“A la hora de dejar este mundo para ir al Padre....Jesús oraba así...”
- 10 Mayo 2016
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Evangelio según San Juan 17,1-11a.
Jesús levantó los ojos al cielo, diciendo: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado. Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera. Manifesté tu Nombre a los que separaste del mundo para confiármelos. Eran tuyos y me los diste, y ellos fueron fieles a tu palabra. Ahora saben que todo lo que me has dado viene de ti, porque les comuniqué las palabras que tú me diste: ellos han reconocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos.
Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido glorificado. Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti."
San Damián Veuster
Damián nació en Tremelo, Bélgica el 3 de enero de 1840. Era el séptimo de 7 hermanos. Desde muy pequeño se distinguió por su piedad. Al mismo tiempo le gustaba mucho jugar y sobre todo correr.
A la edad de 19 años decidió entrar en la Congregación de los Sagrados Corazones. Sobre su carpeta escribió: "silencio, presencia de Dios, oración". Amaba mucho la adoración nocturna del Santísimo Sacramento. Años después escribiría que sin ella "no hubiera podido perseverar en asociar mi suerte a la de los leprosos en Molokai". Amaba rezar delante de la imagen de San Francisco Javier. Todos los días le pedía la gracia de ser enviado un día a la misión Finalmente en 1863 su sueño se hizo realidad. Partió del puerto de Brema, en Alemania hacia las Islas Hawai. El viaje duró 139 días. A partir de ése momento pasará 25 años de su vida en estas islas, cuidando de los leprosos. En la isla sirviendo a los leprosos practicó todos los oficios que pudo: médico, carpintero, albañil, cocinero, maestro, etc. Muchos leprosos no tenían ni dedos ni manos, así que el P. Damián incluso les construía el ataúd y excavaba las tumbas. Si bien tenía un temperamento irritable hacia todo aquello que estorbara sus deberes sacerdotales, él se volvía niño con los niños. Tenía mucho carisma, y no sólo daba, sino que daba con amor. Los niños eran los predilectos del P. Damián. Ellos encontraron en él un padre y una madre que los amaba. Su casa estaba siempre llena de niños leprosos que comían con él. Eran su verdadera familia. Tomaba a los niños en brazos, incluso cuando sus llagas estaban sin vendas. Decía: "El cuerpo se corrompe rápidamente es sólo el alma que cuenta". Hizo siempre de todo para garantizar a sus niños un verdadero hogar. El orfelinato siempre estuvo al centro de sus atenciones. Había creado un bellísimo coro de niños. A su hermano escribía: "mis niños cantan como si fuesen músicos expertos. La tuberculosis y la muerte han preparado las voces más bellas de mi coro".
Decía: "No estén preocupados por mi, porque cuando se sirve a Dios se es feliz en todas partes"
En 1885 le fue diagnosticada la enfermedad. Había contraído la lepra. Murió cuatro años después. Era el 15 de Abril de 1889.
Oremos
“TENGO MI CONSOLACIÓN EN EL ÚNICO COMPAÑERO QUE NO ME ABANDONA NUNCA”, DECÍA HABLANDO DE LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN EL TABERNÁCULO. LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ES EL PAN DE TODOS LOS DÍAS PARA LOS SACERDOTES Y PARA LOS CONSAGRADOS, LA FUERZA, PARA EL QUE QUIERE SER MISIONERO”
(S.S. Juan Pablo II, Homilía,
Bruselas 4 de junio de 1995)
Calendario de Fiestas Marianas: Dedicaclión de Constantinopla a Nuestra Señora por Constantino el Grande (Siglo IV)
Beato Guerrico de Igny (c. 1080-1157), abad cisterciense Sermón sobre la Ascensión, 1-2; PL 185, 153-155
“A la hora de dejar este mundo para ir al Padre....Jesús oraba así...” (cf Jn 13,1)
El Señor pronunció esta oración la víspera de su pasión. Pero no está fuera de contexto aplicarla al día de la Ascensión, en el momento en que se separó por última vez de sus “hijitos”, (Jn 13,33) confiándolos a su Padre. El, que en el cielo gobierna la multitud de los ángeles que él creó, había reunido en torno a si un pequeño grupo de discípulos para instruirlos con su presencia en la carne, hasta el momento en que ellos, con el corazón ensanchado, podían ser conducidos por el Espíritu. El Señor amaba a estos pequeñuelos con un amor digno de su grandeza. Los había liberado del amor de este mundo. Veía cómo ellos renunciaban a toda esperanza terrena y cómo dependían únicamente de él. No obstante, mientras vivía en su cuerpo junto a ellos nos les prodigaba a la ligera las muestras de su afecto; se mostró con ellos más bien firme que tierno, como conviene a un padre y a un maestro.
