“El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres”
- 01 Septiembre 2014
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Visita al convento de Iesu Communio
Encuentro con las monjas de Iesu Communio en su convento de La Aguilera
Sister Act en el corazón de la Ribera del Duero
Proyectan la imagen de ser felices y estar casi tocando el cielo
José Manuel Vidal, 31 de agosto de 2014 a las 20:20
Los mensajes de las monjas suenan a impostados y cortados por el mismo patrón. La vida dura de los parados, el sufrimiento y el dolor de la gente, las guerras y la violencia parecen haberse quedado fuera del recinto milagroso
(José Manuel Vidal).- A mediados de julio, de camino a Burgos, para participar como ponente en un curso de verano sobre el Papa Francisco organizado por la Facultad de Teología, pasé por La Aguilera. Allí está la sede central de Iesu Communio, una de las instituciones religiosas más jóvenes y florecientes del país. Son las monjas azules o las monjas vaqueras, fundadas por la madre Verónica Berzosa. Un fenómeno de florecimiento inaudito en medio del invierno vocacional generalizado. ¿Cuál es su secreto?
Me picaba la curiosidad por conocer el lugar y, sobre todo, a las monjas de La Aguilera. A las 10 de la mañana, el pueblo es un oasis de paz en medio de los viñedos de la denominación Ribera del Duero. La suave brisa mece las hojas de los chopos de la enorme explanada (con campo de fútbol incluido) que rodea al convento. Hasta los árboles parecen rezar.
Aquí se alza el convento de San Pedro Regalado, edificado en 1404 por Pedro de Villacreces. Pedro Regalado llega al eremitorio con sólo 14 años. Se establece en él y levanta un monasterio, conocido en toda la comarca por su dedicación a los más pobres. Muere en 1456 con fama de santo. Entre otras cosas se le atribuye el don de la bilocación o el de amansar a un toro bravo que huía del coso de Valladolid. Por eso, es el patrono de los toreros.
Con fama de sabio y santo, a sus pies corrieron a postrarse los grandes de la época. Desde el todopoderosos cardenal Cisneros hasta Isabel la Católica, que, ante la puerta del monasterio, advertía a su séquito: "Entrad quedo, que pisáis sobre huesos de santos".
Adosado al edificio histórico, un moderno y amplio complejo, financiado por Iberdrola, como reza una placa. En la puerta nos esperan dos monjas. Con su hábito de tela azul vaquera, su cíngulo blanco y su toca azul celeste. Reciben con su sempiterna sonrisa a un grupo de gente joven que viene de Madrid, al que me uno.
Entramos en una amplia explanada bien acondicionada, subimos una escalera y llegamos a un anfiteatro redondo, luminoso y acristalado. Y de pronto, a través de las enormes cristaleras, el primer impacto: Una escena de Sister Act en pleno corazón de la región del Duero.
De pie, más de doscientas monjas (después nos dirán que son 219, sin contar las que viven en Lerma), casi todas jovencísimas (algunas parecen crías), nos reciben con un bello canto a Cristo, al ritmo de las guitarras, mientras escenifican la letra con graciosos movimientos de manos y brazos. Impresiona mirarlas.
Impacta, de entrada, ver tantas monjas juntas. A mi lado, una señora exclama: "Y qué guapas son todas". Son tantas, tan iguales y tan distintas. Los hábitos las uniformizan. Con pequeñas diferencias de tocas blancas y azules. Y, por supuesto, con rostros diferentes. De todo tipo y expresión. Rostros de mujeres jóvenes y maduras (y un par de ancianas) desde guapísimas a guapas, pasando por otros más normales.
Escapadas de un cuadro de Murillo
El conjunto parece un cuadro de Murillo. Con cientos de mujeres-ángeles, que cantan y sonríen sin parar. Y miran a la gente que va entrando con gestos de bienvenida y con ganas de transmitirles lo que ellas parecen sentir: que Dios nos puede hacer felices, como las hace felices a ellas. Es todo tan encantador y tan perfecto, que suena a irreal.
El anfiteatro redondo está dispuesto en dos bancadas en forma de gradas frente a frente. Una para las monjas, que la llenan por completo. Las más jovencitas, las postulantes, están sentadas más abajo, seguidas de las novicias, las junioras y las profesas. En lo alto, las más mayores y las que parecen las superioras.
