El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces

El dinero como Dios

Hace casi cien años, Walter Benjamin redactó una nota titulada “Capitalismo como religión”: el capitalismo funge religiosamente porque se presenta como “experiencia de la totalidad”. Pero es una religión sólo de culto: sin dogmas ni moral. Ese culto se lleva a cabo mediante el consumo, empalmando con la tesis marxiana de la mercancía convertida en fetiche mientras al trabajador se le convierte en mercancía. Es además una religión de culto continuo en la que todos los días son “de precepto”. Y de un culto culpabilizador (en alemán Schuld significa a la vez deuda y culpa: por eso, según Benjamin, vivir con una deuda equivale a vivir con una culpa. Curiosamente en el arameo de Jesús sucedía algo parecido: la palabra schabq significa a la vez el perdón de los pecados y la remisión de las deudas).

2.- Toda religión tiene un dios. Hacia 1936, Keynes, en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, habló del dinero como dios: todas las funciones que antaño desempeñaba Dios las desempeña hoy el dinero. Keynes subraya que no habla simplemente de la riqueza sino del dinero contante y sonante (la liquidez), que permite la disponibilidad inmediata y la especulación. Ese dinero: a) da seguridad y garantiza el futuro: valen de él aquellas palabras del salmista: “te amo, Señor, tú eres mi roca, mi fortaleza”. b) Da seguridad porque es todopoderoso y omnipresente: no hay nada que no pueda conseguirse sin él Finalmente c) el dinero es fecundo: en el capitalismo financiero el dinero ya no se usa como medio para crear riqueza sino que él mismo produce más dinero: “especular resulta entonces más lucrativo que invertir” (por eso los Bancos ya no dan créditos). A todo ello podríamos añadir d) que hoy que el dinero también es invisible, como Dios, a pesar de su poder y su omnipresencia. Resumiendo: si el dinero es el último punto de referencia, bien se puede hablar de él como “el ser necesario” (clásico término metafísico para designar a Dios).

3.- Todo eso pone de relieve la no-neutralidad del dinero que ya no es un mero instrumento práctico de intercambio, como pretenden los teóricos neoliberales. Plantea además una pregunta muy seria sobre la legitimidad del préstamo a interés, cuya historia tiene tres etapas:

a) Tanto en la Biblia como en el mundo grecolatino era considerado inmoral: Aristóteles calificaba la usura como el más bajo de los vicios, comparándola al proxenetismo que aprovecha la necesidad del otro para el enriquecimiento propio. Si pido prestado un kilo de patatas no es lícito que me obliguen a devolver kilo y medio. ¿Por qué habría de ser lícito si pido dinero en vez de patatas?

b) En los albores del capitalismo, el dinero se convierte en una ocasión para crear riqueza: si te presto un dinero evito comprarme con él un campo que podría cultivar, o montar una pequeña industria. En ese sentido el préstamo me priva de un beneficio y parece legítimo que, al devolverlo, se me dé alguna compensación por esa ganancia perdida.

c) Con la economía especulativa financiera, la cosa vuelve a cambiar: el dinero ya no es una oportunidad para que yo cree riqueza, sino que él mismo es fecundo: con menos riesgos y con porcentajes de ganancia más altos. Eso será una gran mentira, pero “funciona” hasta que estalle la crisis. Pues bien: así como, en los comienzos del primer capitalismo no se vio que el préstamo a interés cambiaba de significado y siguieron prohibiendo, así ahora tampoco se ve que, en el capitalismo financiero, el interés vuelve a cambiar de significado, y se lo sigue permitiendo. Según la tesis de Benjamin del capitalismo como religión de culpa, ahora el interés viene a ser respecto del préstamo lo que es la penitencia respecto de la culpa.

Dejemos ese problema para el futuro y volvamos a Keynes. De lo antedicho deduce él que nuestro sistema tiene dos grandes defectos: es incapaz de crear empleo y reparte injustamente la riqueza y los ingresos. ¿Dos defectos o dos desautorizaciones totales?.

