Nuestro Dios es personal y conoce el corazón humano
- 06 Agosto 2020
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«El Señor, en un primer momento, parece no escuchar este grito de dolor, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que interceden por ella. El aparente distanciamiento de Jesús no desanima a esta madre, que insiste en su invocación. La fuerza interior de esta mujer, que permite superar todo obstáculo, hay que buscarla en su amor materno y en la confianza de que Jesús puede satisfacer su petición. Y esto me hace pensar en la fuerza de las mujeres. Con su fortaleza son capaces de obtener cosas grandes. ¡Hemos conocido muchas! Podemos decir que es el amor lo que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor. El amor conmovedor por la propia hija la induce «a gritar: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David!”» (v. 22). Y la fe perseverante en Jesús le consiente no desanimarse ni siquiera ante su inicial rechazo; así la mujer «vino a postrarse ante Él y le dijo: “¡Señor, socórreme!”» (v. 25). Al final, ante tanta perseverancia, Jesús permanece admirado, casi estupefacto, por la fe de una mujer pagana. Por tanto, accede diciendo: «“Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Y desde aquel momento quedó curada su hija» (v. 28). Esta humilde mujer es indicada por Jesús como ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros estímulo para no desanimarnos, para no desesperar cuando estamos oprimidos por las duras pruebas de la vida». (Ángelus de S.S. Francisco, 20 de agosto de 2017).
Transfiguración de Jesús
Fiesta Litúrgica, 6 de agosto
Nuestro Señor mostró su gloria a tres de sus apóstoles en el monte Tabor
Narra el santo Evangelio (Lc. 9, Mc. 6, Mt. 10) que unas semanas antes de su Pasión y Muerte, subió Jesús a un monte a orar, llevando consigo a sus tres discípulos predilectos, Pedro, Santiago y Juan. Y mientras oraba, su cuerpo se transfiguró. Sus vestidos se volvieron más blancos que la nieve,y su rostro más resplandeciente que el sol. Y se aparecieron Moisés y Elías y hablaban con El acerca de lo que le iba a suceder próximamente en Jerusalén.
Pedro, muy emocionado exclamó: -Señor, si te parece, hacemos aquí tres campamentos, uno para Ti, otro para Moisés y otro para Elías.
Pero en seguida los envolvió una nube y se oyó una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo".
El Señor llevó consigo a los tres apóstoles que más le demostraban su amor y su fidelidad. Pedro que era el que más trabajaba por Jesús; Juan, el que tenía el alma más pura y más sin pecado; Santiago, el más atrevido y arriesgado en declararse amigo del Señor, y que sería el primer apóstol en derramar su sangre por nuestra religión. Jesús no invitó a todos los apóstoles, por no llevar a Judas, que no se merecía esta visión. Los que viven en pecado no reciben muchos favores que Dios concede a los que le permanecen fieles.
Se celebra un momento muy especial de la vida de Jesús: cuando mostró su gloria a tres de sus apóstoles. Nos dejó un ejemplo sensible de la gloria que nos espera en el cielo.
Un poco de historia
Jesús se transfiguró en el monte Tabor, que se se encuentra en la Baja Galilea, a 588 metros sobre el nivel del mar.
Este acontecimiento tuvo lugar, aproximadamente, un año antes de la Pasión de Cristo. Jesús invitó a su Transfiguración Pedro, Santiago y Juan. A ellos les dio este regalo, este don.
Ésta tuvo lugar mientras Jesús oraba, porque en la oración es cuando Dios se hace presente. Los apóstoles vieron a Jesús con un resplandor que casi no se puede describir con palabras: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos eran resplandecientes como la luz.
Pedro quería hacer tres tiendas para quedarse ahí. No le hacía falta nada, pues estaba plenamente feliz, gozando un anticipo del cielo. Estaba en presencia de Dios, viéndolo como era y él hubiera querido quedarse ahí para siempre.
Los personajes que hablaban con Jesús eran Moisés y Elías. Moisés fue el que recibió la Ley de Dios en el Sinaí para el pueblo de Israel. Representa a la Ley. Elías, por su parte, es el padre de los profetas. Moisés y Elías son, por tanto, los representantes de la ley y de los profetas, respectivamente, que vienen a dar testimonio de Jesús, quien es el cumplimiento de todo lo que dicen la ley y los profetas.
Ellos hablaban de la muerte de Jesús, porque hablar de la muerte de Jesús es hablar de su amor, es hablar de la salvación de todos los hombres. Precisamente, Jesús transfigurado significa amor y salvación.
Seis días antes del día de la Transfiguración, Jesús les había hablado acerca de su Pasión, Muerte y Resurrección, pero ellos no habían entendido a qué se refería. Les había dicho, también, que algunos de los apóstoles verían la gloria de Dios antes de morir.
Pedro, Santiago y Juan experimentaron lo que es el Cielo. Después de ellos, Dios ha escogido a otros santos para que compartieran esta experiencia antes de morir: Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Santa Teresita del Niño Jesús y San Pablo, entre otros.
Todos ellos gozaron de gracias especiales que Dios quiso darles y su testimonio nos sirve para proporcionarnos una pequeña idea de lo maravilloso que es el Cielo.
Santa Teresita explicaba que es sentirse “como un pajarillo que contempla la luz del Sol, sin que su luz lo lastime.”
¿Qué nos enseña este acontecimiento?
• Nos enseña a seguir adelante aquí en la tierra aunque tengamos que sufrir, con la esperanza de que Él nos espera con su gloria en el Cielo y que vale la pena cualquier sufrimiento por alcanzarlo.
• A entender que el sufrimiento, cuando se ofrece a Dios, se convierte en sacrificio y así, éste tiene el poder de salvar a las almas. Jesús sufrió y así se desprendió de su vida para salvarnos a todos los hombres.
A valorar la oración, ya que Jesús constantemente oraba con el Padre.
• A entender que el Cielo es algo que hay que ganar con los detalles de la vida de todos los días.
• A vivir el mandamiento que Él nos dejó: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
• Habrá un juicio final que se basará en el amor, es decir, en cuánto hayamos amado o dejado de amar a los demás.
Dios da su gracia a través de la oración y los sacramentos. Su gracia puede suplir todas nuestras debilidades.
La montaña de mi vida
Santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9. Jueves de la Transfiguración del Señor
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, Tú que conoces lo más íntimo de mí, ayúdame a poner todo mi esfuerzo en conocerte también a Ti de manera profunda para poder comunicar tu amor y mensaje a los demás.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense y no teman”. Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
La presencia de Dios en nuestra vida es importante porque en las subidas a las montañas y en los momentos felices, y en los tristes, Él siempre está ahí. De diferentes maneras se hace presente, puede tocarnos de acuerdo a cómo nos sentimos porque nuestro Dios es personal y conoce el corazón humano.