Entre todas forman una bandada, en la que resalta el grupo por encima de las individualidades. Ahora entiendo por qué los pájaros, para defenderse de los depredadores, vuelan en bandadas. Hay que fijarse mucho y centrar la mirada para ir poniendo cara y alma a algunas de ellas. También hay tres o cuatro monjas de color, pero la mayoría son españolas y proceden de las diversas zonas de la piel de toro.
Entre el coloreado grupo azul y cielo solo distingo a tres hermanas ancianas. Quizás de las clarisas que se quedaron en el convento, cuando la madre Verónica Berzosa consiguió la aprobación de su nuevo instituto religioso por parte del Vaticano. O de las monjas de Briviesca y Nofuentes, a las que acogieron, junto al patrimonio de ambos monasterios.
Gracias a la venta del convento de Briviesca pudieron pagar los 100 millones de pesetas que les costó en aquel entonces la titularidad del monasterio de San Pedro Regalado de La Aguilera, que pertenecía a los franciscanos.
En esa época, el cardenal Rouco Varela, uno de sus protectores, quiso traerse a Madrid a las monjas del "milagro de Lerma" y puso en marcha el proyecto de edificación de un macro-convento que le encargó a Calatrava. Pero el presupuesto se disparó económicamente, Rouco no quiso cargar con el coste y el sueño de Verónica de trasladarse a Madrid quedó en el limbo.
En la bancada de enfrente nos sentamos los "peregrinos". Pocos, de entrada. Hasta que llega un autocar de Segovia. Al frente del numeroso grupo segoviano vienen dos curas, el español Florentino Vaquerizo y el guatemalteco Helber Daza. El español presenta a sus feligreses "de la unidad pastoral de Riaza". Entre los dos llevan 19 parroquias y quieren que su gente conozca de cerca y comparta algunas vivencias con estas monjas tan especiales.
El joven cura explica en qué consiste una unidad pastoral, tras lo cual interviene una de las hermanas, para contarnos las diferentes clases de monjas que hay entre ellas: postulantes, junioras, novicias y profesas.
Maitines, a las 2:30 de la madrugada
Desde nuestro bando, la gente les lanza algunas preguntas típicas. Por ejemplo, la edad de entrada en la congregación. Micrófono en mano van contestando a las preguntas. Con soltura. Se nota que lo hacen a menudo y que las preguntas se repiten. "La edad mínima de ingreso en el convento son los 17 años con permiso de sus padres", contestan. Muchas entraron a esa edad. La mayoría, más tarde.
Otra hermana responde a la pregunta sobre el día-tipo en el convento: seis horas de oración, cinco de trabajo, con ratos de estudio y asueto. La campana, voz de Dios, llama a las 2,30 de la madrugada para el rezo de maitines; después regresan a sus habitaciones hasta las 6:30, hora en que comienza la jornada habitual.
Viven de las donaciones y de los numerosos benefactores con los que cuentan, pero, sobre todo, de su trabajo de repostería, elaborando dulces y pastas.
Alguien pregunta que cómo sintieron la llamada de Dios. Contestan un par de hermanas con un patrón más o menos parecido: Chicas normales, con sus carreras y sus ideales que, en un momento determinado, sienten un impulso especial a dejarlo todo y seguir a Cristo. Todas insisten mucho en que su vocación se basa en un "encuentro personal con Cristo".
Las hay que proceden de parroquias o de la Acción Católica, pero la mayoría vienen de movimientos como los Neocatecumenales (más conocidos como Kikos, por el nombre de uno de sus fundadores, Kiko Argüello) o del Opus Dei.
Hay, entre ellas, universitarias, profesoras, arquitectas, abogadas, ingenieras, historiadoras o chicas con el bachillerato recién terminado. Unas vienen de familias con alto poder adquisitivo, pero también las hay de barrios periféricos de las grandes ciudades. Una de las hermanas que nos cuenta su historia viene de un movimiento parroquial de Gijón, por ejemplo.
Pasada más de una hora de intercambio, nos despiden cariñosamente, nos piden que amemos mucho al Señor y nos invitan a cogernos de la mano, para rezar el Padre Nuestro. Y como colofón, otro de sus cantos, a cuya coreografía de Sister Act tratamos de unirnos los presentes con la manos en alto y siguiendo el ritmo a trompicones.
"Es como haber estado un ratito en el cielo"
A la salida, un corro de mujeres de Riaza comenta: "¡Qué alegría, qué belleza! Esto es como haber estado un ratito en el cielo". Mientras, el cura les pide que se den prisa, para subir andando hasta la iglesia del pueblo, donde van a celebrar la eucaristía. Arranca el autocar con la gente de Riaza y el monasterio se vuelve a quedar envuelto en el silencio y en el misterio.