4.- Todo lo antedicho nadie lo percibió con tanta claridad como Lutero, cuando ya iba amaneciendo el capitalismo. Creer en Dios es confiar en Él, pero nosotros hemos sustituido la confianza por el culto: confiamos nuestro futuro al dinero, y a Dios le hacemos procesiones y templos que “no llegan hasta el cielo”. Por eso, en su Gran Catecismo, Lutero trata del dinero al comentar no el séptimo mandamiento sino el primero: porque el dinero es “el ídolo más común en la tierra”. Según Lutero, la comunidad cristiana debería ser un ámbito donde no rigen las leyes de la economía monetaria. Los cristianos deberían manifestar al Dios verdadero con su conducta en cuestiones económicas. Por eso añade: “siempre he dicho que los cristianos somos gente rara en la tierra”. Pero esa rareza permite comprender que la frase de Jesús (“no podéis servir a Dios y al dinero”) tiene una traducción laica bien clara: no podéis servir al hombre y al dinero.

Evangelio según San Mateo 13,47-53. 

Jesús dijo a la multitud: "El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo". 

Cuando Jesús terminó estas parábolas se alejó de allí.

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia 
Sobre la fe y las obras, cp. 3-5

Imitar la paciencia del Señor

Nuestro Señor ha sido un modelo incomparable de paciencia: ha soportado hasta su pasión a un «demonio» entre sus discípulos (Jn 6, 70). Ha dicho: «Dejadlos crecer juntos hasta la siega, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también el trigo» (Mt 13, 29). Para ser una figura de la Iglesia ha predicho que la red  arrastraría hasta la orilla, es decir, hasta el fin del mundo, toda clase de peces, buenos y malos. Ha hecho conocer de muchas otras maneras, ya sea hablando abiertamente, ya sea en parábolas, que los buenos y los malos se mezclarían. Y, sin embargo, es necesario vigilar sobre la disciplina de la Iglesia, cuando dice: «Estad atentos; si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano» (Mt 18,15)...

Pero hoy en día vemos que hay hombres que sólo toman en consideración los preceptos rigurosos, que mandan reprimir a los perturbadores, de «no dar lo santo a los perros» (Mt 7, 6), de tratar como publicano a aquel que menosprecia a la Iglesia (Mt 18,17), de arrancar del cuerpo a los miembros escandalosos (Mt 5,30). Su celo intempestivo, desorienta a la Iglesia, de manera que quisieran arrancar la cizaña antes de tiempo, y su ceguera les convierte a ellos mismos en enemigos de la unidad de Jesucristo...

Vigilemos de no dejar entrar en nuestro corazón esos presuntuosos pensamientos, de querer apartarnos de los pecadores para no ensuciarnos con su contacto, de querer formar como un rebaño de discípulos puros y santos; bajo el pretexto de no juntarnos con los malos, no haríamos otra cosa que romper la unidad. Sin bien al contrario, acordémonos de las parábolas de la Escritura, de sus inspiradas palabras, de sus impresionantes ejemplos, en los cuales se nos enseña que, en la Iglesia, los malos estarán siempre mezclados con  los buenos hasta el fin del mundo y el día del juicio, sin que su participación en los sacramentos sea dañina para los buenos, dado que éstos no habrán tenido parte en sus pecados.

San Ignacio de Loyola

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San Ignacio de Loyola, presbítero y fundador

Memoria de san Ignacio de Loyola, presbítero, el cual, nacido en el País Vasco, en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje hasta que, herido gravemente, se convirtió a Dios. Completó los estudios teológicos en París y unió a él a sus primeros compañeros, con los que más tarde fundó la Orden de la Compañía de Jesús en Roma, donde ejerció un fructuoso ministerio escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios.

San Ignacio nació probablemente en 1491, en el castillo de Loyola, en Azpeítia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Oñaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, doña Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna, durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló. Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola. Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos juzgaron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo soportó estoicamente la bárbara operación, pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con ciertas complicaciones, de suerte que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo, Iñigo sobrevivió y empezó a mejorar, aunque la convalescencia duró varios meses. No obstante la operación, la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a que éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida. 

Con el objeto de distraerse durante la convalescencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería, a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen con vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: «Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron». Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de las vidas de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos mundanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda la penitencia corporal posible y llorar sus pecados. 

Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalescencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. El pueblecito de Manresa está a tres leguas de Montserrat. Ignacio se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año, pero a las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los «Ejercicios Espirituales».

Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. AqueIla experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio era tan ignorante que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.

En febrero de 1523, Ignacio partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues «pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas». Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino «amare» se convertía en un simple pretexto para pensar: «Amo a Dios. Dios me ama». Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él. 

Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre. En aquella época, había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de ciencia y autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia corno pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528. Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París. 

Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era saboyano; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que desear. Ignació partió de París en la primavera de 1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.

Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús (san Ignacio no empleó jamás el nombre de «jesuita», ya que originalmente fue éste un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía), porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de «La Storta», el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propitius ero (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró a Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano. 

Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden, «para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado». La primera de esas obras de caridad consistiría en «enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de Dios». La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros. 

Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: «Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo pecado». Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Gonçalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, san Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue san Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, san Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que san Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo. 

En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignació ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. «La Compañía de Jesús era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas» (cardenal Manning). A este propósito citaremos las instrucciones que san Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes: «Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda. Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los «Ejercicios Espirituales». Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de san Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, san Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamenle y de formularlos con perfecta claridad.

El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir «sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma». Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración «guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino». 

La prudencia y caridad del gobierno de san Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque san Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de san Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: «A la mayor gloria de Dios». A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: «Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?» Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el «espíritu militar» de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa. 

Durante los quince años que duró el gobierno de san Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros. 

El amor de Dios era la fuente del entusiasmo de Ignacio por la salvación de las almas, por las que emprendió tantas y tan grandes cosas y a las que consagró sus vigilias, oraciones, lágrimas y trabajos. Se hizo todo a todos para ganarlos a todos y al prójimo le dio por su lado a fin de atraerlo al suyo. Recibía con extraordinaria bondad a los pecadores sinceramente arrepentidos; con frecuencia se imponía una parte de la penitencia que hubiese debido darles y los exhortaba a ofrecerse en perfecto holocausto a Dios, diciéndoles que es imposible imaginar los tesoros de gracia que Dios reserva a quienes se le entregan de todo corazón. El santo proponía a los pecadores esta oración, que él solía repetir: «Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Vos me lo disteis; a vos Señor, lo torno. Disponed a toda vuestra voluntad y dadme amor y gracia, que esto me hasta, sin que os pida otra cosa». 

La publicación de Monumenta Historica Societatis Jesu ha puesto al alcance del público una inmensa cantidad de documentos. Ahí puede verse prácticamente todo lo que puede arrojar alguna luz sobre la vida del fundador de la orden. Particularmente importantes son los doce volúmenes de su correspondencia, tanto privada como oficial, y los memoriales de carácter personal que se han descubierto. Entre éstos se destaca el relato de su juventud, que san Ignacio dictó en sus últimos años, accediendo a los ruegos de sus hijos, a pesar de la repugnancia que ello le producía. Esa autobiografía está publicada en BAC. Es difícil recomendar qué bibliografía dejhar de la restante que trae Butler, ya que han pasado algunas décadas desde aquella publicaión y la actualidad, sin embargo, con esa limitación, copio los títulos que allí figuran, haciendo al salvedad de que seguramente hay estudios más actualizados sobre una personalidad tan relevante: La del P. de Ribadeneira [también editada en BAC] conserva su valor, ya que se trata de la apreciación personal de alguien que estuvo en contacto íntimo con el santo. El volumen I de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (1902) del P, Astráin es prácticamente la historia de la carrera y actividades del fundador. El P. Astráin publicó, además, un valioso resumen biográfico. Las biografías del P. H. J. Pollea (1922) y de Christopher Hollis (1931), muy diferentes entre sí, son excelentes. El P. J. Brodrick, dice, refiriéndose a las biografías escritas por H. D. Sedgwick (1923) y P. van Duke (1926): «Esas dos obras son, con mucho, las mejores biografías de San Ignacio que los protestantes han escrito hasta la fecha; desde el punto de vista histórico, son muy superiores a muchas biografías católicas"».

