Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican
- 10 Octubre 2015
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Evangelio según San Lucas 11,27-28.
Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: "¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!". Jesús le respondió: "Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican".
San Daniel Comboni
San Daniel Comboni, obispo y fundador
En Khartum, en Sudán, san Daniel Comboni, obispo, que fundó el Instituto para las Misiones en África (Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús), y tras ser elegido obispo en ese continente, se entregó sin reservas y predicó el Evangelio por aquellas regiones, trabajando también por hacer respetar la dignidad humana.
Daniel Comboni: hijo de campesinos pobres, llegó a ser el primer Obispo de Africa Central y uno de los más grandes misioneros de la historia de la Iglesia. La vida de Comboni nos muestra que, cuando Dios interviene y encuentra una persona generosa y disponible, se realizan grandes cosas.
Hijo único - padres santos
Daniel Comboni nace en Limone sul Garda (Brescia, Italia) el 15 de marzo de 1831, en una familia de campesinos al servicio de un rico señor de la zona. Su padre Luigi y su madre Domenica se sienten muy unidos a Daniel, que es el cuarto de ocho hijos, muertos casi todos ellos en edad temprana. Ellos tres forman una familia unida, de fe profunda y rica de valores humanos, pero pobre de medios materiales. La pobreza de la familia empuja a Daniel a dejar el pueblo para ir a la escuela a Verona, en el Instituto fundado por el sacerdote don Nicola Mazza para jóvenes prometedores pero sin recursos. Durante estos años pasados en Verona Daniel descubre su vocación sacerdotal, cursa los estudios de filosofía y teología y, sobre todo, se abre a la misión de Africa Central, atraído por el testimonio de los primeros misioneros del Instituto Mazza que vuelven del continente africano. En 1854, Daniel Comboni es ordenado sacerdote y tres años después parte para la misión de Africa junto a otros cinco misioneros del Istituto Mazza, con la bendición de su madre Domenica que llega a decir: «Vete, Daniel, y que el Señor te bendiga».
En el corazón de Africa - con Africa en el corazón
Después de cuatro meses de viaje, el grupo de misioneros del que forma parte Comboni llega a Jartum, la capital de Sudán. El impacto con la realidad Africana es muy fuerte. Daniel se da cuenta en seguida de las dificultades que la nueva misión comporta. Fatigas, clima insoportable, enfermedades, muerte de numerosos y jóvenes compañeros misioneros, pobreza de la gente abandonada a si misma, todo ello empuja a Comboni a ir hacia adelante y a no aflojar en la tarea que ha iniciado con tanto entusiasmo. Desde la misión de Santa Cruz escribe a sus padres: «Tendremos que fatigarnos, sudar, morir; pero al pensar que se suda y se muere por amor de Jesucristo y la salvación de las almas más abandonadas de este mundo, encuentro el consuelo necesario para no desistir en esta gran empresa».
Asistiendo a la muerte de un joven compañero misionero, Comboni no se desanima y se siente confirmado en la decisión de continuar su misión: «Africa o muerte!». Cuando regresa a Italia, el recuerdo de Africa y de sus gentes empujan a Comboni a preparar una nueva estrategia misionera. En 1864, recogido en oración sobre la tumba de San Pedro en Roma, Daniel tiene una fulgurante intuición que lo lleva a elaborar su famoso «Plan para la regeneración de Africa», un proyecto misionero que puede resumirse en la expresión «Salvar Africa por medio de Africa», fruto de su ilimitada confianza en las capacidades humanas y religiosas de los pueblos africanos.
Un Obispo misionero original
En medio de muchas dificultades e incomprensiones, Daniel Comboni intuye que la sociedad europea y la Iglesia deben tomarse más en serio la misión de Africa Central. Para lograrlo se dedica con todas sus fuerzas a la animación misionera por toda Europa, pidiendo ayudas espirituales y materiales para la misión africana tanto a reyes, obispos y señores como a la gente sencilla y pobre. Y funda una revista misionera, la primera en Italia, como instrumento de animación misionera. Su inquebrantable confianza en el Señor y su amor a Africa llevan a Comboni a fundar en 1867 y en 1872 dos Institutos misioneros, masculino y femenino respectivamente; más tarde sus miembros se llamarán Misioneros Combonianos y Misioneras Combonianas. Como teólogo del Obispo de Verona participa en el Concilio Vaticano I, consiguiendo que 70 obispos firmen una petición en favor de la evangelización de Africa Central (Postulatum pro Nigris Africæ Centralis).
El 2 de julio de 1877, Comboni es nombrado Vicario Apostólico de Africa Central y consagrado Obispo un mes más tarde. Este nombramiento confirma que sus ideas y sus acciones, que muchos consideran arriesgadas e incluso ilusorias, son eficaces para el anuncio del Evangelio y la liberación del continente africano. Durante los años 1877-1878, Comboni sufre en el cuerpo y en el espíritu, junto con sus misioneros y misioneras, las consecuencias de una sequía sin precedentes en Sudán, que diezma la población local, agota al personal misionero y bloquea la actividad evangelizadora.