Me siento en un banco, en la pradera que rodea al convento, para hacer un breve balance de la experiencia. Salgo con un sabor agridulce. Por un lado, la gente sencilla parece haber salido "tocada". Por otro, percibo algo de espectáculo en estos encuentros. De alguna manera, las monjas se exhiben ante la gente. La mera presencia de doscientas y pico monjas todas juntas produce unimpacto profundo, que es lo que parecen buscar.
Me dio la sensación de que quieren escenificar que son muchas, jóvenes y siempre alegres. Proyectan la imagen de ser felices y estar casi tocando el cielo. El montaje, un poco kitsch y estilo grupo juvenil de las parroquias de los años 80. Los mensajes de las monjas suenan a impostados y cortados por el mismo patrón. La vida dura de los parados, el sufrimiento y el dolor de la gente, las guerras y la violencia parecen haberse quedado fuera del recinto milagroso.
Verónica Berzosa, el alma mater de todo este milagro, no aparece. O, si estuvo presente, no supe distinguirla entre las más de 200 hermanas. Hace años que no sale en los medios. Dicen que es guapa y de ojos verdes. Las pocas fotos que existen de ella son las de la ordenación episcopal de su hermano, Raúl Berzosa, en el mes de mayo de 2005 en Oviedo, y las de la aprobación de su nuevo instituto religioso en la catedral de Burgos en 2010.
Lleva años sin conceder entrevistas ni salir en los papeles. Hay quien dice que este mutismo mediático es una estrategia, que acrecienta el misterio de su convento y de su instituto religioso. Una perfecta herramienta publicitaria. Un enigma que se convierte en un reclamo poderoso.
Tras el show de Iesu Communio, salgo con los mismos interrogantes con los que entré. ¿Qué se esconde detrás de tal cantidad de vocaciones? ¿Por qué sólo aquí y no en otros conventos? ¿Cuál es el imán que atrae a este convento, y solo a este, a tanta chica joven? ¿El mero carisma de Sor Verónica? ¿Qué hay detrás de esta fundadora moderna? ¿Cuál es el fondo y el sustrato de la espiritualidad que ofrece? ¿Está realmente refundando las Clarisas o es un episodio pasajero, centrado en el culto a la personalidad de su fundadora? ¿Cuál es el secreto de Sor Verónica y de su convento lleno a rebosar?
Pensé encontrar, en mi visita a La Aguilera, respuestas a algunas de estas preguntas. Pero me voy como llegué: sin saber dar razón de lo que aquí está pasando. Un fenómeno, secreto y de exposición controlada, digno de estudio y de explicación.
Evangelio según San Lucas 4,16-30.
Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír". Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: "¿No es este el hijo de José?". Pero él les respondió: "Sin duda ustedes me citarán el refrán: 'Médico, cúrate a ti mismo'. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún". Después agregó: "Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio". Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.
San Juan Pablo II (1920-2005), papa
Exhortación apostólica “Christifideles laici / Los fieles laicos”, § 13-14 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana)
“El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres”
El Concilio Vaticano II presentaba la novedad bautismal de este modo: «Por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados como casa espiritual» (LG 10). El Espíritu Santo «unge» al bautizado, le imprime su sello indeleble (cf. 2 Co 1, 21-22), y lo constituye en templo espiritual; es decir, le llena de la santa presencia de Dios gracias a la unión y conformación con Cristo.
Con esta «unción» espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido» […]
«La misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión». […]Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística […]: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida […], se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor.» (LG 34) […]
La participación en el oficio profético de Cristo, […], habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras […]. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12); y después en la propia entrega para servir, […], al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25, 40). Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, […], al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn 12, 32; 1 Co 15, 28).