Nuestra vida es como un monte en el que hay subidas y bajadas. La compañía es importante ya que puede cambiar mucho, si la montaña está muy pesada, el ascenso se hace más llevadero. Cuando se llega a la cima se disfruta el logro y, en la mayoría de los lugares, hay vistas preciosas en las que podemos contemplar las maravillas de Dios. Después de un camino difícil nos llega el tiempo de la recompensa.
Muchas veces nos preguntan sobre nuestra decisión de seguir a Cristo porque les sorprende que jóvenes de veinte años le hayan dado la vida a Dios y vivan solo para Él. A primera vista es difícil darse cuenta de la alegría que nos llena de estar consagrados a Dios. Y esto se puede saber cuando nos preguntan cómo tomamos la decisión y porqué seguimos en este camino. Esto está muy ligado a nuestra experiencia de Dios, el hecho de habernos encontrado con una persona que nos ha llenado de felicidad y esa persona es Cristo.
En este día tan especial pidámosle al Señor que nos ayude a encontrarlo en nuestro camino para amarlo más y conocerlo mejor.
«Hay que destacar que, en medio del grupo de los Doce, Jesús elige llevarse a Pedro, Santiago y Juan con Él al monte. Les reservó el privilegio de ser testigos de la Transfiguración. ¿Pero por qué elige a los tres? ¿Porque son los más santos? No. Sin embargo, Pedro, a la hora de la prueba, lo negará; y los dos hermanos Santiago y Juan pedirán ser los primeros en entrar a su reino. Jesús, no obstante, no elige según nuestro criterio, sino según su plan de amor. El amor de Jesús no tiene medida: es amor, y Él elige con ese plan de amor. Es una elección gratuita e incondicional, una iniciativa libre, una amistad divina que no pide nada a cambio. Y así como llamó a esos tres discípulos, también hoy llama a algunos a estar cerca de Él, para poder dar testimonio. Ser testigos de Jesús es un don que no hemos merecido: nos sentimos inadecuados, pero no podemos echarnos atrás con la excusa de nuestra incapacidad». (Homilía de S.S. Francisco, 8 de marzo de 2020).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Haré el propósito de ser constante en mis tareas.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¿Qué significan los Colores Litúrgicos y cuándo se usan?
La diversidad de colores en las vestiduras sagradas deben estar marcados también en nuestro corazón
La diversidad de colores en las vestiduras sagradas pretende expresar con más eficacia, aún exteriormente, tanto el carácter propio de los misterios de la fe que se celebran, como el sentido progresivo de la vida cristiana en el transcurso del año litúrgico. Así los cristianos oran con sentimientos diversos evocados también por los colores de las vestiduras litúrgicas.
BLANCO:
Se usa en tiempo pascual, tiempo de navidad, fiestas del Señor, de la Virgen, de los ángeles, y de los santos no mártires. Es el color del gozo pascual, de la luz y de la vida.
Expresa alegría y pureza.
ROJO:
Se usa el domingo de Ramos, el Viernes Santo, Pentecostés, fiesta de los apóstoles y santos mártires. Significa el don del Espíritu Santo que nos hace capaces de testimoniar la propia fe aún hasta derramar la sangre en el martirio. Es el color de la sangre y del fuego.
VERDE:
Se usa en el tiempo ordinario (período que va desde el Bautismo del Señor hasta Cuaresma y de Pentecostés a Adviento). Expresa la juventud de la Iglesia, el resurgir de una vida nueva.
Se usa en los oficios y Misas del «ciclo anual».
MORADO:
Indica la esperanza, el ansia de encontrar a Jesús, el espíritu de penitencia; por eso se usa en adviento, cuaresma y liturgia de difuntos.
Es signo de penitencia y austeridad.
MENOS USADOS:
DORADO o PLATEADO:
Subraya la importancia de las grandes fiestas. En los días más solemnes pueden emplearse ornamentos más nobles, aunque no sean del color del día
ROSA:
Subraya el gozo por la cercanía del Salvador el Tercer Domingo de Adviento, e indica una pausa en el rigor penitencial el Cuarto Domingo de Cuaresma. Es símbolo de alegría, pero de una alegría efímera.
AZUL:
Indica las fiestas marianas, sobre la Inmaculada Concepción.
NEGRO:
Expresión de duelo.
TODOS ESTOS COLORES DEBEN ESTAR MARCADOS TAMBIÉN EN NUESTRO CORAZÓN:
• Debemos vivir con el vestido blanco de la pureza, de la inocencia. Reconquistar la pureza con nuestra vida santa.
• Debemos vivir con el vestido rojo del amor apasionado a Cristo, hasta el punto de estar dispuesto a dar nuestra vida por Cristo, como los mártires.
• Debemos vivir el color verde de la esperanza teologal, en estos momentos duros de nuestro mundo, tendiendo siempre la mirada hacia la eternidad.
• Debemos vivir el vestido morado o violeta, pues la penitencia, la humildad y la modestia deben ser alimento y actitudes de nuestra vida cristiana.
• Debemos vivir el vestido rosa, solo de vez en cuando, pues toda alegría humana es efímera y pasajera.
• Debemos vivir con el vestido azul mirando continuamente el cielo, aunque tengamos los pies en la tierra.
Trabajar juntos para construir un mundo mejor
Catequesis del Papa Francisco, 5 de agosto de 2020
“Reflexionar y trabajar todos juntos, como seguidores de Jesús que sana, para construir un mundo mejor, lleno de esperanza para las generaciones futuras”. Es el deseo del Papa Francisco al retomar las Audiencias Generales este miércoles 5 de agosto desde la Biblioteca del Palacio Apostólico. Luego del receso del mes de julio, el Pontífice inicia un nuevo ciclo de catequesis para afrontar las cuestiones apremiantes que la pandemia ha puesto de relieve, sobre todo las enfermedades sociales, “a la luz del Evangelio, de las virtudes teologales y de los principios de la doctrina social de la Iglesia”.
La crisis sanitaria
"La pandemia sigue causando heridas profundas, desenmascarando nuestras vulnerabilidades. Son muchos los difuntos, muchísimos los enfermos, en todos los continentes. Muchas personas y muchas familias viven un tiempo de incertidumbre, a causa de los problemas socio-económicos, que afectan especialmente a los más pobres".
Abrazar la esperanza del Reino
Frente a esta crisis sanitaria, el Papa nos propone “tener bien fija nuestra mirada en Jesús (cfr Hb 12, 2) y con esta fe abrazar la esperanza del Reino de Dios que Jesús mismo nos da. Un Reino de sanación y de salvación que está ya presente en medio de nosotros (cfr Lc 10,11). Un Reino de justicia y de paz que se manifiesta con obras de caridad, que a su vez aumentan la esperanza y refuerzan la fe (cfr 1 Cor 13,13)”.
Fe, esperanza y caridad
Papa Francisco nos recuerda que “en la tradición cristiana, fe, esperanza y caridad son mucho más que sentimientos o actitudes”. Como explica el Catecismo de la Iglesia “son virtudes infundidas en nosotros por la gracia del Espíritu Santo (cfr CCC, 1812-1813)”, son “dones que nos sanan y que nos hacen sanadores, dones que nos abren a nuevos horizontes, también mientras navegamos en las difíciles aguas de nuestro tiempo”.
