Amar a Dios y al prójimo

Evangelio según San Juan 15,12-17. 

Jesús dijo a sus discípulos: «Este es mi mandamiento: Amense los unos a los otros, como yo los he amado. 

No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. 

Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»

Santa Catalina de Siena

Virgen y doctora de la Iglesia (1347-1380) Fue todo un prodigio de criatura. La penúltima de 25 hermanos. Hija del matrimonio formado por el dulce y bonachón Giacomo Benincasa, tintorero de pieles y de Lapa de Puccio dei Piangenti, mujer enérgica y trabajadora. Nació en Siena el 1347, el año anterior a la tristemente célebre Peste Negra que asoló a toda Europa.

Ella vendría a sanar grandes males que poco después se levantarían también en el seno de la Iglesia.

A pesar de su corta vida y de no haber ocupado cargos de responsabilidad, parece casi increíble cómo una joven mujer de pueblo pudo realizar empresas tan grandes como le tenía reservadas el Señor. Aquella niña alegre, juguetona  como correspondía a su edad, quedó prontamente truncada cuando siendo muy niña todavía, caminaba con su hermana y recibió una maravillosa visión del cielo: Veía a Jesús sentado en un rico trono y le acompañaban los Apóstoles San Pedro, San Pablo y San Juan...

Se entregó más a la oración, hacía todo mucho mejor que antes y de modo casi impropio de una jovencita de su edad. Parecía estar ensimismada y fuera de sí. Su madre para quitarle de la cabeza estas «manías», la pone al servicio de la criada de la casa. Catalina acepta gustosa esta nueva misión y se entrega de lleno a servir a los demás. Lo hace con gran cariño. Madre Lapa quiere que se aficione a la vida de sociedad y que piense en contraer matrimonio con un joven bueno y apuesto que ella le propone. Catalina no piensa así.

Ella se ha desposado ya secretamente con su Señor Jesucristo... Por fin el bueno y pacífico de su padre toma cartas en el asunto y dice: «Que nadie moleste a mi hija Catalina. Que ella sea quien tome la decisión de su futuro. Si ella quiere servir a Jesucristo que nadie se lo impida». Catalina ve abiertos los cielos y se hace terciaria dominica o Montelata como entonces se decía.

Oremos. Señor Dios nuestro, que diste a Santa Catalina de Siena el don de entregarse con amor a la contemplación de la pasión de Cristo y al servicio de la Iglesia, haz que, por su intercesión, el pueblo cristiano viva siempre unido al misterio de Cristo, para que pueda rebosar de gozo cuando se manifieste su gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Calendario de  Fiestas Marianas: Nuestra Señora de la Fe, Amiens, Francia.

Doroteo de Gaza (c. 500 -?), monje en Palestina Instrucciones, VI, 76-78

Amar a Dios y al prójimo

Cuanto más se está unido al prójimo, más unido se está a Dios. Para que comprendáis el sentido de esta frase os voy a poner una imagen sacada de los Padres: Suponed un círculo trazado sobre la tierra, es decir, una línea redonda dibujada con un compás, y un centro. Precisamente se llama centro el punto más interior del círculo. Poned atención con vuestro espíritu a lo que os voy a decir. Imaginaos que el círculo es el mundo, el centro Dios, y los radios los diferentes caminos o maneras de vivir que tienen los hombres. Cuando los santos, deseando acercarse a Dios, caminan hacia el centro del círculo, tanto cuanto más penetran en el interior, se acercan los unos a los otros y al mismo tiempo de Dios. Cuanto más se acercan a Dios, tanto más se acercan los unos de los otros; y cuanto más se acercan los unos de los otros, más se acercan a Dios. 

Y ya comprendéis que igual ocurre en sentido inverso: cuanto más uno se aleja de Dios para retirarse hacia lo exterior, es evidente que cuando uno se aleja de Dios, más se aleja de los demás, y cuanto más uno se aleja de los demás, más se aleja también de Dios. 

Así es la naturaleza de la caridad. En la medida en que estamos en lo exterior y que no amamos a Dios, en esa misma medida nos alejamos cada uno del prójimo. Pero si amamos a Dios, tanto nos acercamos a Dios a través de la caridad para con él, tanto estamos en comunión de caridad con el prójimo; y tanto estamos unidos al prójimo cuanto lo estamos de Dios.

