soy importante para ti.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 11, 25-30
En aquel tiempo, Jesús exclamó: “¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien.
El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Un niño es fácil de convencer o, por lo menos, la mayoría lo son, por esto es que Dios quiere que seamos como niños, sencillos. Él quiere comunicarnos cuánto nos ama, pero si nosotros nos enredamos en querer escuchar razones o en que no lo sentimos cerca, no conoceremos esta verdad que trasciende nuestro entendimiento. El solo hecho de pensar en que Dios nos revela este gran secreto, que es su amor infinito por nosotros, nos colma de una paz inmensa, pero, a la vez, es una verdad que es difícil de entender. Es un campo donde le tenemos que pedir al Señor que nos conceda la gracia de verlo con el corazón para que se haga realidad ahí donde nos llega su mensaje con palabras y sentimientos.
Cristo se ha hecho sencillo y más aún, niño; por esto Él es capaz de decir que el Padre ha revelado los misterios a gente sencilla porque lo experimentó como hombre. Aunque Él ya tenía una gran intimidad con Dios Padre, no quiso rechazar la oportunidad de sentir el amor del Padre en carne humana y por eso tomó la forma de hombre. Así como un niño quiere ser como su papá, Cristo es como el Padre, y los dos quieren hablar a un corazón sencillo que no pone trabas a la gracia y que la pide con confianza e insistencia.
Cristo, ayúdame a encontrar en ti el ejemplo de hijo que necesito en mi vida, que, aunque sea adulto, pueda volver a ese momento cuando dependía de otros y me dejaba ayudar. Te pido la gracia de entender tu mensaje con el corazón y poder seguirte en el camino que me indicas, porque estar contigo es una experiencia única e irrepetible; y que pueda demostrarte mi fe en ti porque Tú no quitas nada y lo das todo.
«Si la verdad y la fe, la felicidad y la salvación no son una posesión nuestra, una meta alcanzada por nuestros méritos, entonces el Evangelio de Cristo se puede anunciar solamente desde la humildad. Nunca se podrá pensar en servir a la misión de la Iglesia con la arrogancia individual y a través de la ostentación, con la soberbia de quien desvirtúa también el don de los sacramentos y las palabras más auténticas de la fe, haciendo de ellos un botín que ha merecido. No se puede ser humilde por buena educación o por querer parecer cautivadores. Se es humilde si se sigue a Cristo, que dijo a los suyos: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. San Agustín se pregunta cómo es posible que, después de la Resurrección, Jesús se dejó ver sólo por sus discípulos y no, en cambio, por los que lo habían crucificado. Responde que Jesús no quería dar la impresión de querer “burlarse de quienes le habían dado muerte. Era más importante enseñar la humildad a los amigos que echar en cara a los enemigos la verdad”».
(Discurso de S.S. Francisco, 21 de mayo de 2020).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Reflexionar sobre mi niñez y darle gracias a Dios por esos momentos.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Lo que vale la sonrisa de un enfermo
Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado.
Por: SS Benedicto XVI |
En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se refleja nuestra dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable.
Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida.
Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina.
Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. La Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólo no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros (cf. Hb 4,15).
Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera.
Sin la ayuda del Señor, el yugo de la enfermedad y el sufrimiento es cruelmente pesado.
El Concilio Vaticano II presentó a María como la figura en la que se resume todo el misterio de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 63-65). Su trayectoria personal representa el camino de la Iglesia, invitada a estar completamente atenta a las personas que sufren. Dirijo un afectuoso saludo a los miembros del Cuerpo médico y de enfermería, así como a todos los que, de diverso modo, en los hospitales u otras instituciones, contribuyen al cuidado de los enfermos con competencia y generosidad.
Quisiera también decir a todos los que atienden a los enfermos, a los camilleros y acompañantes, que su servicio es precioso. Son el brazo de la Iglesia servidora.
Deseo animar a los que, en nombre de su fe, acogen y visitan a los enfermos, sobre todo en los hospitales, en las parroquias o en los santuarios. Que sientan en esta misión tan delicada e importante el apoyo efectivo y fraterno de sus comunidades.
Gracias por vuestro servicio al Señor que sufre.
El servicio de caridad que hacéis es un servicio mariano. María os confía su sonrisa para que os convirtáis vosotros mismos, fieles a su Hijo, en fuente de agua viva.
Lo que hacéis, lo hacéis en nombre de la Iglesia, de la que María es la imagen más pura.
¡Que llevéis a todos su sonrisa!
La ayuda del Papa al Programa Mundial de Alimentos ante la crisis del COVID-19
El Papa Francisco ha decidido enviar una donación.
A causa de la creciente preocupación por la propagación a nivel mundial, de los contagios de coronavirus (COVID-19), el Papa Francisco, a través del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral y en colaboración con el Representante Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el Programa Mundial de Alimentos (PMA), ha decidido enviar una donación simbólica de 25.000 euros al PMA como un signo más de interés ante la actual emergencia.
En particular, esta suma quiere ser una expresión inmediata del sentimiento de cercanía del Santo Padre a las personas afectadas por la pandemia y a quienes se dedican a los servicios esenciales en favor de los pobres y de los más débiles y vulnerables de nuestra sociedad; así como un gesto paternal de aliento a la labor humanitaria de la Organización y a otros países que, en este momento de crisis, desean sumarse a las formas de apoyo al desarrollo integral y a la salud pública, y combatir la inestabilidad social, la falta de seguridad alimentaria, el creciente desempleo y el colapso de los sistemas económicos de las naciones más vulnerables.
La adoración eucarística: Presencia real de Cristo en la Eucaristía (1)
Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera
–Mi abuelo era de la Adoración Nocturna.
–Gran obra de Dios. Y hoy, por designio de la Providencia, se van multiplicando las capillas de Adoración Perpetua.
En los anteriores artículos fui explicando los diferentes momentos de la Misa, el Mysterium fidei por excelencia. Y al tratar de la consagración, del acto máximo de la Eucaristía (275), no me detuve en considerar con amplitud el misterio de la transubstanciación, para contemplarlo ahora más detenidamente, pues él es el fundamento de la adoración eucarística.
