Espíritu Santo les enseñará lo que convenga decir

Ignacio de Antioquía, Santo

Obispo y Mártir, 17 de octubre

Martirologio Romano: Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo del apóstol san Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, que en tiempo del emperador Trajano fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo. († c.107)

Breve Biografía

Las puertas se abren lentamente. Cuerpos como fantasmas caminan en la arena. Entornan los ojos que acostumbrados a vivir en las sombras de las mazmorras, reciben de golpe la luz del sol. El clamor de la multitud termina por despertarlos. Avanzan sin rumbo fijo, algunos cogidos de las manos, otros solos y tristes con los ojos reflejando pavor y desconcierto. Suenan las trompetas. Ruidos de cadenas se oyen por todas partes y del centro de la tierra emergen fieras sedientas de sangre: panteras, leones africanos, hienas. ¡La fiesta ha comenzado! Es el Circo Máximo que ofrece a los romanos el espectáculo de ver morir a cientos, quizás miles de cristianos, testigos de su fe en Cristo. Son los tiempos del emperador Trajano, allá por los años 98 a 117 de nuestra era en donde ser cristiano implicaba dar la propia vida.

Charcos de sangre inundan el lugar, miembros despedazados y descuartizados por todas partes, algún quejido lastimero y doliente de alguno que ha sobrevivido. La noche ha llegado y cobija los pinos y cipreses de las colinas romanas. Y entre los lamentos y quejidos se oyen vibrar las palabras de un anciano, muerto y despedazado por un león. Son palabras que han quedado grabadas en los corazones de sus fieles, allá en la lejana Antioquia. Es Ignacio, el segundo sucesor de Pedro como obispo de Antioquia. "Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios."

"Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie […]. Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo […]. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aún cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir". Son palabras de la epístola que este apasionado y valeroso atleta de Cristo, Padre Apostólico, discípulo de los apóstoles san Juan y san Pablo, sospechando el glorioso fin que le aguardaba, dirigió a los cristianos de Roma. Y ciertamente fue condenado por el emperador Trajano a morir en el circo bajo las fauces de las fieras.

Ignacio de Antioquia sabía que la verdadera vida, era aquella que le esperaba después de la muerte, en donde podría contemplar cara a cara el rostro de Cristo, "dejad que pueda contemplar la luz". Él sabía que para llegar a contemplar esa luz era necesario ser testigo de la luz en este mundo sin importar las pruebas y los sufrimientos que fueran necesarios. Pruebas y sufrimientos que llevó dignamente pues los soldados no tuvieron piedad de él durante su largo y penoso viaje de Antioquia a Roma. Pruebas y sufrimiento que cristalizaron con el derramamiento de su sangre y al que él veía como algo necesario: "soy trigo de Cristo, deberé ser triturado por los dientes de las bestias para convertirme en pan puro y santo".

Su vida

Los datos conocidos de su vida arrancan del momento en que los apóstoles Pedro y Pablo lo designaron sucesor de Evodio (que dejó este mundo hacia el año 69 d.C.) para ocupar como obispo la sede de Antioquia. Ésta era entonces una ciudad populosa, de gran importancia dentro del Imperio Romano, mosaico de creencias y vía de paso de gran atractivo para muchas personas. Los que se fueron afincando, en su mayoría procedentes de diversos puntos, habían dejado allí su impronta. Greco-paganos, judeocristianos helenistas, judíos ortodoxos, entre otros, junto a la nutrida comunidad cristiana conformaban el paisaje social de este núcleo gordiano "de las Iglesias de la gentilidad", con el que tuvo que lidiar san Ignacio. Y no le resultó fácil, como se percibe en sus ímprobos esfuerzos y llamamientos a la unidad.