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

Oremos  
Señor Dios, que suscitaste en tu Iglesia a San Ignacio de Loyola para que extendiera más la gloria de tu nombre, concédenos que, a imitación suya y apoyados en su auxilio, libremos tambien en la tierra el noble combate de la fe, para que merezcamos ser coronados juntamente con él en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Relojes y procesos

Si de vez en cuando nos descubrimos enorgulleciéndonos de tener una agenda muy ocupada, es que se diez imponer nuestros días la idea de que es admirable que hace muchas cosas en poco tiempo. Si no se impone, al menos gana fuerza una idea productivista del tiempo: es mejor quién es más productivo temporalmente. Pero simultáneamente a esta hegemonía crecen las enfermedades cardiovasculares y los estreses. Estas enfermedades muestran que el ritmo de vida tiene algo de poco sano. Una manera de aproximarnos a este problema parte de la distinción entre dos dimensiones del tiempo que responden a dos términos griegos: el tiempo como chronos y el tiempo como kairós. Chronos es el tiempo que miden los relojes, y que se relaciona últimamente con ritmos cósmicos: el año solar o los días de 24 horas. Kairós es el tiempo relacionado con los procesos personales. El kairós es un tiempo que no podemos definir o controlar: los procesos humanos "se completan satisfactoriamente" cuando ellos quieren: no cuando nosotros decretamos que deben completarse. Por ejemplo, hay parejas que necesitan dos años para decidirse a adquirir un compromiso estable o casarse, y otras que necesitan más tiempo. Cuando el chronos que nos imponemos o nos impone para terminar una tarea no permite la realización del proceso personal (el kairós), entonces el trabajo no se hace bien hecha o venden los problemas de salud, física o psíquica.

Dice un libro de sabiduría de la Biblia que "hay un tiempo para cada cosa" (Eclesiastés 3, 1-8). Para encontrar los tiempos de cada cosa las guías objetivas (el chronos) no siempre son válidas. Hay que escuchar por dentro y ver si el cuerpo aguanta, si la psique aguanta, porque cuerpo y psique son indicadores del kairós. Bajo estas claves de interpretación, una vida sana viene cuando sabemos escuchar nuestro cuerpo y nuestra mente para adecuar chronos a kairós.

Se trató de llevar una vida que no destroce la persona: lo que San Ignacio pide a los jesuitas que en su vida ordinaria "no se corrompa el subiecto". Pero tal vez una vida sana no es suficiente. Tal vez debemos aspirar a una vida buena: la vida que viene cuando ponemos nuestros chronos y kairós al servicio de causas que valen la pena: al servicio del bien común, de la ciencia, del arte, de la justicia, de la lucha contra la pobreza. Es muy recomendable que la vida buena sea al mismo tiempo una vida sana. Y sin embargo, hay momentos o temporadas en que, en nombre de una causa que vale la pena, nos toca "gastar la vida", tal como dice Lluís Espinal SJ (1932-1980) en un bello poema. Tal vez se puede ir un paso más allá de la vida buena. Y es que hay un tipo de vida buena que busca sus raíces y se cultiva más allá de ella misma. Una vida que se percibe, no como propietaria de sí misma, sino como referida a una Realidad profunda que la habita, la vivifica y lo orienta. Si a esta Realidad la llamamos el Espíritu, entonces la vida buena se convierte en vida espiritual.

En la vida espiritual, el kairós de cada persona está como "grávido del Espíritu". Para que el Espíritu se quiere manifestar en cada vida que desee acogérselo y hacerla colaboradora para llevar a la humanidad hacia la plenitud de la fraternidad (Gálatas 4,1-7). Uno de mis textos favoritos (perdonad si lo repito), inspirado en la vida de la Madre Teresa de Calcuta, explica la acción de este Espíritu: Hay una luz en el mundo, un espíritu balsámico más fuerte que cualquier oscuridad con que nos podamos topar. A veces dejamos de ver esta fuerza cuando hay demasiado sufrimiento, cuando hay demasiado dolor. Pero de repente este espíritu resurge en la vida de personas normales que escuchan su llamada y responden de manera extraordinaria.

La vida espiritual es una vida que procura ser sana (el Espíritu es "balsámico", las personas son "normales") y buena (entregada de manera extraordinaria a una gran causa). Lo que la diferencia es que procura "escuchar la llamada" del Espíritu-fuerte, luminoso y balsámico-y responder: secundarlo en la construcción de la fraternidad con todos, sobre todo con los más pobres, como lo hizo lo la Madre Teresa.

¿Cómo hacer que los ritmos laborales no desatino el tiempo extra-laboral?
¿Cómo hacer que el tiempo laboral se ajuste a los kairoi?
¿Hay formas de "gastar la vida" sin "corromper el subiecto"?
¿En qué ocasiones siento que estoy "escuchando y acogiendo" el Espíritu?