“Un nuevo encuentro con el Evangelio de la fe, de la esperanza y del amor nos invita a asumir un espíritu creativo y renovado” explicó el Papa, y reconociendo que “de esta manera, seremos capaces de transformar las raíces de nuestras enfermedades físicas, espirituales y sociales”, sanado las estructuras injustas y sus prácticas destructivas que nos separan los unos de los otros.
Curación del paralítico de Cafarnaúm
En el ministerio de Jesús podemos encontrar muchos ejemplos de sanación. Luego de enumerar algunos de ellos, el Papa comenta la sanación del paralítico de Cafarnaúm (Mc 2,1-12), leída al comienzo de la Audiencia:
“Mientras Jesús está predicando en la entrada de la casa, cuatro hombres llevan a su amigo paralítico donde Jesús; y como no podían entrar, hacen un agujero en el techo y descuelgan la camilla delante de él. «Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (v. 5). Y después, como signo visible, añade: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (v. 11)”.
“La acción de Jesús –dice el Papa– es una respuesta directa a la fe de esas personas, a la esperanza que depositan en Él, al amor que demuestran tener los unos por los otros”. Jesús sana toda la totalidad de la persona: perdona los pecados, renueva la vida del paralítico y la de sus amigos. Fruto de este encuentro personal y social, se produce una sanación física y espiritual, afirma Francisco.
Sanar nuestro mundo de hoy
El Pontífice nos invita a preguntarnos: ¿de qué modo podemos ayudar a sanar nuestro mundo, hoy? “Como discípulos del Señor Jesús, médico de las almas y de los cuerpos, estamos llamados a continuar «su obra de curación y de salvación» (CCC, 1421) en sentido físico, social y espiritual”.
"La Iglesia, aunque administre la gracia sanadora de Cristo mediante los Sacramentos, y aunque proporcione servicios sanitarios en los rincones más remotos del planeta, no es experta en la prevención o en el cuidado de la pandemia. Y tampoco da indicaciones socio-políticas específicas. Esta es tarea de los dirigentes políticos y sociales".
Principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia
El Papa recuerda que a lo largo de los siglos, y a la luz del Evangelio, la Iglesia ha desarrollado algunos principios fundamentales (cfr Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 160-208), principios que pueden ayudarnos a ir adelante, para preparar el futuro que necesitamos: la dignidad de la persona, el bien común, la opción preferencial por los pobres, la destinación universal de los bienes, la solidaridad, la subsidiariedad, el cuidado de nuestra casa común. Estos principios expresan las virtudes de la fe, de la esperanza y del amor. Al mismo tiempo, estos ayudan a los dirigentes políticos y sociales en su tarea.
Al final de la Audiencia, el Santo Padre se refirió a lo sucedido en Beirut:
“Ayer en Beirut, en la zona portuaria, enormes explosiones causaron docenas de muertos y miles de heridos, y muchas destrucciones graves. Rezamos por las víctimas y sus familias; y rezamos por el Líbano para que, con el compromiso de todos sus componentes sociales, políticos y religiosos, pueda afrontar este trágico y doloroso momento y, con la ayuda de la comunidad internacional, superar la grave crisis que atraviesa”.
La transfiguración del Señor: la casa encendida
Con la transfiguración, se nos da una idea de lo que nos espera después de la muerte
Dice San León que: “El fin principal de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”.
Por eso los llevó a un monte alto, para ilustrarlos acerca de su pasión, para hacerles ver que era necesario que el Cristo padeciese antes de entrar en su gloria, conforme a lo anunciado por los profetas (Lc 24,25); para sostener aquellos corazones atribulados y desfallecidos”.
El escenario será el monte Tabor. El Tabor es un monte redondo, gracioso, solitario, que con sólo trescientos metros de altura, destaca por su figura excepcional y su separación de otras montañas.
Situado en el extremo nordeste de la llanura de Esdrelón, dista de Cesarea setenta kilómetros. Es uno de los montes con más personalidad de toda Palestina. Su verdor contrasta con la desnudez de las alturas cercanas.
La subida
El camino, siguiendo la vía del mar, es fácil y placentero. Bordeando el lago, se llega al pie del monte. Acompañan a Jesús Pedro, Santiago y Juan.
Los mismos testigos de su agonía en Getsemaní, pues la glorificación del Tabor y el anonadamiento del huerto son la cara y la cruz de todo el evangelio. Para que la correspondencia sea más rica, la cruz está presente en la glorificación y el consuelo no faltará en la cruz.
Una reacción es igual, los discípulos se duermen en ambos escenarios. Casi siempre será lo mismo. Jesús solo en su luz inaccesible, en su dolor mortal. Al otro lado quedan los discípulos, incapaces por el sueño de ingresar en la esfera purísima de la aparición, y de compartir la gloria y la angustia del Señor.
Paradojas: La agonía y la transfiguración. El bautismo y la transfiguración. La tesis y la antítesis se funden y se transparentan. No es posible encontrar un episodio de la vida de Jesús que sea sólo cruz o sólo gloria. Todos sus pasos llevan el sello de esa ambivalencia que llegará al extremo en el instante final de su vida, de supremo anonadamiento y exaltación.
“Cristo se hizo obediente hasta la muerte de cruz y por eso el Padre lo exaltó”. A la humillación del bautismo, el Padre se hizo presente con la alabanza suprema: “Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco”.
Son las mismas palabras que resuenan en el aire estremecido del Tabor, en la gloria de su rostro como el sol, de sus vestidos luminosos, pero acibaradas por su alusión al sufrimiento y a la ignominia. ¿Los apóstoles estaban acongojados por la atroz predicción de su Maestro?
Su ternura compasiva aligera cada momento de su programa de obediencia al Padre, para que sirva de provecho y enseñanza y aliento a aquellos hombres débiles que tanto ama.
El relato de Lucas
“Unos ocho días después de este discurso cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos refulgían de blancos. De pronto hubo dos hombres conversando con El, Moisés y Elías, que aparecían resplandecientes y hablaban de su éxodo, que iba a completar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; pero se espabilaron, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:
-Maestro, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
No sabía lo que decía. Mientras hablaba se formó que los cubría. Salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo elegido. Escuchadlo. Cuando cesó la voz, Jesús estaba solo” (Lc 9,28).
Moisés y Elías. En medio, Jesús.
La Ley y los Profetas, flanqueando el Evangelio, como en la mente de Dios y en su voluntad de salvación, que se había de cumplir en el tiempo. Igual que en el triunfo escatológico, cuando Jesucristo sea exaltado como rey y centro de todas las edades. Jesús, resplandeciente sobre un monte de la tierra.
A diez kilómetros de Nazaret, por donde había caminado vestido de humildad, y de carne opaca. Ahora, desanuda el vigor y la belleza de su ser, reprimidos por las leyes de la encarnación, y permite que aparezcan, y fulguren, y fascinen a quienes los contemplan.