San Gil (Egidio)
San Egidio o Gil, abad
La leyenda de san Gil (Aegidius), una de las más famosas en la Edad Media, procede de una biografía escrita en el siglo X. De acuerdo con aquel escrito, Gil era ateniense por nacimiento. Durante los primeros años de su juventud, devolvió la salud a un mendigo enfermo, en virtud de haberle cedido su capa, tal como había sucedido con san Martín. Gil despreciaba los bienes temporales y detestaba el aplauso y las alabanzas de los hombres, que llovieron sobre él, tras la muerte de sus padres, debido a la prodigalidad con que daba limosnas y los milagros que se le atribuían. Para escapar, se embarcó hacia el Occidente, llegó a Marsella y, luego de pasar dos años en Arles, junto a san Cesareo, se construyó una ermita en mitad de un bosque, cerca de la desembocadura del Ródano. En aquella soledad se alimentaba con la leche de una cierva que acudía con frecuencia y se dejaba ordeñar mansamente por el ermitaño. Cierto día, Flavio, el rey de los godos, que andaba de cacería, persiguió a la cierva y le azuzó a los perros, hasta que el animal fue a refugiarse junto a Gil, quien la ocultó en una cueva, y la partida de caza pasó de largo frente a ella, incluso los perros, que parecían haber perdido el olfato. Al día siguiente, se reanudó la cacería y la cierva fue nuevamente descubierta y perseguida hasta la cueva donde la ocultó el ermitaño y donde se volvía invulnerable. Al tercer día, el rey Flavio llevó consigo a un obispo para que presenciara el suceso y tratase de explicarle el extraño proceder de sus perros. En aquella tercera ocasión, uno de los arqueros del rey disparó una flecha al azar, a través de la maleza que cubría la entrada de la cueva. Cuando los cazadores se abrieron paso hasta la caverna, encontraron a Gil herido por la flecha y a la cierva echada a sus pies. Flavio y el obispo instaron al ermitaño para que diera cuenta de su presencia en aquellos parajes. Gil les relató su historia y, al escucharla, tanto el monarca como el prelado le pidieron perdón por haber alterado la paz de su soledad y el rey impartió órdenes para que fuesen en busca de un médico que le curase la herida de la flecha, pero san Gil rehusó aceptar la visita del doctor, no quiso tomar ninguno de los regalos que le presentaron los de la partida real y rogó a todos que le dejasen tranquilo en su solitario retiro.
El rey Flavio hizo frecuentes visitas a san Gil, y éste acabó por solicitar al monarca que dedicase todas las limosnas y beneficios que le ofrecía, a la fundación de un monasterio. Flavio se comprometió a hacerlo, a condición de que Gil fuese el primer abad. A su debido tiempo, el monasterio se levantó cerca de la cueva del ermitaño, se agrupó una comunidad en torno a Gil, y muy pronto la reputación de los nuevos monjes y de su abad llegó al oído de Carlos, rey de Francia (a quien los trovadores medievales identificaron con Carlomangno, aunque resulta anacrónico). La corte mandó traer a san Gil a Orléans, donde se entretuvo largamente con el rey en profunda charla sobre asuntos espirituales. Sin embargo, en el curso de aquellas conversaciones, el monarca calló una gravísima culpa que había cometido y le pesaba sobre la conciencia... «el domingo siguiente, cuando el ermitaño oficiaba la misa y, según la costumbre oraba especialmente por el rey durante el canon, apareció un ángel del Señor que depositó sobre el altar un rollo de pergamino donde estaba escrito el pecado que el monarca había cometido. En el pergamino se advertía también que aquella culpa sería perdonada por la intercesión de Gil, siempre y cuando el rey hiciese penitencia y se comprometiese a no volver a cometerla ... Al terminar la misa, Gil entregó el rollo de pergamino al monarca, quien, al leerlo, cayó de rodillas ante el santo y le suplicó que intercediera por él ante Dios. A continuación, el buen ermitaño se puso en oración para encomendar al Señor el alma del monarca y a éste le recomendó, con dulzura, que se abstuviese de cometer la misma culpa en el futuro».