La cruz como «amiga y esposa»
En 1880 Comboni vuelve a Africa por octava y última vez, para estar al lado de sus misioneros y misioneras, con el entusiasmo de siempre y decidido a continuar la lucha contra la esclavitud y a consolidar la actividad misionera. Un año más tarde, puesto a prueba por el cansancio, la muerte reciente de varios de sus colaboradores y la amargura causada por acusaciones infundadas, Comboni cae enfermo. El 10 de octubre de 1881, a los 50 años de edad, marcado por la cruz que nunca lo ha abandonado «como fiel y amada esposa», muere en Jartum, en medio de su gente, consciente de que su obra misionera no morirá. «Yo muero –exclama– pero mi obra, no morirá». Comboni acertó. Su obra no ha muerto. Como todas las grandes realidades que « nacen al pie de la cruz », sigue viva gracias al don que de la propia vida han hecho y hacen tantos hombres y mujeres que han querido seguir a Comboni por el camino difícil y fascinante de la misión entre los pueblos más pobres en la fe y más abandonados de la solidaridad de los hombres.
Fue beatificado en marzo de 1996 por SS Juan Pablo II y canonizado por el mismo papa en octubre de 2003.
San Beda el Venerable (c. 673-735), monje benedictino, doctor de la Iglesia. Homilía sobre S. Lucas; L. IV, 49
«Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen»
«Dichosa la madre que te engendró y los pechos que te amamantaron». Grande es la devoción y grande es la fe que expresan estas palabras de la mujer del evangelio. Mientras que los escribas y fariseos blasfeman y ponen a prueba al Señor, esta mujer reconoce, delante de todos, su encarnación con una lealtad tal y le confiesa con tanta seguridad, que llega a hacer que queden confundidos la calumnia de sus contemporáneos y la falsa fe de los futuros herejes. Los contemporáneos de Jesús negaban que fuera verdaderamente hijo de Dios, consubstancial al Padre, con lo cual hacían agravio a la obra del Espíritu Santo. Después, a lo largo del tiempo, también han existido hombres que han negado que María siempre virgen, diera, por obra del Espíritu Santo, la substancia de su carne al Hijo de Dios que había de nacer con un verdadero cuerpo humano; negaron que fuera verdaderamente Hijo del hombre, de la misma naturaleza que su madre. Mas el apóstol Pablo desmiente esta opinión cuando dice que Jesús es «nacido de mujer, sujeto a la ley» (Gal 4,4). Porque, concebido en el seno de la Virgen, ha sacado su carne no de la nada, ni de otra parte, sino del cuerpo de su madre. Si no fuera así no sería correcto llamarle verdaderamente Hijo del hombre... Verdaderamente dichosa madre que, según expresión del poeta, «dió a luz al Rey que gobierna cielos y tierra por los siglos de los siglos. Ella tiene el gozo de la maternidad y el honor de la virginidad. Antes que ella no ha habido mujer semejante, y no se verá otra después de ella» (Sedulius). Y, sin embargo, el Señor añade: «Son aún más dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen». El Salvador confirma magníficamente el testimonio de esta mujer, pues no tan sólo declara dichosa a aquella a quien se le ha concedido dar a luz corporalmente al Verbo de Dios, sino también dichosos todos aquellos que procurarán concebir espiritualmente al mismo Verbo al permanecer atentos a la fe y, teniéndole presente y practicando el bien, darán a luz y alimentarán su corazón y el de otros.
María: un misterio
Por medio de la Santísima Virgen vino Jesucristo al mundo y por medio de Ella debe también reinar en el mundo.
Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, por San Luis María Grignion de Montfort.
María en el designio de Dios.
1. Por medio de la Santísima Virgen vino Jesucristo al mundo y por medio de Ella debe también reinar en el mundo.
MARIA ES UN MISTERIO:
a. A causa de su humildad.
2. La vida de María fue oculta. Por ello, el Espíritu Santo y la Iglesia la llaman alma mater. Madre oculta y escondida. Su humildad fue tan grande que no hubo para Ella anhelo más firme y constante que el de ocultarse a sí misma y a todas las creaturas, para ser conocida solamente de Dios.
3. Ella pidió pobreza y humildad. Y Dios, escuchándola, tuvo a bien ocultarla en su concepción, nacimiento, vida, misterios, resurrección y asunción, a casi todos los hombres. Sus propios padres no la conocían. Y los ángeles se preguntaban con frecuencia uno a otros ¿Quién es ésta?. Porque el Altísimo se la ocultaba. O, si algo les manifestaba de Ella, era infinitamente más lo que les encubría. b. Por disposición divina.
4. Dios Padre a pesar de haberle comunicado su poder, consintió en que no hiciera ningún milagro al menos portentoso durante su vida. Dios Hijo a pesar de haberle comunicado su sabiduría consintió en que Ella casi no hablara. Dios Espíritu Santo a pesar de ser Ella su fiel Esposa consintió en que los Apóstoles y Evangelistas hablaran de Ella muy poco y sólo cuanto era necesario para dar a conocer a Jesucristo. c. Por su grandeza excepcional.