Quiere que su alma, unida al Verbo y gozando la visión beatífica de Dios, desborde su gloria hasta redundar en el cuerpo, como hubiera sido siempre su estado connatural, si él no hubiera querido oscurecer sus efectos.
La nube
Una nube los cubría. Es la nube. La nube de larga historia: aquella historia de Dios enlazada con la historia de los hombres, que denota la presencia del Señor. La nube cubrió el tabernáculo (Ex 40,34).
La nube garantizaba todas las intervenciones divinas: "El Señor dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti” (Ex 19,9). Esa nube cubre ahora a Jesucristo y de ella brota la voz poderosa: “Este es mi Hijo elegido, escuchadlo”.
La nube que se había cernido sobre María en la Encarnación: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso al que va a nacerlo llamarán consagrado, Hijo de Dios” (Lc 1,35).
La nube que delata y oculta; la nube, esa sombra que, como dice San Agustín, se produce siempre que la luz de Dios se encuentra con un cuerpo para alguna encarnación. La nube que acreditará el triunfo de Jesús en su ascensión (Hech 1,9), y en su retorno (Mc 13,26), cuando los que le hayan seguido se le incorporen, envueltos en nubes de victoria (1 Tes 4,17).
“No tengáis miedo”
Añade Mateo: “Los discípulos cayeron sobre su rostro, presos de un gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo: Levantaos. No tengáis miedo” (Mt 17,6). Jesús provoca el temor y luego lo disipa. Es un temor que despierta al alma purificándola. Temor necesario para que no rebajemos la grandeza de Dios hasta el nivel de nuestra rutina o de nuestros proyectos mundanos.
Jesús rectifica la imagen común del Reino hablando de padecimientos y muerte; después se lleva a los apóstoles hasta un monte y, entre nubes, manifiesta su gloria. Porque él es el Señor, cuyos pensamientos distan de los nuestros como el cielo de la tierra, y porque siempre busca el modo de consolar, no atemperando sus planes a nuestros deseos, sino haciéndonos levantar los ojos por encima de este mundo.
El libro del Apocalipsis, libro de consolación escrito al final de la era apostólica, tras la persecución de Nerón y en vísperas de la de Domiciano, sigue este mismo método, no prometiendo milagros que eviten el dolor; sino definiendo la fugacidad de este tiempo y proclamando, contra los emperadores terrenos de pies de barro, la certidumbre del Cristo poderoso, transfigurado ya para siempre, anunciado ya anteriormente por la profecía de Daniel.
La caducidad de este mundo
Baltasar, rey de Babilonia aún estaba temblando, por la visión de la mano que escribía sobre la pared su perdición, en medio del banquete sacrílego en el que habían profanado el rey y sus cortesanos y sus mujeres, los vasos sagrados del Templo de Jerusalén. Daniel le reveló el sentido de las fatídicas y enigmáticas palabras.
Baltasar fue asesinado aquella misma noche. Le sucedió Darío y en su tiempo, Daniel tiene la visión que vamos a interpretar. Para comprender su mensaje, hemos de situarnos histórica y psicológicamente en el mundo del autor y en su mentalidad judía, profética y apocalíptica.
Daniel combina la historia y la mitología, con la tradición y el futurismo mesiánico, para crear la convicción de que al final de los tiempos el reino de Dios será entregado al pueblo de los santos de Dios, el resto de Israel, presidido por su Cabeza.
Como al principio de la creación todo fue obra del "viento", del Espíritu, así ahora los cuatro vientos del cielo agitan el océano de modo que lo que salga de él será obra del "ruah" de Yahvé. Y aparecen cuatro bestias, identificadas con los cuatro imperios: babilónico, medo, persa y griego, manejados, en su espectacular poderío, por la providencia de Dios.
Vio Daniel cuatro fieras que salían del océano: La primera, el león con alas de águila, rey del mundo animal, corresponde a la cabeza de oro de la estatua del capítulo segundo.
Esta bestia, Darío, tiene "corazón de hombre", porque reconoció al Dios de Daniel, con lo cual dejó de ser una fiera que luchaba contra el reino de Dios: "El rey Darío escribió a todos los pueblos, naciones y lenguas de la tierra: Ordeno y mando: Que en mi imperio todos respeten y teman al Dios de Daniel.
Él es el Dios vivo que permanece siempre. Su reino no será destruido, su imperio dura hasta por siempre. Él salva y libra, hace signos y prodigios en el cielo y en la tierra. El salvó a Daniel de los leones".
La segunda fiera, es un oso, que corresponde al pecho de plata de la estatua. Esta era el imperio medo. La tercera, el leopardo, que equivale a las piernas de bronce, es el imperio persa.
Sus cuatro alas simbolizan la celeridad de sus conquistas en todas las direcciones, y sus cuatro cabezas la representación de los cuatro reyes de Persia que conoce la Biblia: Ciro, Jerjes, Astrajerjes y Darío el persa. La cuarta, horrible y espantosa, corresponde a los pies de hierro y de barro de la estatua, y representa el imperio griego, en cuyo tiempo vivía Daniel.
Sus diez cuernos eran diez reyes contemporáneos. El undécimo, que "blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la Ley", era Antíoco IV Epífanes.
Todos estos reinos habían sido reflejos de la acción de Dios en la tierra e instrumentos punitivos de su Providencia.
La profecía escatológica de Daniel 7,9
Hasta aquí la historia. A partir de este momento viene la profecía escatológica. La visión continúa. Un anciano de muchos años, sin principio ni fin, de blanca túnica y cabellera blanca, símbolo de la pureza y rectitud, a quien sirven miles y miles, se sienta en un trono de fuego purificador.
Comienza el juicio y el insolente undécimo cuerno es matado, descuartizado y echado al fuego. A los demás se les deja vivos durante un tiempo. Cuando todo parece concluido, aparece la más sorprendente novedad, desenlace de toda esta visión apocalíptica.
Entre las nubes del cielo viene como un hombre a quien se le da "poder, honor y reino". Extraordinario contraste porque mientras todos los reinos de la tierra vinieron del océano, el reino de Dios viene de arriba, del mismo Dios.
No es como una fiera sino semejante a un ser humano. Es el rey mesiánico a quien se le da el "poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo". Daniel identifica a este Mesías, hijo de hombre, con el pueblo de los santos. Es un mesianismo colectivo, definitivo y eterno.
Profetiza el triunfo del Cristo total en su tensión escatológica, la gloria del Cuerpo Místico de Cristo, el fulgor de la Iglesia, como se lo aplicó a sí mismo Jesús al identificarse con el Hijo del Hombre, que vendría sobre las nubes del cielo y con cuantos creen en El.
"¿Por qué me persigues?", le dirá a Pablo. Este es el rey de quien "Una voz desde la nube dice en el Tabor: “Escuchadle”" (Mc 9, 1).