–La presencia de Cristo en la Eucaristía es real, verdadera y substancial desde el momento en que sea realiza la consagración del pan y del vino. Y para exponer misterio tan grandioso prefiero ceder la palabra a la misma Iglesia, tal como lo confiesa concretamente en el Catecismo:
1373 «“Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (LG 48): en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31 46), en los sacramentos de los que él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, “sobre todo, [está presente] bajo las especies eucarísticas” (SC 7).
1374 El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos” (S. Tomás de A., STh III, 73, 3). En el santísimo sacramento de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” (Trento: Denz 1651). “Esta presencia se denomina `real’, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen `reales’, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente” (Pablo VI, enc. Mysterium fidei 39).
1375 Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión maravillosa. Así, S. Juan Crisóstomo declara que:
No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas (Prod. Jud. 1,6).
Y S. Ambrosio dice respecto a esta conversión:
Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada… La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela (myst. 9,50.52).
1376 El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación» (Denz 1642).
1377 La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (Trento: Denz 1641)».
Ésta es la fe católica de la Iglesia, la misma que se confiesa en el Credo del Pueblo de Dios (1968, 24-26) o en la encíclica Mysterium fidei de Pablo VI.
* * *
–Algunos profesores católicos de teología niegan hoy la fe de la Iglesia en la transubstanciación eucarística. Y debemos denunciarlos, porque hay una relación intrínseca entre la exposición de la verdad y la refutación de la falsedad. En ese sentido escribe Santo Tomás al comienzo de la Summa contra Gentiles, «mi boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán al impío» (Prov 8,7).
Según el profesor Dionisio Borovio, al tratar de la transubstanciación en su obra Eucaristía (BAC, Madrid 2000), la explicación de la presencia sacramental de Cristo «per modum substantiæ» es un concepto que, aunque contribuyó sin duda a clarificar el misterio de la presencia del Señor en la eucaristía, «condujo a una interpretación cosista y poco personalista de esta presencia» (286).
En la «concepción actual» de sustancia [¿cuántas «concepciones actuales» habrá de substancia?], en aquella que, al parecer, Borobio estima verdadera, «pan y vino no son sustancias, puesto que les falta homogeneidad e inmutablidad. Son aglomerados de moléculas y unidades accidentales. Sin embargo, pan y vino sí tienen una sustancia en cuanto compuestos de factores naturales y materiales, y del sentido y finalidad que el hombre les atribuye: “Hay que considerar como factores de la esencia tanto el elemento material dado como el destino y la finalidad que les da el mismo hombre” (J. Betz)» (285).
Si se parte de esta equívoca filosofía de la substancia, parece evidente que un cambio que afecte al destino y finalidad del pan y del vino en la Eucaristía (transfinalización-transignificación) equivale a una transubstanciación.
«Para los autores que defienden esta postura (v. gr. Schillebeeckx) es preciso admitir un cambio ontológico en el pan y el vino. Pero este cambio no tiene por qué explicarse en categorías aristotélico-tomistas (sustancia-accidente), sometidas a crisis por las aportaciones de la física moderna, y reinterpretables desde la fenomenología existencial con su concepción sobre el símbolo. Según esta concepción, la realidad material debe entenderse no como realidad objetiva independiente de la percepción del sujeto, sino como una realidad antro-pológica y relacional, estrechamente vinculada a la percepción humana. Pan y vino deben ser considerados no tanto en su ser-en-sí cuanto en su perspectiva relacional. El determinante de la esencia de los seres no es otra cosa que su contexto relacional. La relacionalidad constituye el núcleo de la realidad material, el en-sí de las cosas» (307).
Apoyándose, pues, en esta falsa metafísica, explica el profesor Borobio la transubstanciación del pan y del vino, y la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En ella «las cosas de la tierra, sin perder su consistencia y su autonomía, devienen signo de esa presencia permanente», sin perder «nada de su riqueza creatural y humana» (266). El pan y el vino, por tanto, siguen siendo pan y vino, no pierden su realidad creatural, pero puede en la Eucaristía hablarse de una transubstanciación de tales elementos materiales porque han cambiado decisivamente su finalidad y significado.
Esta explicación de la Presencia eucarística real de Cristo no es conciliable con la fe de la Iglesia, tal como la expresa, por ejemplo, Pablo VI en la Mysterium fidei (1965), que en buena parte escribe precisamente esta encíclica para denunciar y rechazar éstos errores:
«Cristo se hace presente en este Sacramento por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de toda la substancia del vino en su sangre […] Realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada. Pero adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en tanto en cuanto contienen una “realidad” que con razón denominamos ontológica.
Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa, y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la substancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies. Bajo ellas, Cristo, todo entero, está presente en su “realidad” física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar».
La especulación filosófica-teológica que propone Borovio –siguiendo dócilmente a tantos otros autores modernos– sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía no prescinde solamente, como él dice, de la explicación en clave aristotélico-tomista de ese misterio, sino que contradice abiertamente la doctrina católica, la de siempre, la que ha sido enseñada por los Padres, la Liturgia, las Catequesis antiguas más venerables, el concilio de Trento, la Mysterium fidei o el Catecismo de la Iglesia Católica. La que, por ejemplo, en el siglo IV, sin emplear las categorías aristotélico-tomistas, exponía San Cirilo de Jerusalén (+386).
«Habiendo pronunciado Él y dicho del pan: “éste es mi cuerpo”, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y habiendo Él afirmado y dicho: “ésta es mi sangre”, ¿quién podrá dudar jamás y decir que no es la sangre de Él?… Con plena seguridad participamos del cuerpo y sangre de Cristo [en la comunión eucarística]. Porque en figura de pan se te da el cuerpo y en figura de vino se te da la sangre [de Cristo]… No los tengas, pues, por mero pan y mero vino, porque son el cuerpo y sangre de Cristo, según la afirmación del Señor. Pues aunque los sentidos te sugieran aquéllo, la fe debe convencerte. No juzgues en esto según el gusto, sino según la fe cree con firmeza, sin ningun duda, que has sido hecho digno del cuerpo y sangre de Cristo» (Catequesis mistagógica IV, 1-6).
