Hoy hemos visto cosas maravillosas

Ambrosio, Santo

Memoria Litúrgica, 7 de diciembre

Obispo y Doctor de la Iglesia

Martirologio Romano: Memoria de san Ambrosio, obispo de Milán, y doctor de la Iglesia, que descansó en el Señor el día cuatro de abril, fecha que en aquel año coincidía con la vigilia pascual, pero que se le venera en el día de hoy, en el cual, siendo aún catecúmeno, fue escogido para gobernar aquella célebre sede, mientras desempeñaba el oficio de Prefecto de la ciudad. Verdadero pastor y doctor de los fieles, ejerció preferentemente la caridad para con todos, defendió valerosamente la libertad de la Iglesia y la recta doctrina de la fe en contra de los arrianos, y catequizó el pueblo con los comentarios y la composición de himnos. († 397).

Breve Biografía

El joven prefecto de Liguria y de Emilia, Ambrosio, nació en Tréveris hacia el año 340 de una familia romana. Todavía era catecúmeno, cuando por aclamación del pueblo fue elegido a la sede episcopal de Milán, el 7 de diciembre del 374. En cuestión de religión cristiana tenía que aprender casi todo, y se dedicó sobre todo al estudio de la Biblia con tanto empeño que pronto la aprendió a fondo. Pero Ambrosio no era un intelectual puro; era sobre todo un óptimo administrador de su comunidad cristiana. Fue un verdadero padre espiritual de los jovencitos emperadores Graciano y Valentiniano II y del temible Teodosio I, a quien no dudó en reprochar duramente, exigiéndole una penitencia pública como expiación por haber hecho asesinar al pueblo de Tesalónica para acabar con una revuelta. Ambrosio es el símbolo de la Iglesia que renace después de los duros años del ocultamiento y de las persecuciones. Por medio de él la Iglesia de Roma trató sin nada de servilismos con el poder político.

Sus cualidades personales fueron las que le atrajeron la devota atención de todos. La actividad cotidiana de Ambrosio estaba dedicada a la dirección de su propia comunidad, y cumplía sus compromisos pastorales predicando a su pueblo más de una homilía semanal. San Agustín, quien fue un asiduo oyente de los sermones de San Ambrosio, nos cuenta en sus Confesiones que el prestigio de la elocuencia del obispo de Milán era muy grande y muy eficaz el tono de este apóstol de la amistad.

Sus libros publicados que han llegado hasta nosotros son las rápidas transcripciones y reutilizaciones de sus discursos, poco o nada revisados. Sus famosos Comentarios exegéticos, antes de ser reunidos en volúmenes, habían sido predicados a la comunidad cristiana de Milán. En ellos se nota el tono familiar del pastor que se dirige con amable sencillez a sus fieles. En ellos se siente palpitar el corazón de un gran obispo, que logra suscitar conmovedora emoción en sus oyentes con argumentos llenos de emotividad y de interés. Como buen pastor le gusta enseñar cantos litúrgicos a su pueblo. Por eso compuso un buen número de himnos, algunos son todavía familiares en la liturgia ambrosiana. Fue él quien introdujo en occidente el canto alternado de los salmos.

Entre sus escritos que no tienen relación directa con su predicación, recordamos el De officiis ministrorum, porque, recalcando el conocido texto ciceroniano y acogiendo todos sus elementos, demuestra que el cristianismo puede asimilar sin peligro de alterar el significado de la buena noticia esos valores morales naturales que el mundo pagano y romano en particular supo expresar. Ambrosio murió en Milán el 4 de abril del 397.

A ti te digo: ¡Levántate y anda!

Santo Evangelio según san Lucas 5, 17-26. Lunes II de Adviento

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor, ayúdame a vivir el momento presente en plenitud; que las preocupaciones del futuro no perturben mi paz, y que sepa abandonar los errores del pasado en tu infinita misericordia, pues no puedo cambiarlos en nada. Quiero confiar más en ti, Señor.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 5, 17-26

Un día Jesús estaba enseñando y estaban también sentados ahí algunos fariseos y doctores de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, de Judea y de Jerusalén. El poder del Señor estaba con Él para que hiciera curaciones.

Llegaron unos hombres que traían en una camilla a un paralítico y trataban de entrar, para colocarlo delante de Él; pero como no encontraban por dónde meterlo a causa de la muchedumbre, subieron al techo y por entre las tejas lo descolgaron en la camilla y se lo pusieron delante a Jesús. Cuando Él vio la fe de aquellos hombres, dijo al paralítico: «Amigo mío, se te perdonan tus pecados».