¿El hombre Jesús necesitaba Confirmación?
¿El hombre Jesús ha quedado afectado por su opción por el camino de la cruz? A sus amigos ya les ha anunciado su pasión y muerte. La sombra amarga de la suprema humillación y aniquilamiento no pesa sólo sobre ellos, sino también sobre él; ¿acaso no es hombre de carne y sangre?
Jesús necesita afirmarse y afirmar su identidad de Hijo de Dios, sobre todo en los más íntimos. Por eso: "Cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar". Se transfiguró y sus vestidos resplandecían de blancura. Su realidad, que permanecía oculta, se manifestó. Dios le llenó desde dentro.
Entrar en oración es llegar a la fuente fresca de la transfiguración, allí donde la luz tiene su manantial. Todo cambia en la oración. El encuentro de Jesús con su Padre fue confortador y estimulante. Glorificador.
Dos hombres conversan con él de su "Éxodo". Los dos guías máximos de la fe de Israel, que han precedido a Jesús y le han esperado, ahora, como compañeros suyos, conversan con él de su muerte: "Yo para esto he venido" (Jn 12,27). Es el tema de mayor importancia y el que más preocupa a Jesús y a sus discípulos. Desde este momento Jesús ve su muerte como un éxodo al Padre.
La transfiguración es una victoria oculta. Es como una luz que ilumina la tiniebla de la pasión, como esperanza que desvela el sentido del camino de la muerte de Jesús y de los suyos. He ahí la pedagogía de la transfiguración y el punto culminante del evangelio.
Viviremos siempre. “Si con él morimos, viviremos con él” (2 Tm 2,11). La muerte sólo es un episodio, un tramo necesario del camino, sin el cual no podemos llegar a la meta. Un túnel después del cual está la luz. "Somos ciudadanos del cielo". La transfiguración de Jesús es la transfiguración del hombre.
Visión de Santa Teresa
Cuenta Santa Teresa que hablando de Dios con el Padre García de Toledo, su confesor, vio a Jesús transfigurado que le dijo: "En estas conversaciones yo siempre estoy presente". Y el Padre se hizo presente y su voz desde la nube decía: "Este es mi Hijo, el Elegido. Escuchadlo".
Era como decirles: No os escandalicéis de su muerte en cruz, es mi voluntad y el único camino de la Redención. Ese hombre que camina hacia la muerte es mi Hijo, que no sólo tiene la naturaleza de Dios, sino que también recibe su poder.
Seguid el camino que él va a recorrer. Su muerte y vuestra muerte terminarán en una glorificación transfigurada. Esa es la cara oculta de Jesús que no veíais. Estaba oculta y seguirá estándolo, pero ya habéis visto momentáneamente, que la oscuridad de la cruz, encubre la luz encendida e inmarcesible.
Como Israel salió de Egipto en dirección a la tierra prometida, el éxodo de Cristo desde Jerusalén, irá de la muerte a la resurrección. A Pedro se le ha quedado grabada hondamente la escena y nos lo dice:
"El recibió de Dios Padre el honor y la gloria cuando desde la grandiosa gloria se le hizo llegar esta voz: “Este es mi hijo, a quien yo amo, mi predilecto”. Esta voz llegada del cielo, la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada. Es una lámpara que brilla en la oscuridad, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones" (2 Pd 1,18).
La Palabra del Padre nos invita a la obediencia a Jesús, cuya vida y palabra es el camino trazado por el Padre, que nos manda escucharle para caminar con Jesús en el desierto, hasta la crucifixión solemne, o pequeña y escondida, y la resurrección, ya que el Apóstol nos asegura que "transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo" (2 Cor 3,18).
¿Qué hay después de esta vida temporal?
Dice el Vaticano II: "Ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte que, a pesar de tantos progresos, subsisten todavía? ¿Qué hay después de esta vida temporal?" (GS 10).
La Transfiguración del Señor da respuesta a estas preguntas, porque “Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo", para que la humanidad pueda salvarse.
Quería Pedro quedarse, ¡se estaba muy bien allí! Presiente y anhela la meta, el descanso y la plenitud consumada. No quiere pensar que hay que pasar por la muerte. San Agustín, ante el deseo de Pedro, le dice:
“Desciende, Pedro. Tú, que deseabas descansar en el monte, desciende y predica la palabra... Trabaja, suda, padece a fin de que poseas por el brillo y hermosura de las obras hechas con amor, lo que simbolizan los vestidos blancos del Señor. Desciende a trabajar en la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado y crucificado en la tierra; porque también la Vida descendió para ser muerta, el Pan a tener hambre, el camino a cansarse de andar, la Fuente a tener sed”.
Por eso canta gozosa la Iglesia
En la transfiguración, prenda de gloria, canta la Iglesia el Salmo 96: “El Señor reina, la tierra goza”. El Señor, se alegra la tierra entera y toda la naturaleza participa en la alegría general; todo el cosmos va a ser bendecido con el reinado del Señor. Toda la tierra, hasta las islas lejanas, que son los pueblos ribereños del Mediterráneo.
El Señor aparece entre nubes y tinieblas para velar su majestad, pero precedido de fuego purificador y aislante entre el Santo y las criaturas contaminadas. El fuego anuncia que nadie puede oponerse a la obra de su santidad y justicia.
Este salmo, anterior naturalmente al monte Tabor, reproduce la escena del Sinaí y recuerda la profecía de Habacuc 3,3. Pero su fuego y sus tinieblas no presagian calamidades y catástrofes, sino serenidad y equilibrio, justicia y sosiego. Exaltación y grandeza.
Hemos sido y estamos siendo testigos de tantas injusticias, cataclismos y desmanes y abusos de los poderosos y corruptos, que, ante el anuncio de la paz del Señor y de su justa justicia, manifestada en la Transfiguración de su Hijo Jesús, sentimos un estremecimiento de gozo.
Al contemplar la transfiguración celebramos su vida resucitada. Al celebrar la Eucaristía, velado por los accidentes del pan y del vino, comemos y bebemos al Jesús que se transfiguró y cuyos vestidos aparecieron blancos como la nieve, como los del anciano que describe Daniel: "Sus cabellos como lana limpísima, su trono llamas de fuego, que son los caracteres de Dios Padre".
Su acción ahora, aunque esté oculta a nuestros ojos, es la misma que la de entonces. "Cristo hoy y ayer, el mismo por los siglos" (Hb 13,8), preparando el lugar eterno y transfigurado que nos ha prometido. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!
Descubrir la ternura
Augusto Valensín, jesuita francés, escribe sobre la Transfiguración a la luz de los pensamientos que vivía esperando la muerte: “Estos son los sentimientos que me gustaría tener a la hora de la muerte: pensar que voy a descubrir la ternura.