Fue un pastor excepcional. Transmitió con fidelidad la doctrina heredada de los primeros apóstoles y defendió bravamente la fe contra herejías como el docetismo. En las siete epístolas que dirigió a las distintas Iglesias (algunas redactadas mientras viajaba para ser martirizado), no dejó de exhortar a los cristianos a dar la vida por Cristo, a ser fieles a las enseñanzas recibidas, a mantenerse firmes frente a los que pretendían socavarlas, así como a vivir la caridad y unidad entre todos. Cuando supieron que había sido hecho prisionero y viajaba para ser ajusticiado, como tantos mártires, iban saliéndole al encuentro (entre otros, san Policarpo); él los bendecía con paternal ternura, orando por ellos y por la Iglesia. Eusebio de Cesarea, al historiar ese momento, haciéndose eco del discurrir de Ignacio, puso de manifiesto el ardor apostólico del santo que no perdía ocasión para dar a conocer a Cristo. En las ciudades que atravesó se ocupó de fortalecer a los fieles recordándoles el mensaje evangélico, animándoles a vivir la santidad. Tras de sí dejaba la huella de la unidad entre las Iglesias, después de haber alertado contra las herejías que irrumpían con fuerza buscando la confusión y la ruptura con el magisterio eclesial que de ellas se deriva.

Particularmente relevante fue su paso por Esmirna, sede de san Policarpo, que había bebido las fuentes primigenias del cristianismo de manos de san Juan. El edificante y rico legado de san Ignacio que amasó en ese lugar, además de las bendiciones que su presencia proporcionó a los cristianos de la ciudad, ha llegado a nuestros días. Se compone de una serie de cartas dirigidas a sus hermanos de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma, a través de las cuales dejaba oír la poderosa voz de la fe que inundaba sus entrañas. A la comunidad romana le había dicho: "Trigo soy de Dios, molido por los dientes de las fieras, y convertido en pan puro de Cristo". No finalizó con estas misivas su encendida catequesis. En Tróada, su siguiente escala, escribió a la comunidad de Filadelfia, a la de Esmirna, y a Policarpo. En estos textos vivos, pujantes de gozo –porque sabía que iba camino de su martirio y ansiaba derramar su sangre por Cristo, ya que de este modo se abrazaría a Él por toda la eternidad–, se percibe cuánto le urgía dejar bien sentadas las bases de la comunión apostólica, recordando las claves del seguimiento, coronadas siempre por la caridad.

La lucha, el esfuerzo, la entrega incesante, la fraternidad, el espíritu de familia, el ir todos a una, y ponerse a merced unos de otros, siempre mirando a quien presidía la comunidad, sin celos, rivalidades y envidias, alumbraron a los fieles a quienes las dirigió y a las sucesivas generaciones. El potente eco de su voz se abre paso en nuestras vidas y nos insta a seguir el camino hasta el fin, recordándonos el valor de la gracia que recibimos cuando nos afiliamos a la Iglesia: "¡Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas!".

El 20 de diciembre del año 107, aunque este extremo no está confirmado, compareció ante el prefecto. Fue un trámite fugaz, inútil, ya que todo estaba decidido de antemano, y sin dilación fue conducido al anfiteatro Flavio. Allí unos leones dieron fin a su vida. Las Actas de los mártires reflejan este cruento sacrificio del gran prelado de Antioquia, cuyo sobrenombre de "Theophoros" (portador de Dios) sintetiza el acontecer de ese testigo de Cristo que derramó su sangre por Él. Había sido el primero en denominar "católica" a la Iglesia, en utilizar la palabra "Eucaristía" refiriéndose al Santísimo Sacramento, y en escribir sobre el parto virginal de María. Ha dejado obras excepcionales mostrando que la doctrina eclesial procede de Cristo por medio de los apóstoles. Sus restos fueron llevados a Antioquia.

El martirio de hoy

Un martirio nada lejano a nosotros en los que hoy en día se nos pide a los católicos ser mártires incruentos, es decir mártires que no derraman su sangre física, sino la sangre de la fidelidad a los mandamientos de la Iglesia. Es el martirio de la vida diaria, de los que como Ignacio proclaman con su ejemplo cotidiano que "no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien". De aquellos que aman tanto a Cristo y a la Iglesia "que respetan sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves y prefieren la propia muerte antes de traicionar esos mandamientos". (Cfr. Veritatis Splendor n. 90-91)

