«Los que tocaban el borde de su manto, se ponían sanos»
- 06 Febrero 2017
- 06 Febrero 2017
- 06 Febrero 2017
Evangelio según San Marcos 6,53-56.
Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí. Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba. En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
San Pablo Miki
Santos Pablo Miki y veinticinco compañeros, mártires
Memoria de los santos Pablo Miki y compañeros, mártires en Nagasaki, ciudad de Japón. Allí, declarada una persecución contra los cristianos, fueron apresados, duramente maltratados y, finalmente, condenados a muerte ocho presbíteros o religiosos de la Orden de la Compañía de Jesús y de la Orden de los Hermanos Menores, procedentes de Europa o nacidos en Japón, junto con diecisiete laicos. Todos ellos, incluso los adolescentes, por ser cristianos fueron clavados cruelmente en cruces, mas manifestaron su alegría al haber merecido morir como murió Cristo. Sus nombres son: Juan de Goto Soan, Jacobo Kisai, religiosos de la Orden de la Compañía de Jesús; Pedro Bautista Blásquez, Martín de la Ascensión Aguirre, Francisco Blanco, presbíteros de la Orden de Hermanos Menores; Felipe de Jesús de Las Casas, Gonzalo García, Francisco de San Miguel de la Parilla, religiosos de la misma Orden; León Karasuma, Pedro Sukeiro, Cosme Takeya, Pablo Ibaraki, Tomás Dangi, Pablo Suzuki, catequistas; Luis Ibaraki, Antonio, Miguel Kozaki y su hijo Tomás, Buenaventura, Gabriel, Juan Kinuya, Matías, Francisco de Meako, Ioaquim Sakakibara y Francisco Adaucto, neófitos. El día de su martirio fue ayer.
Pablo Miki nació en Japón el año 1566 de una familia pudiente; fue educado por los jesuitas en Azuchi y Takatsuki. Entró en la Compañía de Jesús y predicó el evangelio entre sus conciudadanos con gran fruto.
Al recrudecer la persecusión contra los católicos, decidió continuar su ministerio y fue apresado junto con otros. En su camino al martirio, él y sus compañeros cristianos fueron forzados a caminar 600 millas para servir de escarmiento a la población. Ellos iban cantando el Te Deum. Les hicieron sufrir mucho. Finalmente llegaron a Nagasaki y, mientras perdonaba a sus verdugos, fue crucificado el día 5 de febrero de 1597. Desde la cruz predicó su último sermón.
Junto a el sufrieron glorioso martirio el escolar Juan Soan (de Gotó) y el hermano Santiago Kisai, de la Compañía de Jesús, y otros 23 religiosos y seglares. Todos ellos fueron canonizados por Pío IX en 1862.
Declarada una persecución contra los cristianos, ocho presbíteros o religiosos de la Compañía de Jesús o de la Orden de los Hermanos Menores, procedentes de Europa o nacidos en Japón, junto con diecisiete laicos, fueron apresados, duramente maltratados y, finalmente, condenados a muerte. Todos, incluso los adolescentes, por ser cristianos fueron clavados en cruces, manifestando su alegría por haber merecido morir como murió Cristo. Sus nombres son: Juan de Goto Soan, Jacobo Kisai, religiosos de la Compañía de Jesús; Pedro Bautista Blásquez, Martín de la Ascensión Aguirre, Francisco Blanco, presbíteros de la Orden de los Hermanos Menores; Felipe de Jesús de Las Casas, Gonzalo García, Francisco de San Miguel de la Parilla, religiosos de la misma Orden; León Karasuma, Pedro Sukeiro, Cosme Takeya, Pablo Ibaraki, Tomás Dangi, Pablo Suzuki, catequistas; Luis Ibaraki, Antonio, Miguel Kozaki y su hijo Tomás, Buenaventura, Gabriel, Juan Kinuya, Matías, Francisco de Meako, Ioaquinm Sakakibara y Francisco Adaucto, neofitos.