Yo sé que es imposible que Dios me decepcione. ¡Sólo esa hipótesis es absurda! Yo iré hasta él y le diré: No me glorío de nada más que de haber creído en tu bondad. May es donde está mi fuerza. Si esto me abandonase, si me fallase la confianza en tu amor, todo habría terminado. Porque no tengo el sentimiento de valer nada sobrenaturalmente. No, cuanto más avanzo por la vida, mejor veo que tengo razón al presentarme a mi Padre como indulgencia infinita.
Aunque los maestros de la vida espiritual digan lo que quieran, aunque hablen de justicia, de exigencias, de temores, el juez que yo tengo es aquel que todos los días se subía a la terraza para ver si por el horizonte asomaba el hijo pródigo de vuelta a casa. ¿Quién no querría ser juzgado por él? San Juan escribe; "Quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor” (1 Jn 4, 18).
Yo no temo a Dios, y el motivo no es tanto que yo le ame, como el que sé que me ama él. Y no siento necesidad de preguntarme por qué me ama mi Padre o qué es lo que él ama en mí.
Me costaría mucho responder a estas preguntas. Sería totalmente incapaz de responder. Pero yo sé que él me ama porque es amor; y basta que yo acepte ser amado por él, para que me ame efectivamente. Basta con que yo realice el gesto de aceptar.
Padre mío, gracias porque me amas. No seré yo el que grite que soy indigno. Porque, efectivamente, amarme a mí tal como soy, es digno de tu amor esencialmente gratuito. Este pensamiento de que me amas porque te da la gana, me encanta. Y así puedo librarme de todos los escrúpulos, de la falsa humildad que descorazona, de la tristeza espiritual, de todo miedo a la muerte.
Fue como un relámpago
Jesús se encamina a la muerte con serenidad, seguro de que el triunfo culminará su vida, porque su muerte será provisional y pasajera. Jesús descubre que, cuando habla a sus apóstoles de su muerte, éstos se entristecen y tratan de disuadirle.
No entienden que resucitará a los tres días. Ellos creían, como la mayoría de sus contemporáneos, en una resurrección al final de los tiempos. Aunque habían visto la resurrección del hijo de la viuda de Naín y de la niña de Jairo, no podían imaginar que regresara a la vida después de la muerte.
Si moría ¿quién iba a resucitarle a él? Por eso Jesús decide anticiparles una hora de gloria, un relámpago de luz antes de que llegue la noche, como un “anticipo” de la resurrección. ¿Pero, por qué no quiso mostrar su gloria a todos, sino que reservó este regalo a solos tres? ¿Podrían guardar un secreto tan grande entre los doce? Que lo vean tres, para que puedan testimoniarlo en la oscuridad.
Los elegidos verán también de cerca la hora de su agonía en el huerto de los Olivos. Getsemaní y Tabor son como los dos extremos de la vida de Jesús. Allí es el estallido de la humanidad de Jesús, aquí es el estallido de su divinidad. Allí, el miedo y el dolor parecen sumergir la fuerza sobrenatural de Jesús.
Aquí, es la luz de su gloria la que parece situarle fuera de las fronteras humanas. Conviene que sean los mismos testigos los que presencien estas dos horas extremas de su vida.
La maravilla del Tabor
Una gran calma rodeaba al Tabor. En el cielo no había ni una nube. Las zarzas y los cardos, ya desflorados ya y casi secos. Cuando llegaron a la cima, el Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. No eran fáciles para la contemplación. También se dormirán en Getsemaní. De repente, les deslumbró un resplandor. Abrieron sus ojos y vieron que la luz procedía de Jesús. Su rostro brillaba.
Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles. Mateo ve al Maestro como más hermoso que el sol y vestido de luz. Pero los tres subrayan que la luz sale de él. Le pertenece como algo de su propia sustancia: no es un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él. Vestido de luz se encuentra en su verdadero elemento. Es su estado más normal, dice Bernard. Fue como si hubiera desatado al Dios que era y lo tenía velado en su humanidad.
Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su cuerpo. Si la alegría de un enamorado es capaz de transformar a un hombre, ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior de amor en llamas que Jesús contenía para no cegar a los que le rodeaban? Jesús levanta el velo que cubría su rostro y su fuerza interior desborda en su mirada, en su gesto, en sus vestidos.
Los discípulos se sienten deslumbrados. Muchos años más tarde, san Pedro, como ya hemos dicho, recordará esta hora: “Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16).
No estaba solo
Aún no habían salido de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando advirtieron que Jesús no estaba solo. Con él conversaban dos personalidades: Moisés y Elías. Los representantes de la ley y de los profetas.
Moisés era el padre del pueblo judío cuyo rostro había visto el pueblo brillar cuando descendía del Sinaí. Elías era el profeta que había de anunciar la venida del Mesías. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación sobre su muerte y le animaban al dolor redentor. Su presencia anticipaba la del ángel consolador en el Huerto de la agonía.
Los tres suplirán el aliento que no le dan los discípulos, entre quienes “busqué quien me consolara y no lo hallé”. Casi siempre será así.
Pedro generoso, decidido, presuntuoso también, quiere vivir, hacerse notar, desea cumplir con los invitados, llenar su papel de entrega, de servicio y de protagonismo. Pero es generoso: ni piensa en él ni en los otros apóstoles, sino en Jesús y sus acompañantes.
Los señores duermen en los palacios o, al menos, en tiendas. Los tres esclavos dormirán ante la puerta de las tiendas.
La grandeza de Dios estalla como una tempestad
Comenta Lanza del Vasto: Entonces, en la cumbre del cielo, estalla la grandeza de Dios de manera que ni siquiera nos hubiéramos atrevido a soñar. Estalla como una tempestad, pero como una tempestad que habla.
Barre las resistencias, hace callar todo delirio y todo pensamiento y toda visión. Y toda figura se borra en la nube luminosa y ya nada subsiste en el abismo tonante, salvo la sombra luminosa de la revelación.
Los tres apóstoles comprenden que están ante algo definitivo y terrible. Por eso caen al suelo, “se prosternaron rostro en tierra, sobrecogidos de un gran temor” (Mt 17,6). Han entrado en contacto con la divinidad. Caen en oración. La zarza ardiendo está ante sus ojos, dice Martín Descalzo.
Jesús solo
Les toca el hombro y, cuando alzan la cabeza y abren los ojos, ya no ven a nadie sino a Jesús solo. Como sigue diciendo Lanza del Vasto, “ven la parte de él que está a su alcance. Porque Jesús ha vuelto a velarse con su carne para no abrasarles totalmente”.
Todo vuelve a ser familiar y sencillo: el gesto de tocarles el hombro, su soledad entre los arbustos de la montaña, la sonrisa que acoge sus rostros aterrados.
Al verle, se sienten felices de que la nube no les haya arrebatado a su Maestro como se llevó a Moisés y a Elías. Ni siquiera preguntan por ellos. Casi se sienten aliviados de que haya cesado la tremenda presencia y la luz de momentos antes.
Este es su Jesús de cada día, con él se sienten protegidos. Pero están aturdidos. No vieron venir a los dos profetas, no los han visto marcharse. Muchas cosas se han aclarado en sus corazones. Ahora entienden mejor el porvenir. Con su transfiguración, se ha transfigurado también su destino. Si muere, no morirá del todo.