Ahora bien, si en la celebración de la Eucaristía el pan y el vino se han transformado en el cuerpo y la grande de Cristo, y esta presencia suya es real, verdadera y substancial permanece después de celebrada la Misa, ¿cuál deberá ser la respuesta del pueblo cristiano a esta Presencia del Señor?… El Catecismo lo expresa:
* * *
1378 –«El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. “La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión” (Mysterium fidei 56).
1379 El Sagrario [tabernáculo] estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas.
Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santo sacramento.
1380 Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que [en la Ascensión] Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado «hasta el fin» (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:
«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II, lit. Dominicae Cenae, 3).
1381 «La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, “no se conoce por los sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe , la cual se apoya en la autoridad de Dios”» (STh III, 75,1)…
«Habiendo aprendido estas cosas y habiendo sido plenamente asegurado de que lo que aparece pan no es pan, aunque así sea sentido por el gusto, sino el cuerpo de Cristo; y que le que aparece vino no es vino, aunque el gusto así lo crea, sino la sangre de Cristo… fortalece tu corazón participando de aquel pan como espiritual que es y alegra tú el rostro de tu alma.
«Ojalá que teniendo patente este tu rostro con la conciencia pura, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, crezcas de gloria en gloria en Cristo nuestro Señor, a quien sea el honor y el y el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (ib. IV, 9)
Crece en la Iglesia el culto a la Eucaristía
El pueblo cristiano, con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha ido prestando un culto siempre creciente a la eucaristía fuera de la Misa: oración ante el Sagrario, exposiciones en la Custodia, procesiones, Horas santas, visitas al Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua, las Cuarenta Horas, etc. Ese crecimiento en la Iglesia de la adoración eucarística se va realizando por obra del Espíritu Santo, que nos conduce «hacia la verdad plena» (Jn 14,26; 16,13). Ya dijo Cristo del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14)… Colaboremos, pues, con el Espíritu Santo para suscitar esta suprema devoción cristiana a Cristo en la Eucaristía. Así lo hacía el Santo Cura de Ars:
«En el púlpito, comenzaba a veces a tratar de diferentes materias, pero siempre volvía a Nuestro Señor presente en la Eucaristía. “Este atractivo por la presencia real [según testimonio de Catalina Lasagne] aumentó de una manera sensible hacia el fin de su vida… Se interrumpía y derramaba lágrimas; su figura aparecía resplandeciente y no se oían sino exclamaciones de amor”»
(A. Trochou, El Cura de Ars, Palabra, Madrid 2003, 12ª ed., 631).
12 consejos para portarse y vivir mejor la Misa
Para poder aprovechar al máximo los grandes frutos espirituales que se recibe en la Misa se debe participar en ella con reverencia.
Aquí 12 reglas de oro o consejos prácticos que servirán para aprovechar la Misa al máximo y participar, activa y reverentemente, en la Eucaristía.
1. No usar el celular: No lo necesitas para hablar con Dios
Los teléfonos celulares nunca deben utilizarse en Misa para hacer llamadas o enviar mensajes de texto. Es posible contestar una llamada de emergencia, pero fuera del templo. Por otro lado, sí es posible usar el teléfono para lecturas espirituales u oraciones, aunque se debe ser discreto.
2. Ayunar antes de la celebración eucarística
Consiste en abstenerse de tomar cualquier alimento o bebida, al menos desde una hora antes de la Sagrada Comunión, a excepción del agua y de las medicinas.
Los enfermos pueden comulgar aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior. El propósito es ayudar a la preparación para recibir a Jesús en la Eucaristía.
3. No comer ni beber en la iglesia
Las excepciones serían: alguna bebida para niños pequeños o leche para los bebés, agua para el sacerdote o para los miembros del coro (con discreción) y para los enfermos.
Llevar un bocadillo a la iglesia no es apropiado, porque el templo es un lugar de oración y reflexión.
4. No mascar chicle
Al hacer esto se rompe con el ayuno, ocurre una distracción, se es descortés en un entorno formal, y no ayuda en la oración.
5. No usar sombrero
Es descortés usar un sombrero dentro de una iglesia. Si bien esta es una norma cultural, debe cumplirse. Así como nos sacamos el sombrero cuando se hace un juramento, igual debe hacer en la iglesia como un signo de respeto.
6. Santiguarse con agua bendita al entrar y salir del templo
Este es un recordatorio del Bautismo, sacramento por el que renacemos a la vida divina y somos hechos hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Es necesario estar plenamente consciente de lo que sucede al santiguarse, y debe hacerse diciendo alguna oración.
7. Vestir con modestia
A los católicos se les invita a asistir vestidos adecuadamente ya que, si es algo que se suele hacer comúnmente para una fiesta o algún otro tipo de compromiso, no hay razón para no hacer lo mismo al asistir a Misa.
8. Llegar algunos minutos antes del inicio de la Misa
Si por alguna razón no se puede llegar a tiempo, es recomendable sentarse en la parte de atrás para no molestar a las demás personas. Llegar a la Misa temprano permite orar y prepararse mejor para recibir a Cristo.
9. Arrodillarse hacia el Sagrario al entrar y salir del templo
Al permitir que nuestra rodilla toque el piso, se reconoce que Cristo es Dios. Si alguien es físicamente incapaz de hacer la genuflexión, entonces un gesto de reverencia es suficiente. Durante la Misa, si se pasa delante del altar o del tabernáculo, se debe inclinar la cabeza con reverencia.
10. Permanecer en silencio durante la celebración
Al ingresar al templo se debe guardar silencio. Si se tiene que hablar, hágalo de forma silenciosa y breve. Recuerde que mantener una conversación puede molestar a alguien que está orando.
Si tiene un niño o un bebé, puede sentarse cerca de alguna salida ante cualquier contratiempo.
Recuerde que no hay razón para sentir vergüenza por tener que calmar o controlar a su hijo, dentro o fuera de la iglesia. Enséñeles a comportarse, especialmente con su propio ejemplo.
11. Inclinarse al recibir la comunión
Si es Dios, entonces se puede mostrar respeto inclinando cabeza como reverencia. Si lo desea puede hacer una genuflexión. Esta es una práctica antigua que ha continuado hasta el día de hoy.
12. Espere a que la Misa termine
Debemos permanecer en la Misa hasta l. a bendición final. Recuerde que uno de los mandamientos de la Iglesia es oír Misa entera los domingos y fiestas de guardar.