Son los mártires que en silencio saben ser católicos hasta las últimas consecuencias: la esposa que ante el "horror" de comunicar al marido que ha quedado embarazada nuevamente en circunstancias económicas desfavorables, saber ser valiente y consecuente con su realidad de católica y nunca piensa en el aborto como la medida "más fácil y segura" para no tener problemas con el marido. Jóvenes que llevan una vida impecable de castidad y pureza, guardando sus cuerpos limpios hasta el matrimonio, "sufriendo" el martirio de la presión avasallante de los medios de comunicación y los amigos que invitan al sexo como a una diversión y pasatiempo "seguros, sin consecuencias graves". Hombres de empresa y obreros que ante la posibilidad de hacer un negocio "no tan limpio" o "hacerle una pequeña trampa al patrón" prefieren seguir con orgullo y con la frente en alto aquel mandamiento que para muchos es viejo y anticuado: "no matarás". Y así tenemos un ejemplo, una fila interminable de mártires del siglo XXI que se presentan todos los días como san Ignacio de Antioquía, ante las nuevas fieras del Circo Máximo y que escuchan también todos los días, las palabras que escuchó san Ignacio con el último rugido del león: "Venid a mí, bendito de mi Padre... hoy estarás conmigo en el Paraíso".
 
Reconocer a Cristo

Santo Evangelio según san Lucas 12, 8-12. Sábado XXVIII del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Hola, Jesús. Me olvido de todo, de todo lo que me preocupa. Quiero estar contigo, pero antes eres Tú quien quiere venir a mi vida porque sabes que esa es mi felicidad. Tú, Padre, que me conoces como hijo en Jesús, ves que me dispongo a contemplar las verdades que mi corazón busca y las cuales sólo tienen respuesta en tu Hijo. Espíritu Santo, guía mi mente y corazón para encontrar tu amor y tus fuerzas consoladoras.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 12, 8-12

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Yo les aseguro que a todo aquel que me reconozca abiertamente ante los hombres, lo reconocerá abiertamente el Hijo del hombre ante los ángeles de Dios; pero a aquel que me niegue ante los hombres, yo lo negaré ante los ángeles de Dios.

A todo aquel que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero a aquel que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.

Cuando los lleven a las sinagogas y ante los jueces y autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en aquel momento lo que convenga decir”.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Como primer punto, la idea sobre reconocer a Cristo. Si ya lo reconozco, puedo comunicarlo a los demás. ¿Lo reconoces? Dime cómo es. Dar una respuesta de esta altura sobre la persona de Jesucristo no viene tanto de la fuerza del hombre, sino del poder de la gracia de un Dios amoroso y misericordioso que quiere desvelar su rostro a la humanidad sufriente. Para los que nos creemos fuertes, nos pide reconocerle en la debilidad de la carne, y a los que se sienten débiles, reconocerle en la fuerza de su palabra. No se trata de hacernos menos y pequeños, sí humildes porque sabemos vivir en la verdad ante la persona de Jesucristo. Y vivir en la verdad, también consiste en reconocer a Cristo en lo bueno que tenemos, como un don para dar libremente. Por eso, Cristo no es un Dios de los débiles y olvidados. Dios es el Dios de los pecadores y aquí entramos los débiles y abandonados, los poderosos y los fuertes. Cristo quiere que reconozcamos que Él vino a salvar a todos, Él vino a cada uno.

Como segunda idea y más corta. En el segundo párrafo del Evangelio, Cristo habla del perdón; Él nos perdona si le ofendemos, pero no hay perdón si blasfemamos contra el Espíritu. Puede ayudarnos a profundizar en la importancia del Espíritu Santo, el mismo Consolador enviado por Cristo, después de haber muerto. Nos ayuda a creer en que Cristo nos restaura como verdaderos hijos de Dios a través de la gracia que viene del Espíritu Santo y creer en la conversión de los pecadores.

Pidamos a Dios el don de la fe para verlo y reconocerlo en mí y en mis hermanos. Y para creer que Dios nos da la gracia para convertirnos en verdaderos hijos de Dios por medio del Espíritu Santo.