Ellos han visto un retazo de su gloria. Ahora ya saben lo que su Maestro quiere decir cuando les habla de resurrección. Será algo como lo que ellos han tocado hoy con sus manos y sus ojos han visto.
Han oído, además, la voz del Padre certificando todo lo que ellos ya intuían. Han interpretado esa voz como una consagración.
Pedro lo recordará en su carta porque sabe que ha visto con sus ojos su grandeza y no sigue fábulas inventadas. Sabe que el Padre le ha dado el honor y la gloria y se siente feliz de que Dios le haya hecho conocer el poder y la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Pe 1, 16). Y los apóstoles ya no sabían si estaban llenos de terror o de entusiasmo. Sólo sabían que habían vivido una de las horas más altas de sus vidas.
Escriben Guardini y Martín Descalzo
“Nos sentimos inclinados a creer que fue una visión. Sería lo justo si sólo nos atuviéramos a la interpretación del fenómeno. Esta nos diría que es una realidad trascendente a la experiencia humana. La índole de la aparición sugiere tal interpretación: la "luz”, no es la del universo, sino la de la esfera interior, luz espiritual; o la “nube”, palabra que designa una formación meteorológica conocida de nosotros, sino una claridad velada y celestial que se manifiesta, pero resulta inaccesible.
La irrupción súbita del fenómeno nos hace pensar también que se trata de una visión: los personajes se presentan y desaparecen de repente, sentimos el abandono de este lugar de la tierra visitado y abandonado después por el cielo. Pero visión no significa un fenómeno subjetivo, una imagen cualquiera producida por el yo, sino la manera en la que captamos una realidad superior a nosotros”.
Comenta Martín Descalzo:
“No fue pues una invención, ni un sueño, fue una realidad percibida por los apóstoles en su mundo interior, fue el descorrimiento de un velo que mil veces habían intuido y nunca comprendido”.
El mismo Guardini llama a este descubrimiento el fuego, esa unión misteriosa que hay entre el Hijo de Dios humano de Jesús y que hace de él un hombre hiperviviente en plenitud de vida humana pero elevada a dimensiones que jamás podremos los hombres entender.
Su vida no es sólo la de un hombre que ama a Dios, ni siquiera la de un hombre invadido por Dios, sino la de un hombre que es verdaderamente Dios. Esto, que nosotros creemos y sólo a medias entendemos, fue entrevisto por un momento en la cima del Tabor.
Esa unión misteriosa estalló en el rostro de Jesús, y los tres apóstoles vieron algo de lo que nosotros sólo veremos en el día final, cuando contemplaremos a Jesús enteramente, descubriendo ese arco de fuego que iluminaba y elevaba más allá de lo humano su humanidad.
La transfiguración fue un rápido relámpago de la luz de la resurrección, de la verdadera vida que a todos nos espera, de esa gracia de la que tanto hablamos y nunca comprendemos. Esa noche los apóstoles no podrían dormir ni un momento, rumiando su visión.
Jesús les prohibió contar a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mt 9,9). Les hubiera gustado hablar de ello y profundizar en lo ocurrido. ¿Cómo compaginar lo que han visto con esa muerte a la que Jesús sigue aludiendo? ¿Y qué resurrección es ésa que parece más una supervida que un simple volver a vivir?
Ellos creen que un día los muertos volverán a vivir, han visto volver a levantarse de la muerte a dos muchachos llamados a la vida por Jesús, pero lo que acaban de ver es mucho más. Y no logran descubrir la naturaleza de esa resurrección con la que Jesús será favorecido. Pero por qué si esta luz existe ya, hay que pasar por la muerte para llegar a ella.
“Esto se les quedó grabado -dice Marcos-, aunque discutían qué querría decir aquello de resucitar de la muerte” (9, 10). Sólo después de la resurrección contaron lo que en este glorioso atardecer habían entrevisto.
El Jesús de la tarde
Hacia ese horizonte de dolor se encamina ahora Jesús. Sus años de predicación han terminado. Ha expuesto ya a los hombres su mensaje con palabras. Tiene que demostrar, en una última semana trágica, que todo lo que ha dicho es verdad.
Será necesario dejar las palabras, para que se vea sólo a la Palabra. Y Jesús se encamina hacia la muerte. Ya no es el muchacho feliz, que comenzó a predicar hace sólo dos años. ¡Cuánto ha envejecido! ¡Qué cruel ha sido su choque con la iniquidad humana!
A ese Jesús de la noche al que todos nos encontraremos en la frontera de nuestra muerte y nuestra resurrección, rezaba Santa Gertrudis:
“¡Oh Jesús, amor mío, amor de la noche de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida. ¡Oh Jesús de la noche!
Haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has preparado para los que te aman”.
En Jesucristo tu vida adquiere consistencia y solidez
Encuentras tu unidad el día en que colocas tu centro de gravedad en Dios.
En Jesucristo. tu vida adquiere consistencia y solidez, en una palabra, se unifica.
Sueñas con una vida en la que pudieses tener largos ratos de soledad para orar pero cuando tienes tiempo libre, lo malgastas en diversiones.
Sufres una tirantez entre tus múltiples ocupaciones y tu deseo de tener tu vida entre tus manos. Ante todo no culpes a las circunstancias externas o a tus numerosos compromisos de tu falta de tiempo, sino toma conciencia de que la verdadera culpa la tienes tú. Tú eres quien debe hacer la síntesis entre tu ser íntimo y tu ser para los demás.
Todos los días tienes la experiencia del tiempo "desperdiciado" sin plan y sin libertad.
Tienes dificultad para encontrar tu propia identidad porque vives disperso en la superficie de tu ser. Experimentas el deseo de unificar tu vida en la presencia de ti mismo, en la acogida a los demás y a las cosas externas. En una palabra, deseas hacer la experiencia de Agustín en el momento de su conversión. El mismo dice que pasó entonces de la "distensión" a la "intención", de la dispersión a la unificación, del esfuerzo que dispersa al esfuerzo que concentra y unifica.
Este movimiento de pacificación no puede realizarse a nivel de las técnicas. Sólo, una existencia polarizada y unificada alrededor de una presencia es capaz de librarte del sentimiento de descuartizamiento y disgregación que te divide interiormente. Debes hacerte presente a ti mismo para que seas capaz de acoger en el centro de tu ser, para integrarlo, la aportación externa de las personas, de las cosas o de las ideas que recibas. Como dice Mounier: "Es preciso que tu diálogo interior sea tal que puedas proseguirlo con la primera persona con la que te encuentres".
