Corpus Christi. Dar y darse

Hacer memoria de Jesús

Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles. Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.

La escucha del Evangelio
Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos. Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.

La memoria de la Cena
Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte... Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo». En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.

La oración de Jesús

Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.
La comunión con Jesús

Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».

José Antonio Pagola. Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo – C (1 Corintios 11,23-26). 29 de mayo 2016

Corpus Christi. Dar y darse

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO

“Tomad y comed, esto es mi Cuerpo”. “Tomad y bebed, esta es mi Sangre”.

Estamos en el año de la Misericordia y nos resuenan las palabras del Evangelio de San Mateo “venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”, y nos vienen a la memoria las Bienaventuranzas: “Benditos los hambrientos, porque ellos serán saciados”, y el canto de María: “A los hambrientos los colma de bienes”. ¿De qué hambre y de que pan o alimento se trata?

Sin duda que si el prójimo tiene hambre o sed, no se puede espiritualizar ni sublimar la circunstancia, y debe haber una respuesta histórica, real, práctica de compartir los bienes.

Pero si Jesús, en la noche de la Cena, expresa de manera exacta la respuesta a las obras de misericordia, a la vez que se entrega enteramente en el pan y en el cáliz, dar de comer y de beber no solo se limita a dar pan o agua, sino a darse uno a sí mismo.

Es relativamente cómodo dar una limosna, dar de lo que se tiene; pero mirando al gesto de Jesús, la exigencia y la vocación cristianas implican dar la vida. El hambre y la sed son imágenes de lo que es necesario para vivir, y con ello se nos está pidiendo la entrega total en favor de los que pueden sufrir no solo hambre física, sino desesperanza, sinsentido.

La adoración de las especies sacramentales compromete; en el pan y en el vino consagrados se nos muestra y se nos entrega Jesucristo hecho ofrenda, sacrificio, a la vez que resucitado.

La contemplación de las especies sacramentales nos llama a sentir en el sacramento que miramos la llamada a darnos como pan, como alimento, bien en extrema necesidad, bien en fiesta y banquete. No solo como respuesta de emergencia, sino como actitud permanente, pues el Señor permanece allí, en las especies sacramentales.

Hay dos pasajes en los Evangelios en los que Jesús se muestra con sed y con hambre. Ante la samaritana (Jn 4), Jesús expresa su sed.

Sin embargo, no es sed de agua, pues quien pide de beber se presenta como manantial de agua viva. Y en vísperas de su Pasión, a la vuelta de Betania, donde había pasado la noche en casa de sus amigos, dice el evangelista san Marcos, que “sintió hambre” (Mc 11, 12-13). Extraña que volviendo de la casa de sus amigos, donde era agasajado con tanto amor, el Maestro sintiera hambre, y aún más que se acercara a una higuera a ver si tenía higos, cuando no era tiempo de que llevaran fruto. Estas escenas nos hacen comprender que el hambre y la sed de Jesús, y de tantos otros, no es solo material, sino hambre y sed de amor, hambre y sed de darse enteramente por amor.

Comer y beber del Sacramento Eucarístico, es convertirse en aquello mismo que se recibe, y por tanto, en hambrientos y sedientos que se transforman en donantes generosos, que se dan enteramente a sí mismos.

Homilía para la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo
Primera: Gén 14, 18-20; Salmo 109;Segunda: 1Cor 11, 23-26; Evangelio: Lc 9, 11-17

Nexo entre las lecturas
"Pan" es el término en que coinciden los textos litúrgicos. Jesús, en el pasaje evangélico, "tomó los cinco panes...y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición". Este gesto de Jesús, visto retrospectivamente, está prefigurado en el del Melquisedec, rey-sacerdote de Salem, que ofrece a Abrahán pan y vino(primera lectura) como signo de hospitalidad, de generosidad y de amistad. Ese mismo gesto de Jesús, visto prolépticamente, anticipa la Última Cena con los suyos y la Eucaristía celebrada por los cristianos en memoria de Jesús: ATomó pan, dando gracias lo partió y dijo: "Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros" (segunda lectura).