«A veces sentimos esta aridez espiritual; no tenemos que tenerle miedo. El Padre nos cuida porque nuestro valor es grande a sus ojos. Lo importante es la franqueza, es la valentía del testimonio de fe: “reconocer a Jesús ante los hombres” y seguir adelante obrando el bien. Que María Santísima, modelo de confianza y abandono en Dios en momentos de adversidad y peligro, nos ayude a no ceder nunca al desánimo, sino a encomendarnos siempre a Él y a su gracia, porque la gracia de Dios es siempre más poderosa que el mal». (Ángelus de S.S. Francisco, 21 de junio de 2020).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Venceré mi respeto humano y reconoceré abiertamente que soy cristiano.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

El Espíritu llama al testimonio

El sacramento de la Confirmación es el momento que expresa del modo más evidente y consciente el don y el encuentro con el Espíritu

Todo creyente, iluminado por el conocimiento de la fe, está llamado a conocer y a reconocer a Jesús como el Señor; y en El, a reconocerse a sí mismo. Pero esto no es fruto sólo de un deseo humano o de la buena voluntad del hombre. Aún después de haber vivido la larga experiencia con el Señor, los discípulos tienen siempre necesidad de Dios. Incluso, la víspera de la pasión, ellos sienten una cierta turbación (Jn 14,1), temen la soledad; y Jesús los anima con una promesa inaudita: « No os dejaré huérfanos » (Jn 14,1). Los primeros llamados del Evangelio no quedarán solos: Jesús les asegura la solícita compañía del Espíritu.

a) Consolador y amigo, guía y memoria

«El es el ´Consolador´, el Espíritu de bondad, que el Padre enviará en el nombre del Hijo, don del Señor resucitado»,(35) «para que permanezca siempre con vosotros» (Jn 14,16).

El Espíritu llega a ser el amigo de todo discípulo, el guía de mirada solícita sobre Jesús y sobre los llamados, para hacer de éstos testigos contracorriente del acontecimiento más desconcertante del mundo: Cristo muerto y resucitado. El, en efecto, es «memoria» de Jesús y de su Palabra: « Os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho » (Jn 14,26); más todavía, «os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,13).

La permanente novedad del Espíritu está en guiar hacia un conocimiento gradual y profundo de la verdad, verdad que no es concepto abstracto, sino el designio de Dios en la vida de cada discípulo. Es la transformación de la Palabra en vida y de la vida según la Palabra.

b) Animador y acompañante vocacional

De este modo, el Espíritu llega a ser el animador de toda vocación, El que acompaña en el camino para que llegue a la meta, el artista interior que modela con creatividad infinita el rostro de cada uno según Jesús.

Su presencia está siempre junto a cada hombre y a cada mujer, para guiar a todos en el discernimiento de la propia identidad de creyentes y de llamados, para forjar y modelar tal identidad exactamente según el modelo del amor divino. Este «molde divino», el Espíritu santificador trata de reproducirlo en cada uno, como paciente artífice de nuestras almas y «óptimo consolador».

Pero sobre todo el Espíritu prepara a los llamados, al «testimonio»: «El dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio» (Jn 15,26-27). Este modo de ser de cada llamado constituye la palabra convincente, el contenido mismo de la misión. El testimonio no consiste sólo en inspirar las palabras del anuncio como en el Evangelio de Mateo (Mt 10,20); sino en guardar a Jesús en el corazón y en anunciarle a El como vida del mundo.

c) La santidad, vocación de todos

Y, así, la cuestión acerca del salto de calidad que imprimir a la pastoral vocacional hoy, llega a ser interrogante que sin duda empeña a la escucha del Espíritu: porque es El quien anuncia las «cosas futuras» (Jn 16,13), es El quien da una inteligencia espiritual nueva para comprender la historia y la vida, a partir de la Pascua del Señor, en cuya victoria está el futuro de cada hombre.

Por consiguiente, resulta legítimo preguntarse: ¿dónde está la llamada del Espíritu Santo para estos tiempos nuestros? ¿Qué debemos rectificar en los caminos de la pastoral vocacional?

Pero la respuesta vendrá sólo si acogemos la gran llamada a la conversión, dirigida a la comunidad eclesial y, en ella, a cada uno, como un verdadero itinerario de ascética y renovación interior, para recuperar cada uno la fidelidad a la propia vocación.