Después de aquella temporada en la corte, san Gil regresó a su monasterio y, al poco tiempo, partió a Roma para encomendar sus monjes a la Santa Sede. El Papa concedió innumerables privilegios a la comunidad, y al monasterio le hizo el donativo de dos portones de cedro tallados con primor. A fin de poner a prueba su confianza en Dios, san Gil mandó arrojar aquellas dos puertas a las aguas del Tiber, se embarcó en ellas y, con viento propicio, navegaron por el Mediterráneo hasta las costas de Francia. Recibió una advertencia celestial sobre la proximidad de su muerte y en la fecha vaticinada, un domingo l de septiembre, «dejó este mundo, que se entristeció por la ausencia corporal de Gil, pero en cambio, llenó de alegría los Cielos por su feliz arribo». Este relato sobre san Gil y otros que circularon durante la Edad Media y que son nuestras únicas fuentes de información resultan completamente indignos de confianza. Es evidente que algunos de sus pormenores son contradictorios y anacrónicos; además, la leyenda está asociada con ciertas bulas pontificias que, como ahora se sabe, fueron fraguadas para servir a los intereses del monasterio de San Gil, en Provenza. Lo más que se puede saber sobre el santo es que debe haber sido un ermitaño o un monje que vivió cerca de la desembocadura del Ródano, en el siglo sexto u octavo, y que el famoso monasterio que lleva su nombre afirma poseer sus reliquias. La historia de la cierva se relaciona con varios santos, de entre los cuales san Gil es el más famoso y, durante muchos siglos, uno de los más populares. Se le nombra entre los «Catorce Santos Auxiliadores» (el único entre ellos que no fue mártir) y su tumba, en el monasterio, fue centro de peregrinaciones de primerísima importancia que contribuyó a la prosperidad de la ciudad de Saint Gilles durante la Edad Media, hasta el siglo XIII, cuando quedó convertida en ruinas, durante la cruzada contra los albigenses. Otros cruzados bautizaron con el nombre de Saint Gilles a una ciudad (la actual Sinjil) que fundaron en los límites de las regiones de Benjamín y Efraín, de manera que su culto se extendió por todo el oriente de Europa. En Inglaterra había 160 parroquias dedicadas a él. Se le invoca como protector de los tullidos, mendigos y herreros. Juan Lydgate, un monje poeta de Bury, le invocaba así en el siglo quince:
Gil, santo protector de pobres y lisiados, consuelo de los enfermos en su mala suerte, refugio y escudo de los necesitados, patrocinio de los que miran a la muerte.Por ti, los moribundos vuelven a la vida.
El texto en latín sobre la vida de San Gil, se encuentra en Acta Sanctorum, septiembre, vol. I, y una versión semejante, en Analecta Bollandiana, vol. VIII (1889), pp. 103-120. También hay una biografía de versos rimados y una adaptación al francés antiguo. Para estas últimas, consultar el cuidadoso estudio de la Srta. E. C. Jones, Saint Gilles (1914). En cuanto a las tradiciones populares reunidas en torno a san Gil, véase a Bächtold- Stäubli en Handwörterbuch des deutschen Aberglaubens, vol. I, pp. 212 y ss.; sobre el tratamiento del tema en el arte, véase a Künstle en Ikonographie, vol. II, pp. 32-34; el emblema distintivo del santo, naturalmente, es una cierva con una flecha clavada.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Oremos
Tú, Señor, que concediste a San Egidio el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.
La Espiritualidad ignaciana, aunque vio la primera luz en casa de la familia de Ignacio en el País Vasco y acabó por tomar forma en una cueva cerca de la ciudad de Manresa, es una espiritualidad urbana. A diferencia de otros maestros espirituales que se retiraron del mundo para ir a vivir en conventos y monasterios y así encontrar a Dios, Ignacio y sus primeros compañeros se movían por las plazas y los mercados de Europa predicando la Buena Nueva. La
Espiritualidad ignaciana, por tanto, es una espiritualidad activa, que busca encontrar a Dios en todas las personas, en todos los lugares y en todas las situaciones.
Es, sin embargo, también una espiritualidad contemplativa porque no se puede esperar encontrar a Dios en cualquier lugar si uno no está atento y preparado. Tenemos, pues, una paradoja: la espiritualidad ignaciana alegra en el Dios que nos crea momento a momento ("por momentos", como alguien lo expresó muy bien) e intenta comprometernos con Cristo en la construcción del Reino de Dios. Hay trabajo que hacer ... y sin embargo nos invita a estar abiertos, en atención, y en oración todo momento. (Mientras escribo esto me viene a la cabeza la imagen de aquellas personas-orquesta que a la vez golpean un tambor, tocan los platillos, y llevan a la boca una armónica!)
Es posible. Sé que hay personas que son auténticos maestros Jedi de la contemplación en la acción, pero también sé que hay miles y miles de personas como yo que no siempre acertamos, pero que hemos tenido suficientes momentos de contemplación en la acción por quererlo probar una y otra vez.
¿Soy culpable de mí mismo?
Necesito abrir los ojos ante mi situación actual y verla con realismo y con esperanza.
Cada decisión deja una huella: en mi vida, en la de los seres cercanos, en otros corazones que no conozco pero que, de modos misteriosos, quedan bajo la influencia de mis actos.
Con el pasar del tiempo, las decisiones configuran un mosaico. Como enseñaba san Gregorio de Nisa, en cierto sentido somos padres de nosotros mismos a través de nuestros actos.
¿Qué imagen he trazado en mi alma? ¿Hacia dónde está dirigida mi mirada? ¿Qué busco, qué sueño, qué temo, qué lloro, qué me causa alegría? ¿Hacia dónde oriento el cincel cada vez que plasmo la estatua de mi vida?