5. María es la excelente obra maestra del Altísimo. Quien se ha reservado a sí mismo el conocimiento y posesión de Ella. María es la Madre admirable del Hijo. Quien tuvo a bien humillarla y ocultarla durante su vida, para fomentar su humildad, llamándola mujer, como si se tratara de una extraña, aunque en su corazón la apreciaba y amaba más que a todos los ángeles y hombres. María es la fuente sellada, en la que sólo puede entrar el Espíritu Santo, cuya Esposa fiel es Ella. María es el santuario y tabernáculo de la Santísima Trinidad, donde Dios mora más magnífica y maravillosamente que en ningún otro lugar del universo sin exceptuar los querubines y serafines: a ninguna creatura, por pura que sea, se le permite entrar allí sin privilegio especial.
6. Digo con los santos, que la excelsa María es el paraíso terrestre del nuevo Adán, quien se encarnó en él por obra del Espíritu Santo para realizar allí maravillas incomprensibles. Ella es el sublime y divino mundo de Dios, lleno de bellezas y tesoros inefables. Es la magnificencia del Altísimo, quien ocultó allí, como en su seno, a su Unigénito y con El todo lo más excelente y precioso. ¡Oh qué portentos y misterios ha ocultado Dios en esta admirable creatura, como Ella misma se ve obligada a confesarlo no obstante su profunda humildad ¡El Poderoso ha hecho obras grandes por mí! El mundo los desconoce porque es incapaz e indigno de conocerlo.
7. Los santos han dicho cosas admirables de esta ciudad Santa de Dios. Y, según ellos mismo testifican, nunca han estado tan elocuentes ni se han sentido tan felices como al hablar de Ella. Todos a una proclaman que:
• La altura de sus méritos, elevados por Ella hasta el trono de la Divinidad, es inaccesible;
• La grandeza de su poder, que se extiende hasta sobre el mismo dios, es incomprensible.
• Y, en fin, la profundidad de su humildad y de todas sus virtudes y gracias es un abismo insondable.
¡Oh altura incomprensible! ¡Oh anchura inefable! ¡Oh grandeza sin medida! ¡Oh abismo impenetrable!
8. Todos los días, del uno al otro confín de la tierra, en lo más alto del cielo y en lo más profundo de los abismos, todo pregona y exalta a la admirable María. Los nueve coros angélicos, los hombres de todo sexo, edad y condición, religión, buenos y malos, y hasta los mismo demonios, de grado o por fuerza, se ven obligados por la evidencia de la verdad a proclamarla bienaventurada. Todos los ángeles en el cielo dice San Buenaventura le repiten continuamente: "¡Santa, santa, santa María! ¡Virgen y Madre de Dios!" y le ofrecen todos los días millones y millones de veces la salutación angélica: "Dios te salve, María...", prosternándose ante Ella y suplicándole que, por favor, los honre con alguno de sus mandatos. "San Miguel llega a decir San Agustín aún siendo el príncipe de toda la milicia celestial, es el más celoso en rendirle y hacer que otros le rindan toda clase de honores, esperando siempre sus órdenes para volar en socorro de alguno de sus servidores".
9. Toda la tierra está llena de su gloria, particularmente entre los cristianos que la han escogido por tutela y patrona de varias naciones, provincias, diócesis y ciudades. ¡Cuántas catedrales no se hallan consagradas a Dios bajo su advocación! ¡No hay iglesia sin un altar en su honor, ni comarca ni religión donde no se dé culto a alguna de sus imágenes milagrosas, donde se cura toda suerte de enfermedades y se obtiene toda clase de bienes! ¡Cuántas cofradías y congregaciones en su honor! ¡Cuántos institutos religiosos colocados bajo su nombre y protección! ¡Cuántos congregantes en las asociaciones piadosas, cuántos religiosos en todas las Ordenes! ¡Todos publican sus alabanzas y proclaman sus misericordias! No hay siquiera un pequeñuelo que, al balbucir el Avemaría, no la alabe. Ni apenas un pecador que, aunque obstinado, no conserve alguna chispa de confianza en Ella. Ni siquiera un solo demonio en el infierno que, temiéndola, no la respete.
Dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan
Lucas 11, 27-28. Tiempo Ordinario. Jesús la presenta como modelo de fidelidad porque oyó y cumplió la palabra de Dios.
Oración introductoria
Padre, que sepamos escuchar tu Palabra para convertirnos en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo.
Petición
Jesús confío en Ti, que nunca dejes que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. Y que siempre nos darás el ciento por uno y la vida eterna, cada vez que dejemos todo y te sigamos.
Meditación del Papa Francisco
La fe sin el fruto en la vida, una fe que no da fruto en las obras, no es fe. También nosotros nos equivocamos a veces sobre esto: 'Pero yo tengo mucha fe', escuchamos decir. 'Yo creo todo, todo...' Y quizá esta persona que dice eso tiene una vida tibia, débil. Su fe es como una teoría, pero no está viva en su vida.