Mensaje doctrinal
La liturgia de hoy nos hace caer en la cuenta de algo importante: "El hombre, todo hombre, tiene necesidad de una dieta integral". El hecho de ser hombres nos coloca en una situación pluridimensional, diversa de las demás criaturas. Por eso, nuestra alimentación no puede ser unidimensional, sino que ha de ser integral y completa.

1. El pan de la Palabra. Jesús, antes de multiplicar los panes para alimentar a la multitud, "les hablaba del Reino de Dios", es decir, les proporcionó el pan de su Palabra, porque Abienaventurados los que tienen hambre de la Palabra, pues serán saciados. En la fracción del pan de los primeros cristianos, se comenzaba la acción litúrgica con una lectura y explicación de la Escritura, siguiendo en esto la tradición del culto sinagogal. Por tanto, los primeros cristianos alimentaban primeramente su alma con el pan de la Palabra de Dios, explicada a la luz del misterio de Cristo y actualizada por alguno de los apóstoles a las circunstancias concretas de la vida diaria. También en la primera lectura a la ofrenda del pan y el vino, hecha a Abrahán por parte de Melquisedec, sigue una bendición, que es como el pan espiritual que Dios otorga a Abrahán por medio del rey-sacerdote de Salem. El hombre es espíritu, y el espíritu necesita de un alimento diferente al pan de harina: necesita de la Palabra del Dios vivo.

2. El pan de los signos. Los milagros de Jesús, además de ser hechos extraordinarios más allá de las leyes naturales, son signos del Reino de los cielos, porque nos remiten a ese mundo nuevo regido y guiado por el poder de Dios, con exclusión de cualquier otro poder humano o diabólico. Por eso, Jesús, después de haber repartido a la multitud el pan de la Palabra, les regala con el pan de los signos. Nos dice san Lucas, primeramente, que "curaba a los que tenían necesidad de ser curados", y luego nos narra el maravilloso signo de la multiplicación de los panes y de los peces. Jesucristo, como amigo y hermano del hombre, como Señor de la vida y de la naturaleza, está interesado en curar las enfermedades, en saciar el hambre natural de los hombres. ¿Podría ser de otra manera? Pero su interés mayor está en que los hombres, mediante estos signos, sean capaces de elevarse hasta Dios Padre, que amorosamente cuida de sus hijos, y hasta el Reino de Dios en el que habrá pan para todos y para todos habrá un mismo y único pan.

3. El pan de la Eucaristía. La dieta cristiana quedaría incompleta si faltara el pan de la Eucaristía, ese pan que es el cuerpo de Cristo.

En el santísimo sacramento de la Eucaristía -nos enseña el catecismo 1374- están contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero. Cuando san Lucas escribió su evangelio ya los cristianos llevaban varios decenios meditando los hechos y dichos de Jesús, predicándolos y celebrando la Eucaristía. Así se explica que el evangelista haya narrado el episodio de la multiplicación de los panes como una anticipación y prefiguración de la Última Cena: Tomó los panes, elevó los ojos, pronunció sobre ellos la bendición, los partió, los dio. Desde aquella Última Cena, preanunciada en la multiplicación de los panes, celebrada por las primeras comunidades cristianas, Cristo no ha cesado a lo largo de los siglos de dar al hombre, sin distinción de ningún género, el pan de su Cuerpo, alimento de vida eterna.