Oremos. Dios todopoderoso y eterno, que diste a los santos mártires Miki y sus compañeros la valentía de aceptar la muerte por el nombre de Cristo: concede también tu fuerza a nuestra debilidad para que, a ejemplo de aquellos que no dudaron en morir por ti, nosotros sepamos también ser fuertes, confesando tu nombre con nuestras vidas. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
Calendario de fiestas Marianas: Nuestra Señora de Louvain, Bélgica (1444).
San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia Sermón 306, passim
«Los que tocaban el borde de su manto, se ponían sanos»
Todo hombre quiere ser feliz; no hay nadie que no lo quiera, y tan fuertemente, que lo desea por encima de todo. Aún más: todo lo que quiere además de esto, sólo lo quiere por eso. Los hombres van detrás de diferentes pasiones, uno ésta, el otro aquella; en el mundo hay también maneras distintas de ganarse la vida: cada uno escoge su profesión y la ejerce. Mas, cuando se comprometen en una forma de vida, todos los hombres actúan en ella buscando ser felices... ¿Qué cosa hay, pues, en esta vida capaz de hacer feliz, que todos la buscan pero que no todos la encuentran? Busquémosla...
Si pregunto a alguno: «¿Quieres vivir?», nadie estará tentado de contestarme: «No lo quiero»... Igualmente si pregunto: «¿Quieres vivir con buena salud?», nadie me responderá: «No quiero». La salud es un don precioso a los ojos del rico, y para el pobre es, a menudo, el único bien que posee... Todos están de acuerdo en amar la vida y la salud. Ahora bien, cuando el hombre goza de vida y de una buena salud, ¿se puede contentar con esto?...
Un joven rico preguntó al Señor: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Mc 10,17). Temía morir y no podía escapar de morir... Sabía que una vida con dolores y tormentos no es una vida, sino que más bien debería llamarse muerte... Sólo la vida eterna puede ser feliz. La salud y la vida de aquí abajo nadie os la asegura, teméis mucho perderla: llamad a eso «siempre temer» y no «siempre vivir»... Si nuestra vida no es eterna, si no puede eternamente llenar nuestros deseos, no puede ser feliz, e incluso no es una vida... Cuando entremos en aquella vida de allá, estaremos seguros que permaneceremos siempre en ella. Tendremos la certeza de poseer eternamente la verdadera vida, sin ningún temor, porque estaremos en el Reino del cual se ha dicho: «Y su reino no tendrá fin» (Lc 1,33).
Reconocer la necesidad de Dios
Marcos 6, 53-56. V Lunes de Tiempo Ordinario. Ciclo A.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Un día más en el que tengo la gracia de encontrarme contigo. Un día más en el que tengo la necesidad de estar contigo…gracias por este deseo de Ti, Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Uno de los actos más hermosos y humildes que existen es el de enamorarse, ya que implica que uno acepte que necesita de otra persona. Requiere saberse y aceptarse necesitado…requiere hacerse vulnerable y reconocerse perturbado ante la ausencia del amado.
Es un acto de humildad porque requiere mostrar lo que realmente uno es… requiere quitarse las vestiduras; quitar los mecanismos de defensa, mirarse a los ojos y decir: «sin ti no puedo hacer nada».
El reconocerme débil y enfermo ante Dios es un verdadero acto de amor. Sólo soy lo que soy bajo la mirada de Dios.
Este reconocimiento de necesidad de Dios es lo que me lleva a conocerme más profundamente y, ahí, ese conocimiento de lo que verdaderamente soy, me lleva a conocer, a experimentar más profundamente, más íntimamente a Dios. Me lleva a buscar a Dios más alegremente, más intensamente, a desear más hondamente tocarle, verle. A desear vivir con Él y en Él.
Señor Jesús, deseo con todo mi corazón poder vivir sólo bajo tu mirada, para así conocerme y conocerte cada día más.