El apóstol Santiago, cuando habla de fe, habla precisamente de la doctrina, de lo que es el contenido de la fe. Pero ustedes pueden conocer todos los mandamientos, todas las profecías, todas las verdades de fe, pero si esto no se pone en práctica, no va a las obras, no sirve. Podemos recitar el Credo teóricamente, también sin fe, y hay tantas personas que lo hacen así. ¡También los demonios! Los demonios conocen bien lo que se dice en el Credo y saben que es verdad. (Cf. S.S. Francisco, 21 de febrero de 2014, homilía en Santa Marta)
Reflexión
Muchas veces el cariño que sentimos hacia María se trasluce en un mohín de disgusto al escuchar este pasaje. ¿No fue Cristo injusto -o a lo menos descortés- con su madre al responder así ante el piropo que le brindaban? A simple vista podría parecer que sí, pero si lo pensamos más aguda y profundamente, concluiremos que lo que en realidad buscó -y logró- con esa respuesta, fue que María no fuese alabada y querida por el hecho físico de llevar a Jesús en el seno y alimentarlo, sino por algo infinitamente más grande: cumplir la voluntad de Dios y perseverar en ella todos los días de su vida. María -aun siendo madre de Dios- tenía todos los ingredientes para ser una perfecta infeliz: de clase baja, en un país ocupado, perseguida por la autoridad, prófuga en Egipto con un niño recién nacido, viuda en plena juventud, solitaria en una aldehuela miserable, con un hijo al que la familia considera loco, víctima de las lenguas que le cuentan cómo los poderosos desprecian a su único hijo -un predicador- y buscan su muerte. Y lo más impresionante, su propio hijo la abandona y aparentemente la infravalora en público. Tenemos buenos argumentos para un melodrama o una telenovela lacrimógena. Jesús -contra todo pronóstico- la presenta como modelo de felicidad sólo porque oyó y cumplió la palabra de Dios. A veces sentimos que nos agobia el mucho trabajo, el estrés, el estrecho sueldo que hay que estirar cada mes, los plazos del coche, la casa y los electrodomésticos que aún no pagamos... Sufrimos porque no entendemos la actitud de ese hijo que se entrega completamente a Dios y parece que nos abandona en el momento más difícil para la familia. Todo esto y mucho más vivió la Virgen, añadiendo el aparente abandono de Dios. Sin embargo, aquí no se queda la historia. María vivió en esta vida las cosas más grandes y sublimes, fue elegida predilecta de Dios en todo momento y el amor de Dios invadía su persona y, por tanto, su vida. María rezaba. Nosotros también podemos vivir cosas similares a ella y hemos de ser conscientes de que ante todo, las cruces son una muestra del amor inmenso de Dios, del amor de predilección de Dios hacia nosotros. Él nunca va a dejar que estemos siendo tentados por encima de nuestras fuerzas. Y siempre nos dará el ciento por uno y la vida eterna, cada vez que dejemos todo y le sigamos.
Propósito
Escuchar, como nos dice el Papa, más atentamente la Palabra de Cristo y saborear el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas.
Entre el don y el perdón de Dios
Dios siempre dona o perdona a los hombres que quieren vivir en su amistad. Cuando obramos el bien, es porque recibimos el don de la gracia divina. Y cuando obramos el mal, es porque rechazamos el don de Dios. Pero entonces, si nos arrepentimos, si no rechazamos la gracia del arrepentimiento, Dios nos concede su per-dón, es decir, nos da de nuevo el don, en un don intensivo, reiterado, sobreabundante.
–Lo primero es no pecar… Ascética muy negativa.
–Vamos a ver. Si usted quiere ganarse la amistad de un señor al que le ha robado la cartera, y él lo sabe, me figuro que lo primero que tendrá usted que hacer es devolverle la cartera… ¿O no?
Las edades espirituales
–En la sagrada Escritura la vida de la gracia siempre exige crecimiento; es vida, que bajo la acción del Espíritu Santo, se desarrolla en un constante dinamismo perfectivo. «El justo crecerá como palmera, se alzará como cedro del Líbano» (Sal 91,13). El Reino de Dios en el corazón del hombre es como una semilla que «germina y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4,26-27): «primero hierba, luego espiga, en seguida trigo que llena la espiga» (4,28-29). La vida cristiana, por tanto, ha de ir pasando siempre de lo imperfecto a lo perfecto (1Cor 2,6; 13,9-10s; Flp 3,9-14), hasta llegar a ser «perfectos en Cristo» (Col 1,28; cf. Ef 4,15-16). «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
Las edades del hombre –niño, joven, adulto– son la imagen bíblica más perfecta del crecimiento en Cristo.En efecto, algunos cristianos son como «niños en Cristo»: piensan, hablan y actúan en las cosas de la fe como niños, y han de ser alimentados con «leche espiritual», porque todavía no admiten alimento más sólido (1Cor 3,1-3; cf.13,11-12; 14,20; 1Pe 2,2; Heb 5,11-13). En ellos falta con frecuencia el discernimiento, y por eso «fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina». Está claro; necesitan crecer «cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,12-13). Y la fidelidad a la gracia ha de llevarles a una progresiva configuración a Cristo adulto, «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18; cf. Gál 4,19).
–Los Padres orientales, al enseñar el camino de la perfección evangélica, usaron esas mismas doctrinas bíblicas, añadiendo y precisándola con otras descripciones equivalentes del cecimiento espiritual. El esquema temor-esperanza-caridad fue enseñado por varios, indicando las motivaciones predominantes en las diferentes fases de la vida espiritual. Sabían que «la caridad perfecta echa fuera el temor», como enseñó San Juan, pues «el que teme no es perfecto en la caridad» (1Jn 4,18). Pero quizá su contribución más importante fue mostrar que el paso de la ascética a la místicaes fundamental para entender el crecimiento espiritual cristiano.
«Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). En este sentido, Evagrio Póntico(+399), el monje sabio del desierto, enseña que la practiké, purificando al cristiano de vicios, desórdenes pasionales y del influjo del Demonio, conduce a la apátheia: pureza de corazón, silencio interior, pacificación de las agitaciones interiores desordenadas; lo que llamará Casiano (+435) «tranquilitas mentis» (Collationes9,2; 18,16). Y esa pureza de pecados y madurez espiritual son las que hacen posible la gnosis o theoría,es decir, la contemplación. En otros términos, más conocidos para nosotros: la ascética ha llevado a la mística, en la que llega el cristiano a la plena unión de conocimiento y de amor con Dios: «los limpios de corazón verán a Dios».
En la Scala Paradisi de San Juan Clímaco (+649) el crecimiento espiritual tiene tres fases: renuncia(1-7), superación de vicios por crecimiento de virtudes(8-26), y finalmente perfección (27-30). El Pseudo-Dionisio (ss. V-VI) ofrece un esquema, también trifásico, muy integrado posteriormente en la historia de la espiritualidad. Lo primero que necesita el cristiano es una purificación (katarsis),para ir creciendo luego en la iluminación (fotismos),que le conducirá a la perfecta unión (henosis, teleiosis).Son las clásicas tres vías de la doctrina espiritual ascético-mística.
–Los Padres latinos asimilan estas doctrinas espirituales que en el Oriente cristiano hallaron sus primeras formulaciones sistemáticas, añadiendo también otras enseñanzas equivalentes. San Agustín ve el crecimiento espiritual en los grados de la caridad,por los que el cristiano va pasando del amor a sí mismo, con olvido de Dios, al amor total a Dios, con olvido de sí mismo (Ciudad de Dios 14,28). También considera la analogía delas edades espirituales, por las que llega el cristiano a una captación habitual y muy alta de la inhabitación de la Santísima Trinidad, que siempre había estado en él presente, pero casi sin saberlo (Carta 187).
El monje Casiano contribuyó a difundir en la Iglesia latina las doctrinas espirituales de los maestros cristianos del Oriente: el paso necesario de la ascesis a la mística (Colaciones 14,2); las series temor-esperanza-caridad, vida de fe-esperanza-caridad (11,6-12), las tres renuncias sucesivas: primero a los bienes exteriores, después a los propios vicios, finalmente a todo el mundo presente, para buscar en el venidero a solo Dios (3,6).
Todos los Padres, tanto de Oriente como de Occidente, ven el crecimiento espiritual como un deber fundamental del cristiano, y son también varios los que caracterizan las fases del desarrollo en esquemas trifásicos: comienzo-progreso-perfección;las tres conversiones, que vencen el pecado mortal, el venial y finalmente las imperfecciones;principiantes-adelantados-perfectos. No ser perfecto no es un pecado. Pero no pretender la perfección evangélica, la santidad, sí es un pecado. Y grave.
* * *
–Lo primero de todo es la victoria sobre el pecado. Todos esos esquemas de vida espiritual coinciden en que este empeño ha de predominar en el comienzo del camino de la perfección evangélica. Si se quiere crecer en el amor a Dios, que eso es crecer en vida cristiana, el primer empeño ha de ser dejar de ofenderle. Sería, pues, un grave error no enfrentar este combate seriamente en el trato espiritual con el cristiano principiante. Si alguno quiere emprender un largo camino, y está encadenado, lo primero de todo será ayudarlo a soltarse de sus cadenas.
Igualmente, mientras el principiante ande sujeto por sus pecados, será insensato procurar que se empeñe en grandes acciones apostólicas, de las que sólo conseguirá frustraciones y distracciones de sus necesidades ascéticas. Sí convendrá en cambio recomendarle modestas acciones de beneficencia y pequeñas acciones apostólicas auxiliares.
Santo Tomás de Aquino, siguiendo estas tradiciones, enseña que
«en el primer grado [purificación] la dedicación fundamental del hombre es la de apartarse del pecado y resistir sus concupiscencias, que se mueven contra la caridad. Este grado corresponde a los principiantes, en los que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa. En el segundo grado [iluminación], el adelantado ha de procurar crecer en el bien, aumentando y fortaleciendo la caridad. En el tercer grado [unión], el perfecto ha de unirseplenamente a Dios y gozar de él, y ahí se consuma la caridad. Sucede aquí como en el movimiento físico: lo primero es salir del término original; lo segundo esacercarse al otro término; y lo tercero es descansar en la meta pretendida» (SThII-II,24,9). Lo mismo en términos bíblicos: salir de Egipto (pecado), atravesar el Desierto (penitencia), y llegar a la Tierra Prometida (santidad).
Según esto, el principiante ha de vencer el pecado mortal, el adelantado centra su lucha contra el pecado venial, y el perfecto llega a una relativa impecabilidad (cf. San Ignacio de Loyola, los grados de humildad, Ejercicios 164-167).