Sugerencias pastorales
1. Hambre de pan, hambre de Dios. Es algo doloroso, que nos debe hacer pensar, el hecho de que después de 2000 años de cristianismo, haya millones de hermanos que tienen hambre de pan, y esto no a miles de kilómetros de nuestra casa, sino en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en nuestro país. Además, en estos últimos decenios, las instituciones internacionales y los medios de comunicación social nos han hecho más conscientes de este triste e inhumano fenómeno en todo el mundo. )No multiplicó Jesús los panes para saciar el hambre? )No dijo a sus discípulos: Adadles vosotros de comer@? )No hemos espiritualizado demasiado nuestra fe? )No hemos reducido nuestra fe al ámbito estrictamente privado? Ciertamente no se puede identificar el cristianismo con la ONU de la caridad y de la solidariedad, pero en la entraña misma del cristianismo está el amor al prójimo, sobre todo al más necesitado. Y hoy, en el siglo de la globalización, no basta la ayuda individual, pasajera. Los cristianos hemos de organizarnos, a nivel parroquial, diocesano, nacional, internacional para desterrar el hambre de la tierra. Incluso, donde sea necesario, hemos de colaborar con las instituciones de otras religiones para acabar con esta plaga de la humanidad. Mientras haya un niño que muera de hambre, nuestra conciencia cristiana no puede estar tranquila. El hambre de pan es terrible, pero y el hambre de Dios? No nos conmueve tanto, porque el hambre de Dios no se ve. Es, sin embargo, real, universalmente presente, más angustiosa no pocas veces que la misma hambre de pan. Y lo peor es que son pocos los que de esa hambre se preocupan, pocos los que buscan satisfacerla. No habremos de abrir nuestros ojos, ojos de fe y de amor, para ver a tantos hambrientos de Dios con que nos cruzamos por la calle, con los que convivimos en el trabajo, con quienes nos divertimos en un estadio de fútbol o en una discoteca?

2. Un pan gratis y para todos. La Eucaristía es eso. Dios, nuestro Padre, nos da gratuitamente el alimento del Cuerpo de Cristo, siempre que lo queramos recibir con las debidas disposiciones. Si este alimento no cuesta, si es el pan de los fuertes, ¿cómo es posible que sean tan pocos los que lo reciben? No será que no lo valoran? Es además un mismo y único pan para todos: la eucaristía es el sacramento de la absoluta igualdad cristiana. No existe una eucaristía para ricos y otra diversa para pobres. Para Cristo, pan de nuestra alma, todos somos iguales. Ante Cristo Eucaristía desaparecen todas las barreras económicas o sociales.

Historia de la Solemnidad de Corpus Christi
Esta solemnidad nació con el objetivo de reafirmar abiertamente la fe del Pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía

A fines del siglo XIII surgió en Lieja, Bélgica, un Movimiento Eucarístico cuyo centro fue la Abadía de Cornillón fundada en 1124 por el Obispo Albero de Lieja. Este movimiento dio origen a varias costumbres eucarísticas, como por ejemplo la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento, el uso de las campanillas durante la elevación en la Misa y la fiesta del Corpus Christi.

Santa Juliana de Mont Cornillón, por aquellos años priora de la Abadía, fue la enviada de Dios para propiciar esta Fiesta. La santa nace en Retines cerca de Liège, Bélgica en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa y más tarde fue superiora de su comunidad. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.

Desde joven, Santa Juliana tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre anhelaba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haber intensificado por una visión que tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.

Juliana comunicó estas apariciones a Mons. Roberto de Thorete, el entonces obispo de Lieja, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos y a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Lieja, más tarde Papa Urbano IV.

El obispo Roberto se impresionó favorablemente y, como en ese tiempo los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante; al mismo tiempo el Papa ordenó, que un monje de nombre Juan escribiera el oficio para esa ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con algunas partes del oficio.

Mons. Roberto no vivió para ver la realización de su orden, ya que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez al año siguiente el jueves posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad. Más tarde un obispo alemán conoció la costumbre y la extendió por toda la actual Alemania.

El Papa Urbano IV, por aquél entonces, tenía la corte en Orvieto, un poco al norte de Roma. Muy cerca de esta localidad se encuentra Bolsena, donde en 1263 o 1264 se produjo el Milagro de Bolsena: un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas de que la Consagración fuera algo real. Al momento de partir la Sagrada Forma, vio salir de ella sangre de la que se fue empapando en seguida el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264. Hoy se conservan los corporales -donde se apoya el cáliz y la patena durante la Misa- en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar en Bolsena, manchada de sangre.