Pero existe todavía una unificación superior, la que se opera alrededor de la presencia de Dios en Jesucristo. Entonces escapas de la dispersión y del descuartizamiento; san Agustín nos dice que después de su conversión, ha realizado la experiencia tonificante de un tiempo concentrado por Cristo, que pasó de la "distensión" a la "intención". Cristo recoge el polvo de tus instantes para unificarlos en una historia de salvación. La presencia de Jesucristo en la oración es una ventana abierta a Dios. Cuando abres una ventana, el polvo que flota al azar se orienta y unifica por el rayo de sol. Del mismo modo tu atención y tu intención puestas en Cristo unifican el polvo de los instantes y de los acontecimientos de tu vida.
He aquí que mi vida es una distensión. Y me recibió tu diestra en mi Señor, en el Hijo del Hombre, mediador entre ti -"uno"- y nosotros -muchos-, ...me agarro a tu unidad. Olvidado de las cosas pasadas y no distraído en las cosas futuras y transitorias sino extendido en las que están delante de nosotros... como yo camino hacia la palma de la vocación de lo alto... En tanto que me he disipado en los tiempos, cuyo orden ignoro, y mis pensamientos -las entrañas íntimas de mi alma- son despedazados por las tumultuosas variedades, hasta que purificado y derretido en el fuego de tu amor sea derretido en ti.
Encuentras tu unidad el día en que colocas tu centro de gravedad en Dios. Tu existencia logra entonces una estabilidad que echa raíces en la eternidad. Es también Agustín el que dice: "Entonces conseguiré consistencia y solidez en ti". No existe una receta práctica para unificar tu ser alrededor de la presencia de Dios. No se puede llegar a ella leyendo tres tratados como si se tratase de aprender el inglés en un par de meses.
No puedes pretender vivir en esta presencia de una manera habitual si no consagras largos ratos a estar en su presencia, esperando su visita y su voluntad. Es algo más allá de las ideas, de las palabras y de los sentimientos. Al mismo tiempo, sin que dependa de ti, te penetrará e invadirá esa experiencia del Dios sumamente cercano, y podrás decir con Mounier: "Mi única regla, es el tener continuamente, sin cesar, el sentimiento de la presencia de Dios". Cuanto más avances en esta noche oscura, más incapaz te sentirás de traducirla en palabras. Más aún, como santa Catalina de Siena, no podrás decir nada de Dios sin que lo niegues inmediatamente y tengas la impresión de haber blasfemado.
Transfiguración de Jesús
Fiesta, nuestro Señor mostró su gloria a tres de sus apóstoles en el monte Tabor, 6 de agosto
Narra el santo Evangelio (Lc. 9, Mc. 6, Mt. 10) que unas semanas antes de su Pasión y Muerte, subió Jesús a un monte a orar, llevando consigo a sus tres discípulos predilectos, Pedro, Santiago y Juan. Y mientras oraba, su cuerpo se transfiguró. Sus vestidos se volvieron más blancos que la nieve,y su rostro más resplandeciente que el sol. Y se aparecieron Moisés y Elías y hablaban con El acerca de lo que le iba a suceder próximamente en Jerusalén.
Pedro, muy emocionado exclamó: -Señor, si te parece, hacemos aquí tres campamentos, uno para Ti, otro para Moisés y otro para Elías.
Pero en seguida los envolvió una nube y se oyó una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo".
El Señor llevó consigo a los tres apóstoles que más le demostraban su amor y su fidelidad. Pedro que era el que más trabajaba por Jesús; Juan, el que tenía el alma más pura y más sin pecado; Santiago, el más atrevido y arriesgado en declararse amigo del Señor, y que sería el primer apóstol en derramar su sangre por nuestra religión. Jesús no invitó a todos los apóstoles, por no llevar a Judas, que no se merecía esta visión. Los que viven en pecado no reciben muchos favores que Dios concede a los que le permanecen fieles.
Se celebra un momento muy especial de la vida de Jesús: cuando mostró su gloria a tres de sus apóstoles. Nos dejó un ejemplo sensible de la gloria que nos espera en el cielo.
Un poco de historia
Jesús se transfiguró en el monte Tabor, que se se encuentra en la Baja Galilea, a 588 metros sobre el nivel del mar.
Este acontecimiento tuvo lugar, aproximadamente, un año antes de la Pasión de Cristo.
Jesús invitó a su Transfiguración a Pedro, Santiago y Juan. A ellos les dio este regalo, este don.
Ésta tuvo lugar mientras Jesús oraba, porque en la oración es cuando Dios se hace presente. Los apóstoles vieron a Jesús con un resplandor que casi no se puede describir con palabras: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos eran resplandecientes como la luz.
Pedro quería hacer tres tiendas para quedarse ahí. No le hacía falta nada, pues estaba plenamente feliz, gozando un anticipo del cielo. Estaba en presencia de Dios, viéndolo como era y él hubiera querido quedarse ahí para siempre.
Los personajes que hablaban con Jesús eran Moisés y Elías. Moisés fue el que recibió la Ley de Dios en el Sinaí para el pueblo de Israel. Representa a la Ley. Elías, por su parte, es el padre de los profetas. Moisés y Elías son, por tanto, los representantes de la ley y de los profetas, respectivamente, que vienen a dar testimonio de Jesús, quien es el cumplimiento de todo lo que dicen la ley y los profetas.
Ellos hablaban de la muerte de Jesús, porque hablar de la muerte de Jesús es hablar de su amor, es hablar de la salvación de todos los hombres. Precisamente, Jesús transfigurado significa amor y salvación.
Seis días antes del día de la Transfiguración, Jesús les había hablado acerca de su Pasión, Muerte y Resurrección, pero ellos no habían entendido a qué se refería. Les había dicho, también, que algunos de los apóstoles verían la gloria de Dios antes de morir.
Pedro, Santiago y Juan experimentaron lo que es el Cielo. Después de ellos, Dios ha escogido a otros santos para que compartieran esta experiencia antes de morir: Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Santa Teresita del Niño Jesús y San Pablo, entre otros. Todos ellos gozaron de gracias especiales que Dios quiso darles y su testimonio nos sirve para proporcionarnos una pequeña idea de lo maravilloso que es el Cielo.
Santa Teresita explicaba que es sentirse “como un pajarillo que contempla la luz del Sol, sin que su luz lo lastime.”
¿Qué nos enseña este acontecimiento?
• Nos enseña a seguir adelante aquí en la tierra aunque tengamos que sufrir, con la esperanza de que Él nos espera con su gloria en el Cielo y que vale la pena cualquier sufrimiento por alcanzarlo.
• A entender que el sufrimiento, cuando se ofrece a Dios, se convierte en sacrificio y así, éste tiene el poder de salvar a las almas. Jesús sufrió y así se desprendió de su vida para salvarnos a todos los hombres.
• A valorar la oración, ya que Jesús constantemente oraba con el Padre.
• A entender que el Cielo es algo que hay que ganar con los detalles de la vida de todos los días.
• A vivir el mandamiento que Él nos dejó: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
• Habrá un juicio final que se basará en el amor, es decir, en cuánto hayamos amado o dejado de amar a los demás.
• Dios da su gracia a través de la oración y los sacramentos. Su gracia puede suplir todas nuestras debilidades.