Herencia imperecedera

Discernir la palabra de Dios
Hacia la herencia inagotable
"Vivir la esencia del mensaje de Jesús"

El amor dada su existencia en los dos mundos, es vía de acceso a la eternidad desde la temporalidad

(José Manuel Rivas Conde).- Cuando al finalpalpa uno su perdición y recapacita sobre ella, aún tiene un último recurso de salvación eterna: la esperanza en Dios acogedor (Lc 15,16-20 y 23,39-43). Parece que sería sensato alimentar esa esperanza a lo largo de la vida, aunque sólo fuere "la del por si acaso" (Ver mi escrito "Insospechable Magnitud de la Respuesta Divina"), procediendo en el día a día de acuerdo sólo con su palabra.

"Sólo con su palabra", porque es de Él de quien se espera la salvación y no de ninguno otro. Esto lo creo diáfano y asequible a todos. Lo dificultoso para muchos es discernir con seguridad la palabra auténtica de Dios. Porque Él nos habla siempre a través de emisarios, y porque es escurridiza la garantía de disponer de esa condición todos los que se nos presentan como tales y, más aun, la de gozar de ella en todo lo que trasmiten como palabra divina.

En concreto: grande ha sido la cantidad de palabras condicionantes de la salvación eterna, que la propia Iglesia Católica ha catequizado durante siglos equivocadamente como divinas, entremezcladas con la que en verdad lo era. Lo certifica la poda que ella misma ha hecho desde Pío XII a nuestros días. Siempre sin alharaca o, a lo sumo, envuelta en muy razonable justificación. Pero así no se evita que se trate de aboliciones o revocaciones; sino que sólo se muestra la conveniencia de realizarlas.

Imposible recogerlas todas en escritos como éste. Con todo, recordaré unas cuantas que estando decretadas, supuestamente como digo en nombre de Dios, no sólo bajo penas eclesiásticamente remisibles, sino incluso bajo la de condenación eterna, han sufrido cambio o derogación. Así ha sucedido masivamente con motivo de la reforma litúrgica. Así también con preceptos de menor conexión temática entre sí, como santificar el propio día jueves de la Ascensión y el del Corpus; iluminar el sagrario con lamparilla de aceite de oliva; celebrar misa con dos velas de cera de abejas; observar rigurosamente todas las rúbricas del canon de la misa, incluso la "ahora" ridícula de no separar el celebrante los índices de los pulgares desde la consagración hasta después de la comunión; celebrar misa con acólito y que éste fuera de sexo masculino; guardar ayuno total desde las doce horas de la noche previa a comulgar; cumplir, salvo que se tuviera la bula, todos los días de ayuno y abstinencia del año; no ordenar la incineración del propio cadáver ni colaborar en ninguna; no leer obra incluida en el Índice de Libros Prohibidos, ni tenerla o retenerla durante más de un mes aun sin leer; no omitir el subdiaconado antes de conferir las órdenes mayores; no exigir a todos los del rito latino el celibato para el diaconado, o para el ministerio presbiteral (ya no se exige para el de los presbíteros anglicanos convertidos al catolicismo). Y ultimísimamente, aunque de momento sólo en parte, no comulgar viviendo anómalamente la conyugalidad.


Que haya palabras divinas revocables es tan absurdo como que lo eterno pueda perecer. O como que Dios no sea infinitamente sabio desde siempre y a veces necesite rectificar. Por ello, lo que de hecho resulta revocado, por fuerza ha de ser, no sólo revocable en sí mismo, sino además necesariamente humano. Aunque haya sido eclesiástico. Y, urgirlo como palabra de Dios bajo pena del infierno fue, además de engaño, abuso de poder. Porque no existe absolutamente nadie que pueda sancionar el incumplimiento de obligación revocable con pena eterna, como es la del infierno predicado, incluso para los que niegan que exista. Sería, en lenguaje de los filósofos, una "contradictio in terminis": la eternidad de una sanción la niega precisamente la propia derogabilidad de la prohibición. La posibilidad de derogar la obligación entraña la de abolir su pena, no sólo en cuanto a su vigencia como norma, sino además en cuanto a la supervivencia de su aplicación pasada. Como la posibilidad de abatir las columnas dio a Sansón la de derrumbar por completo el templo filisteo que ellas sostenían.