Te necesito, Señor…Te amo, Señor.
«Dios creó el universo pero la creación no termina, Él continuamente sostiene lo que ha creado. En el Evangelio vemos la otra creación de Dios, la de Jesús, que viene a re-crear lo que ha sido estropeado por el pecado. Se ve a Jesús entre la gente, cuando le tocaban eran salvados, es la re-creación. Esta segunda creación es más maravillosa que la primera, este segundo trabajo es más maravilloso. Además, hay otro trabajo, el de la perseverancia en la fe que lo hace el Espíritu Santo.»
(Cf Homilía de S.S. Francisco, 9 de febrero de 2015, en santa Marta).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Buscar tocar a Dios en mi prójimo a través de un acto de caridad oculta.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Nuestros milagros de cada día
¿Somos de aquellos cristianos que queremos ver milagros a toda costa?
Existe una ambigüedad que caracteriza a los signos y milagros de Jesucristo.
Por una parte, los evangelios están llenos de milagros. El camino de Jesús está señalado por acontecimientos prodigiosos: los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan.
Por otra parte, Cristo es reticente con los milagros. Multiplica los signos, pero no pretende presentarse como taumaturgo. Viene a traer la salvación, no a hacer milagros. Evita todo sensacionalismo, se niega decididamente a lo espectacular.
Si miramos atentamente el Evangelio, podemos decir que hay dos cosas que son capaces de arrancarle milagros: la fe de los que piden y la miseria de los hombres.
- La fe del que pide. Un rostro que implora con fe es un espectáculo ante el que Cristo no puede resistirse. Es su punto débil. Se deja escapar expresiones maravilladas: “¡Mujer, qué grande es tu fe!” Y no puede evitar realizar el milagro: “Hágase según tus deseos...”
- La miseria humana. Cuando Jesús se encuentra en sus caminos con la miseria, se siente casi obligado a regalar el milagro. En muchos casos, ni siquiera es necesario que formulen una petición explícita. Basta con la presencia del dolor. P.ej. las lágrimas de una madre que acompaña al sepulcro a su único hijo. Y Cristo responde inmediatamente. No puede ver cómo los hombres sufren.
Yendo a nosotros, hay cristianos que quieren ver milagros a toda costa. Como si su fe estuviera colgada, más que de la palabra de Dios, de los milagros. Su vida se desarrolla bajo el signo de lo extraordinario, de lo excepcional, a veces incluso de lo extravagante.
No han comprendido que la fe es lo que provoca el milagro. Y no al revés. Han trastornado el procedimiento de Jesús. En el evangelio aparece con claridad que el Señor resalta la libertad, deja la puerta abierta, pero sin obligar a entrar a nadie, sin golpes espectaculares. Él queda vencido sólo por la fe de los hombres.
Pero existe también una postura contraria, también fuera de tono. Son cristianos que tienen miedo, que casi se avergüenzan del milagro. Pretenden impedirle a Dios que sea Dios. Les gustaría aconsejarle que no resulta oportuno, que es mejor, para evitarse complicaciones, dejar en paz el campo de las leyes físicas. Como si Dios estuviese obligado a pedirles consejo antes de manifestar su propia omnipotencia. Se olvidan que los milagros son la expresión de la libertad de Dios.
Nuestros milagros. Por encima de estas actitudes frente a los milagros y signos de Dios, está la obligación precisa para todos nosotros: Cristo nos ha dejado la consigna de hacer milagros. Es el “signo” de nuestra fe. Más aún, hemos de “convertimos” en milagros: Milagros de coherencia, de fidelidad, de misericordia, de generosidad, de comprensión.
Una vez más esta “generación perversa pide un signo”. Y tiene derecho a esperarlo de nosotros, los que nos llamamos cristianos. ¿Qué signo podemos ofrecerles? ¿Qué milagro podemos presentarles?