Pero en el momento de dejarlos parece que el Señor se dejó vencer por la ternura que sentía por ellos y no puede disimular delante de ellos su dulzura... De ahí que dice: “Y él, que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin” (Jn 13,1). Porque entonces, él derramó de alguna manera toda la fuerza de su amor por sus amigos, derramándose él mismo como agua, a manos de sus enemigos (cf Sal 21,15). Les entregó el sacramento de su cuerpo y de su sangre y les mandó celebrarlo en memoria suya. No sé lo que es más admirable: su poder o su amor al inventar esta nueva manera de quedarse con ellos para consolarlos de su partida.
Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad
Juan 17, 1-11. Pascua. Hoy Cristo nos enseña a orar con el alma cargada de temor, de miedo, de pena. Cristo nos dice cuánto se preocupa por nosotros.
Del santo Evangelio según san Juan 17, 1-11
Oración introductoria
¡Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres! Este clamor de los ángeles también resuena en el tiempo pascual, porque Tú eres grande, Señor. Grande es tu poder. Tu sabiduría no tiene medida. Quiero alabarte y glorificarte con mi vida, especialmente en este momento de oración.
Petición
Jesús, permite que no caiga en la tentación de las distracciones ni de las preocupaciones, para centrar mi oración en Ti.
Meditación del Papa Francisco
¿Quién nos separará del amor de Cristo? Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.
[…] Con san Pablo, nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande de todas. En efecto, ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”.
La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos en la Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio.
[…] El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos proteja del mundo.
Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el camino. (Homilía de S.S. Francisco, 16 de agosto de 2014)
Jesús reza, pide para que la tristeza y el aislamiento no nos gane el corazón. Nosotros queremos hacer lo mismo, queremos unirnos a la oración de Jesús, a sus palabras para decir juntos: “Padre santo, cuídalos con el poder de tu nombre… para que estén completamente unidos, como tú y yo”, “y su gozo sea completo”. Jesús reza y nos invita a rezar porque sabe que hay cosas que solo las podemos recibir como don, hay cosas que solo podemos vivir como regalo. (Homilía de S.S. Francisco, 20 de septiembre de 2015).
Reflexión
Si alguna vez hemos dirigido a Dios una oración mientras pasábamos por un momento poco deseable, ¿cómo ha sido ese momento de unión con Dios? ¿Qué le hemos pedido, qué le hemos dicho? Lo más cierto es que hemos dejado desahogar nuestra alma contando a Cristo las penas que atravesábamos en ese momento.
Hoy Cristo nos enseña a orar con el alma cargada de temor, de miedo, de pena. Y hoy también Cristo nos dice cuánto se preocupa por nosotros. Que un hombre deje de lado sus sufrimientos y preste mayor atención a otras angustias que no son las suyas, o una de dos: o es un loco que busca fastidiarse la vida con masoquismos o ama vehementemente a los demás. Quien no ha sufrido por una persona ni la conoce ni la ama. Sin embargo, Cristo no se cansa de probarnos su amor. Porque sufrió por nosotros nos ama.
La respuesta más humana de nuestra parte debería de ser la de la gratitud. La de nuestra correspondencia a su amistad. Sufriendo un poco Él u ofreciendo el sufrimiento que ya padecemos. Pero también le agradecemos lo que hace por nosotros, y lo hacemos guardando los mandamientos pero sobre todo custodiando el distintivo que caracteriza a todo cristiano. La caridad. Si Cristo pidió algo ardientemente a su Padre fue precisamente la unidad. "Cuida en tu nombre a los que me has dado para que sean uno" Unidad en la familia, en el trabajo. Unidad en cualquier grupo social en el que nos encontremos. Es así como podríamos consolar a Jesús y como podríamos agradecer lo mucho que se preocupa por nosotros.
Propósito
Para agradecerle a Dios su amor, aceptaré con alegría y confianza las dificultades de este día.