Entonces los escribas y fariseos comenzaron a pensar: «¿Quién es este individuo que así blasfema? ¿Quién, sino sólo Dios, puede perdonar los pecados?» Jesús, conociendo sus pensamientos, les replicó: «¿Qué están pensando? ¿Qué es más fácil decir: “Se te perdonan tus pecados” o “Levántate y anda”? Pues para que vean que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados -dijo entonces al paralítico-: Yo te lo mando: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa».

El paralítico se levantó inmediatamente, en presencia de todos, tomó la camilla donde había estado tendido y se fue a su casa glorificando a Dios. Todos quedaron atónitos y daban gloria a Dios, y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto maravillas».

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Cuán grande era la fe de los que acompañaban al paralítico. Jesús, aquellos hombres en verdad estaban convencidos que Tú lo sanarías, pues no dudaron en acercarlo a ti, aun cuando eso implicara meterlo por el techo ¿No habrán sentido vergüenza, respeto humano o temor? ¿No se habrán preguntado qué dirían los demás?

Creo que amaban mucho al paralítico como para detenerse por vergüenza.

Maldito respeto humano que tantas veces me impide hacer el bien, que aunque veo la necesidad de los demás y les quiero ayudar, el miedo al qué dirán me lo impide. Veo, Señor, que no amo de verdad, pues cuando se ama en verdad no importan las fronteras de espacio ni tiempo.

Ayúdame, Señor, a amar de verdad. Cambia mi corazón de piedra en un corazón de carne.

Jesús, en algún momento en mi vida, yo fui ese paralítico, al cual le dijiste «Levántate y anda» y lo sacaste de sus miserias. Debo devolver el favor. Ahora veo con claridad que me pides ser el camillero que lleva a otros al encuentro contigo, para que se sanen, para que los levantes de sus miserias. Pero no me siento capaz, me da pena, temo al qué dirán….

Ayúdame, Jesús, a no pensar tanto en mí, a no hacer cálculos egoístas, incluso al momento de querer ayudar. Que mi entrega sea generosa y desinteresada, así como fue la de los que me llevaron a ti cuando yo era el paralítico.

«La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta. Y esto no se entiende si no es en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar».

(Homilía de S.S. Francisco, 2 de junio de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Trataré de pensar en una de esas personas que siempre he sentido el deseo de ayudar pero nunca lo he hecho. Por amor a ti, la ayudaré aunque eso implique invertir tiempo, dinero o esfuerzos.

Viviré la misericordia de obra y no sólo de palabra.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Confesarse con un hombre?

Jesús comunicó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles. Jesús confió el ejercicio del poder de absolución solamente a sus apóstoles. Jesús quería que la reconciliación con Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia

El otro día, hablando de la confesión alguien me dijo: «¿Cómo se le ocurre que yo me voy a confesar con un pecador como yo? Yo me confieso con Dios y punto. Entro en mi habitación, oro con fervor y Dios me perdona». Le contesté que el asunto no es tan simple. Muchas veces acomodamos la religión a nuestra manera, y así pasa también con la confesión. La confesión no es solamente «pecar, orar y listo». Hay que buscar a un sacerdote. Hacer un gran acto de humildad. Decirle sus pecados. Y luego recibir una corrección fraterna y la absolución del sacerdote de la Iglesia. Eso no lo han inventado los curas. Hay claras indicaciones en la Biblia acerca de la confesión delante de un ministro de la Iglesia.

Queridos hermanos católicos, en esta carta quiero explicarles primero lo que nos enseña la Biblia acerca del perdón de los pecados, y luego voy a contestar algunas dudas acerca de la confesión que algunos hermanos de otra religión nos plantean. Muchos católicos, sin mayor formación religiosa, fácilmente se dejan influenciar por estas inquietudes y sin darse cuenta se les van los grandes tesoros que Jesús confió a su Iglesia. Con esta carta no quiero ofender a nadie, pero lo que me mueve a escribir estas líneas es el amor por la verdad. Ya que solamente «la verdad nos hará libres» (Jn. 8, 32).

¿Qué nos enseña la Biblia acerca del perdón de los pecados?

1. Jesús perdona los pecados.


En el Antiguo Testamento el perdón de los pecados era un derecho solamente de Dios. Ningún profeta y ningún sacerdote del Antiguo Testamento pronunció absolución de pecados. Sólo Dios perdonaba el pecado.

En el Nuevo Testamento, por primera vez, aparece alguien, al lado de Dios Padre, que perdona los pecados: Jesús. El Hijo de Dios dijo de sí mismo: «El Hijo del Hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc. 2, 10).

Y en verdad Jesús ejerció su poder divino: «Cuando Jesús vio la fe de aquella gente, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc. 2, 5).

Frente a una mujer pecadora Jesús dijo: «Sus pecados, sus numerosos pecados le quedan perdonados, por el mucho amor que mostró» (Lc. 7, 47).