El Santo Padre movido por el prodigio, y a petición de varios obispos, hace que se extienda la fiesta del Corpus Christi a toda la Iglesia por medio de la bula"Transiturus" del 8 septiembre del mismo año, fijándola para el jueves después de la octava de Pentecostés y otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la Santa Misa y al oficio.
Luego, según algunos biógrafos, el Papa Urbano IV encargó un oficio -la liturgia de las horas- a San Buenaventura y a Santo Tomás de Aquino; cuando el Pontífice comenzó a leer en voz alta el oficio hecho por Santo Tomás, San Buenaventura fue rompiendo el suyo en pedazos.

La muerte del Papa Urbano IV (el 2 de octubre de 1264), un poco después de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. Pero el Papa Clemente V tomó el asunto en sus manos y, en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más la adopción de esta fiesta. En 1317 se promulga una recopilación de leyes -por Juan XXII- y así se extiende la fiesta a toda la Iglesia.

Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV, y se hicieron bastante comunes a partir del siglo XIV.

La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306; en Worms la adoptaron en 1315; en Strasburg en 1316. En Inglaterra fue introducida de Bélgica entre 1320 y 1325. En los Estados Unidos y en otros países la solemnidad se celebra el domingo después del domingo de la Santísima Trinidad.

En la Iglesia griega la fiesta de Corpus Christi es conocida en los calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas y los rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.

Finalmente, el Concilio de Trento declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad; y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.


El Papa a los diáconos: ‘No somos los dueños de nuestro tiempo’ – Texto completo de la homilía

En el Jubileo de los Diáconos pide disponibilidad más allá de los horarios, porque servir es el único modo de ser discípulo de Jesús. El papa Francisco presidió este domingo la santa misa delante de la basílica de San Pedro, ante miles de fieles y peregrinos que en este IX domingo del Tiempo ordinario, participaron en el Jubileo de los diáconos. La misa solemne acompañada con música polifónica, que se realizó a pesar del tiempo inestable y con alguna lluvia, fue la conclusión del evento de los diáconos permanentes, que inició el miércoles pasado en Roma, y terminó con la oración del ángelus. Después de la misa el Santo Padre saludó con gran afecto a muchos de los diáconos allí presentes.

En su homilía el Santo Padre recordó que evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo y que servir es el estilo mediante el cual se vive la misión y el único modo de ser discípulo de Jesús. Porque ser testigo es servir a los hermanos y a las hermanas. Y se inicia a ser «siervos buenos y fieles» viviendo la disponibilidad. Porque el tiempo no nos pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo, sin ser es esclavo de la agenda que hemos establecido, dóciles de corazón, disponibles a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios.

A continuación el texto completo de la homilía. “«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús.

El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio. ¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí. En efecto, quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios. Servidor abierto a la sorpresa, a las sorpresas cotidianas de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera del horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se merece. El servidor no se aferra a sus horarios, me hace mal al corazón cuando veo en las parroquias el horario de tal hora a tal hora, después no  están las puertas abiertas, no hay cura, no hay diácono, no hay laico que reciba a la gente, esto hace mal. Descuidar los horarios, tener este coraje de descuidar los horarios.  Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad, vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será evangélicamente fecundo.

También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que es curado por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador.

Las palabras que este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de subordinado» (v. 8). Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre.

La mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos, cuando el diácono es humilde y servidor y no juega a evitar a los curas, no, es manso. Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor, oír amor llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: recibirlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, en   casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Y nunca retar, nunca. Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la caridad.

Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo.

Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón curado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro.

Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15).
Queridos diáconos pueden pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida.

Y al servir en la celebración eucarística, allí se encontrará la presencia de Jesús, que se entrega, para que vosotros os deis a los demás. Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy”.



Carlos Osoro celebra el Corpus Christi

"Asumamos el oficio de ser misericordiosos, de regalar el amor de Dios"
Osoro en el Corpus: "Dios nos da su corazón para hacernos descubrir que nadie sobra"
"Mirad a los pueblos que eliminaron la presencia de Dios: la luz y el sol no existen"

Archidiócesis de Madrid, 29 de mayo de 2016 a las 13:52

Sin la presencia del Señor, nuestro mundo es como un hospital sin médicos ni enfermeras

(Archidiócesis de Madrid).- Cristo fuente de misericordia. ¡Acompáñale! es el lema con el que hoy se celebra la fiesta del Corpus Christi. Presidida por el arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, la solemne procesión con el Santísimo por las calles de Madrid dará comienzo a las 19:00 horas en la plaza de la Almudena.