Una respuesta al mundo que nos rodea. Nuestro camino pasa por un mundo que tiene hambre, hambre de pan y hambre de amor. Un mundo enfermo de desilusiones. Un mundo ciego por la violencia. Un mundo asolado por el egoísmo. No podemos pasar por ese camino limitándonos a contarles a los demás, los milagros de Jesús. No podemos contar con sus milagros. Hemos de contar con los nuestros.
Lo que buscan los hombres de este mundo, son nuestros milagros de cada día: nuestros milagros de fe, de amor, de transformación, de vida cristiana.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Qué milagro de transformación pueden ver en mí?
2. ¿Qué ofrezco a los que buscan algo?
El Papa en Sta. Marta nos invita a ser "esclavos del amor"
Los rígidos tienen “miedo” de la libertad que Dios nos da.
En la homilía de este lunes, el Santo Padre advierte sobre buscar refugio en la rigidez de los mandamientos
Por: Redaccion Papa Francisco | Fuente: ZENIT – Roma / 6 de febrero 2017
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Los rígidos tienen “miedo” de la libertad que Dios nos da, tienen “miedo del amor”. Así lo ha asegurado el Santo Padre en la misa de este lunes celebrada en Santa Marta. De este modo, ha querido recordar que el cristiano es “esclavo” del amor, no del deber, y ha invitado a los fieles a no esconderse en la “rigidez” de los mandamientos.
“¡Dios mío, qué grande eres!”. El Pontífice ha desarrollado su homilía haciendo referencia al Salmo 103, un “canto de alabanza” a Dios por sus maravillas. En esta línea ha indicado que el Padre trabaja para hacer esta maravilla de la creación y para hacer con el Hijo esta maravilla de la re-creación. Al respecto, el Santo Padre ha contado que un vez un niño le preguntó qué hacía Dios antes de crear el mundo. “Amaba”, ha sido su respuesta.
Entonces, ¿por qué Dios creó el mundo? Simplemente –ha explicado– para compartir su plenitud, para tener alguien al que dar y con el que compartir su plenitud. Y en la re-creación, Dios envía a su Hijo para “re-colocar”: hace “de lo feo lo bello, del error lo verdadero, de lo malo lo bueno”.
El Santo Padre ha explicado también que cuando Jesús dice “El Padre siempre obra; también yo obro siempre”, los doctores de la ley se escandalizaron y querían matarlo por esto. ¿Por qué? Porque –ha respondido– no sabían recibir las cosas de Dios como don. Solamente “como justicia”. En vez de abrir el corazón al don, se escondieron, han buscado refugio en la rigidez de los mandamientos, que ellos habían multiplicado hasta 500 o más… Tal y como ha precisado el Papa, “no sabían recibir el don”. Y el don solamente se recibe “con la libertad”. Y estos rígidos tenían miedo de la libertad que Dios nos da, tenían miedo del amor.
“Te quiero mucho porque me has dado este don”. Esta es la oración de alabanza, la oración de alegría, la oración que nos da la alegría de la vida cristiana. “Y no esa oración cerrada, triste, de la persona que nunca sabe recibir un don porque tiene miedo de la libertad que siempre lleva consigo un don”, ha subrayado. Esclavos del deber, pero no del amor, ha lamentado. Al respecto, ha asegurado que cuando te conviertes en esclavo del amor, eres libre. Y esta es “una bella esclavitud”.
Finalmente ha invitado a preguntarse cómo recibimos la redención, el perdón que Dios nos ha dado, el hacerme hijo con su Hijo, con amor, con ternura, con libertad. ¿Lo hacemos con libertado o nos escondemos en la rigidez de los mandamientos cerrados, que siempre son más seguros, entre comillas, pero no da la alegría, porque no te hacen libre?.
Así, cada uno puede preguntarse cómo vive estas dos maravillas: “La maravilla de la creación y la todavía más maravilla de la re-creación”.
Las dos bellezas
Algunos persiguen ansiosamente una especie de “eterna juventud”
A casi todos nos gusta tener un cuerpo sano, hacer deporte, trabajar y reír, descansar e ir de excursión con los amigos.