La revocabilidad de las palabras puede entonces servir para distinguir las simplemente humanas de la divina. No tiene tarea caer en la cuenta de ella una vez producida la derogación respectiva; y poca, llegar a conocerla antes. Basta con atender al contenido específico de cada palabra: si eterno, es divina; si temporal, o promulgada en fecha histórica, o de validez dependiente de circunstancias extrínsecas y contingentes (raza, cultura, lugar, siglo, rito, etc.), sólo humana por más alta representación de Dios que ostente quien la haya pronunciado y por explícita que aparezca en los más antiguos textos tenidos por sagrados.

Éste criterio, aunque de sobrada garantía racional, lo creo además acorde con la enseñanza de 1Pe. En razón de la interrelación que aprecio entre 1,3-4 y 1,23-25, sintetizo en uno ambos fragmentos y formulo así su contenido en lo que hace al criterio señalado: "Para la herencia imperecedera que nos está reservada, somos engendrados por la palabra viva y permanente de Dios; no por la corruptible del hombre. Porque todo lo humano es como heno efímero, y toda su gloria como flor de heno. Mas el Señor es eterno y su palabra permanece para siempre". Supone que la eternidad sólo puede manar de lo eterno, nunca de lo caduco. Que lo efímero pueda parirla sería tan absurdo, al menos, como que un peñasco engendre un hombre. O como que el heno marchitable tenga flor perenne.

Así pues, en orden a alimentar durante la vida nuestra esperanza en Dios atendiendo sólo a su palabra, de todas las que se nos catequizaron divinas podemos empezar por despreocuparnos y desentendernos sin la menor vacilación, de cuantas vinculen la herencia inextinguible o su amejoramiento, a cosas de la vida del hombre sobre la tierra. Por fuerza esas palabras han de ser sólo invención de hombres. Darles valor de salvación imperecedera equivaldría a vivir en la irrealidad de la contradicción señalada: la de afirmar efecto eterno en lo perecedero y caduco.

A la vez que pérdida de tiempo es desatino proclive a aberraciones. En ocasiones hasta las barbaries registradas por la historia y que Jesús anunció como evento aún posible tras su partida (Jn 16,2): "quitar la vida a otro pensando rendir con ello culto a Dios". Eso fueron las inmolaciones rituales de seres humanos en los altares de las religiones primitivas de siglos ha. Como la que Jefté prometió hacer a Yahveh si le concedía vencer a los amonitas (Jue 11,31) y como la que pretendía hacer Abraham de su hijo Isaac. Y eso fueron las inmolaciones alitúrgicas de las piras de la inquisición de no hace tanto. Y la cruenta de la violencia contra los "disidentes", aún presente en religiones infectadas de mesianismo imperialista y reivindicador. O la ya incruenta contra los propios fieles, con ayunos, abstinencias u otras penitencias; o ponderándoles la imaginada eficacia del sacrificio.

¡Como si Jesús, al que «Dios ungió con Espíritu Santo y poder», hubiera desbarrado privando a los demás del "gran" valor del sufrir, al socorrer y aliviar de penurias y dolores «por todas partes [...] a todos lo tiranizados por el diablo» (Hch 10,38)! ¡¡Y al instarnos a nosotros a hacer otro tanto!! ¡Y como si Dios no fuera Amor; sino crueldad mezquina y miserable, que se complace, se nos hace propicio y satisface con un dolor, privaciones y padecimientos, que ni las madres o padres de la tierra permiten emplear a sus hijos en compensación o reparación de sus ofensas (Lc 15,20)!
También la inmolación incruenta perdura aún en el presente. Recordaré como ejemplo tres prácticas de carácter general, relacionadas entre sí, de la tradición judeocristiana y de otras grandes religiones. Ellas, aunque soportables, urgen o no, y con mayor o menor severidad, según el credo de que se trate. Hablo del ayuno, la abstinencia de determinados alimentos, y el lavado o purificación de manos antes de comer.