Una luz en la noche

La Esperanza es la luz que puede romper las negras sombras cuando parece que todo está perdido.

Hoy es jueves, Señor, y vengo con el alma en sombras, sombras que se llegan a convertir en oscuridad si nos falta la virtud de la Esperanza.... 

Cuando eso sucede hay noches en las que parece que el tiempo se ha detenido y jamás veremos el amanecer... en ellas oímos el palpitar de nuestro corazón y cada latido nos duele.... 

Noches de negrura espiritual en las que todo parece agrandarse, nuestra pena, nuestra angustia y nuestro malestar. Nos pesa la vida y en el silencio de esa noches nos parece que no hay pena como nuestra pena. 

Pero...si hay un poco de esperanza en nuestro corazón, estamos salvados. 

Sabemos de casos que esa gran "desesperanza" ha llegado a tal límite, a tal profundidad que no se ha encontrado otra solución que el buscar la "puerta falsa". Es el escape, el terminar con algo que pesa demasiado y el sentirse sumergido en las tinieblas de una noche "sin mañana"... sin esperanza. ¡Eso fue lo que les faltó a esas vidas: LA ESPERANZA. 

La Esperanza es un mañana mejor, la Esperanza es la luz que puede romper las negras sombras cuando parece que todo está perdido.

Sin Esperanza no se puede vivir. 

Cuando hay Esperanza a pesar de la desilusión y del dolor, siempre habrá otro camino que no sea el de la desesperación y el total aniquilamiento del verdadero yo. 

Es cierto que hay situaciones en la vida que son como la más oscura de las noches, noches en que las horas parecen no pasar... pero cuando hay fe, cuando sabemos que tenemos un Dios que sabe de nuestro sufrimiento, cuando nos sabemos amados por El, a pesar de que nuestro sentimiento de soledad sea inmenso, si nos dejamos arropar y abandonar en sus brazos y en los de nuestra Madre María Santísima, la Esperanza, de saber que Dios nos ama, llegará con su luz que sabe consolar. 

Quien se siente amado no puede caer en la desesperación y Dios nos ama. 

La ESPERANZA, es una virtud que tenemos que cultivar como la flor más delicada y valiosa. Tres son las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad, cuyo objeto directo es Dios Sin ellas es muy difícil caminar por la vida y no podemos olvidar que la Esperanza siempre será la luz en nuestras noches cuando las penas y las dificultades las hagan muy oscuras. 

San Ignacio de Loyola

«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi ser y mi poseer; vos me lo disteis: a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta». Es la profunda oración con la que culminan los ejercicios espirituales de este santo, menudo de talla, grandioso corazón y proverbial obediencia, que nació en el castillo de Loyola, Guipúzcoa, España, en 1491 en una familia de la nobleza. Benjamín de ocho hermanos, fue educado en la casa de Juan Velázquez, contador mayor de los Reyes Católicos. Su contacto con la corte marcó una etapa en su vida de dispersión y afanes de gloria.

En 1517, tras la muerte de Juan, inició la carrera militar. Pero en 1521, puede que el 20 de mayo, en el transcurso de una batalla contra los franceses, en Pamplona, una bala de cañón impactó en su pierna derecha debajo de la rodilla. Mientras convalecía de una de las intervenciones que sufrió, que le dejó una cojera de por vida, para distraerse solicitó libros de caballería. No había, y le ofrecieron la vida de Cristo y un santoral. Modificaron su perspectiva existencial: «Me imaginaba que debía competir con tal santo en ayunos, con este otro en la paciencia, con aquel en peregrinaciones». Las hazañas de los valerosos seguidores de Cristo, que en nada se asemejaban a las que conocía el aguerrido soldado, le sedujeron y se convirtió. Se arrepintió de su pasado, y decidió vivir con el radicalismo evangélico al que se sentía llamado.

En su entorno no pasó desapercibido el cambio del intrépido militar que, de repente, solo hablaba de temas religiosos. Y aunque desconocía qué pasos debía dar, tenía claro que serían hacia la consagración. Por de pronto, se recluyó en Montserrat. Con el espíritu de un caballero depositó sus armas a los pies de María, después de haber hecho vela toda la noche ante su imagen, con sus nuevos compañeros de camino: un tosco sayo y el bordón, signos del peregrino. Soñaba ya con Jerusalén. Quería hallarse en la tierra de Jesús, a quien deseaba «conocer mejor, para imitarle y seguirle». A renglón seguido se dirigió a Manresa para hacer oración y penitencia. Y allí, fundamentados en su experiencia personal, redactó los ejercicios espirituales. Una noche se le apareció la Virgen con el Niño Jesús y se sintió invadido por su dulzura. Cuando abandonó el lugar, partió con un patrimonio espiritual que le dejó marcado para siempre.