Hay una «primacía de la vida en el Espíritu», que está en la base de toda pastoral vocacional. Esto exige la superación de un difundido pragmatismo y de aquella superficialidad estéril que conduce a olvidar la vida teologal de la fe, de la esperanza y de la caridad. La escucha profunda del Espíritu es el nuevo hálito de toda acción pastoral de la comunidad eclesial.

La primacía de la vida espiritual es la premisa para responder a la nostalgia de santidad que, como ya hemos dicho, atraviesa también esta época de la Iglesia de Europa. La santidad es la vocación universal de cada hombre,(36) es la vía maestra donde convergen los diferentes senderos de las vocaciones particulares. Por tanto, la gran cita del Espíritu para estos tiempos de la historia postconciliar es la santidad de los llamados.

d) Las vocaciones al servicio de la vocación de la Iglesia

Pero tender eficazmente hacia esta meta significa adherirse a la acción misteriosa del Espíritu en algunas concretas direcciones, que preparan y constituyen el secreto de una verdadera vitalidad de la Iglesia del 2000.

Al Espíritu Santo se atribuye el eterno protagonismo de la comunión que se refleja en la imagen de la comunidad eclesial, visible a través de la pluralidad de los dones y de los ministerios.(37) Es, precisamente, en el Espíritu, en efecto, donde todo cristiano descubre su completa originalidad, la singularidad de su llamada, y, al mismo tiempo, su natural e imborrable tendencia a la unidad. Es en el Espíritu donde las vocaciones en la Iglesia son tantas, siendo todas ellas una misma única vocación a la unidad del amor y del testimonio. Es también la acción del Espíritu la que hace posible la pluralidad de las vocaciones en la unidad de la estructura eclesial: las vocaciones en la Iglesia son necesarias en su variedad para realizar la vocación de la Iglesia, y la vocación de la Iglesia -a su vez- es la de hacer posibles y factibles las vocaciones de y en la Iglesia. Todas las diversas vocaciones, pues, tienden hacia el testimonio del ágape, hacia el anuncio de Cristo único salvador del mundo. Precisamente ésta es la originalidad de la vocación cristiana: hacer coincidir la realización de la persona con la de la comunidad; esto quiere decir, todavía una vez más, hacer prevalecer la lógica del amor sobre la de los intereses privados, la lógica de la copartición sobre la de la apropiación narcisista de los talentos (cfr. 1 Cor 12-14).

La santidad llega a ser, por tanto, la verdadera epifanía del Espíritu Santo en la historia. Si cada Persona de la Comunión Trinitaria tiene su rostro, y si es verdad que los rostros del Padre y del Hijo son bastante familiares porque Jesús, haciéndose hombre como nosotros ha revelado el rostro del Padre, los santos llegan a ser el icono que mejor habla del misterio del Espíritu. Así, también, todo creyente fiel al Evangelio, en la propia vocación personal y en la llamada universal a la santidad, esconde y revela el rostro del Espíritu Santo.

e) El « sí » al Espíritu Santo en la Confirmación

El sacramento de la Confirmación es el momento que expresa del modo más evidente y consciente el don y el encuentro con el Espíritu.

El confirmando ante Dios y su gesto de amor («Recibe el sello del Espíritu Santo que te he dado en don»),(38) pero también ante la propia conciencia y la comunidad cristiana, responde «amén». Es importante recuperar a nivel formativo y catequético el denso significado de este «amén».(39)

Este «amén» quiere significar, ante todo, el «sí» al Espíritu Santo, y con El a Jesús. He aquí porqué la celebración del sacramento de la Confirmación prevé la renovación de las promesas bautismales y pide al confirmando el compromiso de renunciar al pecado y a las obras del maligno, siempre al quite para desfigurar la imagen cristiana; y pide, sobre todo, el compromiso de vivir el Evangelio de Jesús y en particular el gran mandamiento del amor. Se trata de confirmar y renovar la fidelidad vocacional a la propia identidad de hijos de Dios.