Es una buena costumbre, aunque no requerida, ofrecer una oración de acción de gracias después de la celebración.
Finalmente, la salida debe ser en silencio a fin de no molestar a otras personas que deseen permanecer en el templo rezando.
El Padrenuestro, la oración que nos enseñó Jesús
Explicaciòn del Padre Nuestro. Cardenal Norberto Rivera.
Primera Parte del Padrenuestro
Vosotros, pues, orad así: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal”. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas (Mateo 6, 9-15).
El Padrenuestro es la oración que nos enseñó Jesucristo y es, seguramente, una de las primeras oraciones que aprendimos de memoria. Es una invitación a orar con sencillez, desde lo más profundo del corazón, sin falsos pietismos ni apariencias buscadas. Es una oración llena de autenticidad donde se reconoce la grandeza de Dios y las propias debilidades. En este año de preparación del jubileo del año 2000, dedicado precisamente a la persona divina del Padre, resulta muy útil volver a meditar en el Padrenuestro, esta oración que frecuentemente decimos de memoria, pero sin pensar muchas veces en los profundos contenidos que encierra.
A primera vista se perciben dos partes bien diferenciadas en el Padrenuestro:
Una donde predomina la alabanza y la petición referida a lo que podríamos llamar “los intereses de Dios”,
y una segunda que comienza con la petición del pan y presenta peticiones más dirigidas a nuestras necesidades.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica a fondo esta maravillosa oración nacida de los labios de Jesucristo. Le dedica los números 2777 a 2865 y ofrece un contenido muy rico que nos puede ser muy útil si queremos profundizar en lo que decimos cuando hacemos esta oración que comien-za con una interpelación a la caridad: “Padre nuestro”. Padre nuestro quiere decir padre de todos; quiere decir que todos somos hermanos y que nuestro destino en la vida no es indiferente a los demás como tampoco tiene que serlo a nosotros el de ellos.
El Padrenuestro comienza con la afirmación de la comunión de los hijos y el reconocimiento de la insondable grandeza de un Padre amoroso que no podemos ver porque mora más allá del alcance de nuestros sentidos (“en el Cielo”). En esta carta vamos a reflexionar juntos sobre la primera parte de esta oración.
“Padre”. Sería un verdadero atrevimiento llamar “Padre” a Dios si no hubiera sido porque el Hijo nos invitó a hacerlo. A sus contemporáneos esto les parecía algo blasfemo porque significaba hacerse igual a Dios (Cf Juan 5, 18), pero es que el Hijo realmente era Dios y hombre a la vez. Desde entonces, hemos dejado de preocuparnos por el nombre de Dios porque tenemos la seguridad de poder llamarle “Padre”. Padre significa amor, preocupación por los hijos, entrega generosa a ellos. Aquí nos traiciona nuestra inteligencia. Cuando pensamos en Dios como Padre, le atribuimos generalmente las mejores cualidades que podemos encontrar en un padre humano. No caemos en la cuenta de que Dios las supera infinitamente. La inteligencia funciona así, adapta todo a nuestra medida. Por eso no resulta fácil llegar al conocimiento del Padre sólo con la inteligencia; hace falta echar mano del amor. El amor tiene un dinamismo diferente, se “hace” a la persona amada, se identifica con ella. Produce un conocimiento más intuitivo, seguramente menos científico, pero más profundo y experimental. El amor lleva a gustar a ese Padre en la entrega confiada a Él, en la valoración interna de sus gestos de amor por el hombre, de la creación, de la salvación, de la redención.
“Nuestro” significa posesión: Dios nos pertenece, se ha hecho a nosotros, es nuestro Creador. Pero también implica una confianza en Él. Es Padre nuestro porque se ha entregado a nosotros. Es Padre nuestro porque constituye nuestro premio futuro, la salvación eterna cuando lo “veremos cara a cara” (Cf I Corintios 13, 12).
Es nuestro porque es de todos. Es nuestro porque nos entrega a su Hijo como hermano que muere por amor para redimirnos de nuestros pecados. Padre nuestro; estas dos primeras palabras tocan profundamente el corazón elevándolo hacia el sentimiento de la filiación divina de todos y cada uno, y hacia la fraternidad de todos los hijos del mismo Dios. Santa Teresa de Jesús dedica unas frases maravillosas a la explicación del “Padrenuestro”. Allí encontramos unas reflexiones muy valiosas sobre estas primeras palabras en las que la Santa Doctora se dirige a Jesucristo -el texto se ha retocado acomodando el lenguaje-: ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo das tanto junto desde la primera palabra? Ya que te humillas a Ti mismo tanto que te juntas con nosotros al pedir y hacerte hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos das en nombre de tu Padre todo lo que se puede dar, pues quieres que nos tenga por hijos, y cuando das tu palabra, nunca falla? Le obligas a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a El, como al hijo pródigo nos tiene que perdonar, nos tiene que consolar en nuestros trabajos, nos tiene que sustentar como lo haría un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en Él no puede haber sino todo bien cumplido, y después de todo esto hacernos participantes y herederos contigo (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, capítulo 27). El hecho de que Jesucristo nos haya enseñado esta oración lo ve Santa Teresa como un compromiso que Él toma compartiendo con nosotros su filiación divina. Es como el niño que le pide a su padre que adopte a un amigo suyo. El Padre nos adopta como hijos por haber sido adoptados como hermanos por Jesucristo. Santa Teresa le reprocha a Jesús que ha comprometido a su Padre con hijos que serán muy desagra-decidos con Él. Una oración que comienza con semejante regalo, no puede pedir después cosas malas para nosotros.
“Que estás en el cielo”. Cuando decimos esta frase, no estamos hablando de un dios de la naturaleza que mora en el espacio celeste. Cielo no significa un lugar, no significa espacio y tiempo. Tampoco significa que Dios se aparta de nosotros y se mantiene alejado. El Cielo significa el más allá donde nos espera la posesión absoluta de Dios. Significa la imposibilidad del hombre para poseerlo completamente desde esta vida en una relación directa si no es por un don suyo. Significa que está más allá de todos nuestros pensamientos sobre Él. Fray Luis de León ha comparado el cielo con la misericordia de Dios en su libro “De los nombres de Cristo”. Así, dirigiéndose a Dios, le dice: Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se encumbra la piedad que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra baja, mas tu misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien, y ella llueve sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como cosa del cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella, como el cielo, es eterna. A ellos, que están en la tierra, los cubren y los obscurecen las nieblas; ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En nosotros se inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos libra de mil pesadumbres. “Cuanto se extiende la tierra y se aparta el nacimiento del sol de su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas” (Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, libro III, Jesús). La misericordia nos viene del cielo, el lugar donde habita la misericordia. Es eterna y divina. La misericordia es el mismo Dios que se define como amor.