Y en la cruz Jesús se dirigió a un criminal arrepentido: «En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. 23, 43).

2. Jesús comunicó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles. Jesús quiso que todos sus discípulos, tanto en su oración como en su vida y en sus obras, fueran signo e instrumento de perdón. Y pidió a sus discípulos que siempre se perdonaran las ofensas unos a otros (Mt. 18, 15-17).

Sin embargo, Jesús confió el ejercicio del poder de absolución solamente a sus apóstoles. Jesús quería que la reconciliación con Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia. Lo expresó particularmente en las palabras solemnes a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mat. 16, 19). Esta misma autoridad de «atar» y «desatar» la recibieron después todos los apóstoles (Mt. 18, 18). Las palabras «atar» y «desatar» significan: Aquel a quien excluyen ustedes de su comunión, será excluido de la comunión con Dios. Aquel a quien ustedes reciben de nuevo en su comunión, será también acogido por Dios. Es decir, la reconciliación con Dios pasa inseparablemente por la reconciliación con la Iglesia.

El mismo día de la Resurrección, Jesucristo se apareció a los apóstoles, sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23).

Y en la Iglesia primitiva ya existía el ministerio de la reconciliación como dice el apóstol Pablo: «Todo eso es la obra de Dios, que nos reconcilió con El en Cristo, y que a mí me encargó la obra de la reconciliación» (2 Cor. 5, 18).

3. Los apóstoles comunicaron el poder divino de perdonar pecados a sus sucesores.

Las palabras de Jesucristo sobre el perdón de los pecados no fueron sólo para los Doce apóstoles, sino para pasarlas a todos sus sucesores. Los apóstoles las comunicaron con la imposición de manos. Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te recomiendo que avives el fuego de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim. 1, 6).

Los apóstoles estaban conscientes de que Jesucristo tenía una clara intención de proveer el futuro de la Iglesia; estaban convencidos de que Jesús quería una institución que no podía desaparecer con la muerte de los apóstoles. El Maestro les había dicho: «Sepan que Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20), y «las fuerzas del infierno no podrán vencer a la Iglesia» (Mt. 16, 18). Así las promesas de Jesús a Pedro y a los apóstoles, no sólo valen para sus personas, sino también para sus legítimos sucesores.

Como conclusión podemos decir: Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (Jn. 20, 23; 2 Cor. 5, 18). Los obispos, o sucesores de los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ahora ejerciendo este ministerio. Ellos tienen el poder de perdonar los pecados «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».

Dudas que plantean otras iglesias acerca de la confesión

1. ¿En qué se basan los católicos para decir que los sacerdotes pueden perdonar los pecados?


La Iglesia Católica lee con atención toda la Biblia y acepta la autoridad divina que Jesús dejó en manos de los Doce apóstoles y sus legítimos sucesores. Esto ya está explicado. El poder divino de perdonar pecados está claramente expresado en lo que hizo y dijo Jesús ante sus apóstoles: El Señor sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengan les quedan retenidos» (Jn. 20, 22-23).

Los apóstoles murieron y, como Cristo quería que ese don llegara a todas las personas de todos los tiempos, les dio ese poder de manera que fuera transmisible, es decir, que ellos pudieran transmitirlo a sus sucesores. Y así los sucesores de los apóstoles, los obispos, lo delegaron a «presbíteros», o sea, a los sacerdotes. Estos tienen hoy el poder que Jesús dio a sus apóstoles: «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» y nunca agradeceremos bastante este don de Dios que nos devuelve su gracia y su amistad

2. ¿Para qué decir los pecados a un sacerdote, si Jesús simplemente los perdonaba?
Es verdad que Jesús perdonaba los pecados sin escuchar una confesión. Pero el Maestro divino leía claramente en los corazones de la gente, y sabía perfectamente quiénes estaban dispuestos a recibir el perdón y quiénes no. Jesús no necesitaba esta confesión de los pecados. Ahora bien, como el pecado toca a Dios, a la comunidad y a toda la Iglesia de Cristo, por eso Jesús quería que el camino de la reconciliación pasara por la Iglesia que está representada por sus obispos y sacerdotes. Y como los obispos y sacerdotes no leen en los corazones de los pecadores, es lógico que el pecador tiene que manifestar los pecados. No basta una oración a Dios en el silencio de nuestra intimidad.