Este «amén» es un «sí» también a la Iglesia. En la Confirmación el joven declara que se hace cargo de la misión de Jesús continuada por la comunidad. Comprometiéndose en dos direcciones, para dar realidad a su «amén»: el testimonio y la misión. El confirmando sabe que la fe es un talento que hay que negociar; es un mensaje que transmitir a los otros con la vida, con el testimonio coherente de todo su ser; y con la palabra, con el valor misionero de difundir la buena nueva.

Y finalmente, este «amén» manifiesta la docilidad al Espíritu Santo en pensar y decidir el futuro según el designio de Dios. No sólo según las propias aspiraciones y aptitudes; no sólo en los tiempos puestos a disposición por el mundo; sino, sobre todo, en sintonía con el designio, siempre inédito e imprevisible, que Dios tiene sobre cada uno.

Obra Pontificia para las Vocaciones Eclesiásticas

Notas:

(35) Cfr. Veritatis splendor, 23-24.
(36) Cfr. Lumen gentium, cap. V.
(37) Cfr. Proposiciones, 16.
(38) Rito de la Confirmación.
(39) Cfr. Proposiciones, 35.

¿Qué es la pobreza Cristiana?

¿Virtud o condición de vida?

El Papa Francisco tiene muy presente el tema de la pobreza y constantemente nos está recordando que quiere que seamos una Iglesia pobre. Comprender la pobreza como la vivió y la quiere nuestro Señor Jesucristo es el primer paso para poder ser esta Iglesia que el Papa desea. Aunque podría parecer muy simple, la verdad es que existe mucha confusión sobre lo que la pobreza Cristiana es en verdad.
 
Virtud o Condición de Vida

Es muy importante comprender que en la Iglesia hablamos de dos tipos distintos de pobreza. Existe la pobreza como condición que consiste en la carencia de bienes materiales, sabemos que muchas personas lo padecen y es un problema que debemos trabajar para solucionar. Esta pobreza es un mal. No hay nada positivo sobre la pobreza material, en el mejor de los casos, algo positivo se puede sacar de ello pero jamás se puede considerar un bien.

La virtud de la pobreza es la que valoramos. Cristo habla sobre la pobreza espiritual como aquella que merece ser premiada, aquella que es digna  del Reino de los Cielos (Mt 5-3). Esta consiste en una decisión de vida, una actitud con la que Cristo nos pide vivir para poder llegar al cielo, no depende de la condición económica de la familia o del país del cual provenimos, no depende que hayamos perdido todo en un incendio o hayamos ganado la lotería y no depende de las capacidades que tengamos de hacer más o menos dinero. La virtud de la pobreza, como todas las virtudes, depende de la voluntad humana.
 
El don de los bienes materiales

¿Quiere decir esto que la pobreza espiritual nos exige hacernos pobres materialmente de forma voluntaria? Al parecer muchas personas creen esto, quizás no conozcamos a ninguna persona que viva con carencias materiales por decisión personal pero constantemente escuchamos cómo se habla en la Iglesia sobre vivir la pobreza y esto nos hace pensar en la pobreza material. Entonces, ¿somos los católicos personas incoherentes?

¿Está mal tener cosas materiales?

Si Dios creó el mundo sensible, este no puede ser un mal, Él nos puso en ese mundo para que disfrutaramos de su creación. El mundo material es un don de Dios, un medio para que podamos ser felices y podamos amarlo a Él. Lo único que le ofende es cuando ponemos estas cosas antes que a Él y antes que a nuestros hermanos. Dios nos da por amor, como una madre da a sus hijos por amor, pero cuando un hijo ama más los regalos que a su madre es cuando el niño está rechazando el don más grande que puede recibir, está rechazando el mismo amor de su madre.

La pobreza voluntaria no es una exigencia de Cristo y tampoco de la Iglesia. Cuando Cristo habla de la pobreza que debemos vivir, Él quiere decir que debemos vivir desprendidos de lo material, que le demos poca importancia a estas cosas. Este desinterés por lo material debe brotar de un auténtico interés por lo espiritual y por la vida futura en el cielo. Quien tiene los ojos en el cielo no se preocupa por las cosas que este mundo nos puede ofrecer sino que se vale de ellos para lo que necesita, en esto consiste esta virtud.