“Santificado sea tu nombre”. Con esta frase comienzan las siete peticiones del Padrenuestro, y dentro de ellas, la serie de tres que se refieren a Dios usando el “tu”: “tu nombre”, “tu reino”, “tu voluntad”. En la primera carta ya hemos reflexionado sobre lo que significa este “nombre” de Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica muy bien el contenido de esta petición: El término "santificar" debe entenderse aquí, en primer lugar, no en su sentido causativo (sólo Dios santifica, hace santo), sino sobre todo en un sentido estimativo; reconocer como santo, tratar de una manera santa. Así es como, en la adoración, esta invocación se entiende a veces como una alabanza y una acción de gracias (Cf Salmo 111, 9; Lucas 1, 49). Pero esta petición es enseñada por Jesús como algo a desear profundamente y como proyecto en que Dios y el hombre se comprometen. Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra humanidad. Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en "el benévolo designio que él se propuso de antemano" (Cf Efesios 1, 9) para que noso-tros seamos "santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Cf Efesios 1, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica 2807). Sólo Dios santifica pues sólo Él es santo y sólo Él puede comunicar su santidad. La santidad era el atributo por excelencia de Dios, que los israelitas consideraban el “Santísimo” (kadós, kadós, kadós: el muy santo -el superlativo absoluto se construía con la triple repetición del adjetivo-). La santidad es propiedad sólo de Dios que la transmite a los que ama. La santidad es presencia de Dios. Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (Cf Éxodo 3, 5-6) delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: "¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!" (Isaías 6, 5). Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lucas 5, 8). Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador delante de él: "No ejecutaré el ardor de mi cólera... porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo" (Oseas 11, 9). El apóstol Juan dirá igualmente: "Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo" (I Juan 3, 19-20) (Catecismo de la Iglesia Católica 208). Esta santidad de Dios es garantía de la fidelidad de su amor y de su perdón continuo que no busca revanchas porque ama a los hombres y quiere que todos se salven, y esta santidad es también signo de lo que será su justicia absoluta en el respeto a la libertad del hombre y sus consecuencias. Jesucristo es el que manifiesta el nombre de Dios: Dios es Padre. El Espíritu Santo nos pone en relación con ese Padre llevándonos a llamarle “Abbá” (Cf Romanos 8, 15; Gálatas 4, 6) como Cristo lo llamaba (Cf Marcos 14, 36). Y Jesús recibe el nombre que está sobre todo nombre (Cf Filipenses 2, 9-11) con lo que se afirma la divinidad de Jesucristo que se hizo hombre.
“Venga a nosotros tu reino”. La espera del Reino de Dios nos puede llenar muchas veces de impaciencia, quisiéramos que ya estuviera presente en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestras sociedades. Deseamos que venga ese reino de paz y justicia (Cf Romanos 14, 17), pero ese reino sufre violencia y los violentos lo arrebatan (Cf Mateo 11, 12). Hay que esforzarse por sumarse a ese Reino (Lucas 16, 16) que está ya muy cerca, que está dentro de nosotros (Lucas 17, 21). Sólo en ese reino encuentra el hombre su felicidad, la realización del ideal para el que fue creado por Dios. Es un reino que tenemos que anunciar porque Dios nos lo ha confiado a nosotros y sólo se va a extender con nuestro testimonio unido a la acción del Espíritu Santo. Es un Reino que se basa en lo que Jesucristo nos reveló y que se construye con nuestra respuesta generosa en la conversión y en la fe (Cf Mateo 4, 17; Marcos 1, 15). El pecado nos aleja de él y nos cierra la entrada (Cf Gálatas 5, 19-21; I Corintios 6, 9-10; Efesios 5, 3-5). Toda la vida pública de Cristo fue una predicación del Reino de Dios anuncia-do a todos los hombres. El Reino de Dios representa la victoria absoluta sobre el mal que será derrotado para siempre (Cf Mateo 12, 26-28) y se inicia con la Iglesia dirigida por el Papa, Vicario de Cristo, que ha recibido las llaves del Reino (Mateo 16, 19). El Reino de Dios se alcanza con la vivencia de las bienaventuranzas (Cf Mateo 5, 1-12; Lucas 6, 20-26). Encontrarás una mejor explicación de lo que significa el Reino de Dios en los números 541 a 556 del Catecismo de la Iglesia Católica.
“Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. La voluntad de Dios sobre el hombre, sobre cada hombre, es que se salve y goce eternamente de Él (Cf I Timoteo 2, 3-4). Todo en la vida de Cristo va orientado a conseguir este fin, su vida sobre la tierra tiene sentido sólo como redención del género humano. Lo que es un plan de Dios para el hombre en el cielo tiene un inicio en la tierra. La respuesta a la voluntad de Dios sobre la tierra, expresada en el mandamiento del amor, se prolonga en el amor perfecto de la vida eterna, en el cielo. Hacer la voluntad de Dios sobre la tierra es amar a Dios sobre todas las cosas: Únicamente preocupados de guardar el mandato y la ley que os dio Moisés, siervo de Yahvéh: que améis a Yahvéh vuestro Dios, que sigáis siempre sus caminos, que guardéis sus mandamientos y os mantengáis unidos a Él y le sirváis con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma (Josué 22, 5); y al prójimo como Cristo nos amó: Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Juan 15, 12) (Cf Juan 13, 34; 15, 17). El mundo es un lugar de paso que no puede ser objeto final de nuestro amor (Cf I Juan 2, 15), pero muchas veces nos distrae en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Amamos al ser humano que vive en el mundo, pero reconocemos desde la fe que este ser humano está llamado a una vida más plena. Vivir el mandamiento del amor es adelantar la salvación eterna. Cuando rezamos el Padrenuestro le pedimos a Dios que se viva el mandamiento del amor sobre la tierra y que se realice la salvación eterna de todos los hombres.