Las tres son obviamente cosas de la vida terrenal y válidas para la vida terrenal. Bien como práctica higiénica; bien como exigencia del mantenimiento o recuperación de la salud; bien como tendencia o como consecuencia espontánea y necesidad sicosomática de intenso interés por algo; o de seria preocupación; o de muy grave disgusto; o de gran aflicción y luto. Como "los de la esposa a la que se le ha arrebatado el esposo" que diría Jesús. Pero ninguna de esas tres prácticas tiene relación con la eternidad; sino con la alimentación y la vida del hombre en este mundo. Las tres pueden incluirse en el reproche de Jesús a sus apóstoles. El que les hizo por ser tardos en captar su enseñanza sobre no manchar la conciencia del hombre el comer sin lavarse las manos: «¿Tampoco vosotros sois capaces de entender? ¿No comprendéis que todo lo que entra por la boca pasa al vientre y se evacua en el váter»? (Mt 15,11-17). ¡Nada de ello transciende a la eternidad!

Lo mismo que de las prescripciones anteriores se puede decir de las leyes de la naturaleza. Aunque palabra de Dios por ser ésta la que las ha creado, sin embargo fue pronunciada en formulación del ser propio de cada cosa y de su interrelación mutua o adecuación a su medio ambiente. Todo ello eterno en cuanto a su concepto respectivo, pero temporal en cuanto a su existencia. Los dinosaurios, por ejemplo, fueron definidos por la palabra creadora de Dos y nunca dejarán de ser lo que fueron; pero ello no supone que hubieran de existir para siempre. Igual sucede o sucederá con todo lo que constituye este mundo, el de lo temporal y creado. Nada de ello perdurará eternamente. Ni puede ni podrá por tanto transportar a la eternidad, o ser fuente de la misma por su propia especificidad.

Tales leyes sin embargo afectan al hombre en su vida sobre la tierra y algunas muy seriamente. Habrá que someterse a ellas como quien paga tributo al "César". Igual que se sometería cualquier "extraterrestre" que quisiera establecerse en nuestro mundo. Incluso tal vez proceda someterse a los modos y usos expresivos tan dependientes de la prevalencia que de hecho tiene en el hombre lo gestual y "folklórico" sobre lo racional. Pero nada de eso sirve para conducir a la herencia inextinguible. Las leyes naturales sólo valen para regular lo creado mientras existe, no para conducirlo a la eternidad.

 

Concretaré lo dicho de las leyes naturales en un ejemplo de variedad de situaciones, de dominio público en su gran mayoría. Me refiero a la urgencia, bajo pena de condenación eterna, de no privar por voluntad propia a lo sexual, ni aunque previamente ya lo hubiera hecho la naturaleza (p.e., cuando durante el embazo se usa preservativo) de su "connatural" apertura a la procreación, ni de su encuadre "propio" en el matrimonio heterosexual monogámico. Así se enseñaba en la Facultad Pontificia en que yo estudié la teología moral en los años sesenta y sesenta y uno. Y muchos lo siguen manteniendo.

En realidad yo ahora no sé decir cuánto tiene eso de ley natural y cuánto de infiltración dedualismo gnóstico y maniqueo. Pero sí puedo afirmar rotundamente que por ser cosa de este mundo y sólo para este mundo "también se evacuará en el váter de la muerte", porque "los que resuciten serán como los ángeles, que ni toman mujer, ni toman marido" (Lc 20,34-36). De ahí que no vea base para catequizar esa exigencia como palabra de Dios condicionante de su herencia inmarcesible.

No quiero en absoluto ni insinuar que ninguna violación de leyes, sean positivas o naturales, impide esa herencia. Lo que afirmo es que si hay alguna que lo haga, nunca será en virtud de su propia especificidad toda ella temporal; sino por quebrantar a la vez palabra viva y permanente de Dios, la cual muchas leyes llevan incorporada o como injertada en sí. Es lo que sucede con lo de "amar al prójimo como a sí mismo". Ésta es como sabemos la síntesis o resumen según Jesús de toda la Sagrada Escritura o, en expresión judía, de la "Ley y los Profetas" (Mt 7,12). Lo que no se oponga a esa síntesis no es palabra de Dios "viva y permanente". Ni se opone a la herencia eterna, por más horrenda acción que sea según la ética natural, ni por más perjuicios y degradación que traiga en este mundo al que la ejecute. ¡Sólo a él, no a terceros!