Además el hombre está hecho de tal manera que siente la necesidad de decir sus pecados, de confesar sus culpas, aunque llegado el momento le cuesta. El sacerdote debe tener suficiente conocimiento de la situación de culpabilidad y de arrepentimiento del pecador. Luego el sacerdote, guiado por el espíritu de Jesús que siempre perdona, juzgará y pronunciará la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». La absolución es realmente un juicio que se pronuncia sobre el pecador arrepentido. Es mucho más que un sentirse liberado de sus pecados. Es decir, a los ojos de Dios: no existen más esos pecados. Está realmente justificado. Y como consecuencia lógica, dada la delicadeza y la grandeza de este misterio del perdón, el sacerdote está obligado a guardar un secreto absoluto de los pecados de sus penitentes.

3. «Pero el sacerdote es pecador como nosotros», dirán algunos.

Y les respondo: También los Doce apóstoles eran pecadores y sin embargo Jesús les dio poder para perdonar pecados. El sacerdote es humano y dice todos los días: «Yo pecador» y la Escritura dice: «Si alguien dice que no ha pecado, es un mentiroso» (1Jn. 1, 8). Aquí la única razón que aclara todo es esta: Jesús lo quiso así y punto. Jesús fundamentó la Iglesia sobre Pedro sabiendo que Pedro era también pecador. Y Jesús dio el poder de perdonar, de consagrar su Cuerpo y de anunciar su Palabra a hombres pecadores, precisamente para que más aparecieran su bondad y su misericordia hacia todos los hombres. Con razón nosotros los sacerdotes reconocemos que llevamos este tesoro en vasos de barro y sentimos el deber de crecer día a día en santidad para ser menos indignos de este ministerio.

El sacerdote perdona los pecados por una sola razón: porque recibió de Jesucristo el poder de hacerlo. Además, durante la confesión aprovecha para hacer una corrección fraterna y para alentar al penitente. El confesor no es el dueño, sino el servidor del perdón de Dios.

Y otro punto importante es que el sacerdote concede el perdón «en la persona de Cristo»; y cuando dice «Yo te perdono...» no se refiere a la persona del sacerdote sino a la persona de Cristo que actúa en él. Los que se escandalizan y dicen ¿cómo un sacerdote que es un hombre puede perdonar a otro hombre? es que no entienden nada de esto.

¿Qué otras diferencias hay entre católicos y protestantes acerca de la confesión?

El protestante comete pecados, ora a Dios, pide perdón, y dice que Dios lo perdona. Pero ¿cómo sabe que, efectivamente, Dios le ha perdonado? Muy difícilmente queda seguro de haber sido perdonado.

En cambio el católico, después de una confesión bien hecha, cuando el sacerdote levanta su mano consagrada y le dice: «Yo te absuelvo en el nombre del Padre...», queda con una gran seguridad de haber sido perdonado y con una paz en el alma que no encuentra por ningún otro camino.

Por eso decía un no-católico: «Yo envidio a los católicos. Yo cuando peco, pido perdón a Dios, pero no estoy muy seguro de si he sido perdonado o no. En cambio el católico queda tan seguro del perdón que esa paz no la he visto en ninguna otra religión». En verdad,la confesión es el mejor remedio para obtener la paz del alma.

El católico sabe que no es simplemente: «Pecar y rezar, y listo». Pongamos un caso: Una mujer católica comete un aborto. No puede llegar a su pieza, rezar y decir que todo está arreglado. No. Ella tiene que ir a un sacerdote y confesarle su pecado. Y el sacerdote le hará ver lo grave de su pecado, un pecado que lleva a la excomunión de la Iglesia. El sacerdote le aconsejará una penitencia fuerte. Ella quizás hasta llorará en ese momento y antes del próximo aborto seguramente lo pensará tres veces... ¿Y ese señor que compra lo robado? ¿Y esa novia que no se hace respetar por el novio? ¿Y esa mujer que quita la fama con su lengua? ¿Y ese borracho?...

Confesando sus pecados, se encontrarán con alguien que les habla en nombre de Dios y les hace reflexionar y cambiar su vida.

Queridos hermanos, termino esta carta con una gran esperanza de que nosotros los católicos seamos capaces de descubrir de nuevo el gran tesoro de la confesión.

Cuántos miles de personas mejoraron su vida sólo con hacer una buena confesión. Un gran psicólogo decía: «Yo no conozco ningún método tan bueno para mejorar una vida como la confesión de los católicos». Espero que este «gran tesoro» que dejó Jesús en su Iglesia, sea también provechoso para el crecimiento de nuestra vida espiritual.

Décima a lo Divino por el Hijo Pródigo:

Padre de mi corazón
aquí estoy arrepentido,
a tus pies estoy rendido,
concédeme tu perdón.
Póngame la bendición
y olvide usted sus enojos
como pisando entre abrojos
hoy he llegado hasta aquí
a hacerle correr por mí
las lágrimas de sus ojos.