* * *
–Algunos aspectos de esta victoria progresiva sobre el pecado pueden ser considerados con la ayuda de San Juan de la Cruz (1 Subida 11) .
1.–Tendencias naturales. La perfecta unión con Dios es imposible mientras tendencias conscientes-voluntarias se opongan más o menos a la gracia. Pero, en cambio, esa unión con Dios no se ve imposibilitada porque todavía ciertas desordenadas inclinaciones naturales subsistan en sus primeros movimientos, siempre que no sean consentidas y hechas así voluntarias.
«Los apetitos naturales [desordenados: deseos de saber, de ser feliz, de no enfermarse, de tener compañía, etc.] poco o nada impiden para la unión del alma [con Dios] cuando no son consentidos; ni pasan de primeros movimientos todos aquellos en que la voluntad racional ni antes ni después tuvo parte. Porque quitar éstos –que es mortificación del todo en esta vida– es imposible, y éstos no impiden de manera que no se pueda llegar a la divina unión, aunque del todo no estén mortificados, porque bien los puede tener el natural, y estar el alma según el espíritu racional [y la voluntad] muy libre de ellos» (1 Subida 11,2). Eso sí, al serles negada la complicidad de la voluntad, irán desapareciendo con el tiempo, sanados por la gracia de Cristo. Por eso, si una tendencia natural desordenada (por ejemplo, una antipatía hacia alguien que nos dañó gravemente) no va desapareciendo, si perdura obstinadamente, es clara señal de que tal sentimiento halla un con-sentimiento mayor o menor en la voluntad. Pero, por el contrario, mientras subsiste, si tiene la voluntad en contra, no es señal de pecado, sino sólo de inmadurez espiritual.
2.–Tendencias voluntarias. Estas, si son desordenadas, son las que frenan la obra de la santificación e impiden la unión plena con Dios, por mínimas que sean.
«Todos los apetitos voluntarios [desordenados], ahora sean de pecado mortal, que son los más graves, ahora de pecado venial, que son menos graves, ahora sean solamente de imperfecciones, que son los menores, todos se han de vaciar y de todos ha de carecer el alma para venir a esta total unión con Dios, por mínimos que sean. Y la razón es porque el estado de esta divina unión consiste en tener el alma según la voluntad con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad solamente de Dios; pues si esta alma quisiere alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad con Dios, pues el alma tenía voluntad de lo que no la tenía Dios; luego claro está que, para venir el alma a unirse a Dios perfectamente por amor y voluntad, ha de carecer primero de todo apetito [desordenado] de voluntad por mínimo que sea, esto es, que advertida y conocidamente no consienta con la voluntad en imperfección, y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo» (ib. 11,2-3).
Nótese la última observación. La santidad se ve impedida por el pecado que eraconocido (a veces una persona, por ejemplo, habla demasiado, pero no se da cuenta) y que era evitable (o quizá se da cuenta, pero no puede evitarlo). «Digo conocidamente, porque sinadvertirlo o conocerlo, o sin estar en su mano [evitarlo], bien caerá en imperfecciones y pecados veniales y en los apetitos naturales que hemos dicho; porque de estos tales pecados no tan voluntarios y subrepticios [ocultos] está escrito que “el justo caerá siete veces en el día y se levantará” (Prov 24,16)» (ib. 11,3).
3.–Pecados actuales y habituales. A veces un cristiano incurre en actos malos, aunque esté en lucha para matar el hábito malo del cual proceden. Es comprensible. Pero lo más grave y alarmante es que todavía tenga hábitos malos no mortificados, es decir, consentidos en cuanto hábitos. Es cosa evidente que quien incurre en pecados habituales y deliberados, aunque sean muy leves, no puede ir adelante en la perfección.
Tratándose de personas con vida espiritual suele ser cuestión de pequeños apegos, no de graves pecados. Fíjense en los ejemplos que pone el santo Doctor: «estas imperfecciones son: como una común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, habitación, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oír, y otras semejantes». Como se ve, cosas nimias; pero «cualquiera de estas imperfecciones en que el alma tengaasimiento y hábito hace tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud que, si cayese cada día en otras muchas imperfecciones y pecados veniales sueltos, que no proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le impedirá tanto cuanto tener el alma asimiento en alguna cosa, porque, en tanto que le tuviera, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección, aunque la imperfección sea muy mínima. Porque lo mismo me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso en tanto que no lo quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar, pero, por fácil que sea, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión» (ib. 11,4).
Adviértase, sin embargo, que la mera reiteración de un pecado no arguye necesariamente que haya en la persona hábito consentido en cuanto tal. Una persona, siempre la misma, con una constitución psico-somática permanente, viviendo en las mismas circunstancias, es previsible que incurra más o menos en los mismos pecados, aunque esté en lucha sincera contra ellos, y no esté por tanto asida a su mal hábito.
4.–No adelantar, es retroceder. Éste es un axioma repetido por los maestros espirituales. Si un cristiano no adelanta, es esto signo claro de que está limitando de un modo consciente, voluntario y habitual su entrega a Dios. No quiere amar a Dios con todo el corazón. Le ofrece su vida, pero como una hostia mellada, no circular. Guarda escondida en su mano una monedita, muy poca cosa, pero que se la reserva, sin querer darla al Señor. Las consecuencias de esto son desastrosas.