El bienestar físico es un valor casi universal. Algunos, además, persiguen ansiosamente una especie de “eterna juventud”. Realizan operaciones de cirugía estética, masajes, ejercicios especiales para adelgazar, inyecciones “rejuvenecedoras”, lociones y cremas de todo tipo...
Gracias a tantas intervenciones y progresos farmacéuticos, a veces es posible encontrarse con una señora de 50 años que parece tener 30, y con una de 40 que no tiene nada que envidiar a una chica de 18... Algunos hombres han entrado ya en este mercado de la “cosmética” a niveles de competividad respecto a lo conseguido, no sin grandes esfuerzos, por mujeres famosas por su “eterna juventud”.
Pero ese esfuerzo por conquistar un nivel de belleza corporal que dure el mayor tiempo posible tiene que detenerse al llegar a fronteras insuperables. La naturaleza no deja de pasar su factura (también la pasan los centros de belleza, no hay que olvidarlo) y uno tiene que rendirse ante la realidad: los años no perdonan; el proceso hacia la vejez no ha sido controlado, al menos hasta ahora, por la técnica.
Existe, sin embargo, una belleza distinta, más profunda, y no por ello menos importante. La gratitud, la alegría, el optimismo, ese gusto por vivir para un proyecto, la solidaridad, la fidelidad a unos amigos, la profundidad de un matrimonio abierto a las riquezas del otro y a la belleza de la paternidad y la maternidad... Son cosas que no se ven a primera vista, tesoros que brillan con una claridad propia, bellezas que pueden suscitar más envidia que un “color tropical” en el cutis o que una nariz especialmente estirada y tersa.
En el mundo de hoy nos vendría muy bien que el inquieto Sócrates se pasease por nuestras calles para reírse de la ropa, de los centros de embellecimiento, de las saunas para bajar unos kilos que se recuperan a través de esos pequeños pasteles que tomamos entre tarde y tarde...
El Sócrates de nariz aguileña y ojos saltones se reiría de la enorme cantidad de productos y esfuerzos dedicados por entero a cultivar un cuerpo que está sometido, lo queramos o no, a la gravitación universal y a la ley de la acción y reacción (del nacimiento y de la muerte), sin pensar más que de cuando en cuando en el espíritu (en el alma, como diría él). Se reiría de la importancia que damos a la belleza que sólo llega a los ojos, el tacto o el olfato, y de lo poco que nos preocupamos por la belleza del corazón, una belleza que provoca alegrías mucho más profundas y duraderas que las logradas por un perfume o un poco de crema de labios...
Jesús y los Sacerdotes
Debemos tener un gran amor hacia la Iglesia y sus ministros, que Jesús nos ha dejado
El otro día alguien me dijo que «los sacerdotes mataron a Jesús», y lo confirmó con un texto bíblico en la mano: Mt. 27, 1
Leyendo esta cita fuera de contexto me imagino que efectivamente habrá gente sencilla que piensa que realmente fueron los sacerdotes de la Iglesia Católica quienes mataron a Jesús. ¡Tal vez por eso algunos evangélicos miran tan mal a los sacerdotes porque están convencidos de que ellos mataron a Jesús!
Perdono a los que así piensan acerca de los ministros de la Iglesia Católica, pero no confío en su juicio en esta materia.
En esta carta quiero contestar a los que piensan así y aclararles lo que dice la Iglesia Católica de los sacerdotes. Les hablaré con amor pero con un amor que busca la verdad, pues solamente «la verdad nos hará libres» (Jn. 8, 32).
El contexto bíblico
Debemos leer bien la Biblia y no quedar aferrados a un solo texto aislado. Con una sola cita bíblica fuera de contexto podemos condenar a medio mundo y al mismo tiempo faltar al mandamiento más importante de Dios: el amor. ¿Acaso no dijo el apóstol que la letra mata y el espíritu vivifica? (2 Cor. 3, 6).