Cuestionario

¿Quién podía perdonar los pecados en el Antiguo Testamento? ¿Quién puede perdonarlos en el Nuevo Testamento? ¿A quiénes delegó Jesús este poder? ¿A quiénes lo delegaron los Apóstoles? ¿En nombre de quién perdonan los sacerdotes? ¿Qué significa que el sacerdote perdona en nombre de Cristo? ¿Puede un católico confesar sus pecados directamente a Dios? ¿Cuándo tiene seguridad el católico de que es perdonado por Dios? ¿La tiene igual el evangélico? ¿Cómo se confiesan ellos? ¿Por qué hay que decir los pecados al sacerdote?

Rechazar el pecado, pedir con fuerza la gracia de la conversión

Ángelus del Papa, 6 de diciembre de 2020

Como cada domingo el Papa Francisco se asomó a la ventana del Palacio Apostólico para rezar junto con los fieles presentes en la plaza de San Pedro la oración mariana del Ángelus dominical. En este segundo domingo de Adviento, reflexionó sobre la figura y la obra de Juan el Bautista quien “señaló a sus contemporáneos un itinerario de fe similar al que el Adviento nos propone a nosotros”: este itinerario de fe – afirmó el Pontífice – es un itinerario de conversión.

La conversión implica el desapego del pecado y de la mundanidad
Tal como enseñaba el Bautista, que en el desierto de Judea proclamaba “un bautismo de conversión para perdón de los pecados”, convertirse, explicó Francisco “significa pasar del mal al bien, del pecado al amor de Dios”, tanto en la vida moral como espiritual. En aquel entonces, “recibir el bautismo era un signo externo y visible de la conversión” de quienes escuchaban la predicación del Bautista y “decidían hacer penitencia”. Sin embargo, el bautismo “era inútil sin la voluntad de arrepentirse y cambiar de vida”.

“La conversión implica el dolor de los pecados cometidos, el deseo de liberarse de ellos, el propósito de excluirlos para siempre de la propia vida. Para excluir el pecado, hay que rechazar también todo lo que está relacionado con él: la mentalidad mundana, el apego excesivo a las comodidades, el apego excesivo al placer, al bienestar, a las riquezas”.

Juan el Bautista, un hombre austero, que renuncia a lo superfluo y busca lo esencial”, señaló Francisco, “es el ejemplo de este desapego del pecado y de la mundanidad”.

El objetivo de la comunión y amistad con Dios
Pero el Papa también habló del “otro aspecto” de la conversión, que es "el final del camino" constituido por “la búsqueda de Dios y de su reino”:

“El abandono de las comodidades y la mentalidad mundana no son un fin en sí mismo, no es ascetismo sólo para hacer penitencia: el cristiano no hace de faquir. Es otra cosa. El desapego no es un fin en sí mismo.sino que tienen como objetivo lograr algo más grande, es decir, el reino de Dios, la comunión con Dios, la amistad con Dios”.

Este objetivo “no es fácil”, añadió el Santo Padre, “porque son muchas las ataduras que nos mantienen cerca del pecado: inconstancia, desánimo, malicia, mal ambiente y malos ejemplos”. A veces – continuó - el impulso que sentimos hacia el Señor es demasiado débil y parece casi como si Dios callara; nos parecen lejanas e irreales sus promesas de consolación, como la imagen del pastor diligente y solícito, que resuena hoy en la lectura de Isaías. Es entonces cuando se siente la “tentación” de decir que es “imposible convertirse de verdad”: ese desánimo, dijo el Papa, "es arena movediza de una existencia mediocre".

Una “gracia” que hay que pedir con fuerza
“¿Qué podemos hacer en estos casos?”, preguntó el Papa Francisco. “En primer lugar, recordar que la conversión es una gracia", afirmó, y, como "nadie puede convertirse con sus propias fuerzas" "hay que pedirle a Dios con fuerza que nos convierta".

“Nos convertimos verdaderamente en la medida en que nos abrimos a la belleza, la bondad, la ternura de Dios”.

Al concluir su reflexión, el Sumo Pontífice oró para que María Santísima, a quien pasado mañana celebraremos como la Inmaculada Concepción, “nos ayude a desprendernos cada vez más del pecado y de la mundanidad, para abrirnos a Dios, a su palabra, a su amor que regenera y salva”.

Ninguna pandemia ni crisis puede apagar la luz de Dios
Tras el rezo mariano, el Pontífice pidió que, en estos días, en los que en tantos hogares se preparan el árbol de Navidad y el pesebre “para la alegría de chicos y grandes”, vayamos más allá de estos “signos de esperanza”, es decir, a su significado: a Jesús, el amor de Dios que Él nos reveló y a la bondad infinita que hizo resplandecer en el mundo.