Si no fuera por el alcance que, a tenor de 1Cor 6, parece dar Pablo a la "inconveniencia" de algunas cosas pese a su licitud, podría decirse inspirándose en él, que todo es lícito en orden a la herencia inmarcesible; pero no todo es conveniente en relación a la vida terrenal. Salvo que ese alcance fuera una incoherencia paulina, similar a la de la diferencia entre la mujer y el varón, pese a enseñar que en la iglesia no hay ninguna (Gal 3,28). Incoherencia por lo demás asentada aquí sobre afirmaciones tal vez algo descomedidas (1Cor 6,13-20). Desde luego que no todas sus exclusiones del reino de Dios (6,9-10) parecen conciliables con la alegoría del juicio final.

Es necesario dar más crédito a la ética humana o natural que a esa alegoría, para negar que basta con "hacer por los demás lo que queremos que ellos hagan por nosotros" para vestir "todo el traje de fiesta requerido para participar en el banquete que preparó el Rey por la boda de su Hijo". Aunque se sea del montón de los llamados desde «las encrucijadas de los caminos» (Mt 22,9-10). Es lo que se desprende de dicha alegoría, en la que eso es a lo único a lo que se atiende para recibir o excluir del reino preparado para nosotros desde la creación del mundo (Mt 25,31-46).

En la eternidad no contará para nada todo lo otro. Incluso haber sido ateo, agnóstico confeso, o creyente; de religión cristiana o no; católico o de otra confesión. Estas diferencias sólo pueden disminuir o aumentar nuestra participación aquí "en el reino de Jesús que no es de este mundo" (Jn 18,36), pero que "está dentro de nosotros" (Lc 17,21). Disminuir o aumentar nuestro anclaje en la verdad y autenticidad; disminuir o aumentar nuestra libertad frente a ansiedades terrenales y frente a figuraciones, simplicidades e invenciones humanas (Col 2,20-22); nuestra serenidad interior, paz, gozo íntimo, etc.

Cierto que ayudar a otros como nosotros queremos que ellos nos ayuden, también es sólo cosa de este mundo. En el eterno nadie padecerá necesidad. Sin embargo, auxiliar al necesitado no por instinto natural, sino por "enternecérsele a uno el corazón" ante la desgracia ajena (Lc 10,33), es floración de amor aunque no se tenga conciencia de ello. Y "amor" es precisamente la única palabra cuyo contenido específico subsiste para siempre (1Cor 13,8).

El amor, al ser esencia de Dios (1Jn 4,8), existe como Dios desde siempre y para siempre, sin principio ni fin. La eternidad del Amor es igual la del "Logos/Verbo/Palabra" y se podría expresar como se expresa la de éste en el prólogo de Jn: "Al principio ya existía el Amor, y el Amor se alojaba en Dios, y Dios era el Amor. El Amor ya anidaba en Dios cuando se obró la creación. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se hizo nada de cuanto fue hecho..."

El amor, dada su existencia a la vez en el otro mundo y en éste, es vía de acceso a la eternidad desde la temporalidad. La única que entiendo cabe encontrar. Se puede por ello afirmar a propósito de lo de Pedro, que el ser engendrado "para una herencia incorruptible, indestructible e inmarcesible en los cielos" va encabalgado sobre el serlo ya en este mundo "para un intenso amor fraterno no fingido" (1Pe 1,3-4.1,23-25).

Entiendo en consecuencia que lo de "alimentar nuestra esperanza en Dios procediendo en el día a día de acuerdo sólo con su palabra", es realizable sin necesidad de discernimiento alguno y sin atender a leyes. Basta con vivir la esencia del mensaje de Jesús: hacer por los otros lo que queremos que ellos hagan por nosotros.

 

Amense los unos a los otros
Juan 15, 12-17. Pascua. Como les sucedió a los Apóstoles, el encuentro personal con Cristo, que nos llama amigos, es el inicio de una aventura extraordinaria.

Oración introductoria
Jesús, me acerco a ti en este día porque quiero poner en práctica tu mandamiento del amor. Señor, ayúdame a amar a todos mis hermanos, como Tú me lo has mandado. Te ofrezco esta meditación para que todos podamos vivir este mandamiento y dejar a un lado el odio, el rencor y la división. Dios mío, enséñame a amar a las personas hasta dar mi vida por ellas siguiendo tu ejemplo.

Petición
Señor, que experimente más profundamente el amor que me tienes, para que pueda amar mejor a mis hermanos.