En 1523 se trasladó a Tierra Santa. Su voluntad era permanecer en los Santos Lugares, pero ante los muchos peligros que acechaban a los peregrinos, los franciscanos le disuadieron, y prácticamente le obligaron a regresar a España. Sin saber aún qué camino tomar, cuando llegó a Barcelona hacia 1524, determinó cursar estudios para «ayudar a las almas», que completó en Alcalá de Henares y en Salamanca. La difusión de los ejercicios le acarreó muchos sufrimientos: procesamiento, prohibición de predicar, azotes, cárcel; tenía detrás a la Inquisición, pero todo lo asumió gozoso por amor a Cristo. Ya en París donde se licenció en Artes, con un grupo de siete compañeros, entre los que se hallaban Francisco Javier y Pedro Fabro, erigiría la fundación con el lema «Ad maiorem Dei gloriam».Compartió con ellos su experiencia en Manresa, lo que extrajo de la lectura de vidas de los santos y, sobre todo, el evangelio. Acordaron ir a Palestina para evangelizar. Si este objetivo se torcía por algún motivo en el año de plazo que se dieron, se pondrían a merced del pontífice. En 1534 emitieron los votos en la capilla de Montmartre.

Se encontraron en Venecia, como habían convenido. Pero en 1535 nuevos problemas de salud obligaron a Ignacio a volver a España. El sueño de todos seguía siendo establecerse en Palestina, pero la guerra contra los turcos lo hizo inviable. De modo que, hallándose en Venecia en 1537, ya con Ignacio al frente, el grupo, que se había incrementando en número, se trasladó a Roma y se puso bajo el amparo de Paulo III. Éste los acogió, ordenando sacerdotes ese año a los que aún no había recibido este sacramento. En la capilla de la Storta, a unos kilómetros de Roma, en una visión trinitaria Cristo le había dicho a Ignacio: «Yo quiero que tú nos sirvas». Con la aprobación del papa en 1540, la Compañía de Jesús fue una realidad eclesial y canónica, aunque la redacción de las constituciones que el santo emprendió se prolongó hasta 1551. A los votos de castidad y pobreza añadieron el de obediencia al máximo superior, que estaría a su vez sometido al pontífice. Era uno de los signos del espíritu militar que formó parte de la educación y vida de su fundador, y que quiso transmitir a la Compañía con nuevo sesgo espiritual.

Con esta fundación se dispusieron a luchar para contrarrestar el protestantismo y otras deficiencias sociales, propagando la fe católica. Pronto se constató la formidable labor de estos religiosos para atajar los nefastos efectos de la Reforma impulsada por Lutero. Las vías de apostolado fundamentalmente eran el cuidado de los enfermos y la enseñanza, que los primeros integrantes realizaban estimulados por la fortaleza y entusiasmo de Ignacio. Unánimemente le eligieron como general de la Compañía en 1541. La atracción entre los jóvenes por el carisma se incrementaba; fueron llegando algunos de talla excepcional.

Limitado por graves problemas de salud, permaneció en Roma dedicado al retiro y a la oración. Había encarnado su propósito: «En todo amar y servir».Se mantuvo al frente de la Compañía, que se extendió por Europa, América y Asia. Mientras, redactaba obras formativas y creaba prestigiosos centros académicos, todo para la mayor gloria de Cristo y de su Iglesia. En 1551 quiso dimitir como general, pero no lo permitieron. Al inicio de julio de 1556 sufrió un ataque de fiebre; su ánimo apostólico seguía invicto. Y el 31 de ese mes murió serena e inesperadamente. Paulo V lo beatificó el 3 de diciembrede 1609. Gregorio XV lo canonizó el 12 de marzo de 1622

San Ignacio de Loyola. Volver al Jesús histórico

. Inicié este blog hace exactamente ocho años... y uno de mis primeros textos estuvo dedicado a San Ignacio de Loiola/Loyola. Aprovecho la ocasión para volver a presentarlo, hoy día de su fiesta (31.7.14), pues entonces eran pocos los que entraban en el blog.