Como novedad, este año el prelado presidirá la celebración de la Eucaristía del Corpus Christi a las 12:00 horas, en la catedral de Santa María la Real de la Almudena.
Por su interés, adjuntamos la homilía de monseñor Osoro embargada hasta el momento de su pronunciación:

Queridos hermanos:
La fiesta del Corpus Christi surge a mediados del siglo XIII, en el año 1264, en Lieja, y se extiende por voluntad del Papa Urbano IV a la Iglesia universal. Esta celebración litúrgica alcanza su máxima expresión cuando comienza a introducirse la procesión del Santísimo con la participación de todo el pueblo. De tal manera que esta procesión asumió un carácter solemne de manifestación de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, de adoración pública del Señor.

La presencia de Dios entre nosotros nos ilumina, nos da su Luz. ¡Qué oscura se vuelve la realidad de cada uno de nosotros, de nuestro mundo y de la historia de los hombres cuando retiramos a Dios de ella! Sin Él, el mundo se parece a una caverna sin luz. Cuando dejamos que entre Dios todo queda iluminado de una manera nueva: nos da sus ojos para vernos y ver a los demás, nos da su corazón para hacernos descubrir que nadie sobra, nos da su amor que es la medicina que elimina todo contagio de egoísmo y de tentación de eliminar a quien a mí me parece que sobra.

El Evangelio que hemos proclamado nos sitúa en un dinamismo en medio de este mundo nuevo. Frente a la lógica de los hombres, que es la que los discípulos tienen al igual que nosotros y que es normal, ¿cómo dar de comer con tan poco a tanta gente? «No tenemos más que cinco panes y dos peces... porque eran unos cinco mil hombres». Frente a esta lógica está la lógica de Dios, que se nos revela en Jesucristo y que el Señor nos pide que sea la que asumamos: "dadles vosotros de comer: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta... Él tomado los cinco panes y dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente». Lo poco en nuestras manos es poco, lo poco en manos de Dios es mucho.

Asumamos esta lógica de Dios, vivamos desde ella y con ella. El oficio que nos regala el Señor a todos los hombres es vivir una comunión de vida con Él. Cuya máxima expresión la descubrimos en la Eucaristía. Celebrad la Misa. Dejaos hacer por el Señor, su gracia y su fuerza. Alcanza unas dimensiones imprevisibles acoger este mandato del Señor: «Dadles vosotros de comer». Y dadles a todos los hombres que os encontréis en el camino. ¡Qué oficio más hermoso! Asumamos el oficio de ser misericordiosos, de regalar el amor de Dios. No es un oficio descansado, pues hay que ir a todos y hay que dar todo lo que necesitan nuestros hermanos.

Pero es el mejor oficio, es entrar en el oficio de la alegría, que lo es de la verdad y de la vida. Sin la presencia del Señor, nuestro mundo es como un hospital sin médicos ni enfermeras, donde todos los padecimientos y enfermedades se multiplican. Observad la historia, mirad a los pueblos a quienes se les ha eliminado la presencia de Dios: la luz y el sol no existen. Por eso le decimos al Señor hoy que deseamos dar salud a nuestro mundo. Le gritamos en este día del Corpus Christi en nuestras calles y aquí ahora, diciéndole: «Danos tu caridad, danos tu amor». Pero no lo guardemos, repartamos ese amor como tú lo haces.