¿Quiénes mataron a Cristo?
Debemos tener una gran confianza en la Iglesia de Cristo y en sus ministros, guiados por el Espíritu Santo. Jesús dijo a sus discípulos en la noche antes de morir: El Espíritu Santo, que el Padre va a enviar en mi nombre para que les ayude y consuele, les enseñará todo, y les recordará todo lo que Yo les dije (Jn. 14, 26 y Jn. 16, 13). ¿Qué decir de los que piensan que son los sacerdotes católicos los que mataron a Jesús?
Dice Mateo:
"Cuando amaneció todos los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos se pusieron de acuerdo en un plan para matar a Jesús".
En el contexto bíblico nos damos cuenta de que el Evangelista Mateo se refiere aquí a «los sacerdotes judíos» de aquel tiempo, es decir, a los sacerdotes de la Antigua Alianza.
Es una monstruosidad decir ahora que fueron los sacerdotes de la Iglesia Católica los que mataron a Jesús. Esta manera de leer la Biblia es una manipulación descarada de un texto bíblico y no reviste ninguna seriedad. Es simplemente una ignorancia atrevida y una forma muy sutil pero muy poco cristiana de sembrar dudas y meter miedo en el corazón de la gente sencilla.
Creo que bastan estas pocas palabras para contestar a los que piensan así. Aunque si bien lo meditamos, todos hemos puesto la mano en la crucifixión de Cristo ya que murió por nuestros pecados.
¿Quería sacerdotes Jesús?
Otros se ríen de los sacerdotes de la Iglesia Católica y dicen que «Jesús no quería sacerdotes».
Los católicos creemos:
- Que Jesucristo es el único y verdadero Sumo Sacerdote.
- Que todo el pueblo cristiano, por voluntad de Dios, es un pueblo sacerdotal, y
- Que dentro de este pueblo sacerdotal algunos son llamados a participar del sacerdocio llamado ministerial o pastoral.
Yo no invento esto. Es la comunidad de los creyentes, guiada por el Espíritu Santo y meditando largamente la Palabra de Dios, la que ha llegado a esta verdad acerca de Cristo, su Iglesia y sus ministros.
Guiados por este mismo Espíritu,
leamos la Biblia:
Los sacerdotes judíos de la Antigua Alianza
Leyendo bien las Sagradas Escrituras, nos damos cuenta de que Jesús nunca se identificó con los sacerdotes de la Antigua Alianza. En su tiempo había muchos sacerdotes judíos del rito antiguo. Todos ellos eran miembros de la tribu de Leví y estaban encargados de los sacrificios de animales en el templo. Estos sacrificios eran ofrecidos para la purificación de los pecados del pueblo judío (Mc. 1, 44; Lc. 1, 5-9). Hasta José y María, cumpliendo con este rito de purificación, ofrecieron una vez un par de palomas (Lc. 2, 24).
Pero este sacerdocio judío era incapaz de lograr la santificación definitiva del pueblo (Hebr. 5, 3; 7, 27; 10, 1-4). Era un sacerdocio imperfecto y siempre sellado con el pecado. Jesús, el Hijo de Dios, el hombre perfecto, nunca se atribuyó para sí este título de sacerdote judío.
¿Participamos del sacerdocio de Cristo?
¿Es verdad que la Iglesia primitiva proclamó después a Jesucristo como el único y verdadero Sumo Sacerdote? ¿Participamos nosotros del sacerdocio de Cristo?
Así es efectivamente. Aunque durante su vida Jesús nunca usó el título de sacerdote, la Iglesia primitiva proclamó que «Jesús es el Hijo de Dios y es nuestro gran Sumo Sacerdote» (Hebr. 4, 14).