«Es lástima de ver algunas almas como unas ricas naves cargadas de riquezas y obras y ejercicios espirituales y virtudes y gracias que Dios les hace [nótese que es gente, según suele decirse, «muy buena»], y que por no tener ánimo para acabar con algún gustillo o asimiento o afición –que todo es uno–, nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección… Harto es de dolerse que les haya hecho Dios quebrar otros cordeles más gruesos de aficiones de pecados y vanidades y, por no desasirse de una niñería que les dijo Dios que venciesen por amor de El, que no es más que un hilo y que un pelo, dejen de ir a tanto bien. Y lo peor es que no solamente no van adelante, sino que por aquel asimiento vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo con tanto trabajo han caminado y ganado; porque ya se sabe que en este camino el no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo… El que no tiene cuidado de remediar el vaso, por un pequeño resquicio que tenga basta para que se venga a derramar todo el licor que está dentro. Y así, una imperfección basta para traer otras, y éstas otras; y así casi nunca se verá un alma que sea negligente en vencer un apetito, que no tenga otros muchos que salen de la misma flaqueza e imperfección que tiene en aquél, y así siempre van cayendo. Y ya hemos visto muchas personas a quien Dios hacía gracia de llevar muy adelante en gran desasimiento y libertad, y por sólo comenzar a tomar un asimientillo de afección y (so color de bien) de conversación y amistad, írseles por allí vaciando el espíritu y gusto de Dios, y caer de la alegría y entereza en los ejercicios espirituales, y no parar hasta perderlo todo» (ib. 11,4-5).
5.–Impecabilidad de los perfectos. El santo se une tanto al Señor, con un amor tan fuerte, que apenas tiene ya capacidad psicológica y moral para pecar, y puede decirle como el salmista: Dios mío, «en esto conozco que me amas, en que mi enemigo no triunfa sobre mí» (Sal 40,12).
Santa Teresa confesaba con humildad y verdad: «Guárdame tanto Dios en no ofenderle, que ciertamente algunas veces me espanto, que me parece veo el gran cuidado que trae de mí, sin poner yo en ello casi nada» (Cuenta conciencia 3,12). El cristiano adulto en Cristo está ya decidido a no ofender a Dios por nada del mundo, «por poquito que sea, ni hacer una imperfección si pudiese» (6 Moradas 6,3).
6.–En la victoria sobre el pecado se da la plena potencia apostólica. Antes no, porque los pecados, aunque sean veniales, frenan en algo la acción de la gracia –la única que puede obrar conversiones– y oscurecen en el cristiano el resplandor de la gracia divina, de tal modo que el testimonio así dado sobre Dios apenas resulta inteligible y conmovedor. Ya nos dijo Cristo: «así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen al Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).
Es normal que apenas dé fruto apostólico la persona que aún peca deliberada y habitualmente, aunque sea en cosas mínimas. En esa falta de santidad –de unión con Dios: sólo Dios salva– radica sin duda la causa principal de la ineficacia apostólica que un cristiano, que una comunidad y que una Iglesia local sufren en tantos lugares. Cuando un sacerdote, por ejemplo, que está lejos de la perfección y no tiende hacia ella seriamente, dice con desánimo: «Yo he hecho todo lo que he podido en mi trabajo pastoral, pero esta gente no ha respondido», se está engañando lamentablemente. Cuando fue ordenado, ejerció quizá el apostolado con cierto entusiasmo –aunque junto a la caridad hubiera no pocas motivaciones más bien carnales–. Todavía no se habían formado en su vida hábitos negativos que hicieran estériles los trabajos de la acción pastoral. Pero pasaron los años, y después de tantas misas, oraciones, sacramentos y actividades, aunque es posible que el grado real de su celo apostólico sea mayor, sin embargo, como en su vida se han ido formando muchos pequeños malos hábitos, que él no ha combatido suficientemente (comodidad, seguridad, respeto humano, etc.), resulta que el ejercicio concreto de ese celo apostólico se ha ido viendo cada vez más limitado por trabas diversas, y quizá cada vez trabaja menos por el Reino de Dios –aunque también es posible que busque en el activismo la justificación de su secreta mala conciencia–. No se ha decidido a morir del todo al pecado, y el resultado es patente. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,24).
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–La compunción
Uno de los rasgos fundamentales de la espiritualidad del cristiano es esa conciencia habitual de ser pecador; lo que los latinos llamaban «compunctio» y los griegos «penthos». Es la compunción una pena interior habitual por ser un pecador que peca. No es una tristeza amarga, sino en la paz de la humildad, y a veces en lágrimas, que pueden ser de pena, pero también de gozo, cuando en la propia miseria se alcanza a contemplar la misericordia abismal del Señor. «La tristeza conforme a Dios origina una conversión salvadora, de la que nunca tendremos que lamentarnos; en cambio, la tristeza producida por el mundo ocasiona la muerte» (2Cor 7,10).
En la tradición cristiana la compunción de corazón ha sido un rasgo muy profundo. En los Apotegmas de los padres del desierto, leemos que uno de ellos confiesa: «si pudiera ver todos mis pecados, tres o cuatro hombres no serían bastantes para lamentarlos con sus lágrimas» (MG 65,161). Y otro explica la causa de esa actitud: «cuanto más el hombre se acerca a Dios, tanto más se ve pecador» (65,289).