--De Ignacio me importan muchas cosas,tanto en un plano personal y eclesial, y no puedo referirme a todos. Aprendí las principales con mi madre, devota ignaciana y con su buen biógrafo Ignacio Tellechea (Sólo y a Pie. Ignacio de Loyola), Sígueme, Salamanca 2004 . Hoy quiero presentar uno de los rasgos importantes de su vida, en línea de Dios.

-- Me importa hoy más Ignacio porque el Papa Francisco es jesuita, fiel devoto e imitador de su Compañía, no sólo por su política y prudencia eclesial, sino por un tipo intenso de entrega en manos de la Providencia. Murió Ignacio en un tiempo de dura crisis de su Compañía, casi enfrentado con el Papado. El papado debe retomar hoy el mejor camino de Ignacio, unido al de Francisco, los dos creadores de la Iglesia católica moderna.

-- Me importa Ignacio porque siendo un hombre de la modernidad siguió inmerso en un tipo de Edad Media religiosa, como muestran las visiones que he querido recoger en esta postal, en un camino que pasa especialmente por Manresa. Unió su piedad más tradicional con su capacidad de organización. Está terminando quizá una época que él inició, nos queda su experiencia más honda de Dios, en el río de la vida, en el cambio del tiempo.

-- Me importa Ignacio porque es un hombre de Jesús. Dejó a un lado la Gran Escolástica, y centró el "ejercicio cristiano" en el seguimiento radical del Jesús histórico, de su vida (semana 2), de su fidelidad y entrega humana (sem. 2) y de su pascua (sem. 4). La Iglesia hoy necesita volver a la vida de Jesús, es decir, a su humanidad concreta, que la lea cada uno, que la asuma, la recorra...

-- La Iglesia moderno en conjunto (en su gran aparato) ha perdido la humanidad de Jesús. Por eso es necesario volver a ella, de un modo radical, sabiendo que todo el resto de las cosas resultan accesorias, incluso un tipo de episcopados y de vaticanos. Sólo Jesús Jesús, su historia. Ese es el mensaje de Ignacio. De eso tratará la postal que sigue: Cito primero los momentos de la vida de Jesús que la Iglesia ha de recorrer para ser iglesia. Me detengo después en su visión espiritual. Sería bueno comentar estas visiones ignacianas de Dios en un plano psicológico y religioso, pero las dejo ahí, para que los lectores puedan entenderlas a su gusto, en toda su anchura. Buen día a todos, a jesuitas y amigos de Ignacio. Buen trabajo al Papa.

Nacimiento 262-274
1. Anunciación
2. Visitación
3. Nacimiento
4. Pastores
5. Circuncisión
6. Magos
7. Purificación
8. Huída Egipto
9. Vuelta de Egipto
10. Vida oculta
11. Niño en templo
12. Bautismo
13. Tentación
Vida. Num 275-287.
14. Llamada apóstoles.
15. Caná de Galilea
16. Expul. Templo: Jn 2
17. Sermón Monte
18. Tempestad calmada
19. Andar sobre mar
20. Envío apóstoles
21. Conversión Magdalena l:Lc 7
22. Multiplic. Panes
23. Transfiguración
24. Resurr. Lázaro
25. Cena Betania: Mt 26
26. Ramos
Pasión Num 288-298
27. Predica. Templo
28. Última Cena
29. Cena-Huerto
30. De Huerto a Anás
31. De Anás a Caifás
32. De Caifás a Pilato
33. Juicio Herodes
34. Vuelta a Pilato
35. De Pilato a Cruz
36. Cruz
37. De Cruz a Sepulcro
Pascua (299-312)
1. Apar. Madre (apócrifa)
2. Ángel pascua (Mc 16)
3. Apar. mujeres (Mt 28)
4. Apar. Pedro (Lc 24, 33)
5. Emaús (Lc 24)
6. Jn 20: Disc. sin Tomás
7. Jn 20: Tomás
8. Jn 21: pesca final
9. Mt 28, 16-20 Misión
10. 1Cor 15, 7: 500 herman
11. 1Cor 15: Santiago
12. José de Arimatea (apc)
13. San Pablo
38. Ascensión (Hech 1)
Éste es el tema, éste el motivo: volver a la historia de Jesús, al camino concreto de su vida, sin mucho CIC, sin muchos añadidos de especulación.