Diálogo con Cristo
Permite que esta oración, en la que doy gloria a tu presencia en mi vida, sea mi punto de partida para tener siempre esa sed de orar que me lleve a la convivencia plena y diaria Contigo y con mis hermanos.
La paz no tiene precio
La paz es un don; un regalo que Jesús da, tejida de fe, de confianza, de abandono en la Providencia, de perdón dado y recibido.
Daría la mitad de mi fortuna por un minuto de paz –dijo una vez un multimillonario. Y no andaba tan desubicado. Sin paz se puede tener todo menos felicidad. Quizá por ello, la filosofía y la espiritualidad han buscado siempre y tenazmente, sobre todo en el interior mismo del hombre, las fuentes de la paz; algo así como el eslabón perdido de la felicidad.
Según la sabiduría griega, en su versión estoica, la paz se halla en la «imperturbabilidad» (ataraxia), como resultado natural de una vida virtuosa y ajena a las pasiones insanas (apatheia). Para el budismo, en cambio, la paz está en el «nirvana»: esa serenidad inquebrantable que brota al extinguirse el fuego del deseo, la aversión y la desilusión.
El mundo contemporáneo, tendencialmente hedonista, ha hecho de la paz una mercancía lucrativa, cuyos ingredientes básicos son la seguridad y el bienestar. «Si quieres paz –anuncian las agencias– te vendo protección, alarmas, seguros de vida, pólizas contra robo e incendio, chequeos médicos y hermosas playas solitarias».
El cristianismo tiene una visión diferente. Su novedad está en que la paz no es ni sólo interior ni sólo exterior. Ni es mercancía que comprar, pues la paz no tiene precio; ni es tampoco resultado de una ascesis interior hasta lograr una voluntad refractaria a cualquier tipo de pasión o deseo. La paz es un don; un regalo que Jesús da a sus discípulos: «La paz os dejo; mi paz os doy» (Jn 14, 27). En cuanto don, viene de fuera; pero en cuanto fruto de la presencia de Jesús en nuestro corazón, es algo muy interior, íntimo, capaz de desafiar cualquier circunstancia externa.
La paz que da Jesús está tejida de fe, de confianza, de aceptación de la propia vulnerabilidad, de abandono en la Providencia, de perdón dado y recibido. Estas actitudes engendran paz porque, en el fondo, ordenan el corazón: restablecen equilibrios perdidos y ponen de nuevo cada cosa en su lugar. San Agustín definía la paz como la «tranquilidad del orden». Sólo Jesús, con su Presencia viva en nuestro corazón por la gracia, nos reconcilia con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las demás criaturas, y así pone en orden nuestro corazón; lo pone en paz.
Pero este don de la paz pide nuestra colaboración. Exige que vigilemos el corazón y evitemos pensamientos, deseos o actitudes que roban la paz. En nuestra situación actual de seres inclinados al desorden por el pecado original, por paradójico que parezca, la paz exige lucha. Es preciso pelear contra la soberbia, la ambición excesiva, los deseos impuros, las vanidades, las susceptibilidades, las envidias, los resentimientos, los miedos infundados. Nuestro corazón es un campo de batalla. En él se acepta o no a Jesús y, en consecuencia, en él se gana o se pierde la paz.
La Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, ha sido siempre una gran pacificadora de corazones. Porque su Corazón Inmaculado, en perfecto orden, es un yacimiento profundísimo de paz. Basta meditar las dulces palabras que dirigió a Juan Diego en la ladera del Tepeyac: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón… ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa» (Relato del Nican Mopohua).
No hace falta la mitad de una fortuna para comprar un minuto de paz. Basta que nuestro corazón crea y acepte cada día el don de Jesús, y la tendrá toda la vida.
El Espíritu Santo, don grandísimo de Dios
Jesús, con todo el poder que tiene como Dios, nos manda el Espíritu Santo, para que tome posesión de nuestros corazones
Cuando hablamos del Espíritu Santo en nuestros mensajes parece que se anima el Programa. Ese día estamos pensando en Dios más que nunca. Y esto a lo mejor es lo que nos va a pasar hoy...
Un himno de la Liturgia se dirige al Espíritu Santo y le dice:Eres el regalo grande del Dios altísimo. Tan grande, que Dios echó el resto con el Espíritu Santo y se quedó sin nada más que darnos.