Meditación del Papa Francisco
En el Cenáculo, Jesús resucitado, enviado por el Padre, comunicó su mismo Espíritu a los Apóstoles y con su fuerza los envió a renovar la faz de la tierra. Salir, marchar, no quiere decir olvidar. La Iglesia en salida guarda la memoria de lo que sucedió aquí; el Espíritu Paráclito le recuerda cada palabra, cada gesto, y le revela su sentido.

El Cenáculo nos recuerda el servicio, el lavatorio de los pies, que Jesús realizó, como ejemplo para sus discípulos. Lavarse los pies los unos a los otros significa acogerse, aceptarse, amarse, servirse mutuamente. Quiere decir servir al pobre, al enfermo, al excluido, a aquel que me resulta antipático, al que me molesta.

El Cenáculo nos recuerda, con la Eucaristía, el sacrificio. En cada celebración eucarística, Jesús se ofrece por nosotros al Padre, para que también nosotros podamos unirnos a Él, ofreciendo a Dios nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas…, ofrecer todo en sacrificio espiritual.

Y el Cenáculo nos recuerda también la amistad. “Ya no les llamo siervos –dijo Jesús a los Doce–… a ustedes les llamo amigos”. El Señor nos hace sus amigos, nos confía la voluntad del Padre y se nos da Él mismo. Ésta es la experiencia más hermosa del cristiano, y especialmente del sacerdote: hacerse amigo del Señor Jesús, y descubrir en su corazón que Él es su amigo.» (Homilía de S.S. Francisco, 26 de mayo de 2014).

Estas palabras, pronunciadas durante la Última Cena, resumen todo el mensaje de Jesús; es más, resumen todo lo que Él ha hecho: Jesús dio la vida por sus amigos. Amigos que no le habían entendido, que en el momento crucial le abandonaron, traicionaron y renegaron. Esto nos dice que Él nos ama, a pesar de no merecer su amor. Así nos ama Jesús.

De esta manera, Jesús nos muestra el camino para seguirle, el camino del amor. Su mandamiento no es un simple precepto, que siempre es algo abstracto o ajeno a la vida. El mandamiento de Cristo es nuevo porque Él fue el primero en realizarlo, le dio carne, y así la ley del amor se escribe una vez y para siempre en el corazón del hombre.

(Homilía de S.S. Francisco, 10 de mayo de 2015).

Reflexión 
La vida diaria nos ofrece múltiples oportunidades para practicar el mandamiento del amor con nuestros hermanos. La esencia del cristianismo no consiste en el cumplimiento riguroso de unos mandamientos, sino que es el encuentro con una persona que se llama Jesucristo. La elección que Cristo nos ha hecho para ser sus amigos nos debe llevar a corresponder a este amor de predilección, con el amor a Él y a todas las personas. Vivamos cada día con mayor intensidad el mandamiento del amor, para que resplandezca en nosotros el amor que Cristo ha tenido primero con nosotros.

Propósito
Hacer un acto de caridad cristiana con un hermano necesitado.

Diálogo con Cristo
Jesús, inflama mi corazón con tu divino amor para que, lleno con el fuego de tu caridad, pueda amar mejor a mis hermanos. Sé que Tú puedes aumentar mi caridad para que me pueda configurar cada vez más a ti. "Ámense los unos a los otros", ese es tu mandamiento. Ayúdame a vivirlo frente a mis hermanos, para que pueda poner mi granito de arena en la construcción de la civilización del amor.


Somos libres y Dios respeta esa libertad
Estamos en los últimos días de la Pascua, si los días santos se nos fueron sin haber renovado el espíritu, nunca es tarde.


Estamos en los últimos días de la Pascua.

Ya los días de la Pasión y la Muerte de Cristo se fueron. Llegó el glorioso Domingo de Resurrección y también se fue. ¿Qué nos ha quedado de todas estas solemnidades? ¡Mucho nos tiene que quedar!. Aunque año tras año se repita el vivir estos días santos con sus acontecimientos históricos, no por eso los vamos a impregnar de rutina o indiferencia. Si tenemos fe y creemos ¿cómo no amar a quién dio su vida  para darnos el regalo único e inalcanzable por nosotros mismos de una vida eterna y gloriosa? El hombre tiene un DON, el don del libre albedrío.