Escribe el sagrado escritor de la carta a los Hebreos, como cuarenta años después de la muerte y Resurrección de Jesucristo: Jesús se ofreció a lo largo de su vida al Padre y a los hombres, con una fidelidad hasta la muerte en la cruz, dio su vida como el gran sacrificio de una vez por todas, y su sacrificio ha sido absoluto. El verdadero sacerdote para toda la humanidad es Jesús el Hijo de Dios y ahora no hay más sacrificio que el suyo, que empieza en la cruz y termina en la gloria del cielo. Jesús es el único Sumo Sacerdote, el único Mediador delante del Padre y así El terminó definitivamente con el antiguo sacerdocio.
"Cristo ha entrado en el Lugar Santísimo, no ya para ofrecer la sangre de cabritos y becerros, sino su propia sangre; y así ha entrado una sola vez para siempre y nos ha conseguido la salvación eterna" (Hebr. 9, 12).
Lea también: Hebr. 7, 22-28; 9, 11-12; 10, 12-14
¿Somos un pueblo sacerdotal?
¿Es verdad que el apóstol Pedro dice que nosotros los creyentes somos un pueblo sacerdotal? Sí, Dios, en su gran amor hacia los hombres, quiso que todos los creyentes-bautizados participaran como miembros del Cuerpo de Cristo, del único sacerdocio de Cristo: «Ustedes también, como piedras que tienen vida, dejen que Dios los use en la construcción de un templo espiritual, y en la formación de una comunidad sacerdotal santa, para ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por mediación de Cristo» (1 Pedr. 2, 5) «Ustedes son una raza escogida, una nación santa, un pueblo que pertenece a Dios» (1 Pedr. 2, 9).
Así, hermanos, por la fe y por el bautismo Dios nos integra en un pueblo sacerdotal. Y como pueblo de sacerdotes, tenemos la vocación de ofrecer nuestras personas, nuestras vidas «como hostia viva» (Rom. 12, 1). En todo lo que hacemos con amor, en nuestra familia, en nuestro pueblo, en nuestros trabajos, siempre ejercemos este sacerdocio.
¿Quería Jesús tener ministros para su pueblo?
Así es. No es la Iglesia la que inventó el ministerio apostólico sino el mismo Jesús. El llamó a los Doce apóstoles (Mc. 3, 13-15) y les encargó ser sus representantes autorizados: «Quien los recibe a ustedes, a mí me recibe.» (Lc. 10, 16).
La misión de los apóstoles fue encomendada con estas palabras: «Les aseguro: todo lo que aten en la tierra, será atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra, será desatado en el cielo» (Mt. 18, 18). Este «atar» y «desatar» significa claramente la autoridad de gobernar una comunidad y aclarar problemas en el Pueblo de Dios. En la última Cena, Jesús dio a sus apóstoles este mandato: «Haced esto en memoria mía» (Lc. 22, 19). Es eso lo que celebra la Iglesia en la Eucaristía.
Y en una de sus apariciones, Jesús sopló sobre sus discípulos y dijo: «A quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados» (Jn. 20, 23).
Dirigir, enseñar y administrar los signos del Señor, he aquí el origen del ministerio apostólico. Poco a poco la comunidad cristiana va aplicando y evolucionando en este servicio apostólico según la situación de cada comunidad.
¿Qué representan los obispos y presbíteros en una comunidad?
En las cartas apostólicas del Nuevo Testamento, los ministros de la comunidad cristiana reciben el título de «obispos y presbíteros» (Hech. 11, 30; Tit. 1, 5 etc.).
La palabra obispoviene del griego y en castellano significa «el encargado de la Iglesia»; la palabra presbítero significa en castellano «el anciano». Los obispos y los presbíteros son así los encargados de la comunidad de los creyentes. Ellos tienen la función de servir en el nombre de Cristo al Pueblo de Dios. Estos nombres de «obispo y presbítero» van a evolucionar hacia la función del sacerdocio ministerial. Aunque los apóstoles todavía no hablaron de sacerdocio ministerial, ya estaba esta idea en germen en la Iglesia Primitiva. Es el Espíritu Santo el que hizo ver, poco a poco, que los obispos y presbíteros representaban al Señor, al Único Sumo sacerdote, por el ministerio que ejercían. «No nos proclamamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor y a nosotros como servidores suyos, por amor a Jesús» (2 Cor. 4, 5-7).