Parece mentira cómo hace Dios las cosas. Todas las hace en grande, como Dios que es. En Él no cabe hacer nada pequeño. Y así es cómo se nos ha dado Dios desde el principio. Ha ido escalonando las cosas que daba, y al fin se ha quedado sin nada más.
¿Y el Cielo?, preguntarán algunos. Sí, Dios a estas horas nos ha dado ya también el Cielo. Porque incluso el Cielo ya lo llevamos dentro. Lo único que falta es que se rompa el velo de la carne mortal para que podamos disfrutar en gloria lo que ya poseemos en gracia.
Las Tres Divinas Personas se nos han dado las tres, cada una a su manera, y se han dado del todo en forma asombrosa. Aunque, cuando se nos daba una Persona, se nos daban las otras por igual, cada una según es en el seno de la Santísima Trinidad.
El primero que se nos dio fue el Padre con la creación. Toda la obra inmensa que contemplan nuestros ojos salió de sus manos amorosas y la puso en las manos nuestras para que la disfrutemos a placer. Nos creó en inocencia y nos dio su gracia, de modo que desde el principio éramos hijos suyos.
Se nos daba después el Hijo en la obra de la Redención. Cuando cometimos la culpa y perdimos la gracia, Dios manda su Hijo al mundo para que nos salve, y ya sabemos cómo se nos dio Jesús. Desde la cuna de Belén y desde Nazaret hasta el Calvario, y a través de todos los caminos de Galilea, ¡hay que ver cómo se entregaba Jesús! Y cuando había de marchar de este mundo, se las ingenió para irse y quedarse a la vez. Porque, si no, ¿qué otra cosa es la Eucaristía?... Y, ya en el Cielo, nos va a hacer junto con el Padre el regalo de los regalos.
Finalmente, le tocaba el turno al Espíritu Santo.
Sentado a la derecha del Padre, Jesús, con todo el poder que tiene como Dios, nos manda el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, para que tome posesión de nuestros corazones, derrame en nosotros el Amor increado de Dios, nos llene de su santidad, nos colme con todos sus dones, produzca en nosotros todos los frutos del Cielo, y sea la prenda de nuestra vida eterna.
Así Dios, el Dios Uno en las Tres divinas Personas de la Santísima Trinidad, siendo infinitamente rico, se queda sin nada más que darnos...
El Espíritu Santo es el resto, el colmo, el regalo grande del Dios altísimo, que ya no puede inventar nada mayor para poderlo regalar.
Son muchas las personas que en nuestros días, volviendo a la devoción que la Iglesia de los primeros siglos tuvo al Espíritu Santo, nos han dado una verdadera lección de felicidad. ¡Hay que ver cómo disfrutan del Espíritu Santo en sus asambleas! Parecen tener la feliz enfermedad de un Felipe de Neri, el Santo más simpático que llenó la Roma del siglo dieciséis.
Se preparaba para celebrar la fiesta de Pentecostés, porque era muy devoto del Espíritu Santo, cuando se sintió de repente abrasado por un fuego devorador.
- ¡Que no puedo más! ¡Que no puedo más!...
Los que le rodeaban empezaron a buscar agua fría, le aplicaban al pecho paños mojados, y nada... El corazón palpitaba como un tambor. Hasta las costillas se levantaban como para estallar.
Felipe no podía aguantar el gozo inexplicable que le invadía:
- ¡Basta! ¡Que no puedo con tanta felicidad!...
Aquel fenómeno místico no se lo explicaba nadie, porque aquel calor le duraba como duraban las llagas a San Francisco de Asís o al Padre Pío...
Llegaba el invierno y tenía que descubrirse la ropa del pecho para que el calor del amor no se sintiera tan intenso. Y como nadie sabía de qué procedía, el Santo, como hacía con todas sus cosas, lo tomaba a risa delante de los demás.
Caminaba así descubierto en pleno invierno por las calles de Roma, por mucho frío que hiciese, y se les reía a los jóvenes:
- ¡Vamos! A vuestra edad, ¿y no aguantáis el poco frío que hace?
Los médicos, que tampoco entendían nada, le daban medicinas equivocadas y no conseguían nada tampoco. Ni disminuían las palpitaciones, ni se arreglaban las costillas. El Santo seguía riéndose:
- Pido a Dios que estos médicos puedan entender mi enfermedad...