Somos libres para seguir o darle la espalda a ese Cristo que nos vino a traer la enseñanza de un camino seguro de Verdad y de Amor. Pero aunque dio su vida por nosotros no nos vino a forzar y nos deja en plena libertad de escoger. A si nos dice Martín Descalzo, citando a Evely:  Jesús no se impone, aunque se proponga siempre a si mismo. El nos deja libres. ¡Nada resulta tan fácil como  obrar cual si no le hubiésemos encontrado, como si no le hubiésemos conocido!. Dios se humilla. Dios está en medio de nosotros como uno que sirve. Dios se propone... Dios es un compañero fiel y, en cierto aspecto, silencioso. Resulta fácil tapar su voz. Todos nosotros tenemos el terrible poder de obligar a Dios a callarse.

Lo podemos callar con muchas cosas. La música estridente del  mundo del consumismo, del tener, del poder, de la ambición, de los placeres, del vicio, de la corrupción.

Pero no solo con estas cosas que suenan tan fuertes, sino de otras más tenues, más sutiles que nos parecen que si nos van a dejar oír la voz de Dios, pero que la enmudecen totalmente:  la tibieza, la desidia, la flojera, la frialdad, los respetos humanos, el descuido para todas las cosas del espíritu, el no buscar con afán conocerlo más profundamente para saber amar a ese Dios del que provenimos y al que tarde o temprano veremos un día cara a cara.

Somos libres y Dios respeta esa libertad que maneja nuestra voluntad. Sabe cómo somos, nos conoce... También sabe que nos acechan enemigos poderosos en el paso por la vida: el Maligno no descansa. El lo sabe muy bien porque hasta a Él, para ser igual a nosotros, fue tentado y por eso precisamente no nos deja solos…

Nos dio al Espíritu Santo para ayudarnos, tenemos la oración, el Sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía, ¿qué mayores fuerzas o apoyos queremos para vencer?

Si los días santos, con el bullicio de las vacaciones se nos fueron sin haber sentido la renovación del espíritu, nunca es tarde.
Atemos nuestra LIBERTAD  A UN DESEO.

Empecemos hoy.  Dios nos llama, Dios nos ama y nos espera siempre. 


¿Hay Salvación Fuera de la Iglesia?
Extra Ecclesiam nulla salus
Cristo, hecho presente para nosotros en Su Cuerpo, que es la Iglesia, es el único Mediador y único camino de salvación


Desarrollo de la doctrina

No es lo mismo cambio que desarrollo. El dogma no puede cambiar porque algo profesado como verdadero no puede después ser falso. Pero sí hay un desarrollo, con el tiempo, en el entendimiento de los dogmas. Los Apóstoles no comprendieron desde el primer momento todo el significado de lo que Jesús les enseñaba. Igualmente, la Iglesia no comprendió desde el principio toda la profundidad contenida en la revelación divina. Es por eso que Jesús prometió el Espíritu Santo que estará con la Iglesia siempre y enseñará toda la verdad. Así, a través de los siglos, la Iglesia va adquiriendo mayor claridad sobre las verdades reveladas que ya estaban desde el principio en las Sagradas Escrituras y en la Tradición.

Concilio Vaticano II: “Eligió (Dios) al Pueblo de Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente manifestándole así mismo sus divinos designios a través de su historia.” (Lumen Gentes II, 9.)

En síntesis: El verdadero desarrollo de la doctrina implica el gradual entendimiento por parte de la Iglesia de una verdad que no cambia. Esa verdad, gracias al Espíritu Santo actuando en la Iglesia, se comprende mejor.

Ejemplo: La doctrina "No hay salvación fuera de la Iglesia" contiene una verdad fundamental: La Iglesia es absolutamente necesaria para la salvación. Por medio de la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo, Dios canaliza su gracia al mundo. Toda salvación viene por la Iglesia de Cristo, fuera de esta gracia no hay esperanza de vida eterna. Esta verdad ha sido entendida en diferentes maneras a través de la historia de la cristiandad. Ha habido un desarrollo de entendimiento y sin embargo la doctrina en su esencia permanece intacta.

Aquellos que sostienen que la Iglesia ha cambiado su posición no comprenden la verdad esencial que se encuentra en el centro de las diferentes interpretaciones ni el desarrollo en la comprensión de la doctrina.

San Pedro dijo: "Porque no hay bajo el cielo otro nombre (que Jesús) dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" -Hechos 4,12. Como otras enseñanzas, esta debe ser entendida a la luz de toda la Sagrada Escritura y de la sabiduría que el Espíritu Santo da a su Iglesia a través de los siglos.