El apóstol Pablo en su carta a los filipenses ya usa ciertos términos para expresar su sacerdocio apostólico: «Y aunque deba dar mi sangre y sacrificarme para celebrar mejor la fe de ustedes, me siento feliz y con todos ustedes me alegro» (Fil. 2, 17: «Bien sabe Dios a quién doy culto con toda mi alma proclamando la buena noticia de su Hijo» (Rom. 1, 9).
En estos textos hay indicaciones que la liturgia de la Palabra y la entrega de la vida del apóstol ya es una función sacerdotal: «En todo, los ministros del pueblo deben ser no como los grandes y los reyes, sino servidores como Jesús: como el que sirve» (Lc. 22, 27).
¿Cómo se transmite este sacerdocio?
Este ministerio apostólico se transmite con la imposición de manos. Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te recomiendo que avives el fuego de Dios que está en ti por imposición de mis manos» (2 Tim. 1, 6; 1 Tim. 4, 14).
Este gesto de imposición transmite un poder divino para una misión especial.
El apóstol Pablo recibió la imposición de manos de parte de los apóstoles (Hch. 13, 3). Pablo a su vez impuso las manos a
Timoteo (2 Tim. 1, 6; 1 Tim. 4, 14) y Timoteo repitió este gesto sobre los que escogió para el ministerio (1 Tim 5, 22).
Así, la Iglesia Católica, desde los apóstoles hasta ahora, sigue sin interrupción imponiendo las manos y comunicando de uno a otro los dones del ministerio sacerdotal.
Esta sucesión apostólica tan sólo se ha perpetuado en la Iglesia Católica durante 20 siglos hasta llegar a los ministros actuales. Ninguna otra iglesia puede decir esto, solamente la Iglesia Católica.
De esta la forma los pastores de la Iglesia participan del único sacerdocio de Cristo.
Conclusión
Tal vez es un poco difícil todo lo que les he hablado. Pero debemos en la oración pedir que el Espíritu Santo nos ilumine. Además debemos tener un gran amor hacia la Iglesia y sus ministros, que Jesús nos ha dejado. Para terminar quiero resumir las ideas más importantes de esta carta:
- Jesús quería tener ministros (servidores) para su pueblo sacerdotal.
- Los apóstoles transmitieron este ministerio apostólico siempre con la imposición de manos.
- Aunque los sagrados escritores nunca usaron el nombre de «sacerdotes» para indicar a los ministros, ya está en germen en el N. T. hablar de un sacerdocio apostólico como un servicio al pueblo sacerdotal.
En este sentido es que la Iglesia Católica, ya desde el año cien hasta ahora, llama a los ministros de la comunidad (presbíteros y obispos) como sus pastores y sacerdotes.
Por supuesto que este sacerdocio pastoral participa del único sacerdocio de Cristo y no tiene nada que ver con los sacerdotes del Antiguo Testamento. Nosotros, los sacerdotes de la nueva alianza, por una especial vocación divina somos los ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1 Cor. 4, 1).
Cuestionario
¿Quiénes mataron a Jesús? ¿Se puede decir que todos hemos puesto las manos en la muerte de Jesús? ¿Se puede decir que los sacerdotes de la Iglesia católica mataron a Jesús? ¿A qué sacerdotes se refieren los Evangelistas? ¿Es lícito sacar de su contexto estas palabras y aplicarlas a los sacerdotes del Nuevo Testamento? ¿Somos el Pueblo de Dios un pueblo sacerdotal? ¿Quiso Jesús que en su Iglesia hubiera un sacerdocio ministerial? ¿Quiénes tienen esta función?