Pues, bien. Eso que ni los jóvenes ni los médicos entendían, es lo que hace en nosotros el Espíritu Santo que se nos ha dado. Así estalla su amor en el corazón. Dios lo quiso manifestar externamente en Felipe Neri para que nosotros entendiéramos la realidad mística y profunda que llevamos dentro.
El Espíritu Santo es el Huésped de nuestras almas y el que santifica nuestros cuerpos. El Espíritu Santo es el que ilustra nuestras mentes para que entendamos la verdad y penetremos en las intimidades de Dios. El Espíritu Santo es quien nos empuja hacia Dios con la oración que suscita en nosotros.
El Espíritu Santo, don grandísimo de Dios, lo último que le quedaba a Dios... Eso, eso es lo que Dios nos ha dado...
Ella También
El rezo del rosario, oración que alegra el corazón de la Santísima Virgen.
Doña Paquita y Doña Soledad vivían en la misma vecindad. Doña Paquita siempre criticaba a Doña Soledad porque rezaba todos los días el rosario. "¡Qué tontería! ¡Qué perdida de tiempo! ¡Cincuenta veces lo mismo!" Aunque Doña Soledad conocía el tamaño de la lengua de Doña Paquita no decía nada.
Por fin un día Doña Paquita se acercó entusiasta a Doña Soledad.
"¡Señora Soledad, no me va a creer!"
"¿Qué?"
"¡Mi hijo ya sabe decir mamá! ¡Me lo ha dicho como treinta o cuarenta veces por lo menos!"
"¡Ah... entonces debe estar usted cansada y aburrida de oír lo mismo tantas veces!"
"¡Claro que no! ¿Pero Doña Soledad, cómo se le ocurre semejante disparate!"
Desde aquel día Doña Paquita comprendió por qué Doña Soledad rezaba todos los días el rosario. Pues claro, Doña Soledad repetía cincuenta veces las palabras que más gustan a Nuestra Madre del Cielo.
Como el niño que apenas sabe balbucear arranca una sonrisa del corazón de la madre cuando dice "mamá", así nosotros con el Ave María alegramos a nuestra Madre. El niño dice "mamá", estira sus tiernos brazos y la madre sin dilación lo coge entre los suyos. Así María. El niño fija los ojos en los de su madre y ella lo acerca a su rostro hasta rozar con la nariz la ternura de su piel. Así María nos acerca a su rostro y roza con su belleza nuestra alma.
Como la mamá estrecha al niño entre sus brazos, lo oprime contra su pecho, porque lo ama, así María, apenas escucha el susurro de nuestra oración, corre, nos abraza, nos acerca hasta su pecho porque nos ama.
¿De que sirve el amor de una madre? No es moneda de cambio, no produce, no consigues nada con él, tampoco con el de María. El amor de una madre da seguridad, orienta tu vida; también el amor de María.
El niño dice mamá, espera la respuesta y siempre la halla. María responde cuando elevamos los ojos del alma y esperamos su respuesta. La madre goza cuando el niño le sonríe y susurra al oído "Te quiero" ¿Acaso María no? La madre ve crecer con santo orgullo a su hijo ¿Acaso María no? La madre ha engendrado con dolores ¿Acaso María no?
Una madre no se cansa de amar, de abrazar, de besar a sus hijos. Tampoco María. Una Madre derrama lágrimas de dolor cuando percibe, aún de lejos, que sus hijos andan tomando decisiones erróneas que los alejan de Dios. ¿Acaso María no? No hay peor dolor para María que el constatar que sus hijos viven distanciados de Dios. Ella les espera pacientemente e intercede día y noche por ellos hasta que como ovejitas descarriadas vuelven al redil en hombros de su Pastor. ¿Y si se olvidan de ella? Ciertamente sufre pero como buena Madre sabe perdonar el olvido.
El corazón de María ama por encima de cualquier olvido. Ama aunque el hijo duerma, cubre su cuerpecito, y acaricia la frente del hijo perdido en sueños.
Así nos ama María. ¿Por qué no repetir una y cien veces su Ave María? Para que así surja una sonrisa en su corazón, nos abrace, acaricie y cubra nuestra alma del frío mientras dormimos.