“No hay ninguna pandemia, ninguna crisis que pueda apagar esta luz. Dejémosla entrar en nuestros corazones, y tendamos la mano a los más necesitados. Así Dios nacerá de nuevo en nosotros y entre nosotros”.

Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos?

Nuestra resurrección no será como la de Lázaro: un tiempo extra en la Tierra, sino como la de Jesús, a una nueva vida.

Si me incineran y la mitad de mis cenizas se quedan en el horno crematorio ¿cómo resucitaré?

Cuando pensamos en nuestra resurrección, puede ser que nos venga a la mente la imagen evangélica de los habitantes de Betania, junto con Marta y María que han ido a la tumba de Lázaro. El Maestro, Jesús, ha querido acompañarlas en su dolor y visitar el lugar donde pusieron a su amigo. De pronto y ante el estupor de Marta, pide que quiten la piedra que servía de entrada a la última morada de Lázaro y con voz potente le ordena: “¡Lázaro, sal fuera!” (Jn. 11, 43). Y así, “resucita” a Lázaro, ante los ojos estupefactos de la multitud.

Puede ser que nos hayamos quedado con esta idea de la resurrección: los muertos saldrán de sus tumbas y volverán a esta tierra, como lo hizo Lázaro.

Pero esta no es la clase de resurrección que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.

Mientras que la resurrección de Lázaro fue una extensión de su vida temporal, algo así como vivir un “tiempo extra” en esta vida, la resurrección al final de los tiempos será para otra vida distinta a ésta, para la vida eterna.

Cuando hablamos de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en Cristo después de su muerte que se aparece a sus amigos en forma de peregrino en el camino de Emaús (Lc. 24, 13-35), a María Magdalena (Mc. 16, 1-8), cuando come con ellos un pedazo de pez asado (Lc. 24, 41-42).

El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida terrenal como el de Lázaro, pues ya no está sujeto a las leyes de la naturaleza: puede presentarse en un lugar u otro sin necesidad de caminar, puede traspasar las paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus amigos. Hablamos entonces de un cuerpo glorioso, de un cuerpo resucitado a otra vida, a la vida eterna.

No es nada fácil pensar en la resurrección de nuestro cuerpo. Éste ha sido uno de los puntos más controvertidos del cristianismo. Desde tiempos de San Pablo era difícil creer en la resurrección. Incluso los griegos, uno de los pueblos más cultos de la historia, se reían ante la predicación de San Pablo: “Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: ´Sobre esto ya te oiremos otra vez´”. (Hch.17, 32-34). Para los sabios griegos la resurrección era inconcebible.

Los católicos creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo resucitó y Él mismo lo afirmó cuando dijo: “Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos”. (Mc.12, 26-27). Y por si esto fuera poco, Jesús nos dice que todos, buenos y malos, vamos a resucitar: “... y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio”. (Jn. 5,29)

La resurrección, según nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 997 sucede de la siguiente manera: “En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia, dará definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible, uniéndolo a nuestras alma, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.

Al final de los tiempos, es decir, el día del juicio universal, vendrá Cristo y unirá nuestra alma a un cuerpo glorioso.

¿Cómo será este cuerpo? No lo sabemos con certeza, sólo lo podemos imaginar contemplando el cuerpo de Cristo resucitado: un cuerpo con ciertas similitudes al cuerpo terrenal, pero no sujeto a sus leyes, un cuerpo perteneciente a otra dimensión, a la dimensión de la vida eterna.

Entonces, contestando a la pregunta inicial, si las cenizas de mi cuerpo se pierden en el horno crematorio, si mis huesos se pudren en mi tumba y se convierten en polvo, o si caigo al mar y mi cuerpo es devorado por los tiburones, no tengo de qué preocuparme.

En el momento de la muerte se me juzgará y si soy digno de la vida eterna mi alma irá a la gloria. Después, en el día del juicio universal cuando todos los muertos resuciten, el poder de Cristo unirá mi alma incorruptible, que ya ha estado gozando del Cielo, a un cuerpo transfigurado en cuerpo de gloria (Flp. 3, 21), un cuerpo espiritual (1Co. 15, 44).

Será, por el valor salvífico de la Resurrección de Cristo, que volverán a juntarse los restos de ese cuerpo destrozado por los tiburones, o dispersado por el polvo de los años o perdido en el horno crematorio. Será como una nueva creación. No en vano los primeros cristianos la llamaban “paleo génesis” que significa precisamente eso: nueva creación.

Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Esta afirmación de San Pablo nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida, en el tiempo y en la eternidad.

La guerra, ¿es el remedio?