Segunda Parte del Padrenuestro
Y sucedió que, estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”. El les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación” (Lucas 11, 1-4).
En la actual situación de nuestro país, esta oración se hace más acuciante, más sentida. Dios sabe lo que nos hace falta ese pan cotidiano como sabe también cuánto necesitamos perdonarnos entre nosotros para poder implorar su perdón. Muchos de nuestros hermanos pasan hambre y viven en condiciones inhumanas. Somos más frágiles que nunca ante cualquier conflicto y más propensos al odio. Vivimos quizá demasiado encerrados en nosotros mismos y en nuestros problemas como para construir un nuevo modelo de nación donde reine la auténtica solidaridad y se den las necesarias posibilidades de desarrollo para todos. Nos resulta imprescindible el apoyo de Dios para no caer en las tentaciones y permanecer siempre libres del mal.
Esta segunda parte del Padrenuestro con sus cuatro peticiones, las peticiones del “nos”, frente a las tres anteriores del “tu”, nos muestran lo que debemos pedir para nosotros, para mejorar nuestra vida personal y la vida de las sociedades humanas.
“Danos hoy nuestro pan de cada día”. Esta petición toca uno de los grandes problemas del hombre desde que mora sobre la tierra, el problema de la repartición de un pan entre muchos. Dios hizo el mundo con los suficientes recursos para alimentar a todos y creó al hombre con la suficiente inteligencia y capacidad para generar más pan, no sólo para repartir el que ya había. Pero el ser humano, desde el inicio de su paso por este mundo, quiso acaparar para sí más de lo que podía disfrutar, quiso emplear esos dones de Dios para adquirir poder o subyugar a los demás. La historia ha sido testigo de muchos intentos del hombre para remediar esto. El marxismo se presentaba como la panacea para solucionar estas continuas tensiones entre el hombre y el dominio de la creación, pero se quedó en un proyecto que supeditaba todo (hombres y productos de la tierra) a los intereses del estado y coartaba la libertad del ser humano, querida por Dios como un don maravilloso para que el hombre pudiera llegar hasta Él. El capitalismo, sistema más basado en la naturaleza del hombre, no ha sido capaz todavía de eliminar la pobreza que sufren muchos hombres. Los grupos de poder que controlan los mercados actúan con intereses egoístas, y el capital no parece emplearse en proyectos que ayuden a la superación de los rezagos sociales. Quizá por ello, en este momento de nuestra historia, esta petición de “danos hoy nuestro pan de cada día” se hace más angustiosa, más dolorosa. En medio de este dolor ante el hambre que padecen millones de seres humanos, no podemos perder la confianza en Dios ni renunciar a nuestra propia responsabilidad para remediar las cosas. Jesucristo nos enseñó a pedir al Padre con la certeza de que todo nos lo dará “En verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” (Juan 16, 23-24). Por eso repetimos con fe el Padrenuestro. Sabemos que la solución al problema vendrá de Dios que tocará los corazones de los hombres. Dios siempre actúa a través de medios humanos. Él es un Padre que ama a sus hijos y hace salir el sol sobre buenos y malos (Mateo 5, 45). No puede permanecer indiferente ante este drama humano. Pedimos con un “nuestro” en solidaridad con aquellos que no tienen, acercándonos a sus necesidades y a sus sufrimientos, conscientes de que somos hijos del mismo Padre. Los números 2830 y 2831 del Catecismo de la Iglesia Católica pueden servir de materia para reflexionar a fondo sobre este tema.
Pero hay otro pan que necesita el hombre de hoy. La Madre Teresa de Calcuta lo señalaba en su testamento espiritual. Hay un hambre física que sacude al mundo, pero hay otro tipo de hambre que se ve menos y, sin embargo, afecta más gravemen-te a nuestros semejantes: el hambre de amor. El ser humano necesita, hoy más que nunca, saber que tiene un Padre que le ama y sentirse amado de sus hermanos. Si la petición que nos enseñó Jesucristo se refiere al “hoy”, no hay que olvidar que en ese “hoy” encontramos este drama humano de hombres y mujeres que viven solos, olvidados de todos y esperando su muerte. Cuando oigo debates sobre la eutanasia y constato el ansia de morir de muchos enfermos, descubro detrás esta angustia que nace de no sentirse amados. Los cristianos tenemos que repartir este pan del amor de Cristo a los hombres de hoy, un amor real de entrega, comenzando por los más próximos, por nuestra familia, por nuestros padres, por nuestro cónyuge, por nuestros hijos, por nuestros abuelos. Nuestra fe, nuestra certeza del amor de Dios, no puede quedarse sólo en nuestro corazón o en nuestra mente, tiene que llegar a los corazones de todos los seres humanos. El “pan de cada día” es también el sacramento de la Eucaristía, el mayor signo del amor de Dios. Cada cristiano tiene que hacerse eucaristía, entrega, donación incondicional de amor.
“Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El Catecismo de la Iglesia Católica centra muy bien las reflexiones que deben acompañar esta oración: Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separamos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volve-mos a Él, como el hijo pródigo (Cf Lucas 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (Cf Lucas 13, 13). Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Colosenses 1, 14; Efesios 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (Cf Mateo 26, 28; Juan 20, 23). Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos (Cf I Juan 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confe-sión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia (Catecismo de la Iglesia Católica 2839-2840). En el centro del Sermón de la Montaña se encuentran la misericordia y el perdón (Cf Mateo 5, 23-24; 6, 14-15; Marcos 11, 25), un perdón que llega incluso a los enemigos (Cf Mateo 5, 43-44) y que no tiene límites (Cf Mateo 18, 21-22; Lucas 17, 3-4). Este es el signo del cristiano, la misericordia. Es una virtud que nace del conocimiento objetivo del corazón humano y de su debilidad y del conocimiento objetivo del “corazón” de Dios y de su generosidad y fidelidad a toda prueba. Por ello, la misericordia se apoya en la fe que nos descubre la bondad de Dios y en la constatación de la pobre respuesta del ser humano. El cristiano es portador de misericordia, así hace presente a Dios en el mundo y predica que el amor es más fuerte que el pecado.