El verdadero pobre de espíritu no permite que el dinero ni ninguna otra posesión se interponga entre él y el cielo y no piensa dos veces antes de decidir deshacerse de algo material si esto le causa problemas en su relación con Cristo.

La Pobreza de Cristo

Es cierto que Cristo vivió con mucha austeridad y esto lo debemos tomar en cuenta, pero también es cierto que Cristo, no se limitó a cubrir sus necesidades básicas, sino que dió de comer a más de cinco mil personas y “Comieron todos y se saciaron”(Mt 14 -20), participaba en banquetes por lo que los fariseos lo criticaron (Mt 11, 19), no se quejó cuando María de Betania le untó los pies con nardo puro (Jn 12, 3) y su primer milagro fue el de convertir el agua en vino en las bodas de Caná (Jn 2, 1-12). De esto no podemos concluir que Cristo vivió sin disfrutar de las cosas materiales y mucho menos pensar que es así que debemos vivir nosotros.

Lo que vemos hacer a Cristo es poner todos los medios necesarios para poder realizar la misión que el Padre le encomienda y de deshacerse de todo aquello que pueda interferir en su misión. Por esto Cristo deja el hogar y no se establece en un solo lugar sino que se dedica a recorrer las ciudades y lo poblados para difundir la buena nueva. Nada se puede interponer entre Cristo y su misión, ni el cansancio, ni el temor, ni el dinero. Cristo ama al Padre y vive para el Padre, todo lo demás queda en un segundo plano.

Bienaventurados los pobre de espíritu…

“Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5-3).

Finalmente lo que esto significa es que para heredar el cielo simplemente hay que quererlo, porque quien de verdad quiere algo dedica su tiempo y energías para conseguirlo. Por esto pedimos a nuestro Señor Jesucristo que nos conceda la virtud de la pobreza, de modo que vivamos día a día con la ilusión de luchar por alcanzar el cielo y cuando este deseo esté profundamente en nuestros corazones, ya no seremos ciudadanos de la tierra sino del paraíso que el Padre nos tiene preparado.

El llamado de Cristo en el monte de las bienaventuranzas es a identificar cuales son esas cosas que nos atan a la tierra y no nos permiten ascender hacia Él y preguntarnos ¿Cómo quisiera Cristo que usara esto? ¿Lo puedo aprovechar para crecer en mi relación con Dios o debo desprenderme y alejarme de ello?

Jefe autoritario o líder inspirador

¿Qué diferencia existe entre un líder y un jefe?

Para un mejor desempeño de nuestros trabajos es importante adaptar la personalidad de un líder inspirador, antes que la de un jefe autoritario.

Me gustaría compartir con ustedes la diferencia que existe entre un líder que realmente inspira a sus trabajadores y un jefe autoritario.

Hoy en día, abundan los políticos, gobernantes, dirigentes, directores y ejecutivos centrados en sus propios intereses, y faltan verdaderos líderes al servicio del bien común y de la sociedad.

El escritor Borja Vilaseca define claramente los rasgos de ambas personalidades:

JEFE AUTORITARIO

* Creen en la jerarquía: siguen pensando en términos de superiores e inferiores. De aquí que traten a las personas en función de su cargo profesional. Tienden a mostrar su mejor cara a los de arriba y su peor versión a los que consideran de abajo.
* Están centrados en su carrera profesional: les importa poco el impacto que tiene su trabajo sobre la sociedad. De hecho, muchos cambian de compañía por motivos económicos. Su objetivo es subir en el escalafón empresarial, ostentando puestos de mayor reconocimiento, prestigio y remuneración.
* Dan órdenes: se creen que su principal función consiste en decirles a los miembros de su equipo lo que tienen que hacer, abusando de su poder. En general, no escuchan las ideas de su equipo ni tienen en cuenta otros puntos de vista que no sean los suyos.
* Penalizan los errores: debido a la presión a la que están sometidos para lograr unos resultados a corto plazo, no toleran los fallos de sus colaboradores. En ocasiones echan broncas cuando las cosas no salen como esperaban, creando un ambiente laboral basado en el miedo a ser castigado.
* Llevan máscara: basan su identidad en el puesto que ocupan. Están tan obsesionados con la productividad que no tienen en cuenta la dimensión humana de sus colaboradores. No suelen hablar de lo que sienten ni permiten a los demás hacerlo.
* Se atribuyen todo el mérito: compiten con los miembros de su equipo y no soportan que alguno destaque más que ellos. Culpan a los demás cuando los resultados son mediocres y se ponen todas las medallas cuando se cosecha algún éxito colectivo.
* Son desconfiados y controladores: dedican mucho tiempo a supervisar y corregir el trabajo realizado por sus trabajadores. No contemplan la opción de que las personas empleen las nuevas tecnologías para trabajar desde cualquier lugar, impidiéndoles gozar de autonomía y libertad. Son la principal causa de la desmotivación de sus equipos.
Probablemente esto funcionó durante muchos años, pero la realidad es otra: las empresas confían cada vez más en sus empleados, existe una mayor flexibilidad de tiempo y lugar de trabajo, lo que se valora son los resultados.
Es por esto, que los jefes autoritarios deben quedar atrás y ser substituidos por líderes conscientes, que saben quiénes son y cuál es el verdadero propósito de su vida, dirigido más hacia el bien común que hacia el propio. Sus rasgos:

LÍDER INSPIRADOR

* Cuestiona su sistema de creencias: están abiertos al cambio, atreviéndose a cuestionar las creencias de su entorno social y familiar.
* Conocen su sombra: están comprometidos con su propio autoconocimiento y auto liderazgo, y se convierten en personas inspiradoras.
* Hacen lo que aman: al conocerse a sí mismos, eligen un camino vocacional. Desprenden un entusiasmo, una pasión y un optimismo muy contagiosos porque disfrutan profundamente con lo que hacen.
* Poseen visión y determinación: tienen muy claro hacia donde van. Y este sentido de dirección les dota de una profunda convicción para superar cualquier obstáculo que surja por el camino.
* Cultivan su inteligencia emocional: saben relacionarse con empatía, respeto y asertividad. Tratan a sus colaboradores como ellos necesitan ser tratados para que voluntariamente se comprometan y den lo mejor de sí mismos. De este modo crean un agradable clima laboral marcado por la confianza.
* Inspiran a través de su ejemplo: no esperan a que las cosas cambien, ellos mismos son el cambio que quieren ver en sus empresas. Se ganan su autoridad como consecuencia del servicio que prestan a la sociedad.
* Desarrollan el potencial de sus colaboradores: invierten lo necesario para que sus equipos desplieguen todo el talento, la inteligencia y la creatividad que llevan dentro.

Si tienes a uno, dos o muchos colaboradores o empleados, pregúntate: ¿Qué tipo de jefe eres: autoritario o inspirador? En palabras de Martin Luther King: “La grandeza de un líder no se mide por el tamaño de su ego, sino por la altura del propósito al que sirve”.

PRECES

Fortalecidos por el testimonio de san Ignacio de Antioquía, que ofreció su vida en el martirio, te pedimos:
R/MHaznos fuertes en el amor.
Protege a la Iglesia de todo peligro,
– y da a sus pastores la sabiduría necesaria para guiar a tu pueblo en este momento de la historia.MR/
Ayúdanos a permanecer firmes en la verdad,
– y a no caer en la tentación de la falsedad bajo la excusa de alcanzar algún bien.MR/
Te pedimos por los ancianos que están solos y por los niños huérfanos,
– para que no les falte la cercanía de alguien que les muestre tu misericordia.MR/
Ilumina a nuestros gobernantes para que antepongan el bien común a toda ambición personal,
– y dales un corazón firme y recto para que no caigan en la corrupción.MR/
Intenciones libres
Padre nuestro…

ORACIÓN

Dios todopoderoso y eterno, que embelleces el cuerpo místico de tu Iglesia con el testimonio de los santos mártires, haz que el glorioso martirio que hoy celebramos nos alcance protección constante, como fue causa de gloria eterna para san Ignacio de Antioquía. Por nuestro Señor Jesucristo.

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