Pero ese acercamiento a Dios, a su bondad, a su hermosura, explica a su vez por qué la compunción no es sólo tristeza, sino también gozo inmenso y pacífico, un júbilo que a veces conmueve el corazón hasta las lágrimas. Así lo describe Casiano: en el monje «a menudo se revela el fruto de la compunción salvadora por un gozo inefable y por la alegría de espíritu. Prorrumpe, entonces, en gritos por la inmensidad de una alegría incontenible, y llega así hasta la celda del vecino la noticia de tanta felicidad y embriaguez espiritual… A veces está [el alma] tan llena de compunción y dolor, que sólo las lágrimas pueden aliviarla» (Colaciones 9,27).
–La pérdida del sentido de pecado
«El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». Esta afirmación de Pío XII (Radiomensaje 26-X-1946) es recogida por Juan Pablo II en la exhortación apostólicaReconciliatio et pænitentia (1984, n.18), al mismo tiempo que señala sus causas principales:
–«Oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado». –El secularismo, «que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de «perder la propia alma», no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre». Pero «es vano esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado». Y también hay que tener en cuenta los equívocos de la ciencia humana mal entendida: –La psicología, cuando se preocupa «por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer jamás una falta». –La sociología conduce a lo mismo, cuando tiende a «cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente». –Un cierta antropología cultural, «a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad [su libertad] que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar». –Una ética afectada de historicismo «relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y niega, consecuentemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos».
«Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones: pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte… ¿Y por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana», por ejemplo, en lo referente a la moral conyugal, «termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco deben ser silenciados algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramental». Ante estas situación reconocida, el Papa quiere que «florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la Penitencia».
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–Entre el don y el perdón de Dios
Dios siempre dona o perdona a los hombres que quieren vivir en su amistad. Cuando obramos el bien, es porque recibimos el don de la gracia divina. Y cuando obramos el mal, es porque rechazamos el don de Dios. Pero entonces, si nos arrepentimos, si no rechazamos la gracia del arrepentimiento, Dios nos concede su per-dón, es decir, nos da de nuevo el don, en un don intensivo, reiterado, sobreabundante. Por eso hemos de ser muy conscientes de que vivimos siempre del don o del perdón de Dios. De tal modo que «donde abundó el pecado [un abismo], sobreabundó la gracia» (otro abismo) (Rm 5,20).
San Agustín, como San Pablo, contempla con frecuencia estos dos abismos:
«En la tierra abunda la miseria del hombre y sobreabunda la misericordia de Dios. Llena está la tierra de la miseria humana, y llena está la tierra de la misericordia de Dios» (ML 36,287).
Una cosa nos falta
El episodio está narrado con intensidad especial.Jesús se pone en camino hacia Jerusalén, pero antes de que se aleje de aquel lugar, llega «corriendo» un desconocido que «cae de rodillas» ante él para retenerlo. Necesita urgentemente a Jesús.
No es un enfermo que pide curación. No es un leproso que, desde el suelo, implora compasión. Su petición es de otro orden. Lo que él busca en aquel maestro bueno es luz para orientar su vida: «¿Qué haré para heredar la vida eterna?». No es una cuestión teórica, sino existencial. No habla en general; quiere saber qué ha de hacer él personalmente.
Antes que nada, Jesús le recuerda que «no hay nadie bueno más que Dios». Antes de plantearnos qué hay que «hacer», hemos de saber que vivimos ante un Dios Bueno como nadie: en su bondad insondable hemos de apoyar nuestra vida. Luego, le recuerda «los mandamientos» de ese Dios Bueno. Según la tradición bíblica, ese es el camino para la vida eterna.
La respuesta del hombre es admirable. Todo eso lo ha cumplido desde pequeño, pero siente dentro de sí una aspiración más honda. Está buscando algo más. «Jesús se le queda mirando con cariño». Su mirada está ya expresando la relación personal e intensa que quiere establecer con él.
Jesús entiende muy bien su insatisfacción: «una cosa te falta». Siguiendo esa lógica de «hacer» lo mandado para «poseer» la vida eterna, aunque viva de manera intachable, no quedará plenamente satisfecho. En el ser humano hay una aspiración más profunda.
Por eso, Jesús le invita a orientar su vida desde una lógica nueva. Lo primero es no vivir agarrado a sus posesiones: «vende lo que tienes». Lo segundo, ayudar a los pobres:«dales tu dinero». Por último, «ven y sígueme». Los dos podrán recorrer juntos el camino hacia el reino de Dios.
El hombre se levanta y se aleja de Jesús. Olvida su mirada cariñosa y se va triste. Sabe que nunca podrá conocer la alegría y la libertad de quienes siguen a Jesús. Marcos nos explica que «era muy rico».
¿No es esta nuestra experiencia de cristianos satisfechos de los países ricos? ¿No vivimos atrapados por el bienestar material? ¿No le falta a nuestra religión el amor práctico a los pobres? ¿No nos falta la alegría y libertad de los seguidores de Jesús?