La paz, don de Dios e imperativo moral. Hay que agotar todos los medios pacíficos para evitar la guerra

Por: Conferencia Episcopal Española | Fuente: coferenciaepiscopal.es

LA PAZ, DON DE DIOS E IMPERATIVO MORAL

1. La amenaza de guerra en Irak es causa de honda preocupación en todo el mundo y también en España. Muchos obispos se han pronunciado ya a este respecto en sus diócesis. Nosotros, en nombre de la Conferencia Episcopal Española, y en unión con el Santo Padre Juan Pablo II, deseamos decir también una palabra que ayude a iluminar la conciencia de los católicos españoles y que les sostenga en su oración ferviente y en su compromiso en favor de la paz.

2. Los peligros en que están hoy la paz y el bien común de la Humanidad son graves, como se pone de manifiesto en la dramática situación de Oriente Medio y de Tierra Santa, en los conflictos, entre otros, de África y de Hispanoamérica, y en el terrible azote del terrorismo. Estos grandes males deben ser evitados y combatidos por todos los medios lícitos, eliminando situaciones que los alimentan y les ofrecen cobertura.

3. «La cuestión de la paz no puede separarse de la cuestión de la dignidad y de los derechos humanos»[1]. No toda forma de paz es expresión de justicia y de orden. Siendo indiscutible la necesidad de mantener un orden internacional justo, que salvaguarde el «bien común universal»[2] y vele por el cumplimiento de los acuerdos firmados por los Estados, se ha de afirmar, como ha hecho el Papa Juan Pablo II, que “la guerra nunca es un medio como cualquier otro, al que se puede recurrir para solucionar las disputas entre las naciones”[3]. El servicio a la paz y al orden entre los pueblos exige que no se acuda a la destrucción y a la muerte que la guerra comporta, a no ser en situaciones en las que, de un modo probado, no exista ya ningún otro medio disponible y sea fundada la esperanza de no producir males mayores de los que se desea evitar[4].

4. En el momento actual, hay que agotar todos los medios pacíficos para evitar la guerra y, en todo caso, respetar la legalidad internacional en el marco de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Nos unimos de todo corazón a las gestiones del Santo Padre en favor de la paz y deseamos que encuentren eco positivo entre los gobernantes de modo que, no desfallezcan en los nobles esfuerzos por mantener el bien común universal y sepan eliminar toda razón que pudiese justificar el uso de esa “solución extrema” que es la intervención armada. En palabras de Juan Pablo II: «El derecho internacional, el diálogo leal, la solidaridad entre los Estados, el ejercicio tan noble de la diplomacia, son los medios dignos del hombre y de las naciones para solucionar sus contiendas»[5].

5. El recurso a la guerra es una de las decisiones políticas que, sin duda alguna, tiene que ver con principios morales ineludibles[6]. No podemos olvidar a este respecto lo que recientemente ha dicho Su Santidad el Papa Juan Pablo II: «Como recuerda la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y el Derecho Internacional, [el recurso a la guerra] no puede adoptarse, aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar las consecuencias para la población civil, durante y después de las operaciones»[7].

6. La paz es posible; las guerras son evitables, pues no son ningún producto necesario del destino ciego, sino que tienen su raíz última en los pensamientos y las decisiones equivocadas de los hombres, que las incitan o las provocan. Ante la amenaza de la guerra, se pone de manifiesto la necesidad de la conversión del corazón para la promoción de una auténtica cultura de paz. La paz verdadera exige el respeto y el cultivo de la verdad, de la justicia, del amor y de la libertad, auténticos pilares de la paz, como recordaba el Beato Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris hace cuarenta años[8]. La conversión implica, en último término, la vuelta de toda la persona a Dios, a Jesucristo. Él es nuestra paz (Ef 2, 14). Los creyentes nos abrimos a Él de modo particular por la oración. Rogamos, pues, de nuevo a todos que oren por el don supremo de la paz. La Eucaristía es el lugar privilegiado para el encuentro con Dios, en el que la Iglesia implora la paz para sí misma y para toda la familia humana. Pedimos al pueblo cristiano que participe asiduamente en su celebración. Con el Papa invitamos al rezo del Rosario, en este año especialmente dedicado a esta “oración orientada por su naturaleza hacia la paz”, para que, interiorizando con María el misterio de Cristo, aprendamos “el secreto de la paz” y hagamos de él “un proyecto de vida”[9], que con sus acciones genere compromisos en favor de la verdad y la justicia de las que brota la paz.

CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
CXCI REUNIÓN DE LA COMISIÓN PERMANENTE
Madrid, 19 de febrero de 2003

Nota Pastoral: LA PAZ, DON DE DIOS E IMPERATIVO MORAL

Notas:

[1] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003 (8.12.2002), 6; cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes (7.12.1965), 78; Catecismo de la Iglesia Católica (11.10.1992), 2302-2306.
[2] Juan XXIII, Carta Encíclica Mater et Magistra (15.5.1961), 71; Id., Carta Encíclica Pacem in terris (11.4.1963), 100; 103; 138; 140; 155; 167; cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003 (8.12.2002), 5.
[3] Juan Pablo II, Discurso al cuerpo diplomático (13.1.2003), 4.
[4] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica (11.10.1992), 2309.
[5] Juan Pablo II, Discurso al cuerpo diplomático (13.1.2003), 4.
[6] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24.11.2002), 4.
[7] Juan Pablo II, Discurso al cuerpo diplomático (13.1.2003), 4; cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes (7.12.1965), 79-82; Catecismo de la Iglesia Católica (11.10.1992), 2307-2317.
[8] Juan XXIII, Carta Encíclica Pacem in terris (11.4.1963), 1; cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003 (8.12.2002), 3.
[9] Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae (16.10.2002), 40.

La Pastoral de la Aviación Civil

La Pastoral de la Aviación Civil. La capilla del aeropuerto. Estructuras. La Capellanía Católica de Aeropuerto. Formación permanente de los miembros de la capellanía de la Aviación Civil. Asociaciones de los miembros de las Capellanías de la Aviación Civi

Por: Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes | Fuente: Vatican.va

Como madre, la Iglesia siente una gran preocupación por el bienestar de sus hijos y pone todo su empeño en que ninguno se vea excluido de su atención maternal. La Pastoral de la Aviación Civil es una mano tendida hacia cuantos no pueden beneficiarse de la usual atención de las parroquias a causa de sus obligaciones en las líneas aéreas o en los aeropuertos.

El presente Directorio se propone describir el ministerio que la Iglesia Católica desea desempeñar en el campo de la Aviación Civil. Va dirigido, por tanto, a los capellanes de la Aviación Civil, a los agentes pastorales y a sus colaboradores.

La presencia y el ministerio pastoral en los aeropuertos puede sintetizarse en los dos mandamientos mayores de “amar a Dios” y “amar al prójimo” tanto en su expresión individual como colectiva. No precisa, desde luego, de una descripción muy detallada.

Son necesarias, en cambio, indicaciones precisas, de acuerdo con las normas vigentes de la Iglesia Católica, por lo que respecta a las capillas de los aeropuertos y a la liturgia. Para mayor claridad y para facilitar el cumplimiento de estas normas, se ha procurado indicar el modo de proceder en situaciones previsibles que pueden generar dudas.

En muchos aeropuertos el capellán católico trabaja codo con codo con otros capellanes cristianos. Para que esta colaboración sea realmente efectiva y no esté sujeta a interpretaciones ambiguas, es necesario definir la identidad del capellán católico de la Aviación Civil y de los miembros de la capellanía católica. Es preciso, además, asegurar que todos ellos reciban la formación y preparación esenciales para su apostolado.

Queridos capellanes de la Aviación Civil, agentes pastorales y miembros de la capellanía: que vuestro celo apostólico y vuestro amor hallen su expresión auténtica en la aplicación sincera de estas normas en vuestra actividad pastoral. Sólo el Espíritu Santo es conocedor de los dones que os son reservados a vosotros y a cuantos son confiados a vuestro ministerio.
Que Dios os bendiga

Arzobispo Giovanni Cheli
Presidente
Vaticano, 14 marzo 1995

Directivas de la Pastoral Católica de la Aviación Civil

1.- Introducción

2.- La Pastoral de la Aviación Civil

3.- La capilla del aeropuerto

4.- Estructuras

5.- La Capellanía Católica de Aeropuerto

6.- Formación permanente de los miembros de la capellanía de la Aviación Civil

7.- Asociaciones de los miembros de las Capellanías de la Aviación Civil

Preces

A Jesús, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud, le decimos:

R/M Señor, ven y danos tu perdón.

Que no falten pastores que, como san Ambrosio, sepan acercarnos la Buena Noticia del evangelio,

– y nos ayuden a acercarnos a ti.MR/

Te pedimos por los que se encuentran impedidos o limitados,

– que no les falten amigos que les faciliten la movilidad y les muestren tu misericordia.MR/

Ayúdanos a reconocer de qué hemos sido salvados,

– para que nos demos cuenta de que solo tú puedes hacerlo.MR/

Intenciones libres

Padre nuestro…

Oración

Oh, Dios, que hiciste al obispo san Ambrosio doctor de la fe católica y ejemplo de fortaleza apostólica, suscita en tu Iglesia hombres según tu corazón que la gobiernen con fortaleza y sabiduría. Por nuestro Señor Jesucristo.

PAXTV.ORG