“No nos dejes caer en la tentación”. La constatación de nuestra debilidad nos lleva a acudir a Dios para que no nos deje de su mano. Somos muy conscientes de que hay cientos de tentaciones que buscan alejarnos del amor de Dios y de su plan de salvación para nuestras vidas. El mismo Jesucristo experimentó estas tentaciones y las venció apoyándose en su amor al Padre y a los hombres, sus hermanos (Cf Mateo 4, 1-11; Marcos 1, 12-13; Lucas 4, 1-14). En estos pasajes evangélicos, Cristo nos enseña la importancia de Dios en nuestra vida por encima de los atractivos que nos presenta lo que San Juan llama “el mundo”: No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas- no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre (I Juan 2, 15-17). Las tentaciones nos invitan siempre a quedarnos con lo pasajero y desarraigarnos de Dios.
Una y otra vez, Jesucristo nos pide que recemos para no caer en la tentación (Mateo 26, 41; Marcos 14, 38; Lucas 22, 40; 22, 46). Él sabe que necesitamos de Dios para librarnos de ellas, que sólo con su apoyo, con la ayuda de la gracia, podremos vivir sin dejarnos arrastrar por tantos elementos que nos llevan a romper el plan de Dios para nuestra vida, la alianza de amor que Él ha establecido con nosotros por el Bautismo. Él nunca falla a esta relación porque Dios es fiel, pero nosotros, cuando no estamos unidos a Él, corremos el riesgo de seguir el camino de nuestra infelicidad. Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito (I Corintios 10, 12-13). Dios no nos quita las tentaciones, pero nos da la ayuda para superarlas y expresarle nuestro amor prefiriéndolo a Él sobre todas las cosas. La tentación es el camino que conduce al pecado, rotura de la relación de amor entre Dios y el hombre. Cuando le pedimos a Dios que no nos deje caer en ellas, estamos afirmando la opción por Él, la voluntad de amarlo sobre todas las cosas.
“Líbranos del mal”. Jesucristo ya ha vencido el mal que reinaba en el mundo. Ahora, Él nos apoya en esta lucha, Él es quien vence en nosotros. El orden de la obediencia al designio de Dios roto por el diablo, por Satanás, el ángel rebelde a Dios, su Creador, volverá a restaurarse en Cristo cuando llegue su venida final. Hasta entonces, la Iglesia ora a Dios para que nos libre de las acechanzas del Maligno. En efecto, el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquel que “tiene las llaves de la Muerte y del Hades”: (Apocalipsis 1, 18), “el Dueño de todo, Aquel que es, que era y que ha de venir” (Apocalipsis 1, 8; Cf Apocalipsis 1, 4) (Catecismo de la Iglesia Católica 2854).
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra
Cuando Jesús tomó el cáliz, dio gracias; aquí podemos pensar en las palabras de bendición que están contenidas en una acción de gracias al Creador. También sabemos que Cristo acostumbraba a dar gracias cuando, frente a un milagro, elevaba los ojos al cielo. Daba gracias al Padre porque sabía que le escuchaba. Cristo da gracias por la fuerza divina que lleva en sí mismo y a través de la cual puede presentar a los ojos de los hombres el poder infinito del Creador. Da gracias por la obra de salvación que ha venido a realizar, y también a través de ella, que en sí misma es glorificación de la divinidad trinitaria, porque por esa obra de salvación se renueva y embellece la imagen y semejanza divina de la creación que había sido deformada por el pecado.
De esta manera, podemos interpretar la ofrenda perpetua de Cristo –en la cruz, en la Eucaristía y en la gloria eterna del cielo– como una única acción de gracias al Creador, como una acción de gracias por la creación, la salvación y el desenlace final. Cristo se ofrece a sí mismo en nombre del mundo creado, cuyo modelo es él mismo y al cual ha descendido para transformarlo desde dentro y para conducirlo a la perfección. Él invita también a toda la creación a unírsele en el ofrecimiento de acción de gracias debido al Creador.
Santa Teresa Benedicta de la Cruz
La oración de la Iglesia.
Ante la enfermedad y la muerte
VER
A nadie nos gusta enfermarnos y siempre nos preocupan los parientes, amigos o conocidos que se enferman. Menos nos gusta la muerte. Siempre la tememos y hacemos hasta lo imposible para que no nos llegue. Sin embargo, la enfermedad y la muerte son realidades que, tarde o temprano, de una forma u otra, son parte de nuestra historia.
Por la pandemia del COVID-19, siguen aumentando los enfermos y las defunciones, pues muchos no toman en serio el peligro y no atienden las normas que las autoridades sanitarias nos indican. ¡Hay tantos imprudentes e irresponsables! Además, los grupos de delincuentes no descansan en su ambición de dinero y de poder, y causan destrucción y muerte por todas partes. Han crecido sin familia y sin Dios, o perdieron ya sus raíces religiosas.
¿Cuál es la actitud cristiana ante la enfermedad y la muerte?
PENSAR
El Concilio Vaticano II, realizado de 1962 a 1965, en su Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes, dice: “El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera” (No. 18).
“¡Esta es nuestra fe! ¡Esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar, en Jesucristo nuestro Señor!”, como dice una aclamación de la liturgia. En efecto, nuestra fe nos ayuda a enfrentar con mayor madurez la enfermedad y la muerte.
Ante la enfermedad, hay que cuidarnos en la medida de lo posible; acudir al médico y tomar la medicina oportuna, homeópata o alópata. Pero también orar confiada e insistentemente a nuestro Padre Dios, con la mediación de Jesucristo, apoyados por la fuerza del Espíritu Santo y la intercesión de la Virgen María y de los Santos, para que, si es su voluntad, nos conceda la salud. Hay que decirle: “Señor, si quieres, puedes curarme” (Mt 8,2). O también: “Señor, mi servidor está acostado en casa con parálisis y terribles sufrimientos” (Mt 8,6); o con la versión de Juan: “Señor, baja antes de que se muera mi niño” (Jn 4,49). O “Hijo de David, ten piedad de nosotros” (Mt 9,27). Y tantas otras plegarias que salgan de nuestro corazón, con fe y confianza, como hizo aquella mujer enferma que, con sólo tocar el manto de Jesús, quedó curada (cf Lc 8,43-44; Mc 6,56), siempre dispuestos a aceptar la voluntad de Dios, como nos enseñó Jesús: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).