San Pablo en 1 Tim 2,4: "(Dios) que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad". ¿Cómo se reconcilia este deseo de Dios con lo dicho arriba por S. Pedro y el hecho de que tanta gente muere sin conocer a Jesús?

Los Santos Padres enseñaron que no hay salvación fuera de la Iglesia. San Cipriano, por ejemplo, dijo: "No puedes tener a Dios como Padre si no tienes a la Iglesia como madre". Sin embargo estas enseñanzas se referían a aquellos que, habiendo conocido la fe verdadera, la rechazaron.

San Agustín pensaba que, habiéndose proclamado el Evangelio en todas partes, los judíos y otros que no aceptaban a Jesús serían condenados. Esta enseñanza tuvo mucha influencia porque la Iglesia buscaba la interpretación correcta de lo dicho por S. Pedro. Pero la interpretación de S. Agustín no llegó a ser universalmente aceptada. Hemos de recordar que aun los Padres y los santos cometen errores en aquella materia que no está claramente definida. 

Más tarde Santo Tomás de Aquino también enseñó sobre la necesidad de pertenecer a la Iglesia para salvarse pero al mismo tiempo enseñó sobre la posibilidad del "bautismo de deseo": Uno puede obtener salvación sin ser de hecho bautizado, si la persona deseó el bautismo, tal deseo es el resultado de la fe que actúa por medio de la caridad, por la que Dios, cuyo poder no está atado a los sacramentos visibles, santifica la persona interiormente.  (ref.: Summa Theologiae III, q.68, a.2).

El Papa Pío IX en Singulari Quadam enseñó la doctrina de "no salvación fuera de la Iglesia" con algunos importantes matices. Enseñó, por ejemplo que algunos trabajan en "ignorancia invencible" sobre nuestra religión pero observan con perseverancia la ley natural y sus preceptos que Dios ha "inscrito en el corazón de todos". Estos están listos para obedecer a Dios y viven una vida honesta y recta por lo que pueden, por la obra de la luz divina y la gracia, alcanzar la vida eterna".

Ochenta años después de la encíclica de Pío IX, el Papa Pío XII publicó Mystici Corporis en 1943. En ella enseña que los que están fuera de la Iglesia Católica deben ser prestos en seguir las mociones interiores de la gracia y rescatarse de ese estado en el que no pueden estar seguros de su propia salvación. Porque, aunque, en cierto deseo inconsciente ellos puedan estar relacionados al Cuerpo Místico del Redentor, pueden quedar desprovistos de tantos y tan poderosos dones y ayudas del cielo que sólo pueden gozar dentro de la Iglesia Católica. 

En 1949, una carta del Santo Oficio al Arzobispo Cushing hace referencia a la encíclica de Pío XII: El Papa censura a aquellos que excluyen de la salvación eterna a todos los hombres que se adhieren a la Iglesia sólo con un deseo implícito; también censura a aquellos que falsamente mantienen que los hombres pueden salvarse igualmente en todas las religiones".

Entre los Concilios Vat. I y Vat. II, el teólogo Ives Congar enseñó que "elementos" de la única Iglesia verdadera existen fuera de sus fronteras visibles. Otro teólogo, Henri de Lubac continuó esa línea. Ambos fueron periti (Latín "expertos") oficiales en el Vaticano II y ambos han sido nombrados cardenales por el Papa Juan Pablo II.

El Concilio Vaticano II no cambió la doctrina sino que cristalizó casi 1900 años de desarrollo teológico.

En Lumen Gentium el Concilio confirmó la doctrina de que la Iglesia es necesaria para la salvación porque Cristo, hecho presente para nosotros en Su Cuerpo, que es la Iglesia, es el único Mediador y único camino de salvación. La Iglesia es el "sacramento universal de salvación". Toda salvación viene por la Iglesia de Cristo, fuera de esta gracia no hay esperanza de vida eterna. Esta verdad debe entenderse en conjunto con lo siguiente:

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña:

846 ¿Cómo entender esta afirmación (fuera de la Iglesia no hay salvación) tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo:
El santo Sínodo [...] «basado en la sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella» (LG 14).

847 Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia:
«Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (LG 16; cf DS 3866-3872).

848 «Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, "sin la que es imposible agradarle" (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar» (AG 7).

PAXTV.ORG