Si los defectos dominan mi corazón, siento pena. Surge entonces la pregunta: ¿soy culpable de mí mismo? ¿Son mis decisiones las que me llevaron a esta situación de apatía, de tibieza, de orgullo, de envidia, de rencores? En ocasiones busco la culpa fuera de mí. Incluso tal vez tenga algo de razón: hay personas que me han herido profundamente, que un día llegaron a provocar esa angustia o ese odio que me carcome a todas horas. Pero en otras ocasiones tengo que reconocerlo: la culpa es completamente mía.
Necesito abrir los ojos ante mi situación actual y verla con realismo y con esperanza. Sobre todo, necesito aprender a leer mi vida desde un corazón que me conoce como nadie: el corazón de Dios.
A Él puedo preguntarle si soy culpable de mí mismo, si me he dañado tontamente, si he permitido que me ahoguen asuntos insustanciales, si me he encerrado en un pesimismo dañino.
Luego, desde el diagnóstico del Médico divino, podré abrirme a su gracia para curar mi voluntad, para orientar mis pensamientos a un mundo nuevo y bello, para dar pasos concretos que me permitan perdonar y pedir perdón.
Será posible, entonces, que esa libertad con la que tantas veces he hecho daño, a otros y a mí mismo, empiece a ser usada para construir una vida nueva, desde la luz del Espíritu Santo y con la meta que embellece todo: amar a Dios y a los hermanos.
DOMINGO XXII (A)
Jr 20,7-9; Rm 12,1-2; Mt 16, 21-27
En el evangelio que acabamos de escuchar encontramos a Jesús hablando con sus discípulos. El pasado domingo, podíamos sentir como Pedro había reconocido en Jesús al hijo de Dios vivo. En respuesta a este reconocimiento, Jesús reunió la iglesia entorno de Pedro. Este domingo Jesús empieza a manifestarse claramente a sus discípulos que su camino hacia la resurrección tiene que pasar por momentos de sufrimiento, hasta llegar a la cruz y morir.
Ante el anuncio de la futura pasión, la reacción de Pedro - diciendo que eso no podía ser, que su maestro era demasiado bueno para que lo trataran así-, muestra que aún no había comprendido el misterio de Jesús. Quería ver en Jesús un mesías en nuestro tamaño, de acuerdo con unas previsiones muy humanas, pero no según el plan de Dios. Por eso Jesús le dice: «no piensas como Dios sino como los hombres». Si Jesús - como lo acabamos de sentirse no aprueba la actitud de Pedro, es porque, cuando Pedro le pide que deje de lado el camino de la cruz, parece que quiera ponerse delante de su maestro. Por eso Jesús le habla ásperamente para disuadirle. Pedro no podía impedir que Jesús actuara como el Hijo que sigue la voluntad de su Padre del cielo.
Aunque Pedro en este momento todavía tiene que progresar, la respuesta que le da Jesús no es un rechazo, sino, al contrario, es una invitación. Jesús le repite las palabras que le dijo cuando lo llamó a ser discípulo, cuando le dijo a él ya su hermano Andrés: Venid conmigo, (Mt 4,18-22) .Le dice que vuelva a ocupar el lugar de discípulo, que lo acompañe y que siga sus pasos. Jesús le quiere hacer ver que el lugar del discípulo no está por delante del maestro, sino detrás de él, acompañando su maestro en el camino que debe seguir.
Las instrucciones que da Jesús a sus seguidores comienzan, pues, con las mismas palabras que Jesús ha usado para llamar a Pedro: Si alguno quiere venir detrás de Mi sígame, y con estas palabras se dirige también a todos nosotros, nos encontramos el lugar donde nos encontramos. Porque seguir a Jesús significa tenerle plena confianza, quiere decir hacer camino con él, en medio de las dificultades y contratiempos de la vida, significa buscar de obrar bien con todo el mundo, de actuar con justicia, y quiere decir, también, de ayudar a los que más lo necesitan.
Para seguir a Jesús más de cerca, buscamos, pues, de escuchar sus palabras, de leerlas menudo y de meditarlas. Las encontramos en el Evangelio, las sentimos cada domingo a misa o más a menudo. Nos ayudan a reconocer día a día cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable a Dios y bueno para todos nosotros. Buscamos pues seguir a Jesús y dejar que él nos acompañe, que nos acompañe con su palabra de vida y con el don de la Eucaristía, ese don que ahora todos juntos agradecemos y celebramos.