Pero también ofrecer nuestros dolores por la salvación de los demás, como dice San Pablo: “Ahora me alegro de mis padecimientos por ustedes, pues así voy completando lo que falta a los sufrimientos de Cristo en mi cuerpo por el bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Así, unidos a Cristo, colaboramos con El en la redención de la humanidad.
Ante el temor y la angustia por la muerte, propia o de nuestros seres queridos, hay que orar como Jesús en el Huerto de los Olivos: “¡Padre, si quieres, aparta de mí esta copa amarga, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya!” (Lc 22,42). Y ponernos en sus brazos misericordiosos, como decía Jesús al expirar: “¡Padre, en tus manos entrego mi espíritu!” (Lc 23,46). Saber llorar, sin vergüenza, como Jesús ante la muerte de su amigo Lázaro (cf Jn 11,35). Pero siempre fiados en su promesa: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, jamás morirá” (Jn 11,25-26). “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6,54-56).
Se necesita mucha madurez, sobre todo cuando se tienen responsabilidades pendientes, para poder decir como Pablo: “Porque Cristo es para mí la razón de vivir, morir es una ganancia. Pero si seguir viviendo en este mundo me significa un trabajo fecundo, entonces no sabría qué elegir. Me siento atraído por ambas cosas: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que sin duda es mucho mejor, y, por otro, quiero quedarme en este mundo, ya que sería más necesario para ustedes” (Filip 1,21-24). Ojalá pudiéramos decir igualmente como el Apóstol: “El momento de mi partida es inminente. He peleado el buen combate, he concluido la carrera, he conservado la fe. Sólo me queda recibir la corona de los justos que el Señor, el justo juez, me concederá en el día final, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su manifestación” (2 Tim 4,6-8). Esta es una gracia que no merecemos, pero que podemos pedir, cuando prevemos nuestro fin en este mundo.
ACTUAR
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a enfrentar las enfermedades y la muerte como nos enseña la Palabra de Dios: con fe y confianza en El, pero también con responsabilidad personal y con solidaridad hacia los demás.
Meditación. Covid-19: ¿Dónde está Dios?
En esta pandemia (Covid-19), que ha transformado nuestros proyectos de vida, sacudido nuestras certezas sistemática y científicamente construidas, que ha trastornado el mundo con sus dramáticas escenas de muerte, personas contaminadas, aislamiento forzado, relaciones interrumpidas, trabajo en crisis, y que ha mostrado los límites de nuestros algoritmos casi infalibles, nos preguntamos: ¿cómo pudo escapar a nuestro control? ¿Qué salió mal? ¿Qué hacer o no hacer? ¿Cuánto tiempo durará? ¿Cuántos moriremos? Afloran entonces el miedo, el resentimiento, el dolor, la esperanza; realizamos ritos, gestos de generosidad; expresamos necesidades, sanamos, enterramos, hacemos cremaciones; pero ¿dónde está Dios en todo esto? Parece que la oración no encuentra respuesta. ¿Dios está escuchando? ¿Y por qué está pasando todo esto? ¿Es algún fallo por nuestra parte lo que nos impide encontrar una respuesta? Nos falta la «pieza clave» que cierra el artefacto, el cielo del edificio, el arco de un puente, con el riesgo de que todo se derrumbe, de que todo sea inútil. ¿Dónde está Dios? Esta misma pregunta íntima y profunda aparece una y otra vez. ¿Es el mea culpa un rito, un acto inducido por circunstancias incontrolables? ¿Es el fruto o la consecuencia de un error por nuestra parte? ¿La pregunta «¿Dónde está Dios?» es superflua o innecesaria? ¿Y Dios tiene que ver algo con esto o no? Tiene sentido preguntar: «¿Dónde está Dios?» ¿Qué respuestas tenemos? ¿Las hay? ¿Algoritmos? Ellos también se remiten a otros algoritmos. La finitud nos lleva a no tener una respuesta que sea en sí misma existencial. Lo mismo ocurre con Job en la Biblia. Las respuestas están pensadas para preguntas concretas. Si así fuera, nos quedaría tan solo un vacío sin respuesta.
A menos que levantemos la vista, no para tener una respuesta pequeña sobre el caso que hay que resolver, sino para saber: si Dios no existe o no tiene lugar en esta crisis, ¿significa esto que todo está encerrado en la finitud del flujo de la vida? Si Dios está ahí, reconozco no la necesidad de una respuesta, sino más bien de una «remisión». El «Todo está cumplido» que dijo Jesucristo en la cruz es una «remisión» al Padre («E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» [Jn 19, 30]), a quien se confía definitivamente por ese mysterium vitae que lo había conducido a la tierra como una parte viva de ella. La paternidad (de Dios) no excluye los límites que él mismo se impuso a sí mismo en su «paternidad». La pregunta entonces vuelve a nosotros. No para cuestionarnos y buscar de nuevo el sentido de una respuesta poco fiable, sino para tener el sentido de un comportamiento, contra cualquier tentación adicional: vivir como si Dios no existiera, o someterlo todo a un castigo divino, como parte penitencial; la única alternativa es la de «entregar» de nuevo todo a Dios, aceptando que en este «tiempo del hombre», el tiempo presente, no se excluye el acto de remisión confiada: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu», donde todo concluye: «Y, dicho esto, expiró». (Lc 23, 46) La pacificación del alma reside en el retorno a la paz inicial de la que todo parte: la “nada” o “Dios”. Si de la nada viene la nada, sólo queda Dios. Hay un lugar para Dios, pero está contenido en el mysterium vitae.
Sin embargo, el bien realizado permanece. Su crédito sigue siendo inextinguible. El bien nos pertenece y eso tiene sentido; pero el crédito, que es de orden moral y espiritual, pasa a las manos de Dios. El bien no se extingue. En la tumba vacía de Cristo está el vacío de nuestras expectativas, no el vacío de Dios. En el silencio se encuentra el silencio de la respuesta esperada, no el silencio de Dios. ¡Mientras aguardamos la Pascua!