¿Queréis ser dichosos? ¿Queréis hacer el Reino de Dios, que lo es de amor, justicia, verdad y vida? ¿Queréis acoger la misericordia y regalarla? ¿Queréis tener en vuestra vida el arte de las artes? Acoged en vuestra vida a Cristo, al Amor de Cristo, vivid la caridad. Celebrad la Cena del Señor como nos decía san Pablo hace un momento: «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido... Haced esto en memoria mía». Salir con el Señor hoy por las calles es decir al mundo que el amor de Dios manifestado en Jesucristo realmente presente en la Eucaristía es revolucionario. No hay otra que se necesite más en este mundo. Y no se hace con armas o insultos, ni descartes o poniendo muros. El amor de Dios, su misericordia es revolucionaria y siempre misionera, es contagiosa. Es mucho más que asistencia pública, departamentos de ayuda, servicios sociales.

Cristo pasó haciendo el bien por el mundo que era el suyo. Y nos llama a hacer lo mismo sin dejarnos solos. Para ello tenemos que tener un encuentro vivo con Jesucristo. Miradlo. Contemplad su rostro con toda intensidad. Volvamos siempre al Señor. Hacer la revolución de la misericordia es hacer que el rostro de Cristo pueda ser reconocido en aquellos que la ejercen. San Agustín es probablemente entre los Padres quien expresó de forma más precisa y profunda el vínculo que se da entre la Eucaristía y la Iglesia. Quien engendra y genera que el mandamiento del amor sea para los discípulos de Cristo vinculante es la Eucaristía; quienes nos alimentamos de Cristo, hemos de hacer las obras de Cristo y hemos de dar y vivir con el amor de Cristo.

Si no vivimos en el amor, si no mostramos el amor de Cristo en obras y palabras, ofendemos la Eucaristía. Es en y desde la Eucaristía donde engendramos un nuevo tipo de relaciones entre los hombres, que nacen de la comunión con Cristo. Y es entonces cuando entendemos las palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él... El que me come vivirá por mí» (Jn 6, 56-57). La comunión con Nuestro Señor Jesucristo cura heridas, rupturas, enfrentamientos, y nos lleva siempre a buscar el encuentro con el otro. Así lo hizo el Maestro.

Por eso es una gracia para la Iglesia esta fiesta del Corpus Christi: saliendo el Señor por las calles, nosotros los cristianos podemos mirarlo, contemplarlo y, en esa actitud, se crea en nuestra vida una nueva manera de vivir y se convierte en una escuela para la comunión. La Iglesia vive de la Eucaristía. La fiesta del Corpus Christi quiere suscitar en los cristianos y en quienes ven el paso del Señor lo que podemos llamar el asombro eucarístico. Pido al Señor que se suscite en todos este asombro, que en definitiva es la invitación a que contemplemos el rostro de Cristo. Recuerdo unas palabras del Papa Francisco: «La Eucaristía es el sacramento de la comunión; nos lleva del anonimato a la comunión, a la comunidad... nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él».

Se puede ver en la Última Cena el acto con que Jesús, al instituir la Eucaristía, manifiesta en un denso resumen sus intenciones respecto a la Iglesia. La Eucaristía muestra de una manera palpable el amor del Señor que llega hasta el extremo, pues es un amor que no conoce medida. Míralo, contémplalo, pues engendra una manera de vivir nueva y educa para una manera de estar con los hombres.

Contemplar al Señor en el Misterio de la Eucaristía, su presencia real, dar culto a la Eucaristía fuera de la Misa, es un privilegio para aprender el arte de amar, el arte de la caridad. Para un cristiano que celebra y adora la Eucaristía, nada de rupturas, divisiones, cerrazones en las relaciones y la convivencia social, cultural, económica o política; pues nos compromete de lleno al servicio, al testimonio y a la solidaridad con los hermanos, es decir, a la vivencia del mandamiento del amor nuevo: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado».

Por eso, en este día del Corpus Christi se nos recuerde a través de la organización de Cáritas que el sacramento de la Eucaristía no se puede separar del mandamiento de la caridad. No se puede recibir el Cuerpo de Cristo y sentirse alejado de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos. Hay que dar de lo que nos alimentamos y contemplamos. Acojamos a Cristo y vivamos de Cristo que se hace presente aquí y ahora en el Misterio de la Eucaristía. Amén.

 

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