2. UNA VISIÓN DE DIOS. FONDO ESPIRITUAL
Propiamente hablando, Ignacio de Loyola no ha tenido una visión de Dios como Trinidad, sino una experiencia interior, una comprensión en profundidad del misterio trinitario, que ha tenido como consecuencia un consuelo y un gozo perdurable. Así lo muestra tanto su Autobiografía¸ como su Diario espiritual, el día de su fiesta, felicitando a todos mis amigos ignacios e iñakis, a todos los jesuitas:

Visión de la Trinidad: Tres teclas. Montserrat.
Tenía mucha devoción a la santísima Trinidad, y así hacía cada día oración a las tres personas distintamente. Y haciendo también a la santísima Trinidad, le venía un pensamiento, que ¿cómo hacía cuatro oraciones a la Trinidad? Mas este pensamiento, le daba poco o ningún trabajo, como cosa de poca importancia. Y estando un día rezando en las gradas del mismo monasterio (Monserrat) las Horas de nuestra Señora, se le empezó a elevar el entendimiento, como que veía la santísima Trinidad en figura de tres teclas, y esto con tantas lágrimas y tantos sollozos, que no se podía valer.

Y yendo aquella mañana en una procesión, que de allí salía, nunca pudo retener las lágrimas hasta el comer; ni después de comer podía dejar de hablar sino en la santísima Trinidad; y esto con muchas comparaciones y muy diversas, y con mucho gozo y consolación; de modo que toda su vida le ha quedado esta impresión de sentir grande devoción haciendo oración a la santísima Trinidad (Autobiografía, num 28).

Visión intelectual: río hondo. Manresa.
Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama san Pablo, y el camino va junto al río; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo.

Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas... Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto, que tenía antes (Autobiografía, 30. 5º).

Diario espiritual, 21 de Febrero de 1544, Paris.
Durante la oración, todo el tiempo, devoción continua y muy grande, luz cálida y gusto espiritual, entrañando en cierto modo alguna elevación [...]. En la misa...yo conocía, yo sentía o veía, Dominus scit (Dios lo sabe) que hablar al Padre, ver que él era una persona de la Santa Trinidad, ello me llevaba a amarle del todo y tanto más porque las tres restantes personas se encontraban totalmente en él. Yo sentía la misma cosa cuando oraba al Hijo y la misma cosa cuando oraba al Espíritu Santo, gozando indiferentemente de una o de la otra persona, mientras yo sentía las consolaciones, atribuyéndolas a los tres.

(Conocimiento y visión. Roma)
Cuando decía misa tenía también muchas visiones, y cuando hacía las Constituciones las tenía también con mucha frecuencia; y que ahora lo puede afirmar más fácilmente, porque cada día escribía lo que pasaba por su alma y lo encontraba ahora escrito. Y así me mostró un fajo muy grande de escritos de los cuales me leyó una parte. Lo más eran visiones que él veía en confirmación de alguna de las Constituciones y viendo unas veces a Dios Padre, otras las tres personas de la Trinidad, otras a la Virgen que intercedía, otras que confirmaba (Autobiografía, 100).

Recordar las visiones de un hombre de Dios .
He querido recordar las visiones de un hombre de Dios, de uno de los creadores del cristianismo occidental moderno. Fue un precursor del racionalismo, de la organización eficaz, de la unidad de la empresa misionera de la Iglesia. Pero fue, al mismo tiempo, un hombre de visiones y experiencias interiores, en contacto personal con el Dios que le hablaba por dentro, sin necesidad de visiones exteriores. Este Ignacio de la experiencia sigue siendo para nosotros un guía y maestro, no para hacer sin más lo que él hizo, sino para buscar a Dios como él le buscó, descubriendo incluso caminos distintos de los suyos. Un peregrino fue, peregrinos seguimos siendo nosotros. (Los textos que cito están tomados San Ignacio de Loyola, Obras completas, BAC, Madrid 1992; hay un desarrollo más extenso de esta vertiente espiritual de Ignacio en mi libro Enquiridion Trinitatis, Sec. Trinitario, Salamanca 2005).

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